—Si fuera necesario ofrecer mi vida para salvarla, no vacilaría ni un instante.
—El rey me ha confiado una peligrosa misión: regresar al Fayum, ahogar una sedición y obtener un remedio para el árbol de vida.
—Una rama de la acacia de Neith.
—¿De modo que lo sabéis? —se extrañó Iker.
—Me encargo de las investigaciones en los archivos de Abydos. Si ha existido, el árbol debe de estar muerto desde hace ya mucho tiempo.
—¡Si vive aún, lo descubriré!
El entusiasmo del muchacho la hizo sonreír.
A Isis no podía ocultársele nada.
—Yo tuve la intención de matar a Sesostris —confesó—, porque lo consideraba un tirano, origen de todas mis desgracias.
En entrecortadas frases le contó sus aventuras, sin ocultar sus tormentos.
—El faraón os eligió como hijo adoptivo —advirtió ella—, por lo que sin duda os considera honesto y recto.
—¿Me perdonáis, vos misma, mis extravíos?
Al hacer tan incongruente pregunta, Iker advirtió de inmediato que acababa de cometer un error, irreparable tal vez.
Isis sonrió de nuevo.
—Su majestad dictó ya su veredicto. ¿Por qué iba a ser distinto el mío? Vuestra sinceridad me conmueve. E incluso, viniendo de tan alto personaje, me honra.
—¡Sólo soy un escriba de Medamud! —protestó Iker.
—Sois hijo real y os debo respeto.
Encerrado en un cepo, Iker no conseguía encontrar las palabras para hablarle de sus sentimientos y revelarle que ella y sólo ella lo había salvado una y otra vez.
—¿Regresaréis pronto a Abydos?
—Mañana.
—Un lugar extraordinario.
—Me está prohibido hablar de él. Siempre quise vivir allí, tan cerca de la fuente de nuestra espiritualidad.
—¿Re… regresaréis a Menfis?
—Estoy a las órdenes del faraón y del superior de los permanentes.
Por un instante, un instante demasiado breve, creyó descubrir en su mirada un tímido fulgor de interés y comprensión hacia lo que intentaba expresar en vano.
Pero ella iba a alejarse y a desaparecer. ¿Cómo retenerla?
—Tal vez podríais ilustrarme sobre un extraño acontecimiento —aventuró—. En un estanque vi a una mujer de magnífica cabellera y piel muy tersa. ¿Qué diosa encarnaba?
—Useret, la Poderosa, dama del
uraeus
y sol femenino —respondió Isis—. Es un privilegio haberla encontrado, pero escapasteis de un temible peligro al no pronunciar la fórmula de apaciguamiento. Como se os reveló durante un ritual al que asistíais, ya no tenéis nada que temer. Que ella os ayude a cumplir vuestra misión.
—Tal vez… tal vez volvamos a vernos.
—El destino decidirá.
Medes dudaba sobre la conducta que debía seguir: ¿emprenderla, con la más extremada discreción, contra el hijo adoptivo de Sesostris, arruinando poco a poco su reputación, o limitarse a ignorarlo? Al principio, había creído que Iker, consciente de su importancia, ocuparía un considerable lugar en la corte; luego, había advertido que el joven trabajaba bajo la dirección del visir Khnum-Hotep, como un escriba real cualquiera, no asistía a cena mundana alguna, no trataba con los dignatarios ni ocupaba ninguna posición predominante.
Asombrado y suspicaz al mismo tiempo, Medes lo había invitado a almorzar para evaluarlo. ¿Estaba aquel provinciano tan satisfecho con su suerte que prefería permanecer en la sombra, o adoptaba una estrategia cuyos resultados sólo serían visibles a largo plazo? Quedaba la solución más probable: Iker se comportaba así por orden del rey. Sabiendo que aquel «pupilo único» no tenía envergadura alguna, Sesostris lo limitaba a una carrera de administrador donde no molestaría a nadie.
—Señor —le dijo su intendente—, el hijo real Iker no puede honrar vuestra invitación.
—¿Por qué razón?
—Ha abandonado Menfis.
En palacio, Medes intentó espigar algunas informaciones, pero sólo obtuvo una: Iker había subido a un barco que se dirigía al sur. Viajaba solo, con su asno.
Aquella partida poco brillante se parecía a una caída en desgracia. Descontento del escriba, Sesostris lo mandaba a su provincia, para que nadie oyera hablar nunca más de él.
Medes, mucho más animado, se consagró a su correspondencia.
Una de las cartas, redactada en código, procedía del libanés. Envuelta en una retahíla de fórmulas de cortesía había una frase esencial: «Deseo veros con toda urgencia.»
—¿Una copa de vino, mi querido Medes? —ofreció el libanés.
—Me he visto obligado a anular una cena y espero no lamentarlo.
—El gran patrón confirma la cita cerca de Abydos, en un barco de mi propiedad.
—He aquí mis condiciones: Gergu estará a bordo ya al zarpar de Menfis, y yo llegaré al lugar fijado por mis propios medios.
—Como queráis.
—¿Estarás presente?
—Mi patrón no lo desea —respondió el libanés, untuoso—. Nuestros asuntos me retienen aquí. Por lo demás, son florecientes.
Medes le dirigió una mirada amenazadora.
—¿No estarás pensando en jugármela, mi querido socio?
—¡Estaría loco si actuara así! Gracias a vos, estoy haciendo fortuna y llevo una existencia muy agradable.
—¿Tu patrón también?
—Él es distinto. A cada cual, sus placeres.
—¡Qué misterioso personaje!
—No le gusta que hable de él.
—Si intenta perjudicarme, lo lamentará.
—Ésa no es en absoluto su intención, Medes. Desea conoceros para fortalecer nuestra cooperación.
Desde el primer contacto, Gergu y el capitán al servicio del libanés sintieron mutua simpatía. A Gergu le gustaba aquel fanfarrón curtido, grosero, con el pelo en desorden y capaz de matar sin la menor emoción.
Del mismo modo, el aspecto macizo y brutal de Gergu complacía al marino.
—Debo inspeccionar tu barco de punta a cabo.
—Podemos hacerlo con una copa en la mano, ¿no?
—Podemos —confirmó Gergu.
—Tengo un vino algo fuerte, pero pasa bien.
Gergu vació la primera copa.
—Me parece algo joven, de todos modos.
—¡Mejorará a lo largo del Nilo!
La broma los divirtió y la inspección se llevó a cabo en un clima relajado. Gergu no descubrió nada anormal: la tripulación estaba formada por diez hombres sin armas y la carga se componía sólo de tortas, pescado seco y jarras de vino.
—¿Tranquilo ya, Gergu?
—Larga amarras, capitán.
Durante el recorrido, los dos nuevos amigos no dejaron de brindar. Gergu alabó los méritos de Medes; el capitán, los del libanés. Se felicitó por el modo como estaba organizado el tráfico de madera preciosa, habló luego de sus proyectos: una hermosa granja con algunos bueyes. Comería carne todos los días.
—A tu barco le faltan mujeres —deploró Gergu.
—De buena gana hubiera subido a bordo a una profesional —confesó el capitán—, pero el libanés me lo prohibió.
—¿No le gustan las hembras?
—A él, sí, pero el gran patrón no es del tipo libertino, al parecer.
—¿Lo conoces?
—Nunca lo he visto.
El barco se puso al pairo mucho antes de Abydos. Oculto en una gran espesura de cañas, cerca de la ribera, nadie lo advertiría. En caso de control de la policía fluvial, muy improbable, el capitán alegaría un enfrentamiento y la necesidad de reparar los daños. Según el libanés, el gran patrón en persona había elegido aquel lugar ideal.
—Te dejo —anunció Gergu—. Voy a buscar a mi propio patrón.
El capitán se tendió en cubierta y se durmió.
El sacerdote permanente Bega se sentía intrigado.
—¿Por qué exigís que os acompañe a esta cita, Medes?
—Para sellar definitivamente nuestro acuerdo.
El temporal Gergu y Medes, que fingía ser su ayudante, habían cruzado los controles sin dificultades y, luego, habían solicitado hablar con su interlocutor habitual para recoger su nuevo pedido. Aquella gestión pertenecía a un proceso rutinario al que las fuerzas de seguridad no prestaban ya atención.
—¿Quién es ese «gran patrón»? —preguntó Bega.
—Alguien que nos ayudará a enriquecernos más aún y nos proporcionará medios materiales sin despertar sospechas. Vuestra presencia será garantía de la magnitud de nuestra colaboración. No os oculto mi secreta esperanza: que nos permita derrocar a Sesostris en seguida.
—¿Y si fuera sólo un vulgar bandido?
—El libanés se consolida como un traficante de altos vuelos, su patrón no puede ser un mediocre. ¿Podéis salir fácilmente de Abydos?
—Los permanentes no somos reclusos —recordó Bega—. ¿No nos tenderá una trampa ese misterioso personaje?
—Gergu ha registrado el barco donde se celebrará la reunión, sus hombres montan guardia por los alrededores. En caso de peligro intervendrán. Creedme, Bega, controlo la situación. Y estoy convencido de que superaremos, juntos, una etapa decisiva.
Gergu se acercó al navío en una barca.
Todo parecía tranquilo.
—¡Capitán! Soy yo, Gergu.
Aguzó luego el oído y percibió una sucesión de ronquidos. Al subir a bordo,
Gergu descubrió al capitán y su tripulación borrachos como cubas. Escrupuloso, registró de nuevo el barco sin encontrar nada alarmante.
Tomando de nuevo el esquife, remó hasta el bajel de Medes, que estaba amarrado algo más lejos.
—Todo en orden.
—¿Está en su lugar tu equipo, Gergu?
—Seguridad garantizada.
Medes despertó al capitán de una patada en las costillas. El otro gruñó y abrió un ojo.
—¿Sabes cuándo va a llegar tu patrón?
—No, no… yo me limito a esperar.
—Haz que limpien la cabina.
El capitán sacudió a su tripulación, que, gruñendo, devolvió al barco una apariencia de limpieza.
Apartando las cañas apareció un hombre encapuchado.
—Venid, Bega —le recomendó Medes—. No hay nada que temer.
Más bien torpe, con los andares titubeantes, el sacerdote permanente se aventuró por la pasarela. Viendo que podía caer, Medes lo sostuvo. Estaba claro que la actividad física no era el fuerte de Bega.
Jadeando, tomó un taburete de tres patas.
—¿Todo el mundo está aquí? —preguntó.
—Aún falta nuestro anfitrión.
Comenzó una larga espera. Bega mantenía el rostro bajo; Gergu bebía a hurtadillas, detrás de la cabina; Medes paseaba por cubierta. Después de un rato, harto ya, se dirigió al capitán, repantigado contra el empañetado.
—¡Me horroriza que se burlen de mí! Me voy. ¡Tú me pagarás esta afrenta!
Una voz, suave y amenazadora a la vez, petrificó a Medes:
—¿Por qué tanta cólera? Ya estoy aquí.
Se encontraba a proa, sin que nadie lo hubiera visto llegar.
Alto, barbudo, con la cabeza cubierta por un turbante, el rostro demacrado y vistiendo una túnica de lana que le llegaba a los tobillos, tenía unos ojos enrojecidos y muy hundidos en sus órbitas.
Gergu soltó su copa; Bega se puso rígido, y Medes se quedó boquiabierto.
—¿Quién… quién sois?
—Soy el Anunciador. Y vosotros tres vais a ser mis fieles discípulos.
«¡Es un loco, es un loco!», pensó Medes, que hizo a Gergu una señal para que ordenara la intervención de sus hombres.
—No te pongas nervioso —recomendó el Anunciador—. Tu barco está bajo mi control. Los ridículos crápulas empleados por Gergu no han dado la talla al luchar contra mis lugartenientes.
Jeta-de-través y Shab
el Retorcido
salieron de entre las cañas y arrojaron a la cubierta unas cabezas y unas manos cortadas.
—Dejadme partir —suplicó Bega tartamudeando.
—Nadie abandonará este lugar antes de haber recibido mis órdenes y haberme prometido obediencia —advirtió el Anunciador suavemente.
Gergu intentó, de todos modos, lanzarse al agua, pero unas garras de halcón se hundieron en su hombro. Aullando de dolor, se vio obligado a arrodillarse.
—Si vuelves a hacerlo, te arrancaré el hígado —prometió el Anunciador—. ¡Qué ridícula muerte, en vez de hacer fortuna!
—¿Sois… sois realmente el patrón del libanés? —preguntó Medes, fascinado.
—Ha aprendido en su propia carne a no traicionarme y a mostrarse dócil. Que os sirva de ejemplo, pues. Juntos, llevaremos a cabo grandes proyectos. Vuestras intenciones son buenas, las de los tres, pero topáis con una fuerte oposición y, hasta hoy, habéis obtenido sólo decepcionantes resultados. El gran tesorero Senankh, el Portador del sello real Sehotep, el general Nesmontu y el jefe de todas las policías, Sobek el Protector, han salido indemnes de las encerronas que organizasteis. Eso, por no hablar del faraón: al enviarle a un aficionado hicisteis fracasar al asesino encargado de matarlo. Ahora, Sobek ha sido absuelto y Sesostris está, de nuevo, bajo su protección.
—¿Tamb… también vos queréis acabar con el rey? —preguntó Medes, algo tranquilizado.
—Esos esfuerzos dispersos nos condenan al fracaso. Por eso he decidido coordinarlos. Tú, quítate el capuchón y dime tu nombre.
El interpelado no tuvo valor para resistirse.
—Me llamo Bega y soy sacerdote permanente en Abydos.
—Buena presa, Medes —valoró el Anunciador.
—Hay que desvelar el secreto de los misterios de Osiris —afirmó el secretario de la Casa del Rey—, pues Abydos sigue siendo el centro de la espiritualidad egipcia y la fuente del poder del faraón.
—¿Crees que lo ignoro? —dijo el Anunciador, desdeñoso—. Bega, háblame del árbol de vida.
El sacerdote levantó unos ojos pasmados.
—¿Lo… lo sabéis?
—Responde.
—La acacia de Osiris ha caído gravemente enferma, víctima de un maleficio.
—¿Acaso no está del todo seca?
—No, recupera algo de vida. Reverdeció una rama con la construcción del templo y de la tumba de Sesostris. Emiten
ka
y los ritualistas se ocupan cotidianamente del árbol, para fijarlo en él. Una segunda rama hizo lo mismo cuando se proclamó el decreto de reunificación de Egipto.
—¿Qué otras acciones están en curso para intentar que el árbol sane?
—Sesostris hace edificar una pirámide.
—¿En qué lugar?
—En Dachur —respondió Medes.
—¿Y quién detenta la paleta de oro? —interrogó el Anunciador.
Bega estaba atónito.
—¿Conocéis acaso todos nuestros tesoros rituales?
—Responde.
—El faraón en persona. Nuestro superior, el Calvo, no toma iniciativa alguna, y sólo actúa con el explícito consentimiento del rey.