—Dejad de huir el uno del otro —nos dijo Nikanj—. Descubrid qué es lo que os resulta cómodo. Haced lo que vuestros cuerpos os digan que es lo correcto. Ésta es una relación nueva, y vais a tener que hallar el camino, tanto por vosotros mismos como por los que os seguirán.
—Si me toca, vas a tener que curarla —comenté.
—Lo sé. —Aplastó los tentáculos de su cuerpo y cabeza en algo que no era diversión—. O, al menos, creo que lo sé… Esto también es nuevo para mí. Aaor, ven a mí cada día, para que te examine y cure. Ven, aunque creas que nada anda mal. Khodahs puede provocar cambios importantes, aunque muy sutiles. Ven de inmediato si notas dolor o algo que te parezca raro.
—¡Ooan, ayúdame a comprenderlo! —le dijo Aaor—. ¡Déjame llegar a él a través de ti!
—¿Puedo? —me preguntó en silencio Nikanj.
—Sí —le contesté, del mismo modo.
Nos entretejió en una unión neurosensorial sin discontinuidades.
Y fue como si Aaor y yo nos estuviéramos tocando de nuevo, sin que hubiese nada entre nosotros. Saboreé el sabor único de mi compañera de camada. Era como si una parte de mí, largo tiempo amodorrada, largo tiempo fuera de mi alcance, hubiese regresado ahora y, en mi incrédula bienvenida, ya sólo fuese capaz de sumergirme en ella.
Aaor no me dijo nada. Sólo quería volver a conocerme…, conocerme como lo podía hacer un ooloi. Quería comprender, tan profundamente como le fuera posible, los cambios que habían tenido lugar en mí. Y, sin palabras, yo supe de ella lo solitaria que había estado, lo mucho que quería tenerme de vuelta. Era totalmente antinatural para un par de compañeros de camada el estar uno junto al otro y, no obstante, evitar tocarse.
Al fin, Aaor pidió, sin palabras, ser soltada, y Nikanj nos soltó a los dos. Durante un segundo sólo me di cuenta de los sonidos de los insectos y del cantar de las ranas, de la lluvia que goteaba de los árboles, del sol abriéndose paso por entre las hojas. Nadie de la familia se movió o habló. No me había dado cuenta de que todos estaban enfocados en nosotros. Empecé a mirar a mi alrededor, y entonces Aaor dio un paso hacia mí y me tocó. Tendí hacia ella todos y cada uno de mis tentáculos sensoriales, y los de ella, más numerosos, también se tensaron hacia mí. Esto era normal: esto era lo que se suponía que debían de hacer los compañeros de camada apareados, siempre que sintiesen deseos de hacerlo.
Por un momento, la sensación de alivio volvió a desbordarme. Me picaban los sobacos justo allí donde me crecerían algún día los brazos sensoriales. Si ya hubiese tenido esos brazos, no hubiera podido evitar rodear a Aaor con ellos.
—Ya era hora —comentó Ahajas—. Vosotros dos, cuidaos el uno del otro.
—Vamos —dijo Tino.
Le seguimos, saliendo del arruinado huerto, caminando en fila india a través de la selva. Sabía de un lugar que, al parecer, sería un buen sitio para acampar… con mucho espacio, lejos de cualquier población. El miedo de todos era que yo provocase cambios en la vida animal o vegetal. Y esos cambios podían extenderse como epidemias…, podían, incluso, llegar a ser auténticas epidemias. Los adultos de mi familia no sabían si podrían detectar y deshacer cualquiera de ellos; así que, más pronto o más tarde, otra gente tendría que enfrentarse a algunos de esos cambios. La idea era, pues, que nos aisláramos, para minimizar y localizar cualquier operación de limpieza que debiera ser hecha después. El lugar que Tino había hallado años antes era una isla…, una gran isla, con una extensión de árboles jóvenes en uno de sus extremos y una gran variedad de árboles viejos al otro. Estaba moviéndose lentamente, río abajo, en ese modo que tienen de hacerlo las islas de río: el cieno tomado de un extremo se deposita en el otro, según el sentido de la corriente. Todos los adultos recordaban un lugar como ése, que había sido creado a bordo de la nave y usado para entrenar a los humanos a vivir en la floresta tropical.
A ninguno de ellos les había gustado. Y, ahora, iban camino de lo mismo, pero en la realidad…, a causa de mí.
En algún momento de la tarde, a Aaor le comenzaron a picar y doler los sobacos. Cuando fue a Nikanj para que la curase, ya habían comenzado a aparecerle hinchazones. Al parecer, yo había ocasionado que el cuerpo asexuado e inmaduro de Aaor tratase de hacer brotar brazos sensoriales. Pero, en lugar de ellos, lo que le estaba creciendo eran tumores potencialmente peligrosos.
—Lo lamento —le dije, cuando Nikanj hubo terminado con ella.
—Tú descubre qué es lo que hiciste mal —me dijo ella, disgustada—, y cómo puedes evitar hacerlo otra vez.
Ése era el problema: no me había dado cuenta de que le hubiese hecho algo malo a Aaor. Si me hubiera notado haciéndole algo, yo mismo me hubiera detenido. Creía haber ido con mucho cuidado… Era como un humano ciego, que pisotea todo lo que no ve. Pero a un humano ciego se le puede devolver la visión. En cambio, lo que me faltaba a mí era algo que nunca había tenido…, o, al menos, algo que nunca había descubierto.
—Aprende tan rápido como puedas, y así nos podremos volver pronto a casa —me dijo Aaor.
Enfoqué en el sendero que teníamos delante…, para oler o escuchar a posibles desconocidos con los que nos pudiésemos topar. No se me ocurría nada que decir.
La isla debería haberse encontrado a tres días de camino, río arriba. Pensamos que podríamos llegar a ella en cinco días, dado que teníamos que rodear Pascual, una población ribereña de resistentes inusualmente hostiles. Probablemente fueran pascualeños los que habían destruido el huerto de Lilith. Y, sin embargo, nosotros daríamos un tremendo rodeo para evitar vengarnos de ellos: demasiados resistentes podrían no sobrevivir a un contacto conmigo.
Nunca pensamos que Pascual representase algún peligro para nosotros, porque su gente sabía, mejor que la mayoría de resistentes, lo que le pasaba a cualquiera que nos atacase. Su poblado, que ya había disminuido de tamaño a causa de la emigración, sería gaseado, y los atacantes rastreados por su olor. Serían hallados y exiliados a la nave. Allí, si habían matado, o bien serían mantenidos inconscientes o placenteramente drogados. Nunca se les permitiría despertarse del todo. Serían empleados como instrumentos de enseñanza, conejillos de indias para experimentos biológicos o suministros de material genético humano. Los pascualeños lo sabían, y por tanto sólo cometían lo que Lilith llamaba crímenes contra la propiedad. Robaban, quemaban, destruían. Nunca antes se habían acercado tanto a Lo como cuando habían llegado al huerto. Habían limitado sus atenciones a los viajeros.
Pero no comprendimos cuan extremo había llegado a ser realmente su comportamiento hasta que nos encontramos a algunos de ellos en nuestra primera noche fuera de Lo. Habíamos dejado de caminar a la caída del sol, y habíamos cocinado y comido algo de la comida que Lilith y Tino habían traído y colgado nuestras hamacas entre los árboles. No nos molestamos en construir un refugio, visto que los mayores habían estado de acuerdo en que no iba a llover.
Sólo Nikanj limpió un pedazo de suelo y estiró su hamaca sobre la tierra desnuda. Debido a las conexiones que debía hacer con brazos sensoriales y tentáculos, no le resultaba cómodo compartir su hamaca con alguien más. Y quería que nos sintiésemos libres de acudir a él ante cualquier dolor, herida o molestia que notásemos. Me hizo un gesto para que yo fuese el primero en ir, a pesar de que no había pensado hacerlo.
—Ven cada noche, hasta que aprendas a controlar tus habilidades —me dijo—. Observa lo que hago contigo. No te quedes adormilado.
—De acuerdo.
No podía curar sin dar placer. Cuando estaban con él, la gente tendía simplemente a relajarse y disfrutar. Pero, en lugar de hacer eso, esta vez le observé, tal como él deseaba, viéndole examinarme casi célula por célula, corrigiendo los fallos que hallaba…, fallos de los que yo no me había dado cuenta. Era como si yo hubiese logrado percibir la complejidad del mundo exterior y, en cambio, perdido incluso la percepción que, de niño, tenía de mi propio ser interior. Antes, me daba cuenta en seguida de cuándo algo andaba mal en mí. Ahora, mi peor problema era la innecesaria e incontrolada división celular: el cáncer. Unos tipos de cáncer que se iniciaban y desarrollaban con celeridad…, mucho, muchísimo más deprisa de lo que lo harían en un humano. Se suponía que yo debía ser capaz de controlarlos y usarlos, tanto en mí mismo como en los demás. Y, por el contrario, ni siquiera podía descubrirlos en mi propio cuerpo cuando se iniciaban. Y comenzaban sin el menor deseo por mi parte, sin que yo los animase a desarrollarse.
—¿Lo ves? —me preguntó Nikanj.
—Sí. Pero no lo veía antes de que tú me lo mostrases.
—He dejado uno.
Lo busqué y, al cabo de un tiempo, lo hallé creciendo en mi garganta, donde, con toda seguridad, me mataría si se le permitía continuar. No reajusté el mensaje genético de las células ni desactivé la parte que estaba errada. Eso era lo que Nikanj les había hecho a los otros, pero yo no confiaba tener la habilidad necesaria para seguir su ejemplo. Podía, accidentalmente, reprogramar otros genes. En lugar de ello, destruí las pocas células malignas.
Luego acerqué mi cabeza a la del ooloi, dejando que mis tentáculos se entremezclasen con los suyos. Le hablé en silencio.
—No estoy aprendiendo. No sé qué hacer.
—Espera.
—No quiero seguir siendo peligroso, haciéndole daño a Aaor, teniendo miedo de mí mismo.
—Date tiempo a ti mismo. Eres un nuevo tipo de ser. Nunca antes ha habido uno como tú. Pero no hay tara alguna en ti. Lo único que necesitas es tiempo para descubrir más cosas acerca de ti mismo.
Su certidumbre me animó. Descansé, apoyado contra él, unos momentos, disfrutando del fácil y seguro contacto…, el único que ahora me resultaba así. Al cabo de un tiempo me empujó con un codo y me fui a mi hamaca. Lilith estaba yaciendo con él cuando los resistentes nos dejaron saber que estaban allí.
Primero gritaron: una mujer humana lanzó alarido tras alarido, primero maldiciendo a alguien, luego suplicando, más tarde produciendo roncos sonidos sin palabras. También había voces masculinas…, al menos tres de ellos gritando, riendo, maldiciendo.
—Real y no real —dijo Dichaan cuando empezaron los gritos.
—¿Qué significa eso? —le preguntó Oni.
—Ahora le están haciendo daño a la hembra, y ésta tiene miedo. Pero hay algo raro en todo ello: sus primeros gritos eran falsos…, entonces no tenía miedo.
—¡Si ahora le están haciendo daño, ya es suficiente! —dijo Tino. Estaba en pie, mirando a Nikanj, toda su postura urgencia y amenaza.
—Quédate aquí —le dijo Nikanj. Se puso en pie y agarró a Tino con sus cuatro brazos—. Protege a los niños.
Le dio una sacudida para enfatizar sus palabras, y corrió hacia el bosque. Ahajas y Dichaan le siguieron. Era mucho menos probable que matasen a los oankali, aunque los humanos que gritaban se esforzasen en intentarlo.
Nuestros padres humanos nos reunieron y nos llevaron hacia lo más espeso del bosque, allá donde nosotros podíamos ver, pero los resistentes no. Lilith y Tino habían sido modificados para que, al igual que nosotros, pudieran ver a la luz de los rayos infrarrojos, a la luz del calor. Para todos nosotros, aquel bosque vivo estaba lleno de luz.
Y el aire estaba lleno de aromas. De humanos que se acercaban. Aún no estaban cerca, pero se acercaban. Eran bastantes: ocho o nueve. Machos.
Lilith y Tino desenfundaron sus machetes y nos hicieron meternos aún más adentro en el bosque.
—No hagáis nada, a menos de que vengan a por nosotros —nos dijo Lilith—. Si vienen, corred; si os atrapan, matad.
Sonaba como Nikanj. Pero, en el caso de éste, las palabras habían parecido gemidos de dolor, mientras que en ella eran gritos de temor. Sentía pánico por nosotros: yo no podía recordar haberla visto jamás temer por ella misma. Años antes, oculto en lo alto de un árbol, la había visto luchar con tres machos resistentes que querían violarla. En cuanto se había dado cuenta de que no tenían ni idea de que yo estuviera allí, ya no había tenido miedo alguno, incluso había conseguido no hacerles demasiado daño. Y ellos habían escapado con el rabo entre las piernas, seguros de que era una construida.
Los resistentes que nos estaban cazando ahora no iban a escapar de nosotros, y tanto Lilith como Tino lo sabían. Se quedaron mirando mientras los resistentes descubrían el campamento, y trataban primero de hacer trizas las hamacas, luego de quemarlas. Pero la tela de Lo no ardía, y ningún humano normal podía ni cortarla ni rasgarla.
Robaron las mochilas de Lilith y de Tino, talaron los arbolillos a los que habíamos atado nuestras hamacas, pisotearon la comida que había a la vista y prendieron fuego a los árboles. Trataron de descubrirnos a la luz del fuego, pero les daba miedo tanto el adentrarse demasiado en la selva como el dispersarse mucho…, aunque también parecía no gustarles demasiado el amontonarse unos junto a otros. Quizá supiesen lo que les pasaría si nos encontraban. Tal vez les bastase con destruir nuestras cosas…, a pesar de sus armas de fuego.
No habían conseguido la mochila que Lilith me había preparado: mientras ella y Tino estaban reuniendo a los niños, yo había agarrado mi mochila y me había puesto a correr. Si había lucha, yo quería ayudar, no iba a escapar con mis compañeros de camada; pero también quería conservar lo que podía ser mi último retazo de Lo. Nadie iba a robármelo.
El fuego se extendió lentamente, y los resistentes tuvieron que abandonar nuestro campamento. Volvieron a meterse entre los árboles, en la misma dirección en que habían venido. Nosotros nos quedamos donde estábamos, sabiendo que el río se hallaba cerca. Si era preciso, correríamos hacia él.
Pero el fuego no se extendió mucho: chamuscó algunos árboles de los que estaban en pie y consumió los que habían sido cortados. Mis padres oankali regresaron, heridos y ya en proceso de curación, y llevando un fardo viviente.
El peligro parecía haber pasado. No olíamos nada más que el humo, no oíamos nada más que los chasquidos del moribundo fuego y otros sonidos naturales. Fuimos en busca de los tres oankali.
Cuando salimos al abierto, hacia la luz del fuego, yo iba al frente de mis padres humanos y de mis compañeros de camada. Esto era lo correcto, puesto que, como ooloi, era más probable, teóricamente, que yo sobreviviese a heridas de arma de fuego que ninguno de ellos. Y ahora iba a descubrir si esto era cierto.