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Authors: Alfredo Grimaldos

La CIA en España (10 page)

Operación Gino

El malestar creciente de un sector de los servicios de información españoles por la descarada forma de actuar de los agentes de la CIA en España se concreta en la llamada Operación Mister, un tímido intento de controlar los pasos de los norteamericanos. Este operativo se mantiene más o menos latente a partir de 1973, tras el atentado contra Carrero, y da su primer fruto conocido en 1981. Con ocasión del golpe militar del 23-F trasciende por primera vez la existencia de la Operación Mister. Más o menos a la misma hora que Tejero irrumpe en el Congreso de los Diputados, varios agentes del CESID se encuentran de servicio siguiendo al número dos de la CIA en Madrid, Vicent M. Shields. Les ha llegado el soplo de que este ciudadano, desde su domicilio particular —un piso de alquiler situado en el edificio que hace chaflán entre la calle de Carlos III y la plaza de Oriente, frente al Palacio Real—, puede obtener fotografías o detectar conversaciones del rey Juan Carlos en la presentación de credenciales de los nuevos embajadores, o en alguna sesión de la Junta de Defensa Nacional. Al entrar en la casa se descubre que tiene una columna rilk to rilk de magnetófonos grandes y un gran catalejo. Un instrumental que no parece demasiado sofisticado para cumplir semejante misión, con la plaza de Oriente por medio y teniendo en cuenta el ruido del tráfico en esa zona. Pero no cabe duda de que algo hay detrás de todo ese tinglado. Como es habitual, el agente norteamericano se niega a dar ningún tipo de explicaciones y Narciso Carreras —director interino del CESID— temeroso de irritar o molestar al amigo yanqui, prefiere parar la investigación, negar la existencia de la Operación Mister y dejar a sus hombres desarbolados.
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Un par de años después, con la llegada del PSOE al Gobierno, tras las elecciones de octubre de 1982, la Estación de Operaciones de la Agencia inicia una acción destinada a conocer mejor los mecanismos de decisión del nuevo poder español. Ciertas reticencias observadas por los norteamericanos en la Presidencia de Gobierno, a la hora de solicitar o conseguir información por los métodos acostumbrados hasta ese momento, aconsejan esa nueva estrategia. Y se realizan aproximaciones a «zonas y objetivos que no son de su incumbencia», según fuentes de los servicios de información españoles. En repetidas ocasiones, las autoridades norteamericanas en España son advertidas de que los agentes de la CIA no deben continuar con esas actividades, pero los avisos no dan ningún resultado. Las operaciones irregulares prosiguen. Los agentes norteamericanos que actúan bajo cobertura diplomática no se resignan a obtener las informaciones que precisan solicitándoselas directamente a las autoridades españolas.

La prepotencia de los norteamericanos y el hábito de trabajar en España sin ningún tipo de cortapisas genera una inercia en las actividades de los hombres de la estación de la CIA en Madrid que va a tener consecuencias imprevistas para ellos. En algunos ámbitos de los servicios de información españoles se considera «intolerable» esta situación, que desemboca, en agosto de 1984, en la expulsión de la plana mayor de la CIA, tras un serio incidente. El Gobierno español comunica oficialmente a la Administración norteamericana la adopción de esta medida y la salida de España de los funcionarios se realiza bajo el acuerdo de mantenerla en el más riguroso secreto. La embajada califica estos movimientos de personal como «traslados normales».

Todo se desencadena unos meses antes, en febrero de 1984, cuando un grupo de la policía judicial de la comisaría madrileña de Chamartín detiene, con las manos en la masa, a un norteamericano que se hace llamar Gino Rossi. El agente de la CIA es sorprendido cuando opera con un maletín de escuchas telefónicas en la habitación 805 del hotel Eurobuilding de la capital. Trasladado a la comisaría en calidad de detenido, se niega a prestar declaración ante la policía española, a la que dice no reconocer autoridad alguna sobre él. Y remite cualquier pregunta al único interlocutor que reconoce como válido: Richard Kinsman, en esas fechas primer secretario de la embajada norteamericana y, en realidad, jefe de la estación de la CIA en Madrid desde julio de 1982.

El jefe superior de Policía de Madrid, Antonio Garrido, ordena que no se le tome declaración a Rossi ni se instruya ninguna diligencia. Y el agente de la CIA es entregado a la embajada norteamericana, para que sea custodiado allí, sin que llegue a trascender quién era el ocupante de una segunda habitación del mismo hotel en la que son hallados otros dos maletines con sofisticados equipos de escucha. Una vez más, un hombre de Kinsman participaba en una operación encubierta. El historial profesional de este jefe de estación ofrece un retrato robot de los métodos de descarada injerencia del espionaje de Estados Unidos en asuntos de los países satélites de la superpotencia norteamericana.

El discreto primer secretario de la embajada de la calle de Serrano es, en realidad, un funcionario de la CIA de primer orden, con casi veinticinco años de trabajo sucio en Sudamérica y el Caribe, en donde ya ha puesto en juego toda la gama de recursos que después intenta aplicar también durante su destino en España. Tras pasar por Colombia y Venezuela, aparece como jefe de estación en Perú, en agosto de 1977, y en Jamaica, en octubre de 1979. En este país participa en una dura maniobra de acoso contra el Gobierno del socialdemócrata Michael Manley, elegido primer ministro del país en 1972, como candidato del Partido Nacional del Pueblo. Por primera vez desde su independencia, durante el mandato de Manley, Jamaica dejaba de favorecer ciegamente los intereses norteamericanos, intentando poner coto a la avidez de las multinacionales en relación con el azúcar y la bauxita. La proximidad entre Cuba y Jamaica alerta a Washington y Kinsman se pone manos a la obra. En medio de las acciones de comandos de extrema derecha y de un primer intento de golpe de Estado fallido, Kinsman sufre un supuesto atentado en el que los gobernantes jamaicanos no creen. En un intento de provocar un serio incidente diplomático, su chalet es tiroteado de madrugada. Casualmente, esa noche no están ni él ni su familia en casa. La vieja treta que los norteamericanos ya utilizaron en Cuba, en 1898, con el hundimiento del
Maine
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Al llegar a Madrid, el 10 de julio de 1982, Kinsman comienza a trabajar con John L. La Mazza, primer secretario y agregado laboral de la embajada. Intentan crear una fuerza sindical amarilla con la que contrarrestar la expansión de UGT y CC.OO. La Mazza saldrá de España unos días antes que su jefe, en julio de 1984. En el mismo período deja Madrid también el ex primer secretario Harry E. Cole. Otro destacado elemento de la CIA en Madrid bajo las órdenes de Kinsman es su segundo, Terry R. Ward, un oficial de cincuenta y cinco años con altas responsabilidades en las acciones operativas. Su capacidad de maniobra es tal que llega a ser considerado en algunos momentos como el auténtico jefe de la CIA en España. Como resultado de la Operación Gino, se ven obligados a abandonar España forzosamente veinte funcionarios, entre secretarios, consejeros y agregados militares.
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A Kinsman le sustituirá al frente de la estación de la CIA Dean J. Almy, un oficial de operaciones que conoce muy bien Madrid, después de haber trabajado en la capital durante la primera mitad de los años setenta.

El origen de la Operación Gino, que culmina con las expulsiones de los hombres de la estación de la CIA en Madrid, está en la Agrupación Operativa de Medios Especiales del CESID, dirigida por Juan Alberto Perote. Después de haber pasado por los departamentos de Inteligencia Exterior y Contrainteligencia, Perote se hace cargo de la AOME en 1981. Llega a este organismo para sustituir al comandante José Luis Cortina, encarcelado por su implicación en el golpe de Estado del 23-F. Muchos de los hombres del servicio también han estado relacionados con la trama involucionista y Perote decide renovar el equipo y formar uno nuevo con hombres de su total confianza.

Uno de los agentes que reclama es Jesús R., con quien ha trabajado en una etapa anterior y a quien considera «muy buen elemento». Durante los primeros años de la Transición, Jesús R. ha estado destinado en la Presidencia de Gobierno, formando parte del equipo de seguridad de Adolfo Suárez. En esa época, el político abulense mantiene una excelente relación con los norteamericanos y goza de toda su confianza. Los contactos con la embajada son fluidos y constantes. En ese contexto, Jesús R. también coincide frecuentemente con sus colegas de la estación de la CIA, en numerosos actos a los que acude acompañando al presidente de Gobierno. Sus visitas a la embajada son habituales. Cuando Suárez dimite, su equipo de seguridad se disuelve y Jesús R., en expectativa de destino, acude a la llamada del jefe de la AOME (Agrupado Operativa de Medios Especiales).

Una vez integrado en su nuevo centro de trabajo, el agente del CESID recibe la visita de uno de los funcionarios de la embajada con quien ha tenido bastante relación, Gino Rossi, que le ofrece colaborar con la CIA. Inmediatamente, Jesús R. informa a su jefe del asunto. «Me dice que los yanquis le han tirado los tejos y yo le contesto que se deje querer, a ver adónde vamos», recuerda Perote. Y la historia comienza a rodar. «Desde un punto de vista profesional, era muy interesante ver cómo manipulaban a mi hombre. Le daban datos sobre ETA, ya sabes, el clásico cambalache. Que si había venido un experto en explosivos, que si había bajado un camión con dinamita. Tenían una información sorprendentemente buena sobre lo que pasaba en el Norte. Así intentaban sujetar a Jesús para que colaborase con ellos.» La operación que ha puesto en marcha la CIA tiene como objetivo colocar micrófonos al vicepresidente de Gobierno, Alfonso Guerra, para tener controladas sus conversaciones y su vida privada.

El intercambio va subiendo de nivel y Perote considera que la madeja puede llegar a enredarse mucho, así que decide informar a su superior, el general Emilio Alonso Manglano, director general del CESID. «En realidad, una operación como esa le correspondía a Contrainteligencia y, lógicamente, yo se lo tenía que haber comentado al jefe de ese servicio, pero si lo ponía en conocimiento de ellos, se habría acabado la operación. Los norteamericanos tenían destinados allí a sus más viejos y fieles amigos, eran los que mandaban. Yo me podía cubrir un poco diciendo que el topo era mío, pero el asunto era complicado. Cuando le informo a Manglano, me dice: "No comentes esto con nadie". Fíjate si sabía cómo estaba la cosa.»

El general Alonso Manglano da su visto bueno a la Operación Gino. Al estar la CIA enfrente, hay que actuar con mucho cuidado, sólo con agentes de la AOME de absoluta confianza. Cuando se llega a un determinado punto, Perote decide tirar de la manta y pone al propio Manglano y al Gobierno contra las cuerdas, obligándoles a tomar una difícil decisión. «En otra época no se me habría ocurrido denunciar el asunto, pero lo que pretendían era muy grave», explica el antiguo jefe de la AOME. En ese momento, el jefe de Contrainteligencia es un coronel de Aviación, Francisco Ferrer, conocido con el nombre clave de Paco «Mesa». Cuando se descubre el pastel, Manglano y él llaman a Perote a capítulo, para intentar resolver el problema. «Les enseño las pruebas que tenía y, ante la evidencia, me hacen ver que conviene tapar el asunto, pero yo no trago. Yo ya me había convertido en el principal enemigo.»

Entonces, el jefe de Contrainteligencia, en su propia casa, ofrece una cena a los jefes de la CIA en Madrid para darles explicaciones de lo que está sucediendo y buscar alguna fórmula para salir del lío. «Les dice: "Hay un cabrón al que no controlo y es el que está liando todo"», relata Perote. «Aquello fue el mayor disparate del mundo. Que el jefe de Contrainteligencia invite a cenar a su casa a la CIA es la leche.»

Por fin, Manglano se ve obligado a remitir una carta de reproche a su homólogo en Washington, William J. Casey, diciéndole que tiene que retirar a toda la delegación de la CIA que actúa en Madrid, y éste le contesta con las pertinentes excusas. El asunto se lleva con mucha discreción y la prensa se hace escaso eco de él. Aparece una pequeña nota en los periódicos, sin informar exactamente de lo que ha sucedido. Esas escuetas referencias informativas, que no ponen el dedo en la llaga, le vienen incluso bien a Manglano, casado con una ciudadana norteamericana, para quitarse un poco de encima el sambenito de pro yanqui, sin enturbiar las relaciones privilegiadas que mantiene con Washington. A pesar de este incidente, la CIA no deja de enviarle una limusina con escoltas cada vez que se presenta en Estados Unidos de vacaciones.

Veintidós años después, el coronel Perote reflexiona sobre aquellos acontecimientos:

Yo en esa época era muy ingenuo políticamente, no tenía demasiados criterios de ese tipo, pero por una cuestión profesional, objetiva, me parecía mal que un servicio extranjero le pusiera un «canario» al vicepresidente del Gobierno español. Querían colocárselo en casa de su novia, y a mí me parecía una putada. No porque le tuviera la menor simpatía a Guerra. Y desde luego, él no me lo agradecerá nunca. Todo se hizo completamente al margen de la estructura orgánica. De espaldas a Contrainteligencia. Cuando un departamento entero tan importante como ése estaba en manos de los norteamericanos, no teníamos ninguna otra posibilidad.

«Gladio», la espada del Imperio

«En febrero de 1969 me incorporé a la Scuola d'Infanteria de Cesano, cerca de Roma, para realizar su famoso curso de "ardimento". La palabra
ardito
significa atrevido, y en aquel contexto definía al militar dispuesto a todo. Me convertí en el primer militar español admitido en tan selecto club y en el único alumno que no pertenecía a la OTAN. La CIA me consideraba miembro durmiente de la red
stay behind
(permanecer detrás), una estructura armada y secreta de la Alianza destinada a organizar actos partisanos y a la captación de nuevos adeptos en el caso de que Europa Occidental fuera ocupada por el Pacto de Varsovia. Desde entonces, lucí en mi guerrera el distintivo de aquel curso y, ahora que lo pienso, es una espada de gladiador: un gladio.» Así relata el coronel Juan Alberto Perote
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su paso por Italia para participar en un programa especial de adiestramiento castrense que formaba parte de las actividades desarrolladas por una compleja estructura política, policial y militar con infinidad de ramificaciones, dirigida desde Langley.

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