Por el hosco rostro del visir, el jefe de la policía comprendió que no se trataba de una buena noticia.
—Su majestad te tiene en mucha estima —recordó Khnum-Hotep—, y yo también, pero…
—Pero no obtengo resultado alguno y merezco una reprimenda. Sin embargo, te aseguro que mis hombres buscan sin descanso por todas partes.
—Lo sé, y en ese punto no te hago reproche alguno.
—¿Qué más hay, entonces?
—¿Eres el responsable de la libre circulación de las personas?
—Eso es.
—Acabo de recibir una serie de detalladas denuncias referentes a varios casos de trabas injustificadas a esta libertad.
—¡Menudencias!
—En absoluto. Desde la reunificación de Egipto no existen ya barreras entre las provincias, y todo el mundo debe poder dirigirse de un punto a otro con total seguridad. El papel de la policía consiste en tranquilizar, no en imponer controles minuciosos. El número y la gravedad de estas denuncias demuestran que tus subordinados cometen deplorables excesos de autoritarismo.
—He ordenado una investigación.
—Que concluya lo antes posible y se traduzca en sanciones ejemplares. Olvidaré estos errores, siempre que no se repitan.
En el barco que lo llevaba a Menfis, Iker desconfiaba de todos los pasajeros, desde el capitán hasta un hirsuto campesino, que dormía sobre sus fardos. El muchacho ni siquiera apreciaba la belleza de los paisajes, tan concentrado estaba su espíritu en el objetivo que debía alcanzar: suprimir al monstruo.
Hoy, se felicitaba por haber recibido un entrenamiento militar durante su estancia en la provincia del Oryx, pues, en el momento fatídico, necesitaría fuerza, valor y decisión, al modo de un soldado en el combate.
Iker se sentía incapaz de matar a un ser humano a sangre fría. Pero no debía aniquilar a un individuo ordinario: aquel rey se comportaba como un tirano sanguinario, y conducía a su país a la desgracia y a la ruina. ¿Cuántos asesinatos había cometido para sostener su horrible poder?
—Dime, amigo, ¿es tuyo este hermoso material?
El anciano miraba el equipo de escriba que Iker había depositado a sus pies.
—Sí, me pertenece.
—¡Sabes, entonces, leer y escribir! Era mi sueño. Pero estaba la tierra, y luego la boda, los hijos, el rebaño… En resumen, mi existencia ha pasado como una sola jornada y no he tenido tiempo de estudiar. Hoy, viudo, he legado el dominio a mis hijos. Yo me he instalado en Menfis, en una casita junto al puerto. ¿Vas también a la capital?
—En efecto.
—Apuesto a que te han destinado allí. ¡Ah, qué suerte… la más hermosa ciudad del país! Debes de conocerla ya, supongo.
—No.
—¡Caramba, tu primera estancia en Menfis! Recuerdo la mía, ¡me deslumbró! Prepárate para mil y un descubrimientos. Dime, ¿aceptarías hacerme un favor?
—Depende.
—¡Oh, nada complicado! Me veo obligado a escribir una carta a la administración acerca de mis impuestos. Como soy un jubilado, tendrían que disminuir, pero ignoro las fórmulas adecuadas.
—Existen escribanos públicos que…
—Lo sé, lo sé, pero puesto que estamos aquí y tienes tiempo sería más sencillo. Cuidado, no soy un ingrato: te alojaría gratuitamente en mi casa hasta que encontraras algo mejor.
La oferta era inesperada, pero ¿no se trataría de una trampa tendida por la policía? Sin embargo, el escriba lo pensó mejor y no creyó posible que la policía utilizara los servicios de un anciano como aquél, por lo que decidió aventurarse.
—Acepto.
—¡Me facilitas la vida! ¿Empezamos?
Iker abrió su bolsa de viaje y sacó de ella un pedazo de papiro y un pincel. Tras haber diluido un poco de tinta negra escuchó atentamente la petición del anciano, le preguntó algunos detalles y redactó una misiva llena de aquellas fórmulas que el fisco apreciaba. Al comprobar que procedía de un escriba conocedor de las leyes y las costumbres, el supervisor aceptaría el deseo del contribuyente.
—¡Escribes extraordinariamente bien, muchacho! He tenido suerte. Si te divierte, te acompañaré a visitar la ciudad. Conozco todos sus rincones. Pero tal vez estés demasiado ocupado…
—No, dispongo de varios días libres antes de ocupar mi puesto.
—¡No lo lamentarás! Gracias a mí, muy pronto te habrás transformado en un menfita.
Prudente, el anciano hizo que Iker redactara una segunda carta dirigida al superior de su supervisor, para que vigilase las actitudes de su subordinado. El texto fue delicado de escribir, pues el escriba tuvo que encontrar fórmulas adecuadas para no ofender a nadie.
El jubilado era un charlatán impenitente. Le gustaba contar su vida, de absoluta trivialidad, con muchos detalles que sólo le interesaban a él, sin temer repetirse.
Al acercarse a Menfis parecía haber rejuvenecido.
—¡Bueno, ya llegamos! Admira el puerto, con sus interminables muelles y sus centenares de barcos. Todas las riquezas llegan aquí. Y los almacenes, ¡los mayores de Egipto! Observar a los estibadores es fascinante.
El lugar parecía un hormiguero.
—No vivo muy lejos. ¿Te importaría llevar mi equipaje?
El anciano, elegante, se abrió camino a través de la multitud, e Iker lo siguió.
Solo en una ciudad desconocida, ¿cómo se las habría arreglado? El destino acudía en su ayuda.
Su compañero de viaje vivía en un barrio popular donde las pequeñas casas de dos pisos alternaban con moradas más ricas. Los niños jugaban en la calle, las amas de casa intercambiaban recetas y chismorreaban, un vendedor de tortas vendía su mercancía.
—Aquí es —dijo el anciano, empujando una puerta en la que se había pintado, en rojo, un Bes barbudo y risueño, encargado de rechazar los malos espíritus.
Tras cruzar el umbral, Iker se contrajo.
Había alguien en el interior.
El escriba dejó el equipaje. ¿Cuántos hombres lo aguardaban? ¿Conseguiría escapar?
Con la escoba en la mano, apareció una robusta sesentona.
—Es la mujer de la limpieza —indicó el anciano—. Cuida la casa en mi ausencia.
—¿Es uno de vuestros hijos? —preguntó ella, suspicaz.
—No, un escriba que viene a ocupar su nuevo puesto en Menfis. Lo albergaré durante algún tiempo.
—Espero que sea limpio, bien educado y que no lo ensucie todo.
—Contad conmigo —prometió Iker.
—Siempre se dice eso, pero con el trato, ya veremos…
—Tu habitación está en el primer piso —indicó el anciano—. Instálate y, luego, iremos a cenar a una buena taberna.
En cuanto se quedó a solas, Iker sacó el puñal de su túnica, lo depositó sobre la cama y lo contempló durante largo rato.
Nada le haría olvidar su misión.
El capitán del carguero de cereales estaba dándose un festín con un puré de garbanzos con ajo. Al cabo de menos de cuatro horas habría llegado a Menfis, donde lo aguardaba una mujer bastante acogedora que adoraba las historias de marinos.
—-Jefe, la policía fluvial a la vista —lo avisó su segundo.
—¿Estás seguro?
—Nos da la orden de que atraquemos.
El capitán, furibundo, abandonó su almuerzo y acudió a proa.
Una embarcación rápida con una decena de hombres armados a bordo les cerraba el paso.
—Inspección obligatoria —gritó el oficial.
—¿Por orden de quién?
—Del jefe de policía, Sobek el Protector.
El capitán conocía la reputación del personaje, por lo que sabía que era mejor no bromear, de modo que realizó de inmediato la maniobra de atraque y dejó que los representantes del orden se desplegaran por su navío.
—¿Qué ocurre?
—Las reglas de navegación se han modificado —respondió el oficial—. Debes esperar hasta mañana para dirigirte a la capital.
—¿Me estás tomando el pelo? ¡Tengo unos horarios que respetar!
—Además, debemos inspeccionar la carga.
—Mi documentación está en regla.
—Ya veremos… salvo si te niegas.
—No es mi estilo.
—Entonces, muéstramela mientras mis hombres hacen su trabajo.
El capitán obedeció.
Al ponerse el sol se pronunció el veredicto.
—Has cometido infracciones —afirmó el oficial—. Mal estado de tu embarcación, carga excesiva, personal insuficiente. Podrás, sin embargo, navegar, pero se te impondrá una fuerte multa.
Cuando los policías hubieron partido, el capitán golpeó la borda con el puño.
—¡Esto no terminará así! Sobek no tiene derecho a cambiar el reglamento a su antojo. Advertiré a la oficina del visir.
El anciano no dejaba de hablar, pero era un guía muy valioso. Iker no ignoraba ya nada de Menfis. Había recorrido el barrio del puerto, el centro de la ciudad, los arrabales norte y sur, había admirado los templos de Hator, de Ptah y de Neith, había merodeado por Ankh-tauy, «la vida de las Dos Tierras», donde se levantaba el santuario a la memoria de los faraones difuntos, navegado por los canales, recorrido la antigua ciudadela de blancos muros y cenado en los mejores albergues a cambio de cartas administrativas redactadas para su anfitrión y sus relaciones.
Varias veces, el escriba y su mentor habían contemplado de lejos el palacio, de cuya seguridad se encargaban numerosos militares.
—¿Acaso teme un atentado el faraón? —preguntó Iker.
—El Egipto reunificado goza de una paz sólida, pero eso no complace a todo el mundo. A las familias de los ex jefes de provincia no les gusta mucho nuestro soberano. Por su culpa han perdido gran parte de sus privilegios. El visir Khnum-Hotep les hace cerrar el pico, y el pueblo le es favorable. Un rey como Sesostris es tina suerte para el país.
Iker comprendió que no podía formular la menor crítica contra el tirano, puesto que el jubilado pertenecía a la cohorte de los hechizados.
—La tarea del jefe de la policía debe de ser un espanto —aventuró.
—¡Eso lo pensamos todos, muchacho! Pero Sobek el Protector tiene los hombros fuertes. Cuando estás frente a él, estarías dispuesto a confesárselo todo, incluso delitos que no has cometido. Mientras el faraón esté bajo su protección, nada tendrá que temer. Tengo sed… ¿tú no?
El jubilado tenía una capacidad de absorción muy por encima de la media, y al joven escriba le costaba seguir su ritmo. Puesto que el alcohol lo hacía charlatán, Iker iba convirtiéndose, gracias a él, en un aguerrido menfita.
Todas las noches los mismos recuerdos revoloteaban en sus sueños: el mástil de
El rápido
, al que estaba atado, el naufragio, la isla del ka, la serpiente preguntándole si sería capaz de salvar su mundo, el ilusorio país de Punt, el falso policía que debía matarlo, su viejo maestro que le hablaba de un destino indescifrable y, luego, ella, la joven sacerdotisa, tan bella, tan luminosa, tan inaccesible.
Despertaba sobresaltado y apretaba el mango del puñal para tranquilizarse.
El conocía su porvenir.
Iker se presentó en el templo de Ptah, rodeado de numerosos edificios administrativos, talleres, almacenes y bibliotecas. El encargado de la seguridad lo llevó ante el intendente general.
El joven decidió ser franco.
—¿Tu nombre?
—Iker.
—¿Tus referencias?
—Escriba y sacerdote temporal del templo de Anubis en Kahun.
—No es poca cosa… ¿Qué deseas?
—Puesto que me encargué de las funciones de bibliotecario, me gustaría perfeccionar mi formación jurídica al tiempo que soy útil.
—¿Deseas alojamiento?
—Si es posible.
—Voy a presentarte a un reclutador. Él te someterá a un examen.
A pesar de algunas trampas que Iker había aprendido a evitar mientras seguía las clases del general Sepi, fue una simple formalidad. De modo que el joven fue contratado por un período de tres semanas, seguido de dos días de descanso. Si su trabajo era satisfactorio, le prorrogarían el contrato.
En contacto con los libros, Iker disfrutó de serenidad. Zambullirse de nuevo en los textos fundamentales, religiosos, literarios o científicos le procuró una profunda alegría. Encargado de verificar un antiguo inventario, de rectificar eventuales errores y añadir las nuevas adquisiciones, apreció la riqueza de la biblioteca. Iker sintió clavada en él la mirada inquisidora del supervisor, que evaluaba la capacidad del nuevo empleado. Sin embargo, la olvidó muy pronto, puesto que su tarea lo apasionaba sobremanera.
Cuando el funcionario le palmeó el hombro, el joven se sobresaltó.
—La jornada ha terminado hace mucho rato.
—¿Ya?
—Superar el horario habitual exige una autorización especial que no estoy en condiciones de darte. Si trabajas demasiado y con excesiva rapidez, provocarás los celos de tus colegas. Debes aprender a mantenerte en tu lugar.
Sin emitir la menor protesta, Iker se levantó y siguió al supervisor, que lo llevó a su pequeña habitación, en el edificio reservado a los sacerdotes temporales.
—Mañana participarás en la distribución de las ofrendas cuando hayan sido consagradas. Puesto que la hora de la cena ha pasado ya, te deseo buenas noches.
De su material de escriba, que nunca lo abandonaba, Iker sacó el puñal y lo apretó contra su pecho. Todas las noches fortalecía así su decisión.
Afeitado, purificado y perfumado, Iker recibió de manos de un sacerdote permanente unos panes redondos de dorada corteza que ofreció a cada uno de los oficiantes que se encargaban del ritual de la mañana. Él fue el último en probar aquella delicia, acompañada de leche fresca.
—Eres nuevo —advirtió un treintañero algo encorvado—. ¿Tu especialidad?
—El derecho.
—¿Dónde lo aprendiste?
—En la provincia de la Liebre.
—La ciudad de Tot da una buena formación, pero tienes muchos datos que revisar. Ahora no existen ya jefes de provincia. El visir dirige el conjunto de las jurisdicciones aplicando la ley de Maat.
—¿Dónde puedo estudiar?
—En la escuela de juristas, junto a las oficinas del visir.
—Supongo que es indispensable una recomendación.
—Si trabajas correctamente, la obtendrás.
En las siguientes semanas, el comportamiento de Iker fue ejemplar. Se fundió entre los sacerdotes temporales, y no cometió falta ni exceso de labor algunos. Provisto de la recomendación concedida por su superior, se presentó en la escuela. Sus compañeros no mostraron simpatía ni animosidad para con el recién llegado, que asistía a las clases con aplicación. Era evidente que tenía el nivel necesario y no sería despedido, pues, como muchos de los postulantes.