Mentón-prominente dio un respingo. Cuando se adormecía, el ruido de unos pasos lo arrancó brutalmente de su sopor.
Era la décima noche consecutiva que se agazapaba en la esquina de una calleja y observaba la portezuela de la entrada lateral del templo de Neith, en Menfis. En restauración, la principal sólo se abría en las grandes ceremonias.
A Mentón-prominente le gustaba la oscuridad. Conocía todos los lugares poco recomendables de la capital y había desvalijado a más de un ingenuo viajero. Dos veces ya su puñal se había clavado en el vientre de los rebeldes. Y la policía no iba a atraparlo mañana, sobre todo desde que trabajaba para un poderoso protector, un tal Gergu, que le pagaba muy bien.
Gracias a esa misión especial, que consistía en saber si alguien introducía algo, en plena noche, en el templo de Neith, Mentón-prominente cobraría una buena prima. Contrataría a dos o tres profesionales de gama alta en la mejor casa de cerveza de la ciudad.
A fuerza de velar, había acabado creyendo que no ocurriría nada.
El ruido de pasos fue acompañado por unos susurros, y el centinela percibió algunos fragmentos de frases: «Cuidado, muy valioso… ¿Nadie por ahí?… Ocultémoslo en el santuario… Luego, nos separamos en silencio total…»
Lo que los cuatro hombres llevaban no parecía ligero. Si hubiera salido de su escondrijo, Mentón-prominente habría sido interceptado por otro hombre que caminaba a bastante distancia de sus compadres, como cobertura.
La maniobra fue rápidamente ejecutada, la portezuela se cerró con una gran llave, y los cinco hombres se dispersaron.
Mentón-prominente aguardó un buen rato antes de abandonar su puesto de observación. Tomó por un sendero tortuoso, donde no se encontró con ningún policía, acudió al punto de la cita y le hizo a Gergu un detallado informe.
—El tesoro ha llegado —anunció Gergu a Medes—. Un pesado cofre llevado por cuatro mocetones.
—¡La pequeña Olivia ha hecho un excelente trabajo! Cuando un hombre de Estado como Sehotep habla demasiado, comete una falta imperdonable. ¿Te has informado sobre algún eventual dispositivo policial alrededor del templo de Neith?
—Dos rondas suplementarias por la noche, sólo eso. Sobek no desea llamar la atención sobre el edificio que está en obras, donde normalmente no hay nada que robar. —¿Cómo han entrado los porteadores? —Por una puerta lateral. Un acólito tenía la llave. —¡La necesitamos! Gergu sonrió.
—Mentón-prominente ha hecho un molde de arcilla. Tendremos una llave esta misma noche. —¿Confías en ese bribón? —Es un bandido eficaz. —¿Ha matado ya alguna vez? —Hirió gravemente a dos de sus víctimas. —Así pues, acabar con Olivia no debería plantearle ningún problema.
—A cambio de una retribución correcta, no. —Que abandone sobre el terreno el cadáver, para comprometer a Sehotep. La investigación demostrará la imprudencia y la culpabilidad del Portador del sello real.
—Ya no quiero —decidió Olivia con una mueca desdeñosa.
Gergu creyó haber oído mal.
—¿Qué estás diciendo?
—Mi profesión es la danza. Ahora tengo una hermosa casa, un criado, y me consagro a mi arte. No quiero mezclarme más con tus chanchullos.
—Estás perdiendo la cabeza, chiquilla. ¿Acaso has olvidado nuestro contrato?
—Ya he terminado mi trabajo.
—¡Todavía no! Debes ir al templo de Neith esta noche, hacerte pasar por una sacerdotisa si es necesario y traerme el tesoro con un amigo que tengo el placer de presentarte.
Olivia lanzó una despectiva ojeada a Mentón-prominente.
—No me gusta.
—No es necesario que te guste. El te ayudará y te evitará cualquier problema.
—No insistas, Gergu.
—Como quieras, pequeña. Pero no cuentes conmigo para sacarte de la casa de cerveza de los arrabales de Menfis donde vas a pasar el resto de tu pobre existencia.
Olivia, inquieta de pronto, agarró del brazo a su protector.
—Te estás burlando de mí, ¿no es cierto?
—Mi patrón no soporta que lo traicionen. Serás expulsada del cuerpo de baile y nadie se atreverá a emplearte ya… salvo yo.
Ella se apartó.
—De acuerdo, obedeceré. Pero prométeme que luego me dejaréis tranquila.
—Prometido.
Mentón-prominente había logrado escapar durante muchos años de la policía gracias a su perfecto conocimiento del terreno y su extremada prudencia. Así pues, antes de ir a buscar a su cómplice había paseado largo rato, como un vulgar pasmarote, por los alrededores del templo de Neith. Algunos canteros trabajaron allí hasta que se puso el sol, luego se efectuó la primera ronda de policía.
Mentón-prominente no advirtió nada anormal.
Repitió la misma maniobra alrededor de la casa de Olivia. También allí todo parecía apacible. Llamó, pues, a la puerta, de acuerdo con el código convenido.
Apareció la muchacha con un sobrio vestido verde, y en el cuello llevaba un amuleto en forma de dos flechas entrecruzadas, símbolo de la diosa Neith.
—¡Pareces tan reservada que todos te tomarían por una sacerdotisa!
—Ahórrate tus comentarios.
—No tenemos tanta prisa, guapa. ¿No te apetecería pasar un rato agradable conmigo?
—En absoluto.
—¡Pues no sabes lo que te pierdes!
—Lo superaré.
—No caminaremos uno al lado del otro; tú me seguirás a cierta distancia. Si echo a correr, regresa a casa. Eso querrá decir que he descubierto algún obstáculo. Si tienes dudas, canturrea y cambia de dirección.
No se produjo incidente alguno.
Llegado a la pequeña puerta lateral, Mentón-prominente utilizó su llave.
—Funciona… Ven pronto.
Ella se acercó y entró en primer lugar en el edificio, donde flotaban aromas de incienso.
Una decena de lámparas iluminaban débilmente la sala de columnas, pero las mesas de ofrenda estaban vacías. Contra los muros había algunos andamios.
—Vayamos al santuario —murmuró Mentón-prominente.
—Tengo miedo.
—¿Miedo de quién?
—¡De la diosa! Con su arco y sus flechas puede disparar contra los intrusos.
—Deja ya de divagar, chiquilla.
Y la empujó por la espalda.
Cuando llegaban al umbral de la última capilla, una voz femenina los interpeló.
—¿Qué estáis haciendo aquí?
Mentón-prominente se volvió y descubrió a una vieja sacerdotisa, tan frágil y menuda que una ráfaga de viento la habría derribado.
Olivia, impresionada, se inclinó ante ella.
—Soy una sierva de la diosa y he venido de provincias para saludarla.
—¿A estas horas?
—Mi barco vuelve a zarpar muy pronto, mañana.
—¿Cómo has entrado? ¿Quién es este hombre?
—Mi fiel servidor. Hemos entrado por la puerta lateral.
—El guardián habrá olvidado cerrarla. ¿Llevas contigo las letanías de Neith, la creadora del mundo?
—Están en mi corazón.
—Recógete entonces y que sus siete palabras iluminen tu conciencia. Yo estoy fatigada y vuelvo a mi habitación.
La vieja desapareció. Mentón-prominente había estado a punto de acabar con ella.
Tras haber esperado para asegurarse de que nadie turbaría ya la tranquilidad del lugar, tomó una lámpara y se aventuró por el santuario, acompañado por Olivia.
En un zócalo de granito había un cofre de madera de acacia.
—¡Aquí está el tesoro! Ayúdame a llevarlo.
Una voz, masculina esta vez, los dejó clavados.
—Buenas noches, Olivia. Por lo que veo eres tan sólo una despreciable ladrona…
—¡Sehotep! Pero ¿cómo… cómo…?
—Me gustan las mujeres, no desprecio las conquistas rápidas y las relaciones efímeras, pero en primer lugar soy Portador del sello real. Por eso nunca charlo en la cama, salvo cuando tengo la sensación de que me están tendiendo una trampa. ¿Qué mejor solución que tender otra?
Varios policías salieron de la penumbra.
Mentón-prominente había realizado siempre, escrupulosamente, su trabajo, condición esencial para ser con tratado de nuevo. Por eso, antes de emprender la huida, degolló, como estaba previsto, a Olivia.
—¡No lo matéis! —ordenó Sehotep.
Interponiéndose, un policía se vio obligado a defenderse. Más rápido que su agresor, que blandía un cuchillo, clavó su corta espada en el corazón de Mentón-prominente.
El Portador del sello no hizo reproche alguno al hombre encargado de custodiar la pequeña puerta, pues la reacción del bandido había sido más violenta y rápida de lo previsto.
Por desgracia, ni él ni la bailarina revelarían el nombre de quien les pagaba.
—¿Qué hacemos con el cofre? —preguntó el jefe del destacamento.
—Llévatelo a casa. Está vacío.
Desde que fue nombrado jefe de todas las policías del reino, Sobek el Protector no dormía ya demasiado. Obsesionado por la seguridad del faraón, deploraba que éste se desplazara con tanta frecuencia y corriera demasiados riesgos. Sobek habría preferido que no saliese nunca de palacio. Pero Sesostris ignoraba los prudentes consejos, y era necesario acomodarse a la situación, por incómoda que ésta fuera.
A pesar de su función, Sobek seguía entrenándose, por lo menos una hora diaria, con los policías de élite que formaban la guardia personal del soberano. Poco numerosos, rápidos y eficaces, no se separaban del rey en sus desplazamientos, y sabían reaccionar ante cualquier tipo de agresión.
Aquella mañana, Sobek estaba de mal humor. Ciertamente, no parecía fácil implantar una buena red de informadores en un Egipto reunificado, especialmente en las provincias antaño hostiles a Sesostris, pero ¿por qué la policía no obtenía información alguna sobre uno o varios individuos orgullosos de su disidencia? Los criminales nunca permanecían largo tiempo agazapados en las sombras, pues les gustaba que se hablara de ellos. Poner en peligro al país atacando su centro espiritual era una hazaña de la que apetecía alardear.
Y, sin embargo, nada.
Sobek lamentaba no poder ofrecer pista alguna al faraón, de modo que convocaba a menudo a los responsables de las distintas fuerzas de seguridad e investigaciones para que intensificaran sus esfuerzos. Aunque fueran cómplices de los demonios, él o los culpables no podían ser invisibles.
Como consecuencia del drama acaecido en el templo de Neith, Sobek y el Portador del sello real, Sehotep, hablaron en el domicilio del segundo.
—¿Conocías tú a la tal Olivia antes de encontrarla en la escuela de danza?
—No. Como sucumbió con demasiada rapidez a mis encantos, sospeché que actuaba por orden de alguien. ¿Has interrogado a la maestra de baile?
—A ella y a las demás danzarinas: no tienen nada que ver. Corres demasiados riesgos, Sehotep. Supón que esa muchacha hubiera tenido la intención de asesinarte.
—No era su estilo. Tras los problemas de Senankh, yo estaba convencido de que intentarían comprometerme, también a mí, y deshonrarme. Alguien ha decidido emprenderla con los miembros de la Casa del Rey y destruir el entorno inmediato del faraón. ¿Qué has sabido sobre la tal Olivia?
—Lamentablemente, nada de interés. Al parecer, quería hacer carrera de bailarina.
—¿Amante fijo?
—Amiguitos de paso. Hemos encontrado a los dos últimos, pero su interrogatorio ha resultado infructuoso. En apariencia, la tal Olivia era una chiquilla sin historia.
—En apariencia sólo, pues alguien la contrató.
—Ya lo sé, Sehotep. Y no se colabora por casualidad con un redomado bandido como Mentón-prominente.
—Sin duda, él no actuó por iniciativa propia.
—Claro que no, pero es imposible identificar a su patrón. Mentón-prominente se entregaba al mejor postor y trabajaba contrato a contrato.
—Había recibido la orden de acabar con Olivia, ¿no crees?
—Es probable.
—En cualquier asociación de malhechores, forzosamente existe un eslabón débil.
—Cada vez lo dudo más, Sehotep.
—¿Muertos ambos, estás seguro? —preguntó Medes, inquieto.
—Completamente —respondió Gergu.
—¿Tuvo la policía tiempo de exprimirlos?
—Por la cólera de Sobek el Protector, ciertamente no. Como buen profesional, Mentón-prominente cumplió con su contrato y suprimió a la bailarina. Intentó huir y entonces fue derribado. Si queréis mi opinión, hemos pasado a dos dedos de la catástrofe.
—Subestimé a Sehotep —reconoció Medes—. ¿Cómo suponer que ese mujeriego iba a tendernos una trampa tan retorcida?
—Senankh, Sehotep… dos fracasos —advirtió Gergu, severo—. Los miembros de la Casa del Rey resultan tenaces.
—El faraón no los eligió al azar, acaban de probar su valor. Pero sólo son hombres, terminaremos descubriendo sus puntos débiles.
Gergu se derrumbó en un sillón bajo.
—Somos ricos, considerados, influyentes… ¿Y si nos contentáramos con nuestra fortuna?
—Quien no avanza, retrocede —objetó Medes—. No te hundas en la depresión por esos albures. Es indispensable desestabilizar al rey.
Gergu se sirvió bebida.
—Ahora, sus íntimos estarán en guardia.
—¡Mostrémonos más astutos! Sé dónde propinar un golpe decisivo.
Medes expuso su plan. Exigía muchas gestiones, pero parecía factible. En caso de éxito, Sesostris quedaría, en efecto, muy debilitado.
Una vez más la reunión de los principales responsables de la policía era estéril. Ningún servicio disponía de una pista seria. En las tabernas, ningún informador había descubierto a ningún sospechoso que presumiera de hazañas susceptibles de poner en peligro al rey.
Uno de los adjuntos de Sobek parecía turbado.
—Me han llegado varias denuncias molestas —indicó—. Proceden de cuatro provincias, una en el norte y tres en el sur.
—¿Quiénes son los denunciantes?
—Mercaderes ambulantes que, al parecer, fueron detenidos de modo injustificado, una mujer de negocios de Sais y un granjero de Tebas, maltratados por la policía.
—No tiene importancia.
—De todos modos, jefe, ese tipo de incidentes se producen pocas veces y eso parece una epidemia.
—Inicia una investigación administrativa. Si realmente ha habido falta, impondré sanciones.
Cuando salía de su despacho, Sobek se topó con un enviado de Khnum-Hotep.
—El visir quiere veros urgentemente.
«Tal vez tiene algún indicio serio», pensó Sobek.
Hubiera preferido encontrarlo él mismo, pero no estaban las cosas para vanidades profesionales. Viniera de donde viniese, una información válida sería bienvenida.