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Authors: Alfredo Grimaldos

La CIA en España (3 page)

La segunda de las operaciones diseñadas se denomina Diana y la planifica el Estado Mayor del Ejército, con el propósito de prever las actuaciones necesarias en caso de que se produzca un vacío de poder. «Una maniobra de este tipo se concibe con arreglo a la hipótesis más probable de la acción enemiga. Pero la "seguridad" hay que montarla, como decimos los oficiales de Estado Mayor, sobre la hipótesis más peligrosa, por improbable que sea.» En este caso, la hipótesis más peligrosa para el régimen, aunque muy improbable, es que se produzca un vacío de poder de carácter revolucionario. Entonces, la actuación del Ejército tendría que desarrollarse con arreglo al artículo 37 de la Ley Orgánica del Estado, que le otorga el papel de garante de la integridad territorial y del ordenamiento legal.

En ese texto se inspira, casi literalmente, el artículo 8 de la vigente Constitución de 1978, que les llega ya redactado a los honorables «padres» de la «Carta Magna». En consecuencia, con ese artículo 37 de la LOE, la Operación Diana establece lo que el Ejército tiene que hacer en caso de que se produzca un vacío de poder. Está previsto que la operación se mantenga latente sólo el tiempo inmediatamente anterior y posterior a la muerte de Franco y debe ser derogada después. Pero permanece, más o menos olvidada, en las cajas fuertes de todas las unidades militares y continúa vigente el 23 de febrero de 1981. Es el pretexto que utilizan Milans del Bosch y Tejero para dar el golpe de Estado. El teniente coronel de la Guardia Civil provoca el vacío de poder con el asalto al Parlamento y el capitán general de la III Región Militar actúa con arreglo a la todavía «legal» Operación Diana. Tejero se empeña en que el golpe se dé ese día, porque es cuando tienen que asistir a la sesión del Congreso, obligatoriamente, el Gobierno al completo y todos los diputados. Hasta el último de ellos, porque la votación va a estar muy ajustada.

Otro antiguo capitán del SECED, el general Peñaranda, está preparando en la actualidad una tesis doctoral sobre diversos temas militares y asegura que, curiosamente, ahora no consigue encontrar una copia de la Operación Diana por ningún sitio. No se sabe si, después del 23-F, el ministro de Defensa Alberto Oliart se lo tomó tan a pecho que mandó destruir hasta el último ejemplar de la operación. A buenas horas.

En la tercera operación diseñada bajo el auspicio de la CIA se determina pormenorizadamente lo que Juan Carlos de Borbón tiene que hacer durante las seis primeras semanas de su reinado. Esta última se comienza a elaborar en La Zarzuela, cuando Jacobo Cano ocupa el puesto de secretario general de la Casa del entonces príncipe heredero. Tras su muerte en accidente de tráfico, sucede a Cano el general Armada. Él es quien concluye la operación, que ha pasado a la historia con dos nombres: en la Casa Real la bautizan como Operación Alborada y en el SECED es conocida como Operación Tránsito. Su propósito es que el rey designado por Franco sepa lo que tiene que hacer en todo momento. Por ejemplo, que en los funerales de los Jerónimos debe estrecharle la mano con más efusividad al presidente de la República alemana que a Giscard d'Estaing, o que tiene que ser frío y distante con Pinochet... Todo está diseñado al detalle.

La Transición se maneja, en todo momento, desde Washington y desde dentro del régimen, para que la actualización del franquismo no se desborde. Y en esa tarea colaboran también destacados políticos de la oposición. La acción coordinada de la CIA y el SECED busca imponer la reforma controlada e impedir a toda costa la ruptura. Desde marzo del setenta y dos, en el SECED se sigue con detenimiento la evolución de cada «familia política» que pretende participar en la Transición. Los norteamericanos quieren que todos los grupos comunistas queden fuera del proceso. Además, se intenta que, en la Secretaría General del PCE, Carrillo sea sustituido por alguien del interior. En concreto, Nicolás Sartorius o Ramón Tamames, a quien el propio Carrero Blanco califica, con cierta condescendencia y un atisbo de insólita simpatía, como «marxista cañí».

También en el caso del PSOE los servicios de información apoyan a los «hombres de dentro», aquí con absoluto éxito. El SECED expide en 1974 los pasaportes que permiten a Felipe González y los suyos viajar a Francia, y escolta al emergente político sevillano hasta Suresnes, donde alcanza la Secretaría General del partido.
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El sector histórico encabezado por Rodolfo Llopis queda fuera de juego. Los oficiales del SECED José Faura y Juan María Peñaranda tienen un destacado papel en esos acontecimientos. «El primero de ellos está considerado como uno de los ángeles de la guarda del PSOE. Parece que, personalmente, propició la asistencia de Felipe González al congreso de Suresnes en 1974», señala el coronel Arturo Vinuesa. «Si fue así, más tarde esos ángeles obtuvieron su recompensa cuando el PSOE alcanzó el poder, llegando a los más altos puestos de la milicia.» Ambos acceden al generalato, y José Faura Martín llega hasta la cima del escalafón, teniente general y jefe del Estado Mayor del Ejército, en 1994, con Felipe González como presidente del Gobierno.

«Desde el servicio se convence a Nicolás Redondo, padre, de que deje paso a Felipe González y él se quita de en medio, compartiendo que es buena idea abrir camino a gente joven del interior», asegura el general Fernández Monzón, y prosigue: «Allí en Suresnes hubo mucha gente. Había más policías y miembros de los servicios de información que socialistas. Pero ya antes, en 1972, se había conseguido que de los 16 miembros de la Comisión Ejecutiva, nueve fueran del interior. Felipe González es el principal producto de la Transición. Sabía cómo se estaban produciendo las cosas y estaba de acuerdo con ellas...

«A través del Ministerio de la Presidencia del Gobierno español, contactamos con Heinemann, ministro de la Presidencia de Alemania. Y él, a su vez, le transmitió a Willy Brandt, presidente de la Internacional Socialista, nuestro apoyo para que le diera la patente al sector renovado del PSOE... Esta operación salió perfecta, en gran medida gracias a la inteligencia preclara de Felipe González, sin duda el hombre más importante de la Transición y el que mejor la comprendió. No tuvo ninguna duda de que había que conservar la Monarquía».

Otra línea de acción paralela consiste en «convencer» a la «derecha divina» —Satrústegui, Senillosa...— de que se apunte a la reforma, frente a la ruptura. Con ellos se contribuye a crear la Plataforma de Convergencia Democrática, en la que se encuadra el PSOE. Un antídoto reformista contra la Junta Democrática constituida en París, que aún mantiene planteamientos rupturistas y cuestiona la Monarquía heredera del franquismo. Luego, ambas plataformas se terminan fusionando en la llamada «Platajunta» y la mayoría de sus miembros aceptan las reglas del juego impuestas por los norteamericanos y los franquistas reconvertidos para hacer la Transición. El periodista Javier Ortiz recuerda que, en las reuniones de la Platajunta, «había una docena de partidos con el título de socialdemócratas. Nadie sabía cuál era el suyo, todos tenían las siglas recién inventadas. Eurico de la Peña, dirigente de uno de estos partidos, se levantaba cuando llamaban a otro». Uno de estos políticos arropado por siglas recién estrenadas es Antonio García López, secretario general del PSDE (Partido Socialista Democrático Español), un personaje señalado desde muchos sectores como hombre de la CIA. Lo cierto es que frecuenta la embajada de la calle Serrano y se jacta públicamente de sus conexiones con los norteamericanos, para apoyar la creación de una fuerza socialdemócrata en España a partir de la USDE (Unión Socialdemócrata Española) que había fundado Dionisio Ridruejo. Los diseñadores políticos que actúan en la sombra consideran imprescindible la potenciación de un partido socialdemócrata y otros de carácter neofranquista para conseguir el tipo de democracia que se quiere implantar en España.

Pero, en primer lugar, hay que decidir quién es la persona que tiene que conducir la Transición. «Fíate de los hombres del Movimiento, que le han sido fieles a Franco y te lo serán a ti», le había dicho siempre don Juan a su hijo. Y los servicios de información llegan a la misma conclusión: la apertura tendrá que encabezarla alguien de camisa azul. Un hombre del Movimiento y, al mismo tiempo, «de una catolicidad acendrada». Todo converge en el nombre de una persona: Fernando Herrero Tejedor, entonces ministro y secretario general del Movimiento, que ha apoyado, junto a López Rodó, la maniobra sucesoria encarnada en el príncipe. Pero Herrero muere en accidente y hay que buscar otro candidato. Entonces, el SECED hace un retrato robot, al que dan su visto bueno los norteamericanos, del personaje necesario: un hombre del Movimiento que no haya participado en la guerra y sea de familia humilde, preferiblemente de provincia pequeña o del medio rural, que no tenga fortuna personal... Al final salen tres nombres: José Miguel Ortí Bordas, que es en esos momentos vicesecretario del Movimiento con Solís: Rodolfo Martín Villa, gobernador de Barcelona, y Adolfo Suárez.

«Aparece entonces por aquí, en el mes de diciembre de 1975, poco después de la proclamación de don Juan Carlos, un personaje pintoresco, que se llama Arnaud de Borchgave, subdirector de la revista
Newsweek
», relata el general Fernández Monzón. «Esta revista ha sido siempre el órgano de comunicación oficioso de la CIA. Borchgave estaba en todas partes. El otro día, mientras leía un libro de los generales israelíes de la guerra del Yon Kippur, vi que él también apareció por allí para impartir órdenes. Borchgave es quien le dice al Rey, con la coartada de hacerle una entrevista para
Newsweek
, que, para seguir adelante con lo pensado, no puede mantener de presidente de Gobierno a Carlos Arias Navarro. Es cuando el Rey llama a Arias y le dice que se acabó. Luego desembocamos en el "ya le he dado al Rey lo que me ha pedido", de Torcuato Fernández Miranda, y en la terna para que salga elegido presidente de Gobierno Adolfo Suárez.»

Durante el primer Gobierno de la Monarquía, Suárez defiende la Ley de la Reforma Política en las Cortes, desde la Secretaría General del Movimiento. Ya sólo falta convencer a todos los procuradores franquistas de que se hagan el «haraquiri». Y eso se consigue, muy fácilmente, con «Jano», el archivo que ha elaborado el SECED, bautizado con el nombre del personaje mitológico de las dos caras. Un archivo verdaderamente curioso y eficaz. El capitán Juan Peñaranda Algar es quien se encarga de mantenerlo actualizado. En él no figura nada inventado, ni imaginado, ni ningún análisis, sólo datos de las diez mil personas punteras de este país, de todas las profesiones. La finalidad del archivo es ir acumulando dossiers de cada uno de ellos, de lo que van haciendo y diciendo a diario en su vida pública y privada. Al cabo de unos años de trabajo, la fuerza de «Jano» es demoledora, y de ello serán conscientes la inmensa mayoría de los miembros de las últimas Cortes franquistas. Andrés Cassinello, jefe del SECED después de San Martín y Valverde, se encarga de convencer a los duros de mollera. A José Antonio Girón, por ejemplo, se le permite que haga su papel de ultra pero con cuidado, tras recordarle sus trapicheos en el Palacio de Congresos de Torremolinos. Y la Ley de la Reforma Política sale adelante. Ya está claro que eso va a funcionar.

Andrés Cassinello es otro capitán del SECED que llegará a teniente general. Personaje muy vinculado a los servicios de información norteamericanos, se integra en la Organización Contrasubversiva Nacional, embrión del SECED, tras haber realizado un curso de contrainsurgencia en el Centro de Guerra Especial de Fort Bragg. Pronto destaca en el servicio de Carrero Blanco, pero lo abandona por discrepancias con el teniente coronel San Martín. Cuando éste es defenestrado por Arias Navarro y tiene que refugiarse en la Dirección General de Tráfico, bajo el amparo del ministro de la Gobernación Manuel Fraga, Andrés Cassinello vuelve al SECED, como segundo del comandante Valverde. Después, asumirá la dirección del servicio.

Conoce a Adolfo Suárez desde los tiempos en los que el político abulense, tras terminar la carrera de derecho, hacía las milicias universitarias, en el mismo cuartel donde estaba destinado su hermano, el capitán José Cassinello. A principios de 1976, los intereses de Suárez y Andrés Cassinello coinciden plenamente.

Durante el primer Gobierno en la Monarquía, con Arias Navarro como primer ministro, dos gallos de pelea que vienen del franquismo más negro y se han prefabricado un pedigrí de demócratas optan por llegar a la Presidencia de Gobierno y comandar la Transición. Son José María de Areilza, ministro de Asuntos Exteriores, y Manuel Fraga, ministro de la Gobernación. Ambos mantienen estrechos vínculos con Estados Unidos desde hace mucho tiempo, pero desconocen que el Imperio, que juega todas las bazas, ha decidido apostar por otro candidato. Adolfo Suárez, muy aficionado a las escuchas y los dossiers desde su época de director general de RTVE (Radio Televisión Española), maneja los hilos locales de la trama desde la trastienda. Fraga queda eliminado de la carrera tras su desastrosa actuación en las matanzas de Vitoria y Montejurra. Y Areilza decidirá elegantemente apartarse de la competición. Un antiguo oficial de los servicios de información españoles relata los hechos: «Los hombres de Cassinello colocaron un micrófono en la mesa del despacho de Areilza, en el Ministerio de Asuntos Exteriores, y comenzaron a grabar. Entre las cintas registradas quedaba constancia de la íntima y cálida relación que el ministro mantenía con su secretaria. Sólo hubo que sugerirle la existencia de las cintas para que pasara a un discreto segundo plano. Seguro que el micrófono sigue en esa mesa, pero quién sabe dónde la habrán metido».

Ahí comienza el idilio de Adolfo Suárez con los norteamericanos. Un romance que pronto se tuerce. ¿Hasta dónde abarca el diseño de la Transición? Sólo hasta que se celebren las primeras elecciones «democráticas». Y a esas elecciones no debe acudir Adolfo Suárez. Tiene fecha de caducidad a día fijo, pero él se resiste a retirarse. Y las relaciones entre el elegido y sus mentores norteamericanos empiezan a deteriorarse. Vernon Walters, desde la distancia, sigue fiscalizando todo el proceso y empieza a vislumbrar el 23-F.

Vernon Walters

Pero ¿quién es este general Walters que aparece en tantos momentos históricos fundamentales de la historia de España, durante la segunda mitad del siglo XIX? Primero en episodios clave del apuntalamiento internacional del franquismo, junto al presidente Eisenhower, y después durante la Transición hacia la Monarquía. Nacido en Nueva York, en 1917, estudia en Francia e Inglaterra, y en 1941 se alista en el ejército como soldado raso. Todavía es un absoluto desconocido cuando, el 7 de diciembre de 1941, se produce el ataque japonés contra Pearl Harbour, base aeronaval norteamericana situada en las islas Hawái, en pleno océano Pacífico, que lleva a Estados Unidos a intervenir en la Segunda Guerra Mundial. El soldado Walters ingresa en la Escuela de Infantería, donde, a los pocos meses, logra el grado de subteniente. No pierde el tiempo y simultanea sus estudios de Infantería con un curso en el Centro de Entrenamiento de Espionaje Militar, en Camp Ritchie. Más adelante volverá allí como profesor de una asignatura muy especial: Interrogatorios a prisioneros de guerra.

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