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Authors: Alfredo Grimaldos

La CIA en España (8 page)

Mientras tanto, la marcha de las negociaciones produce ciertos movimientos de oposición interna en ambas partes. En Estados Unidos, los liberales no cesan de exponer la contradicción que significa negociar con un ex aliado del Eje, apenas seis o siete años después del final de la Segunda Guerra Mundial. El
New York Times
va más lejos en su editorial del 30 de agosto de 1951:

Esto [las negociaciones] constituye el mayor fraude de la política exterior norteamericana para con los deseos de nuestros principales aliados, e implica un problema que durante quince años ha dividido a la opinión pública norteamericana como ningún otro lo ha hecho en nuestra historia. ¿Son mayores las ventajas militares prácticas de un acuerdo con España que las desventajas políticas y militares? Habiendo afrontado la mayor guerra de la historia para derrotar al fascismo, ¿es la nuestra una situación tan desesperada como para hacer de un régimen fascista uno de nuestros aliados? ... Uno de los nítidos hechos con los que los americanos han de encararse es que, si seguimos adelante con estas negociaciones, estaremos ayudando a perpetuar a Franco en el poder mientras viva y le interese permanecer como dictador de España. Esa será nuestra responsabilidad ante la historia.

En enero de 1952, el Pentágono se excusa insistiendo en el interés militar de las bases, pero afirmando que se trata de una decisión política más que militar. Y un mes después, el presidente Truman declara que no siente ningún afecto por el régimen español.
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Incluso llega a decir: «I hate Spain» («Odio a España»). Esto provoca una nota de protesta por parte de la embajada española en Washington. Pero Franco no se inmuta, necesita el acuerdo, sabe lo que vale la península Ibérica y se siente absolutamente seguro del terreno que pisa.

A finales de febrero viaja a España el secretario de Estado para Asuntos Europeos, George W. Perkins, el funcionario norteamericano de más alto rango que visita, hasta ese momento, la España de Franco. Durante su estancia, Perkins asegura al Gobierno español que Estados Unidos está decidido a iniciar su política de ayuda. Finalmente, el secretario de Estado, Acheson, manifiesta que las negociaciones específicas sobre las bases se iniciarán con la llegada del nuevo embajador estadounidense, MacVeagh. Éste llega el 21 de marzo de 1952, acompañado por un equipo de asesores militares bajo la dirección del general de división Kissner, de las Fuerzas Aéreas, y de asesores económicos encabezados por George Train, de la Mutual Security Agency.

En España, las voces discordantes no tienen cauces para manifestarse en contra de los acuerdos. La oposición antifranquista sigue siendo objeto de una represión feroz y la propia estructura del régimen impide que adquiera relevancia el rechazo de los ultras nacionalistas y tradicionalistas,
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para quienes la pérdida de Cuba y Filipinas aún está muy presente. El búnker católico, por su parte, se muestra reacio a aceptar las relaciones con los protestantes heréticos. Pero estas actitudes no inciden en absoluto en el desarrollo de las conversaciones con los norteamericanos. De todos modos, Franco procura que el Concordato con la Santa Sede se firme antes de que concluyan las negociaciones con los norteamericanos.

La falta de entusiasmo del presidente Truman, muy despreciativo con España, retrasa las negociaciones, en las que Franco está aún más interesado que los estrategas militares norteamericanos. El proceso se agiliza con la llegada de un antiguo militar a la Casa Blanca, Eisenhower, y de John Foster Dulles
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a la Secretaría de Estado, en enero de 1953. Su hermano, Alien Dulles, es el director de la CIA. El embajador norteamericano MacVeagh es sustituido por James C. Dunn.
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Por parte española, Alberto Martín Artajo encabezaba las negociaciones, con el asesoramiento del general Jorge Vigón y del ministro de Comercio, Manuel Arburúa. Finalmente, el 26 de septiembre se firman en Madrid los tres acuerdos entre España y Estados Unidos. «¿Podríamos con nuestros propios medios, sin colaboración exterior, asegurar a nuestra nación contra la agresión comunista?», dice Franco en las Cortes. Y remacha: «Al fin he ganado la guerra».
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Los norteamericanos imponen unas condiciones leoninas, porque saben que la firma de los acuerdos otorga carta de naturaleza internacional a la dictadura de Franco, muy aislada hasta ese momento. Tres acuerdos del Ejecutivo norteamericano, que no precisan ser ratificados por las Cámaras representativas de Estados Unidos, convierten a España en una aliada subalterna de la primera potencia occidental y permiten al Gobierno de Eisenhower establecer una nueva plataforma anticomunista en una zona con enorme importancia estratégica. El acuerdo de defensa autoriza el establecimiento de bases aéreas y navales —y otras instalaciones militares complementarias— «de utilización conjunta», bajo el mando y la soberanía españoles.
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No se concreta el número de instalaciones ni las obligaciones mutuas en caso de guerra. Las negociaciones fijaban un máximo de ocho o nueve bases, pero Estados Unidos considera suficiente construir cuatro importantes, además de una serie de establecimientos especializados anexos. «Al margen de lo que esos acuerdos significaron como apoyo al régimen de Franco, las unidades empiezan a recibir ayuda norteamericana en material: casi siempre se trata de material de desecho, o casi, procedente de la Segunda Guerra Mundial y de la de Corea», señala Fernando Reinlein.
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«Además, habrá que pasar por la humillación de presentar periódicamente ese material a la inspección de técnicos estadounidenses.»

El acuerdo de ayuda económica engloba los préstamos recibidos por España en 1951 y 1952, durante las negociaciones, y la amplía a 226 millones de dólares hasta junio de 1954. España, según los términos del acuerdo, debe utilizar ese apoyo financiero para estabilizar la economía, equilibrar el presupuesto y promocionar la economía de libre empresa. La discriminación norteamericana ante la débil posición internacional de Franco queda clara al retener hasta un 60 por ciento de la ayuda para los gastos norteamericanos en España, cuando similares acuerdos con otros países fijan la cantidad en un 10 por ciento.

Por último, el acuerdo de asistencia defensiva mutua estipula obligaciones por ambas partes, como préstamos de materiales y servicios requeridos para la mayor eficacia del pacto, intercambio de patentes y «promoción de la paz». Se establece el plazo de un año para poder denunciar los acuerdos. Además, el Gobierno de Franco tiene que mantener la estabilidad de la peseta y cooperar con Estados Unidos en el control del comercio «con las naciones que amenazan la paz». Y aún queda un punto fundamental: España debe «aceptar todo el personal estadounidense como miembro de la Embajada». La CIA ya puede colarse, con toda facilidad, por unas puertas abiertas de par en par.

Colonizados por la CIA

Creo, desde luego, que hay interferencia de ese organismo en la política interna de los países europeos; pero es difícil concretar sus actividades, sobre todo, si salen, como se dice, de la embajada americana en Madrid. Esta actuación hecha en beneficio de Estados Unidos no consigue su propósito. Opino que todas las actividades que en el mundo occidental se han llevado a cabo contra nosotros han sido llevadas a cabo por organismos que recibían fondos de la CIA, pero más que nada con el propósito de implantar en España un sistema político al estilo americano el día que yo falte.
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El número de espías norteamericanos que actúan en España, ya bastante elevado en tiempos de la antigua OSS, se incrementa de forma notable tras la creación de la CIA, en 1947. Y muy especialmente tras la firma de los acuerdos bilaterales entre Franco y Eisenhower. Los miembros de la Agencia se mueven por el territorio español con absoluta libertad. El régimen considera normales sus actividades. Más adelante, durante las Administraciones de Kennedy y Johnson, Estados Unidos comenzará a jugar claramente con dos barajas: apoyo abierto al Caudillo y oculto a la oposición moderada. Franco es consciente de esa situación, pero se siente seguro y prefiere aparentar que ignora las actividades de los agentes de la CIA, para no tener el más mínimo roce con sus protectores del otro lado del Atlántico.

Los militares norteamericanos empiezan a captar adeptos en las filas del Ejército español, cada vez más colonizado, y los hombres de la CIA financian, sin ningún recato, a los propios servicios de información de Franco, para tenerlos completamente bajo sus órdenes. Los espías norteamericanos se apropian de un organismo clave, Contrainteligencia, cuya sede está en la madrileña calle de Menéndez Pelayo, y aprovechan la novedosa tecnología que poseen para imponer su presencia en todas las operaciones que llevan a cabo sus subordinados colegas españoles. Pero esta prepotente actitud de los enviados del Imperio irá generando un malestar creciente entre algunos miembros de los servicios de inteligencia españoles, que, más adelante, acabarán neutralizando y destapando varias operaciones encubiertas de la CIA.

La presencia de Franco al frente del Estado español les supone a los norteamericanos una sólida garantía de cara a sus propios intereses estratégicos en Europa. El dictador lo sabe y le está profundamente agradecido a su padrino Eisenhower. Ambos tienen el mismo enemigo: el comunismo ateo. Es muy consciente de que, en plena Guerra Fría y con semejante respaldo, ya no le va a mover nadie de El Pardo. Los norteamericanos saben cómo entenderse con él y tienen la gran habilidad de mandarle siempre interlocutores militares: el almirante Sherman, el almirante Connelly, más tarde el general Walters... Sólo quieren utilizar España como base de sus tropas y de sus servicios de información. Y el Caudillo es condescendiente con ellos. Personalmente, se considera pagado con creces por sus socios. Son los tiempos de la leche en polvo y el queso amarillo.

En mayo de 1967, Franco le dice a su primo Salgado-Araujo:
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Los americanos operan por medios indirectos, pero, en realidad, lo que persiguen constantemente es la seguridad de su gran nación, atacando a derechas e izquierdas, según lo consideren más oportuno para dicho fin. Aunque, en nuestro caso, se equivocan, porque favoreciendo el desorden y la subversión, sólo favorecen a Rusia. El gobierno está bien informado de esas actividades que sigue de cerca. La CIA, según mis informes, dice ser una agencia para la seguridad del gobierno de los Estados Unidos y creo que actúa de acuerdo con él y la Administración norteamericana.

El régimen franquista no es una democracia, ni siquiera lo puede aparentar, y esto le excluye de la Alianza Atlántica. Pero, por encima de cualquier formalismo político o diplomático, la «amenaza comunista» y los imperativos de la Guerra Fría convierten a España en un sólido aliado de Estados Unidos. Si Franco define su feudo como «la reserva espiritual de Occidente», el Pentágono considera este país como su imprescindible reserva estratégica. Washington ha roto el hielo con la visita del presidente Dwight Eisenhower a Madrid en 1959, y los norteamericanos usan a su antojo las bases de Torrejón, Rota, Morón y Zaragoza. El diseño bélico planificado por el Departamento de Defensa, ante la eventualidad de una invasión «roja» en Europa, convierte a los Pirineos en su última y más sólida barrera. El Estado Mayor norteamericano ve en la península Ibérica el mejor cobijo para un masivo repliegue táctico de la OTAN y también como una eficaz cabeza de puente para iniciar el contraataque. «La Guerra Fría no era una guerra real pero lo parecía», afirma Juan Alberto Perote, hoy coronel de Infantería en la reserva.

En marzo de 1968, el joven teniente Perote se lanza en paracaídas sobre suelo alemán, durante una de sus primeras maniobras en las COES (Comandos de Operaciones Especiales), donde estará siete años ejerciendo de instructor y oficial. «Aquel supuesto táctico partía de la hipótesis de que las tropas del Pacto de Varsovia habían invadido media Europa y, con ella, toda la República Federal de Alemania. Nuestra patrulla, compuesta por once hombres, se consideraba infiltrada en la retaguardia enemiga y, desde esa perspectiva, cualquier fuerza de policía, militar o civil, era enemiga. Pero ¿qué demonios hacía en territorio de la OTAN un teniente del Ejército de Franco? ¿Qué hacía yo integrado en una operación comando de los boinas verdes norteamericanos?»
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Recuerda que cada año aparecía por Jaca un centenar de green berets norteamericanos para participar en una nueva Operación Sarrio. Ése era el nombre asignado a las maniobras que realizaban, de forma conjunta, tropas de élite españolas y norteamericanas. «Para los yanquis, los Pirineos eran la antesala de una guerra real en la que acabarían cayendo como mosquitos», relata Perote. «Porque desde allí, ellos partían para Vietnam, donde sus teams operativos, unos comandos de no más de catorce hombres, al mando de un teniente o un capitán, eran infiltrados en helicóptero tras las líneas del Vietcong.»

Asegura que, en aquellos tiempos, siempre creyó que las Operaciones Sarrio eran sólo un intercambio de experiencias profesionales entre guerrilleros de dos ejércitos amigos, aunque su operación comando en Alemania le dejó más que pensativo. «Un observador norteamericano nos acompañó en todo momento como árbitro. Entonces no lo sabíamos, pero su cometido primordial era elaborar un amplio informe personal sobre cada uno de los componentes de la misión. Años después supe que mi ficha había sido remitida a los archivos de la CIA y a los de la NSA, el espionaje militar norteamericano para asuntos internacionales. Sin ni siquiera imaginarlo, habían tomado nota de mí como elemento potencial para "la causa", que no era otra que el "problema comunista" en Europa.»

El Ejército español se convierte en una plácida piscina donde los agentes de los servicios de información norteamericanos pescan a su antojo piezas perfectamente seleccionadas. «A los oficiales españoles nos hicieron creer que éramos los centinelas de Occidente. Siendo nuestro Ejército lo que era», señala Arturo Vinuesa, coronel de Estado Mayor en la reserva:
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«Los cursos en Estados Unidos servían para pulsar la opinión personal y la orientación política de los alumnos. Te nombraban un tutor militar, que era un mando; además, otro tutor que era un alumno norteamericano, un compañero tuyo que te ayudaba y con quien normalmente tomabas confianza, y, por fin, un tutor civil, que solía ser una mujer. Los tres te hacían siempre las mismas preguntas, sobre el ejército español y nuestra situación política. A finales de los setenta estaban especialmente interesados en saber qué ocurriría si Felipe González llegaba al Gobierno: ¿renunciará al marxismo?, ¿permitirá que España entre en la OTAN? A través del criterio de cien o doscientos oficiales, conseguían un espectro más o menos fiable de cuál era el estado del ejército y una visión orientativa de algunos aspectos de la situación política y social. La mayoría de los militares españoles eran muy proamericanos. En primer lugar, por cuestiones profesionales y tecnológicas».

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