—Si somos atacados o debemos abandonar la balsa por cualquier razón, empujadme al agua…, esté despierto o no. Puedo respirar dentro del agua, y nada que viva en ella estará interesado en atacarme. Sacadme luego, si podéis. Si no podéis, no os preocupéis por mí: soy mucho más difícil de matar que vosotros.
No discutieron eso. Jesusa me lanzó una mirada rara, y recordé cuando me había disparado. Su fusil no había resultado salvable: las partes metálicas habían resultado demasiado dañadas. ¿Estaba recordando ella lo difícil de matar que resultaba yo…, o cómo había destruido su mejor arma? Al cabo de un rato dejó para Tomás la tarea de controlar la balsa con la pértiga, pues él no parecía tener problemas en conseguir que la corriente nos arrastrase y en impedir que derivásemos demasiado cerca de alguna de las orillas, donde los árboles caídos y los bancos de arena hacían que el avance resultase más lento y peligroso.
Jesusa se sentó conmigo, me alimentó con pulpa de cacao, y no me dijo ni palabra.
Flotamos en el río durante días.
Yo no podía ayudar ni con las pértigas ni con los remos. Ya necesitaba de toda la energía de que disponía sólo para mantenerme despierto. Lo que sí podía hacer era sentarme y descubrir para ellos los bancos de arena apenas sumergidos y mantenerme al tanto de la profundidad general del agua. Sobre lo que me mantenía callado era sobre los animales que veía dentro del agua: los humanos apenas si podían ver nada a través de aquella sopa cenagosa marrón, y a menudo pasábamos junto a animales que devorarían con agrado la carne de los humanos, si pudieran hincarle el diente. Afortunadamente, los peores entre los peces carnívoros preferían aguas más lentas, más estancadas, y no eran peligrosos para nosotros.
Lo que si resultaba peligrosa era la gente.
En dos ocasiones di instrucciones a Tomás y Jesusa para que nos alejasen de grupos potencialmente hostiles: humanos agrupados a una u otra orilla del río. Los resistentes aún luchaban entre ellos y, a veces, robaban y asesinaban a los forasteros.
No olí a tiempo al tercer grupo de humanos. Y, a diferencia de los dos anteriores, el tercer grupo nos descubrió.
Se oyó un disparo…, un fuerte chasquido como la primera sílaba de una frase pronunciada por el trueno.
Nos arrojamos todos contra los maderos de la balsa, y Jesusa perdió su pértiga mientras caía.
Estaba herida. Pude oler la sangre brotar de ella.
Entonces perdí la noción de lo que hacía. No estaba totalmente consciente, pero mis recuerdos latentes me dijeron luego que me arrastré hasta ella, con mi cuerpo pegado a los troncos. Los humanos dispararon varias veces más desde la orilla, y Tomás, desconociendo la herida de Jesusa, los maldijo, maldijo la corriente que no nos estaba llevando lo bastante deprisa más allá de su alcance, y maldijo su rifle roto…
Alcancé a Jesusa, que estaba inconsciente, sangrando por el abdomen, y me conecté a ella.
Ahora sí estaba literalmente inconsciente. No había nada trabajando en mí, excepto el conocimiento que tenía mi cuerpo de que Jesusa le era necesaria, y de que ella moriría de su herida si él no la ayudaba. Mi cuerpo trataba de hacer por ella lo que hubiera hecho por sí mismo. Incluso, aunque hubiera estado consciente y hubiese sido capaz de decidir, yo no hubiese podido hacer más. Su riñón derecho y los grandes conductos sanguíneos conectados a él habían sido gravemente dañados. Su colon también había resultado dañado. Estaba sangrando por dentro y envenenándose con sus desechos corporales. Por fortuna estaba inconsciente, o su dolor hubiera podido hacerla moverse antes de que yo consiguiera conectarme a ella. No obstante, una vez estuve dentro, ya nada me podría haber sacado.
Fuimos arrastrados por la corriente más allá del alcance y, al parecer, más allá del interés de los resistentes. Yo estaba recuperando el conocimiento cuando Tomás reptó hasta nosotros. Lo vi quedarse helado cuando vio la sangre, lo vi mirarnos, abalanzarse hacia nosotros, haciendo tambalearse la balsa, y luego detenerse justo antes de tocarnos.
—¿Está viva? —susurró.
El hablar fue todo un esfuerzo.
—Sí —le contesté al cabo de un momento. No podía lograr más.
—¿Qué puedo hacer para ayudar?
Dos palabras más:
—A casa.
Después de eso no le fui de la más mínima ayuda. Ya tenía bastante con mantener a Jesusa inconsciente y viva, mientras mi propio cuerpo insistía en continuar su desarrollo y cambio. No podía curarla rápidamente. Ni siquiera estaba totalmente seguro de poderla curar. Había contenido la pérdida de sangre e impedido que sus productos fecales la envenenasen. Sin embargo, me pareció que pasaba mucho tiempo antes de poder cerrar el agujero de su colon e iniciar el complicado proceso de regenerar un nuevo riñón, puesto que el herido ya no era salvable. Éste lo usé para alimentarla, lo cual implicaba el descomponer el riñón en sus componentes útiles y alimentárselos a ella misma por vía intravenosa. Fue la alimentación más nutritiva que había tenido en muchos días. Eso era parte del problema: ni ella ni yo estábamos en unas condiciones especialmente buenas. Me preocupaba el que mis esfuerzos de regeneración pudieran disparar su problema genético, así que traté de mantenerla vigilada. Luego se me ocurrió que podría haberla dejado con un sólo riñón, hasta que hubiera terminado con mi metamorfosis y fuese capaz de cuidarla de un modo adecuado. Sí, eso es lo que debería de haber hecho.
No lo había hecho porque, a algún nivel, temía que Nikanj se ocupase de ella si no lo hacía yo. No podía soportar la idea de que la tocase, o de que tocase a Tomás.
Ese pensamiento me impulsó con más fuerza de lo que hubiese podido hacerlo cualquier otra cosa. Tanto, que casi me hizo pasarme del lugar de vivienda de mi familia.
De algún modo, el olor de casa y mi familia logró llegar a mí.
—¡Tomás! —grité roncamente. Y, cuando vi que contaba con su atención, señalé—: ¡Mi casa!
Logró llevarnos hasta la orilla, a alguna distancia después de pasar la cabaña de mi familia. Vadeó hasta tierra y tiró de la balsa para acercarla todo lo posible a la orilla.
—No hay nadie por aquí —dijo—. Y no se ve ninguna casa.
—No querían que se les viera fácilmente desde el río —le dije. Me desprendí de Jesusa y la examiné visualmente: nada de nuevos tumores, una piel lisa bajo los sucios y sanguinolentos harapos en que se había convertido su ropa. Una piel suave recubriendo su abdomen.
—¿Está bien? —preguntó Tomás.
—Sí. Ahora está dormida. Pero he perdido la cuenta…, ¿cuánto tiempo ha pasado desde que le dispararon?
—Dos días.
—¿Tanto…? —Enfoqué con los tentáculos sensoriales, y vi pruebas de la carga de preocupaciones y trabajo que había llevado sobre sus espaldas. No se me ocurrió nada más adecuado que decirle—: Gracias por haber cuidado de nosotros.
Sonrió cansinamente.
—Iré a buscar a alguien de los tuyos.
—No. Captarán mi aroma…, si es que no lo han hecho ya. Vendrán. Ayuda a bajar a Jesusa, luego vuelve a por mí. Ella ya puede caminar.
La zarandeé y se despertó…, a medias. Tuvo un escalofrío cuando Tomás vadeó la poco profunda agua y tendió los brazos hacia ella. Él se echó hacia atrás. Al cabo de un rato, ella se alzó lentamente, se tambaleó, y siguió la mano de Tomás que la llamaba.
—Ven, Jesusita —susurró él—. Baja de la balsa.
Caminó al lado de él por el agua y orilla arriba, hasta donde el suelo estaba lo bastante seco como para ser firme. Allí, se sentó, y pareció adormilarse de nuevo.
Cuando volvió a por mí, Tomás llevaba algo entre sus dedos, algo que alzó para que yo lo viera: un trozo de metal de forma irregular y pequeño tamaño. Era la bala que yo le había ordenado al cuerpo de Jesusa que expulsara.
—¡Tírala! —le dije—. Casi nos la arrebata.
La tiró, muy lejos, al río.
—Ahora viene alguien de mi familia —dije. Tomás me había depositado en la orilla, al lado de Jesusa, y se había sentado junto a mí para descansar. Ahora se puso de nuevo alerta.
—Tomás —le dije con voz suave.
Me miró.
—No te sentirás confortable si se te acercan o te rodean. Jesusa tampoco. Mi familia lo comprenderá. Y nadie te tocará…, excepto los niños; y ésos no te importará que lo hagan.
Frunció el ceño y me lanzó una mirada más prolongada.
—No comprendo.
—Lo sé. Tiene que ver con el que estés conmigo, con el que me hayas dejado curarte, con el que me hayas dejado dormir contigo. Te sientes… atraído por la idea de estar con Jesusa y conmigo, y fuertemente repelido por los otros. Esa sensación no durará. Es normal, así que no dejes que te preocupe.
Lilith, Nikanj y Aaor salieron juntos de entre los árboles. Aaor. Estaba despierto y fuerte. La familia sólo debía de haberme estado esperando a mí para volver a casa. El exilio…, el verdadero exilio, estaba pues rondándome.
Los tres se acercaron lo bastante como para poder hablar normalmente, pero no lo suficiente como para que Tomás se sintiese molesto.
—Voy a tener que aprender a no preocuparme de ti —dijo Lilith, sonriendo—. Bienvenido a casa.
Había hablado en oankali, pero ahora pasó al español, lo cual demostraba que me había escuchado hablar con Tomás.
—Bienvenido —le dijo a éste—. Gracias por haber cuidado de nuestro hijo y habérnoslo traído a casa.
Tomé la mano de Tomás, noté cómo aferraba la mía desesperadamente, casi dolorosamente; y, sin embargo, su rostro no dio muestra alguna de emoción.
—Éstos son dos de mis padres —le dije, haciendo un gesto con mi mano libre—. Lilith es mi madre de nacimiento y Nikanj mi padre de mi mismo sexo. El tercero es Aaor, mi compañero de camada emparejado.
Por un momento disfruté mirándolo: ahora tenía un pelaje grisáceo y, cosa extraña, su aspecto no resultaba tan inusitado. Quizá los otros compañeros de camada le ayudaban a permanecer casi normal.
—Aaor, en ciertas ocasiones, ha estado más próximo a mí que mi propia piel —dije—. Y pienso que acabó siendo más parecido a mí de lo que le hubiera gustado.
Aaor, que estaba conteniéndose con un obvio esfuerzo, dijo:
—Khodahs, cuando te toque, no te voy a soltar por lo menos en todo un día.
Me reí, recordando su contacto, dándome cuenta de que yo también estaba ansioso por tocarle y comprender exactamente cómo había cambiado. No seríamos lo mismo, siendo nacidos de humana y oankali. El examinarle me diría más de mí mismo, por similaridad y por contraste. Y Aaor querría, con mayor urgencia aún, saber dónde había encontrado a Jesusa y Tomás. Si su sentido del olfato no le había hecho reconocerlos como jóvenes y fértiles (el mío me había fallado cuando los había encontrado), Nikanj se lo haría saber.
—Os lo contaré todo —les dije—, pero antes metednos en algún sitio seco y dadnos de comer.
Lo que quería decir, y los tres lo entendieron, era que había que buscarles un lugar seco y comida a Tomás y Jesusa.
Nikanj descansó un brazo sensorial sobre los hombros de Aaor, y algo de la tensa ansiedad desapareció de él.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Nikanj a Tomás. Habló con voz muy baja y, sin embargo, aquella voz suave supo hacerse oír. ¿Sonaba yo de aquel modo?
Tomás se inclinó hacia delante, respondiendo a la voz, luego apenas si fue capaz de no echarse hacia atrás. Nunca antes había visto a un oankali y Nikanj, que era un ooloi adulto, resultaba especialmente asombroso. Se le quedó mirando fijamente, luego le entró vergüenza y miró a otra parte. Después le volvió a mirar.
—¿Cómo te llamas? —repitió Nikanj.
—Tomás —contestó finalmente—. Tomás Serrano y Martín.
A mí no me había dicho tanto. Hizo una pausa, y luego añadió:
—Ésta es Jesusa, mi hermana. —Tocó su cabello de la forma en que mis padres humanos se lo acariciaban a veces el uno al otro—. Le dispararon.
Nikanj enfocó firmemente en mí.
—Está bien —le dije—. Está exhausta porque lleva un tiempo sin comer lo suficiente…, y ya sabes lo duramente que he tenido que hacer trabajar su cuerpo.
Me volví y la zarandeé con suavidad.
—Jesusa —susurré. Mantuve mi mano en su hombro y la volví a agitar, con delicadeza, deseando poder darle el tipo de consuelo que había sido capaz de darle hacía tan sólo unos días. Pero apenas si me había sido posible salvarle la vida…
Abrió los ojos, miró a su alrededor y vio a Nikanj. Apartó la cara y gimió…, con un sonido que nunca antes había oído en ella.
—Estás a salvo —le dije—. Esta gente está aquí para ayudarnos. Estás bien, nadie te hará daño.
Finalmente, ella se dio cuenta de lo que le estaba diciendo. Se quedó en silencio y prácticamente inmóvil.
No podía dejar de temblar, pero me miró, luego miró a Lilith, Aaor y Nikanj. Se obligó a sí misma a mirar durante más tiempo a Nikanj.
—Perdóname —le dijo, al cabo de un momento—. No…, no había visto nunca a nadie como tú.
Los muchos tentáculos sensoriales de Nikanj se aplastaron lisos contra su cuerpo.
—Yo tampoco había visto a nadie como tú, desde hace un siglo —le contestó el ooloi.
Pareció sobresaltarse al sonido de su voz. Se volvió para mirarme, luego volvió a mirar a Nikanj. Se lo presenté, junto con Lilith y Aaor.
—Encantada de conoceros —dijo educadamente Jesusa. Contempló fascinada a Nikanj, sin saber que éste mantenía la posición de diversión, de alisamiento, de sus tentáculos más tiempo de lo habitual sólo por ella. Yo me alisaba cada vez que reía, pero mis pocos tentáculos sensoriales no eran demasiado visibles, ni siquiera cuando no los tenía alisados. Y yo me reía con la boca, cosa que Nikanj no.
—Estoy encantado y asombrado —le dijo Nikanj. Y después a mí, en oankali—: ¿De dónde son?
—Luego —le contuve.
—¿Se quedarán, Oeka?
—Sí.
Enfocó en mí, como si esperara que dijese más. Me mantuve en silencio.
Aaor rompió ese silencio:
—No podéis caminar, ¿verdad? —dijo en español—. Tendremos que llevaros.
Tomás se puso en pie al momento.
—Si me mostráis el camino —dijo—, yo llevaré a Khodahs.
Dudó un momento al lado de Jesusa:
—¿Puedes caminar, hermana?
—Sí. —Ella se puso lentamente en pie, tratando de mantener unida su ropa ensangrentada y hecha jirones.
Dio un paso de prueba—. Me encuentro bien. Pero… hay tanta sangre.