Al ver el volumen de los documentos, Sekari estuvo a punto de renunciar. Finalmente decidió solicitar la ayuda de dos escribas aptos para clasificar los textos según la gravedad de los acontecimientos: peleas en las tabernas, robos en los mercados, disputas conyugales que habían dado origen a una denuncia, discusiones sobre los límites de los campos… Sekari comenzó sus investigaciones por lo peor: un asesinato en Menfis y dos clandestinos muertos al intentar cruzar ilegalmente la frontera del nordeste.
El asesinato era resultado de una violenta disputa entre dos primos, que se habían peleado para obtener la propiedad de un palmeral tres veces centenario. El que mejor manejaba el garrote había destrozado la cabeza del otro.
No tenía relación alguna con el caso Sobek. En cambio, el intento de cruzar la frontera ofrecía un detalle interesante: los clandestinos no intentaban entrar en Egipto, sino salir de él.
Sekari se dirigió al fortín para consultar con el oficial que firmaba el acta. Provisto de unas credenciales del visir, fue bien recibido.
—Cuéntame los hechos.
—Los dos tipos se acercaron sin aparente hostilidad. Sin embargo, mis soldados no recordaban sus caras, ¡y tienen mucha memoria para eso! Evidentemente, eran cananeos. Les pregunté adonde iban. «Volvemos a casa, a Siquem, respondieron, nuestros documentos están en regla.» Y los mostraron con arrogancia. El texto proclamaba: «Muerte al ejército egipcio, ¡viva la rebelión en Canaán!» El tono fue subiendo, los bandidos intentaron huir y los arqueros los mataron. Dos terroristas menos.
Sekari dio un respingo. Aquellos provocadores eran unos suicidas o… ¡no sabían leer! Alguien les había entregado un documento haciéndoles creer que se trataba de un salvoconducto, para que los guardias fronterizos los ejecutaran con toda legalidad.
—¿Sabes cómo se llamaban esos bribones? —preguntó Sekari sin demasiadas esperanzas.
—Por desgracia, no, pero soy aficionado al dibujo. Como se trata del incidente más grave que se ha producido aquí, no dejé de hacer su retrato.
Sekari se sobresaltó.
—Enséñamelos.
—Son obras de aficionado, te lo advierto…
La pincelada del oficial era de notable precisión.
—Me los llevo —dijo Sekari.
Cuando unos policías avanzaron hacia Nariz Afilada, el alfarero alojado en un barrio popular de Menfis tomó un bastón y lo levantó, blandiéndolo.
—¡No os acerquéis o acabo con vosotros!
—Venimos de parte del visir. Desea verte urgentemente.
—¿Quién me dice que no sois falsos policías, como los otros?
—Yo —declaró Sekari.
—¿Y quién eres tú?
—El enviado especial del faraón. Ningún miembro de las fuerzas del orden te pondrá la mano encima estando yo presente.
El alfarero se relajó un poco.
—¿Qué queréis de mí?
—Una comprobación importante, en presencia del visir.
—¿Del visir en persona?
—Te espera.
El alfarero, desconfiado, aceptó sin embargo seguir a Sekari.
Cuando éste lo introdujo en el despacho de Khnum-Hotep, el artesano comprendió que no estaban burlándose de él. No obstante, quiso demostrar de inmediato su determinación.
—Si me pedís que retire la denuncia, ¡me niego! Me agredieron, me apalearon y me robaron la barca. Aunque el culpable sea jefe de la policía y yo un simple alfarero, ¡exijo justicia!
—Ése es precisamente mi deber —recordó Khnum-Hotep—. Sea cual sea la condición social del demandante, la justicia no varía. Sobek el Protector ha sido inculpado y colocado bajo arresto domiciliario hasta que se celebre el proceso.
—Bueno, en eso confío.
—Mira estos retratos.
Khnum-Hotep le mostró al alfarero los dibujos que Sekari había traído de la frontera.
Nariz Afilada agarró el papiro.
—Ellos… ¡Son los dos policías que tanto mal me hicieron! ¡Entonces los habéis encontrado! Quiero verlos en seguida. ¡Van a oírme, los muy canallas!
—Han muerto —reveló el visir—. Eran unos cananeos que se hicieron pasar por policías a las órdenes de Sobek, para comprometerlo. Y tú, Nariz Afilada, fuiste víctima de esa conspiración. ¿Reconoces formalmente a tus agresores?
—¡Claro que los reconozco! ¡Fueron ellos y sólo ellos!
Mientras un escriba redactaba la declaración de manera formal, Sekari corrió a casa de Sobek el Protector.
—¿Hay noticias del general Nesmontu? —preguntó el faraón a Sehotep, el Portador del sello real.
—El ejército se despliega en Canaán, majestad, no debemos deplorar incidente alguno.
—Las obras de Dachur avanzan —precisó el gran tesorero Senankh—. Djehuty está haciendo un trabajo excelente: los artesanos están bien alojados, los materiales se entregan sin retraso. Lamentablemente, no hay ningún mensaje de Sepi. Debe de estar enfrentándose a serias dificultades.
—El silencio no es forzosamente alarmante —consideró Sehotep—. Prudente y desconfiado, Sepi sólo nos avisará cuando haya encontrado el oro.
—No sólo intentan asesinarme, sino que también atacan a mis íntimos, para desacreditarlos y aislarme —recordó el monarca—. Tú, Senankh, escapaste de la nasa; tú, Sehotep, previste la trampa y actuaste de modo que se volviera contra sus autores. Pero Sobek ha estado a punto de ser eliminado. Permaneced, pues, extremadamente atentos, pues se producirán otros ataques.
—Ni la menor sospecha aún sobre la identidad del culpable —rabió Senankh.
—Majestad —dijo Sehotep—, ¿alguno de los dignatarios os ha solicitado un importante ascenso en estos últimos tiempos?
—Nadie se ha manifestado.
—Qué lástima… Pensaba que el manipulador habría cedido a su vanidad y a su deseo de obtener ventajas del poder, y habría cometido, pues, el error de desenmascararse. El criminal se muestra más retorcido aún de lo que yo suponía.
—¿Y si se tratara de un extranjero y no de un egipcio? —insinuó Senankh.
—Es posible —admitió Sehotep—. En ese caso, tal vez haya implantado sus organizaciones en pleno Menfis…
—Puesto que Sobek ha quedado restablecido en todas sus funciones, investigará de nuevo a su modo —advirtió Sesostris—. A partir de ahora, toma en sus manos la seguridad de palacio. Después de las revelaciones de Iker, lo más urgente era avisar al alcalde de Kahun. Le he ordenado que vigilara de cerca a los terroristas infiltrados con la esperanza de que, de un modo u otro, nos conduzcan hasta su jefe.
—¿Y si intentaran apoderarse de la ciudad? —se inquietó Sehotep.
—Con el elemento sorpresa, tal vez lo hubieran conseguido. Hoy, en cambio, acabaríamos con ellos. ¿Cómo ha reaccionado la corte ante la adopción de Iker?
—Como habíais previsto, majestad —respondió Senankh—: estupefacción y celos. Los numerosos candidatos que se consideraban bien situados lo perseguirán con su odio. Pero el muchacho me parece tan duro como el granito; ni críticas ni alabanzas parecen hacer mella en él.
Sólo le interesa el camino que debe recorrer, y nada lo detendrá.
—¿Y a ti, Sehotep, qué te parece Iker?
—Tras el éxito de vuestra reunificación de Egipto, majestad, me procura mi segundo motivo de asombro. Diríase que el pequeño escriba ha vivido desde siempre en palacio. Tiene, con toda naturalidad, el ademán justo y el comportamiento adecuado, sin perder ni una pizca de su personalidad. Naturalmente, los rumores afirman que es de vuestra misma sangre.
—¿Acaso no se ha convertido en mi hijo? Voy a confiarle una misión peligrosa que tal vez nos permita saber dónde se construyó, con gran secreto, un barco que fue luego mandado a Punt.
—Los envidiosos creerán que lo alejáis de la corte y se sentirán encantados —exclamó Senankh.
—Perdonad mi reticencia —dijo Sehotep—, pero ¿os parece ese joven lo bastante aguerrido como para lanzarse a semejante aventura?
—El destino de Iker no se parece a ningún otro. La misión que debe llevar a cabo supera los límites de lo razonable, y nadie podría actuar en su lugar. Si fracasa, todos correremos un gran peligro.
Más valía no provocar la irritación de Sobek, ni siquiera con respecto a un simple taparrabos o a una reglamentaria muñequera de cuero. El Protector trabajaba noche y día para poner de nuevo en orden el dispositivo de seguridad que sus sucesores se habían apresurado a desmantelar.
Sobek convocó a cada uno de los hombres, oficiales o no, culpables de haber cometido errores durante la terrible noche en la que unos crápulas habían atentado contra la vida del faraón. Por efecto de su cólera, los muros de su despacho temblaban. Incluso sus más próximos lugartenientes temblaron en sus sandalias, aguardando que finalizara la tormenta. Algunos mediocres pasarían numerosos años en guarniciones de provincia, donde su más ardua tarea consistiría únicamente en contar vacas y bueyes.
Luego, el Protector comprobó que la guardia personal del faraón no había perdido un ápice de su eficacia, y quienes la componían no refunfuñaron ante el ejercicio.
Cuando Sobek acudió a presentarle al monarca los resultados de su labor, lo halló en compañía de Iker.
—Aún no conoces a mi hijo adoptivo —advirtió Sesostris—. Iker, éste es Sobek el Protector, jefe de todas las policías del reino.
—Salud para tu
ka
—deseó el joven.
—Igualmente —respondió Sobek, crispado—. Aun a riesgo de enojar a un hijo real, majestad, me gustaría hablaros a solas.
Con la autorización del monarca, Iker desapareció.
—Majestad —prosiguió el Protector—, tres hombres intentaron asesinaros. Dos de ellos han muerto. El tercero es Iker.
—Tu desconfianza no me sorprende ni me escandaliza. Sin embargo, ten la seguridad de que nada debo temer de ese muchacho.
—Dejadme, de todos modos, que lo ponga bajo vigilancia.
—Iba a ordenártelo yo mismo, puesto que su vida, como la mía, sigue amenazada.
Sobek no ocultó su pesimismo.
—Mi marginación se inscribía en un plan concreto: la implantación de una organización terrorista en Menfis y, sin duda, en otras ciudades del país, empezando por Kahun. Goza forzosamente de la complicidad de gente del pueblo, notables incluso, inconscientes unos, deseosos de derrocaros otros. Me han distanciado, mi retraso es considerable y camino a ciegas. Si no estoy ya a la altura de la situación, sustituidme.
—Eso es exactamente lo que espera el enemigo —señaló Sesostris—. ¿Acaso crees que voy a satisfacer sus deseos?
Después de una larga mañana de trabajo junto al visir, Iker paseaba por el jardín de palacio en compañía del rey. Sicomoros, tamariscos, granados e higueras dispensaban unas agradables sombras. Allí, el mundo era suavidad y belleza.
—Khnum-Hotep está muy satisfecho con tu trabajo, Iker. Incluso los amargados se ven obligados a callar, porque no te muestras arrogante y evitas las mundanidades.
—¡Hay tanto que descubrir, majestad! Khnum-Hotep me dirige a las mil maravillas, pero sólo lo que uno mismo experimenta se asimila realmente. Por lo que se refiere a la gestión de los rebaños…
—Tengo que confiarte otra misión.
Absorto en sus tareas administrativas, Iker intentaba olvidar que el monarca pronunciaría esa frase antes o después. Durante algún tiempo, se había adormecido en la falsa tranquilidad de una existencia privilegiada.
—Te fijaré varios objetivos difíciles de alcanzar —advirtió Sesostris—. Mañana mismo partirás con Sekari hacia el Fayum. Dispondrás de un sello de hijo real, pero utilízalo sólo como último recurso. Intenta, más bien, pasar desapercibido, pues ignoramos quién es nuestro enemigo principal y dónde se oculta. Gracias a las investigaciones realizadas en la biblioteca de la Casa de Vida de Abydos, hemos sabido que antaño se plantó, en alguna parte del Fayum, una acacia dedicada a la diosa Neith. Si consigues encontrarla, intentaremos un injerto en el árbol de Osiris. Luego, procura descubrir el astillero donde se construyó
El rápido
. Finalmente, dirígete a Kahun para interpelar a los asiáticos y desmantelar sus proyectos.
Un doloroso pensamiento cruzó la mente de Iker.
—Majestad, la muerte del escriba Heremsaf…
—Probablemente fue un crimen. Lo consideraba un fiel servidor. Cuando solicitó mi consentimiento, ofreciéndose a iniciarte en los primeros misterios de Anubis, sus argumentos fueron convincentes.
—¿El alcalde de Kahun es un aliado o un adversario?
—En su nombramiento parecía animado de las mejores intenciones, pero el poder suele cambiar a los hombres. Tú debes descubrir su verdadera naturaleza.
—Siempre lo habéis sabido todo sobre mí, majestad, sobre mis deseos, mis angustias y mis esperanzas, ¿no es cierto?
—Pasa una tarde tranquila en este jardín, hijo mío. Y vuelve lo antes posible.
Sesostris se alejó, dejando a Iker atónito.
Era la primera vez que el rey lo llamaba «hijo mío». Aquellas dos palabras, tan banales, tan sencillas, adoptaban de pronto una formidable resonancia.
Ante él se abría otro mundo; un mundo en el que no combatiría ya para sí mismo, sino para su padre, el faraón de Egipto.
Aunque aquel jardín fuese encantador, Iker no deseaba abandonarse a sus ensoñaciones. Tenía que preparar su equipaje y obtener el mapa más detallado posible del Fayum, que incluyera el emplazamiento de los lugares de culto y los parajes sagrados.
En el momento en que abandonaba aquel apacible lugar se levantó un viento del sur tan suave y perfumado que el joven se detuvo para saborearlo. Tuvo una alucinación.
Ella.
Se dirigía hacia él con aquel viento del sur que encarnaba en un ritual destinado a obtener el agua regeneradora y a hacer crecer la vida.
En su frente, adornando una fina diadema dorada, capullos de loto azul y blanco de los que brotaba una luz dorada.
¿Cómo describir su belleza, casi sobrenatural?
Iker cerró los ojos y luego volvió a abrirlos. Pero Isis seguía allí, algo más cerca que antes.
—Temo importunaros —dijo ella con una voz tan hechicera que lo hizo mascullar.
—No, no… ¡En absoluto! Estaba… estaba reflexionando.
—Me gusta mucho este granado —indicó Isis contemplando el árbol más viejo del jardín—. Sigue floreciente en cualquier estación, nada altera su esplendor. Cuando una flor se marchita, otra crece en seguida.
—Por desgracia, no ocurre así con la acacia de Osiris.
El rostro de la sacerdotisa se tiñó de inquietud.