A Iker le gustaba el amanecer en el templo. Tras la purificación del alba, participar en el servicio de las ofrendas le procuraba un momento de serenidad que lo sorprendía cada día que pasaba. Contemplando el lago sagrado, olvidaba sus angustias y su terrorífico proyecto. La vida volvía a ser armoniosa y apacible, como si el mal no existiera ya.
Pero el ritual se interrumpía y la realidad se le arrojaba de nuevo al cuello.
—Pareces fatigado —observó su superior—. Ya es hora de que dejes de ayudar a los astrónomos. Tengo un nuevo destino que ofrecerte, pero puede disgustar a un aficionado al derecho y a las bellas letras. Sin embargo, ¿no debe un escriba formarse en todas las disciplinas?
—Estoy a vuestra disposición.
—Considero la obediencia como una importante virtud, Iker, y tú no careces de ella. Eres, desde hoy, el en cargado del control de las carnes.
Sin poder discutirla, la decisión afligió al muchacho. Ver matar a los animales le resultaba insoportable. Pensó en
Viento del Norte
, a quien tuvo que abandonar en Kahun. Seguro que Sekari sabría hacerlo feliz.
Con la tez pálida y las piernas pesadas, Iker se dirigió al taller de los sacrificadores, compuesto de un matadero y una carnicería donde trabajaban expertos de abultada musculatura. En el equipo no había llorosos ni alfeñiques. Acostumbrados a la muerte brutal y a la última mirada de los bovinos, conscientes de su suerte, permanecían juntos y no se mezclaban con los intelectuales de inmaculados vestidos de lino.
Iker llegó a la hora del descanso. Los carniceros degustaban con buen apetito unas chuletas asadas. Sin interrumpir su comida, miraron al intruso con ojos suspicaces.
—¿Quién eres tú? —preguntó el maestro carnicero, un robusto cincuentón de pelo blanco y pecho abombado.
—Iker, el nuevo responsable del control de las carnes.
—Otro chupatintas que nos toma por estafadores… ¿Has comido ya?
—No tengo hambre.
—¿No te gustan las parrilladas?
—Sí, pero… no ahora.
—Nuestro trabajo te asquea, ¿no es cierto? Pues no eres el único, muchacho. Sin embargo, se necesitan especialistas capaces de matar a los animales y dar buen alimento a los carnívoros que somos.
—No siento desprecio alguno por vuestra tarea, que, lo reconozco, sería incapaz de llevar a cabo.
El carnicero le palmeó el hombro.
—Tranquilízate, nadie te lo exige. Vamos, come. Luego anotarás el nombre y el número de los despieces de esta mañana.
Iker tuvo que aprender a identificar el filete, el solomillo, el bazo, el hígado, los menudillos y las demás partes de los bóvidos. Consignó las actas del veterinario que, después de examinar la sangre de cada animal, garantizaba su pureza. Se acostumbró a la particular atmósfera del lugar, donde reinaba una estricta higiene. Pero el joven nunca asistió a la matanza, practicada al menos por cuatro técnicos, entre ellos el maestro carnicero, único habilitado para degollar a la víctima atenuando su sufrimiento.
Entre Iker y los artesanos se instaló un clima de confianza y respeto. Él no se mostraba puntilloso para evitar molestarlos y ellos se comportaban de un modo un poco menos áspero.
Cierto anochecer, al terminar la jornada de trabajo, el maestro carnicero y el escriba se sentaron el uno junto al otro. Bebieron cerveza y comieron buey seco.
—¿Dónde aprendiste tu oficio? —preguntó el cincuentón.
—En el nomo del Oryx, luego en Kahun, donde me convertí en sacerdote temporal de Anubis.
—Anubis, el chacal… Limpia el desierto librándolo de sus carroñas, que transforma en energía vital. Sin duda te asombrará, pero somos colegas. También yo soy sacerdote, como todos los maestros carniceros, pues el sacrificio debe ser ritual. No hay crueldad alguna en mi corazón ni en mi mano. Doy gracias al animal que nos ofrece su vida para prolongar la nuestra. Las sacerdotisas de Hator sacralizan nuestra labor, no desprovista de peligros.
—¿Hablas de las imprevisibles reacciones de los animales?
—No, sabemos inmovilizarlos con cuerdas. Estoy hablando del enfrentamiento con Seth el temible.
—¿En qué momento se produce?
—Cada vez que tocamos la pata delantera izquierda; es la que alberga el máximo poder. Contempla el cielo y la verás
(17)
. Los ritualistas presentan esa pata ante la puerta del más allá para que se abra y deje pasar el alma de los resucitados. Si el rito no se cumpliera, permanecería cerrada, y el fuego de Seth devoraría nuestro país.
Aquellas revelaciones dejaron pasmado al escriba.
—Puesto que las almas de los faraones residen en las estrellas que rodean la polar, ¿están acaso colocadas bajo la protección de Seth?
—Se alimentan de su fuerza, como el faraón reinante se alimenta de los platos que yo le sirvo.
—¿Co… conoces a Sesostris?
—Conocer es una palabra excesiva, pero efectivamente tengo el privilegio de verlo una vez a la semana, cuando reside en Menfis. Esa noche le gusta cenar solo. Mi ayudante y yo le ofrecemos una carne llena de energía.
En aquel instante, Iker supo que acababa de descubrir por fin el medio adecuado para acercarse al tirano. Debía mantener la calma, no manifestar impaciencia ni entusiasmo alguno.
—Pesada responsabilidad… ¡Es imposible decepcionar a su majestad!
—Lo mío es hacer bien mi trabajo.
—Se afirma que el rey no es un hombre fácil.
—¡Y que lo digas! Te domina desde lo alto de su talla, y nadie puede aguantar su mirada. Cuando se expresa, su grave voz te atraviesa el alma y te sientes minúsculo. Y, además, está su calma, casi inhumana, que nada parece turbar. No te hablo ya de su autoridad… Los sabios que lo eligieron como faraón no se equivocaron.
—Afortunadamente, está siempre muy bien protegido —aventuró Iker.
—Con el dispositivo de seguridad implantado por Sobek, el jefe de la policía, Sesostris no tiene realmente nada que temer. Sólo las personas conocidas pasan los controles. Incluso yo y mi ayudante somos registrados varias veces antes de ser autorizados a entrar en los aposentos de su majestad.
Por miedo a despertar la desconfianza del maestro carnicero, Iker cambió de tema. ¿Acaso no sabía ya bastante para esbozar un plan con posibilidades de tener éxito?
—Muchos temen una guerra en la región sirio-palestina. ¿Lo crees tú posible?
—En absoluto. El rey tiene razón interviniendo firme mente en el país de Canaán, donde no faltan candidatos a la revuelta. Aquella gente sólo piensa en crear disturbios, aun en detrimento de su propia población. Sólo un general del temple de Nesmontu los hará pasar por el aro. ¿Que te parece la parrillada?
—Nunca he probado otra mejor.
—Es el manjar preferido del rey.
—Realmente tienes mucha suerte al poder verlo.
—Si fueras mi ayudante, también tú tendrías esa suerte.
—Sólo soy escriba supervisor, y del todo incapaz de ejercer el oficio de carnicero.
—Para acompañarme a palacio y llevar una fuente, eso no es necesario. Si mi empleado eligiera otra profesión, te llevaría conmigo, al menos una vez. A su majestad le complacería conocer a un escriba joven y brillante.
Nariz Afilada acababa de remendar la vela de su barca, que le permitiría ir a vender su provisión de loza a la ciudad vecina. En su aldea, a dos días de navegación de Menfis, las amas de casa estaban bien provistas, pero a una hora de allí faltaban recipientes sólidos y de buen tamaño.
Dos policías lo abordaron.
—¿Tú eres Nariz Afilada?
—Lo soy.
—¿Eres el alfarero del pueblo?
—Que yo sepa, no hay otro.
—¿Esa barca te pertenece?
—En efecto.
—Tu barca y tú quedáis requisados para un trabajo forzado.
—¿Un trabajo forzado…? ¿Qué clase de trabajo?
—Ya lo verás.
—¡No veré nada en absoluto! Soy artesano y sólo acepto trabajos forzados en caso de absoluta necesidad, cuando debemos reparar los diques antes de la crecida. No estamos en ese período.
—Tenemos nuestras órdenes.
—¿Quién las ha dado?
—Sobek el Protector, jefe de todas las policías del reino.
—¿Y qué exige vuestro Sobek?
—Te he dicho que ya lo verás.
—¡Ni hablar!
—U obedeces o requisamos tu barca.
—¡Probadlo!
De un garrotazo, uno de los policías segó las piernas de Nariz Afilada. El otro se arrojó sobre él y lo inmovilizó.
—¡Tranquilo, muchacho! De lo contrario, te aplasto la cabeza.
Nariz Afilada, aterrorizado, miró a los dos policías que se alejaban en su barca.
Robado, agredido, herido… combatiría.
Tras haber hablado largo rato con el faraón, el visir Khnum-Hotep sintió un momento de desaliento ante el montón de expedientes que debía tratar. Poner en marcha una nueva administración, luchar contra cualquier forma de corrupción, obtener de cada cual lo mejor de sí mismo, asegurar a cada egipcio una existencia decente y no perjudicar a ninguna provincia eran sólo algunas de las tareas que Sesostris consideraba prioritarias. También el rey llevaba a cabo un considerable trabajo, sin olvidar sus diarias obligaciones rituales. El visir se encargaba de lo demás, de todo lo demás, ayudado por los miembros de la Casa del Rey.
Quienes creían que el ejercicio de la alta función se parecía a un placentero retozo eran imbéciles o ingenuos; tenía, como le habían anunciado, la amargura de la hiel. Pero Khnum-Hotep sentía un profundo gozo cuando conseguía hacer reinar la ley de Maat y proporcionar una adecuada justicia, sin tener en cuenta el rango oficial del acusado y del acusador.
—¿Cuántas peticiones de audiencia tenemos hoy?
—Unas veinte —respondió su secretario.
—¿Casos graves?
—Aparentemente, no. Salvo, tal vez, el de un artesa no, pero su historia parece tan extraña que se trata, sin duda, de un pobre hombre que ha perdido la cabeza.
—Que pase en primer lugar. Si se trata de un loco, la entrevista durará poco tiempo.
El artesano no se atrevía a entrar en el despacho del visir, por lo que el secretario se vio obligado a empujarlo.
—Tu nombre —exigió Khnum-Hotep.
—Nariz… Nariz Afilada.
—¿Profesión?
—Alfarero.
—Según el informe que tengo delante, el alcalde de tu aldea se declaró incompetente para tratar tu caso y te aconsejó que te dirigieras al tribunal de tu provincia. Pero también éste se declaró incompetente. Tu último recurso, por consiguiente, consiste en recurrir al tribunal del visir. Los hechos deben de ser, pues, de excepcional gravedad.
—¡Lo… lo son!
Sabiendo que no tendría una segunda oportunidad, Nariz Afilada comenzó a hablar atropelladamente:
—¡Fui agredido, me apalearon y robaron mi barca! Eran dos, armados con garrotes. Me amenazaron incluso con matarme si me resistía. ¡Y todo por el trabajo forzado! Pero ahora no es la época, por eso me negué y…
—¿Quiénes eran esos dos hombres?
—Policías.
—Policías, ¿estás seguro?
—Sí, señor. Actuaban por orden de Sobek el Protector.
El rostro del visir se volvió francamente amenazador.
—¿Aceptarías repetir eso, jurando por el nombre del faraón, que dices la verdad?
Nariz Afilada repitió y juró.
—¿Qué dirección tomaron?
—Se marcharon hacia el norte. ¿Vais… a hacerme justicia?
—El Estado te proporcionará una nueva barca, trigo, cerveza, aceite y ropa. Te llevarán a casa de un médico, que te examinará y te curará. Tus gastos de estancia y transporte corren a mi cargo.
—¿Será condenado el tal Sobek?
—La justicia seguirá su curso.
Provisto de la descripción de la barca robada, cuya vela tenía el nombre de Nariz Afilada, unos escribas se plantaron a la entrada del puerto reservado a las embarcaciones de la policía.
—¿Qué buscáis? —preguntó el malhumorado vigilante.
—Inspección general.
—¿Tenéis una orden escrita del jefe Sobek?
—La del visir bastará.
—Yo sólo obedezco al jefe Sobek.
—Y él obedece al visir. Ábrenos paso. De lo contrario, te detendremos.
El vigilante se inclinó.
Los investigadores sólo necesitaron media hora para descubrir la barca de Nariz Afilada, oculta entre dos unidades de la policía fluvial.
—¿Qué pasa ahora, Khnum-Hotep?
—Esta vez, Sobek, la cosa es realmente muy grave. Un alfarero, Nariz Afilada, fue agredido y robado por dos policías que actuaban por orden tuya, para llevarlo al trabajo forzoso.
—¡No es la época, además, yo nunca di tales órdenes!
—Dispongo de una prueba.
—¿Cuál?
—Los dos ladrones se apoderaron de la barca de su víctima. Acabamos de encontrarla en el puerto de la policía.
—¡Qué grotesca puesta en escena!
—Los hechos son los hechos, Sobek. Hay al menos dos malhechores entre tus hombres. Quiero creer que has sido engañado, pero los culpables deben ser detenidos, y pronto. De lo contrario, serás considerado plenamente responsable de ese grave delito.
El Protector abandonó todas sus tareas y comenzó una profunda investigación en sus propios servicios.
Tenían la frente baja, los ojos apagados y hombros de estibador, pero eran ricos. A cada uno de los falsos policías, Gergu acababa de entregarles una bolsa de cuero llena de piedras semipreciosas.
—Está muy bien pagado —reconoció el de más edad— dada la facilidad del trabajo. Golpear al alfarero, asustarlo y robarle la barca, ¡hemos hecho cosas peores!
—Amarrarla en el muelle de la policía tenía sus riesgos.
—En plena noche sin luna, con el guardián borracho como una cuba, no fue difícil. ¿No tendríais, por casualidad, otro trabajo igualmente jugoso?
—Lo siento —deploró Gergu—, pero será mejor que no volvamos a vernos. En Siquem, en cambio, uno de mis amigos os reserva una hermosa sorpresa.
—¿Más rentable aún?
—Más aún.
—Quien quiera cruzar los Muros del Rey debe estar en regla.
—Toma, muéstrales esta tablilla a los aduaneros; así pasaréis sin dificultades.
El hombre se la colgó de la túnica.
—¿Cómo se llama vuestro amigo?
—Preséntate en el ayuntamiento, os aguarda.
El bandido comprendió: se trataba del propio alcalde, ¡un corrupto como tantos otros! Decididamente, trabajar para Gergu los llevaría lejos.