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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

La conspiración del mal (23 page)

BOOK: La conspiración del mal
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Desde lo alto de un cerro, oculto por el follaje de un balanites, Gergu vio a los dos bribones caminando tranquilamente hacia la frontera.

Ni el uno ni el otro sabían leer.

Cuando mostraron el documento a un soldado, el tono se elevó muy pronto, y siguió una pelea que acabó con la victoria de los dos brutos. Al intentar huir, una decena de arqueros los tomaron como blanco y no fallaron.

En la tablilla se podía leer: «Muerte al ejército egipcio, viva la insurrección en Canaán.»

De este modo desaparecían los agresores del alfarero. Nadie establecería ninguna clase de vínculo entre ellos y aquellos cadáveres de insurrectos provocadores.

—¿De modo que dormías? —preguntó Sobek.

—Sí, jefe.

—¿Y dormiste toda la noche en vez de vigilar nuestro puerto?

—Toda, no… en fin, casi toda, jefe. Yo no podía sospechar… A fin de cuentas, es el muelle de la policía. ¡No corremos riesgo alguno!

—¿Habías bebido?

—Licor de dátiles, ¡y del bueno!

—¿Quién te lo había regalado?

—Lo ignoro, lo encontré en mi garita. Lo probé y, luego, ya sabéis lo que ocurre… Nos aburrimos, la temperatura se hace más fresca… Por lo general, de todos modos, aguanto mejor el alcohol.

«El muy cretino fue drogado», pensó Sobek.

El autor de la manipulación, en cambio, no era tonto y nada dejaba al azar. La trampa se cerraba sobre Sobek, a menos que consiguiera identificar a los policías corruptos. Pero ¿se trataba de dos miembros de las fuerzas del orden o eran simuladores?

El Protector procedió, personalmente, a una serie de interrogatorios muy desagradables, y sus fieles realizaron profundas investigaciones con el fin de detectar eventuales ovejas negras.

Muy pronto corrió el rumor de que graves disensiones minaban la policía.

Ebrio, el sirio subió a la mesa de la taberna y comenzó a bailar la zarabanda con la gracia de un elefante.

Los bebedores aplaudieron.

—¡He vencido a Sobek! Se creía más fuerte que los demás, pero brrrr… una buena patada en el culo y se ha derrumbado. Yo soy el más fuerte.

Siguió una retahíla de palabras incoherentes que despertaron las risas de los demás borrachos.

Un aguador, el mejor agente del libanés, prestó atención al delirio general. Él bebía poco y, tanto en aquella taberna como en las demás, espigaba informaciones que pudieran ilustrarlo sobre las desgracias que afectaban al jefe de la policía.

Probablemente se trataba de un jaranero alcohólico que fanfarroneaba, pero el aguador era escrupuloso. Así pues, tras el cierre de la taberna fue tras el sirio, que a duras penas se tenía en pie.

En una calleja oscura le impidió caer.

—¡Gracias, amigo! Por fortuna, todavía hay buena gente… ¡No como ese Sobek! De todos modos, he podido con él.

—¿Tú solo?

—¡Yo solo! Bueno, casi… Con la ayuda de un grupito muy unido. Y, si supieras… ¡Nos presentamos como agentes de la brigada fluvial! Si hubieras visto la jeta del capitán del carguero de cereales… Creyó que éramos policías de verdad. Nosotros, que los detestamos… Lo que nos reímos… Además, el trabajo estaba muy bien pagado, siempre que no dijéramos ni una palabra. De modo que, cuidado, amigo: no te he dicho nada, nada en absoluto.

—Yo no he oído nada. ¿Cuentan los demás la misma historia?

—Los demás han desaparecido. Teníamos que encontramos para festejar la caída de Sobek, pero no se han presentado.

—¿Y dónde vives tú?

—Depende de las noches. A mí no es fácil echarme mano.

—¿Quién os contrató, a ti y a los tuyos?

El sirio se puso rígido, con el índice señalando al cielo.

—¡Eso es más secreto que cualquier secreto! Pero el tipo no debe de ser un cualquiera.

Evidentemente, la pandilla de mediocres bandidos encargada de comprometer a Sobek había sido eliminada para que ninguno de sus miembros revelase la verdad y demostrara así la inocencia de la policía. Era un trabajo mal hecho, puesto que quedaba un superviviente borracho y charlatán. El aguador, meticuloso, acabó con el problema antes de ponerse en contacto con el libanés.

¿Cómo resistirse a las codornices cubiertas de salsa parda en la que se mezclaban, armoniosamente, una decena de especias? Aquel segundo plato de carne llegaba tras algunos entrantes y el pescado, y precedía a un nuevo postre creado por su cocinero. El libanés olvidó su régimen y se entregó al innegable placer del gusto, pensando en el último informe del aguador.

Esta vez no cabía duda alguna: Sobek el Protector era, en efecto, víctima de un complot. Una noticia excelente, por lo demás, aunque fuera preciso identificar aún al cerebro de todo aquello sin alertarlo y provocar su venganza. De modo que el libanés exigía la mayor prudencia a los miembros de su organización, pues cualquier iniciativa fuera de lugar podría perjudicarlos.

Una comida de aquella calidad, acompañada por un vino tinto cuyo sabor hechizaba el paladar y regeneraba la sangre, abría forzosamente el espíritu. En la masa de informaciones acumuladas por sus agentes, un detalle alertó al libanés: los barcos cargueros interceptados por falsos policías eran todos cerealeros. ¿Quién podía conocer su itinerario y saber dónde interceptarlos, salvo dos personas?

La primera, el responsable del policía fluvial nombrado por Sobek. ¿Por qué habría éste deseado perjudicarlo?

La segunda era mucho más interesante: Gergu, el inspector principal de los graneros. Y, detrás de Gergu, Medes, secretario de la Casa del Rey.

Si él era el instigador de la conspiración, resultaba imposible seguir avanzando sin avisar al Anunciador.

—Si has solicitado verme es, sin duda, para comunicarme el resultado de tu investigación —dijo el visir a Sobek—. Espero que sea positivo.

—Desde mi punto de vista, sí.

—¿Los nombres de los dos culpables?

—Los ignoro, pero tengo una certeza: no son policías.

El tono de Khnum-Hotep se endureció.

—¡Inútil y ridícula excusa, Sobek! El expediente es abrumador. Si sigues encubriendo a tus hombres, serás considerado el único responsable.

—Yo no encubro a nadie. Llevadas a cabo sin indulgencia alguna, las más serias investigaciones sólo han logrado crear un clima detestable.

—No me dejas otra elección. Me veo obligado a inculparte tras haberte destituido de tus funciones.

—Soy víctima de una conspiración, y estás tomando una decisión injusta.

—Si no te sancionara, injuriaría a la justicia y el poder real se vería considerablemente debilitado.

—Cometes un grave error, visir.

—Antes de que se celebre tu proceso tendrás mucho tiempo para demostrar tu inocencia. Hasta entonces, no diriges ya la policía. Y creo preferible, también, que tus hombres de confianza no se encarguen más de la protección personal del rey.

Sobek palideció.

—¿Por qué razón?

—Supongamos que los dos culpables pertenecen a ese cuerpo de élite que tú formaste y tú controlas… ¿Acaso no sería imprudente dejarles las manos libres?

—Pero ¡es que no lo entiendes! Un criminal intenta destruirme para hacer vulnerable al faraón.

Khnum-Hotep reflexionó durante largo rato.

—Es una de las posibilidades, en efecto, y tomaré las medidas necesarias para que su majestad no corra riesgo alguno. Pero existe otra: algunos fieles del jefe de todas las policías del reino creyeron poder cometer delitos con toda impunidad porque su superior los encubría. Semejante ignominia sería la señal de una decadencia inaceptable. Mi principal deber consiste en impedirlo.

—¿Estoy autorizado a ver al rey?

—Una entrevista permitiría suponer que avala tu actuación. Ahora bien, el faraón nunca interfiere en asuntos de justicia.

—Te aprecio, Khnum-Hotep. Tú no me conoces y te estás equivocando.

—Sinceramente, eso espero.

—¡Ya está! —exclamó un Gergu triunfante—. Sobek el Protector acaba de ser inculpado por el visir de agresión voluntaria, robo de embarcación, utilización ilegal del trabajo forzoso y abuso de poder. La cosa va a ser grave, ¿no?

—Khnum-Hotep querrá dar ejemplo y probar al pueblo que el Estado no está corrompido —estimó Medes—. Pero en primer lugar es preciso que Sobek sea condenado.

—No hay posibilidad alguna de que se libre. Las pruebas son abrumadoras, el alfarero mantendrá sus acusaciones. Mis dos bribonzuelos hicieron un buen trabajo.

—¿No hay riesgo alguno por esa parte, Gergu?

—¡Absolutamente ninguno! Como estaba previsto, los guardias fronterizos los mataron. No he dejado rastro alguno detrás de mí.

—Sobek intentará demostrar su inocencia.

—Eso es imposible, os lo aseguro. Este problema ya está resuelto, y el jefe de todas las policías del reino, eliminado.

—Probablemente, el visir pondrá a varios responsables a la cabeza de los distintos servicios de seguridad y los controlará personalmente. En los primeros tiempos tendrá lugar una buena desorganización, que aprovecharemos para llevar a cabo nuestro plan.

El entusiasmo de Gergu cedió.

—¿No sería preferible emprenderla primero con los miembros de la Casa del Rey? La destitución de Sobek los desestabilizará y…

—Sin él, Sesostris se hace vulnerable. El cuerpo de élite, fiel al Protector, no será sustituido inmediatamente. Por lo tanto, es preferible golpear en el interior de palacio.

—¡Ni vos ni yo podemos actuar!

—¿Vacilas acaso, Gergu?

—Matar al faraón… ¡Es demasiado arriesgado!

—En cuanto los guardias elegidos por Sobek hayan sido despedidos, compraremos a algunos de los sustitutos. Entonces, el camino estará libre.

—¡No me pidáis demasiado, patrón!

Medes no se hacía ilusiones: su segundo sabía arreglárselas en la sombra, pero no tendría el valor de acabar con Sesostris.

—Tienes razón, ni tú ni yo podemos exponernos así. Reclutemos a un experto que no tenga miedo de nada.

—¿En quién pensáis?

—No lo conocemos aún. Tú debes encontrarlo, Gergu, husmeando en las tabernas, en los muelles y en los barrios pobres. Encuéntrame un tipo con la cabeza llena de pájaros a quien la perspectiva de hacerse muy rico en una sola noche atraiga de un modo irresistible.

—Si fracasa, nos denunciará.

—Tenga éxito o fracase, no sobrevivirá. Si los guardias no acaban con él antes de que abandone el palacio, nosotros mismos lo eliminaremos cuando le entreguemos su prima.

26

Las previsiones de Medes se cumplieron punto por punto.

Aislado y deprimido, Sobek daba vueltas como una fiera enjaulada, temiendo que no recuperaría nunca la libertad. Las puertas se cerraban una tras otra y se sentía privado de su aliento vital: el apoyo del faraón. «No hay humo sin fuego», murmuraba para sí, «incluso en las filas de los policías. Tal vez el comportamiento de Sobek el Protector no fuera irreprochable. Provisto de excesivos poderes, ¿acaso no habría superado los límites de la ley creyéndose intocable?».

El acusado no sabía por dónde buscar: ninguna sospecha concreta, ni la menor pista, ningún medio de investigación ya. Aparte de proclamar una y otra vez su inocencia, Sobek se veía reducido a la inacción. Forzosamente arrojado al lodo en un proceso durante el cual se inventarían nuevos agravios, haciendo que testimoniaran los envidiosos, los decepcionados y los amargados, sería condenado a una dura pena.

Ante semejante injusticia debería haber intentado abandonar el país, pero Sobek no estaba dispuesto a comportarse como un cobarde. Además, aquella actuación demostraría su culpabilidad. Ya sólo podía esperar un milagro.

Herido en pleno corazón, veía cómo destruían el trabajo realizado durante varios años. Los miembros de la guardia personal del soberano, sospechosos de complicidad con su jefe, habían sido destinados a otras unidades y sustituidos por militares de carrera, sin formación ante los ataques terroristas. Además, la rivalidad entre sus superiores, cada uno de los cuales intentaba lograr los favores del visir con vistas a un ascenso, desorganizaba las patrullas, las rondas y la vigilancia de palacio.

Sobek temía lo peor.

Iker y el maestro carnicero se entendían a las mil maravillas. Aunque hubiese comprendido las dificultades y el aspecto ritual de su trabajo, el joven escriba nunca sería capaz de realizarlo. Pero él sólo le pedía que llevara rigurosamente la contabilidad de los pedazos de carne, ninguno de los cuales debía ser desviado del servicio de los dioses.

Un día a la semana el maestro carnicero se ausentaba del taller para participar en las ceremonias que se celebraban en el templo de Hator, acompañado por las damas de la Morada de la Acacia, cuya superiora era la reina.

Mientras degustaban un solomillo, Iker se atrevió a interrogar al artesano.

—¿Conversas a veces con la soberana?

—Cuando reside en Menfis dirige el ritual, pero no se entrega a la charla.

—¿Por qué te unes a esas sacerdotisas?

—Les proporciono la fuerza de Seth, que sólo ellas saben dominar e integrar en una armonía de origen celestial.

¿Acaso ignoras que Horus y Seth cohabitan en el mismo ser, el del faraón? La reina es la única vidente capaz de discernir la unidad de esa dualidad. Al contemplar al rey, lo crea, y al crearlo, le permite conciliar lo inconciliable.

Iker sintió deseos de afirmar que, en Sesostris el tirano, Seth prevalecía sobre Horus, pero consiguió morderse la lengua.

—La tarea de la reina de Egipto parece ardua —afirmó.

—¡Sobre todo en estos momentos!

—¿Qué ocurre?

—Multiplica los ritos de protección de la persona real a causa de la crisis de la policía, cuyo jefe, Sobek, está acusado de abuso de poder. Ha sido un golpe muy duro para el faraón, que confiaba por completo en él. El visir está reorganizando los servicios de seguridad, y eso requerirá tiempo.

—De todos modos, el palacio no permanece abierto a los cuatro vientos.

—¡Casi! El dispositivo perfeccionado por Sobek ha volado en pedazos. Anoche, cuando llevé junto con mi ayudante la comida destinada al rey, comprobé que numerosos controles no se efectuaban ya.

Se imponía una evidencia: Iker debía ocupar el lugar de ese ayudante. La destitución de Sobek el Protector le ofrecía la inesperada ocasión de actuar.

Tras haber saboreado su ración de sal, el Anunciador clavó en el libanés su mirada de rapaz.

—¿Qué debes decirme, amigo mío?

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