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Authors: Octavia Butler

Tags: #Ciencia Ficción

Imago (15 page)

El macho fue el primero en salir a descubierto. Lo contemplé con unos pocos de mis tentáculos sensoriales. Todo su lenguaje corporal me decía que pensaba agarrar la comida y salir huyendo. Y yo estaba dispuesto a dejarle hacer hasta que hubiera podido echarle una buena ojeada.

Estaba enfermo. Su rostro estaba medio cubierto por un enorme crecimiento. No llevaba camisa, y podía ver que su pecho y espalda estaban también cubiertos por numerosos tumores, grandes y pequeños. Uno de sus ojos estaba totalmente cubierto, el otro parecía en peligro. Si el tumor facial seguía creciendo, pronto no podría ver en absoluto.

No podía dejarlo ir. No creo que ningún ooloi lo hubiese dejado ir. No debía de dejarse andar por ahí a ningún ser viviente en esas condiciones sin prestarle ayuda.

Esperé hasta que su atención estuviese totalmente enfocada en la comida. Al principio no dejaba de mariposear, de aquí para allá, entre la comida y yo. Pero, al fin, la comida estuvo a su alcance. Tendió las manos para cogerla.

Lo tenía atrapado antes de que se diese cuenta de que me había levantado. De inmediato lo hice girar para ponerlo cara a la hembra, a la que ahora ya podía ver: me estaba apuntando con un rifle. Que lo apuntase a él, si quería.

Se debatió, primero de un modo enloquecido, luego calculadamente, buscando hacerme daño y liberarse. Lo mantuve aferrado y lo investigué con rapidez.

Tenía un problema genético. Sus efectos estaban empeorando lentamente. Tal y como había supuesto, se quedaría ciego si se permitía que aquello siguiese adelante. La enfermedad incluso había deformado los huesos de su cara. Estaba sordo de un oído y, con el tiempo, se quedaría sordo del otro. Y la enfermedad estaba afectándole la columna vertebral: ya no podía girar libremente la cabeza. Uno de sus hombros estaba totalmente cubierto por los crecimientos carnosos. El brazo aún le resultaba útil, pero no lo iba a ser por mucho tiempo. Y había algo más que estaba mal, algo que no comprendía. Este hombre ya estaba muriéndose. Estaba usando su vida del modo que lo hacen los ratones: engulléndola en unos pocos sorbos rápidos, y luego muriendo. La enfermedad amenazaba con invadir su cerebro y su espina dorsal; pero, aun sin el continuado crecimiento del tumor, el hombre moriría en unas pocas décadas. Estaba genéticamente programado para usarse a sí mismo de un modo obscenamente rápido.

¿Cómo podía tener aquel problema? Un ooloi lo había examinado antes de que fuese dejado en libertad: los ooloi habían examinado a cada humano, corrigiendo sus defectos, frenando su envejecimiento, reforzando su resistencia a las enfermedades. Pero quizá ese ooloi hubiera controlado la enfermedad de un modo imperfecto, aliviándola pero sin tratar de corregirla. A veces, con algunos problemas genéticos, los ooloi lo habían hecho así. Tales problemas eran complicados, y quienes mejor podían corregirlos eran los cónyuges. Los resistentes habían sido alterados de modo que no pudiesen tener hijos sin la cooperación de cónyuges ooloi, de modo que no podían pasar sus enfermedades a sus descendientes. El controlarlos debería de haber sido suficiente.

Mientras lo mantenía agarrado, le hablé al oído bueno:

—Pronto estarás totalmente ciego. Después de eso te quedarás sordo. Con el tiempo no podrás usar tu brazo derecho…, y ése es el brazo que prefieres usar. Y eso no es todo. Ni siquiera es lo peor. ¿Me entiendes?

No había dejado de debatirse. Ahora se echó hacia atrás, tratando de lanzarme una mirada, a pesar de la falta de cooperación de su cuello.

—Puedo ayudarte —le dije—. Te ayudaré si me dejas…, y si tu amiga no me dispara.

Le ayudaría de todos modos, me disparase o no; pero, si me era posible, deseaba evitar que lo hicieran. Las heridas de bala dolían más de lo que me gustaba recordar, y aún no era muy bueno en controlar mi propio dolor.

El hombre ya se sentía más tranquilo. No me atrevía a drogarlo demasiado: podía darle un poco de placer, relajarlo un poco, pero no podía ponerlo a dormir. Si perdía el conocimiento entre mis brazos, seguro que la mujer tomaría esto por lo que no era y me dispararía.

—Puedo ayudarte —repetí—. Lo único que os pido a cambio es que no tratéis de matarme.

—¿Y por qué ibas a hacer algo por mí? —me preguntó—. ¡Déjame ir!

Varié mi llave a una más confortable.

—¿Y por qué quieres irte, para volverte más y más inútil? —inquirí—. ¿Por qué has de morir, cuando puedes vivir y estar sano? Déjame ayudarte.

—¡Suéltame!

—¿Te quedarás y, por lo menos, me escucharás?

Dudó.

—Sí, de acuerdo —su cuerpo estaba tenso, dispuesto a echar a correr.

Lancé un sonoro suspiro, para que lo escuchase.

—Si me mientes, no puedo dejar de saberlo.

Eso lo asustó, y lo noté rígidamente resentido entre mis brazos, pero no dijo nada.

La mujer salió totalmente al descubierto y se colocó frente a los dos. Mantuve el cuerpo del hombre entre el mío y el cañón del fusil. Mirándola, no me cabía la menor duda de que dispararía, pero necesitaba unos momentos más con el hombre antes de que pudiera disponer de algo significativo que mostrarles. La mujer también tenía tumores, aunque los de ella no eran tan importantes como los del hombre. Su cara, sus brazos y sus piernas…, todo lo que en ella era visible, estaba cubierto por pequeños crecimientos, irregularmente espaciados.

—Suéltalo —me dijo en voz baja—. No te dispararé si lo sueltas.

Eso, al menos, era cierto. Tenía miedo, pero lo que decía era verdad.

Le hice una seña con la cabeza, asintiendo, y luego le hablé al macho:

—No te he hecho daño alguno. ¿Qué es lo que harás tú si te suelto?

Ahora, el hombre lanzó un auténtico suspiro.

—Me iré.

—Tienes hambre. Si quieres, llévate la comida.

—No la quiero. —Ya no se fiaba de la comida…, probablemente porque yo quería que la cogiese.

—Haz una cosa más, antes de que te suelte.

—¿Qué?

—Mueve el cuello.

Seguí manteniéndolo apresado con una fuerte llave, pero me eché ligeramente hacia atrás para dejarle girar y balancear un cuello que había estado prácticamente soldado, inmóvil, antes de que yo lo tocara. Maldijo en voz baja.

—¿Qué pasa, Tomás? —preguntó la mujer, con una voz llena de dudas.

—Puedo moverlo —respondió él, innecesariamente. No había dejado de moverlo.

—¿Te duele?

—No. Sólo lo noto… normal. Ya me había olvidado de cómo se siente uno al poder moverlo así.

Lo solté, y le hablé con voz tranquila:

—Quizá, cuando lleves un tiempo ciego, te olvides de cómo se siente uno cuando ve.

Casi se cayó en su premura por darse la vuelta y mirarme. Cuando me hubo dado una buena ojeada, dio un paso atrás.

—No me volverás a tocar hasta que te vea curarte a ti mismo —me dijo—. ¿Qué…, qué eres?

—Soy Khodahs —contesté—. Soy un construido, humano y oankali.

Pareció sobresaltarse, luego se movió a mi alrededor, para poder verme bien por todos lados.

—Nunca había oído decir que tuvieseis escamas. —Agitó la cabeza—. ¡Dios…, no debemos de ser los únicos a los que has asustado!

Me eché a reír, podía notar cómo mis tentáculos se aplanaban contra las escamas.

—No siempre tengo este aspecto —le expliqué—. Si os quedáis conmigo para que te cure, comenzaré a parecerme más a ti. A los dos, con el aspecto que tendréis cuando estéis curados.

—No se nos puede curar —intervino la mujer—. Los tumores pueden ser extirpados, pero vuelven a crecer. Esta enfermedad…, nacimos con ella, nadie puede curarla.

—Sé que nacisteis con ella. Y, si os decidís a ir a un lugar en el que podáis tener hijos, se la pasaréis al menos a algunos de ellos. Pero yo puedo corregir ese problema.

Se miraron el uno al otro.

—No es posible —dijo el macho.

Enfoqué en él. Había sido un placer tocarle. Ahora ya no corría tanta prisa regresar a casa. No había necesidad alguna de apresurarse en nada. Dos de ellos…, ¡un tesoro!

—Mueve el cuello —le ordené nuevamente.

El hombre lo movió, agitando su deforme cabeza.

—No lo entiendo —afirmó—. ¿Cómo dices que te llamas?

—Khodahs.

—Yo soy Tomás, y ella es Jesusa. —Sin apellidos. Muy deliberadamente, sin apellidos—. Dinos cómo has hecho esto.

Tomé ramitas del montón que había recogido y fui alimentando el fuego. Como era natural, los dos humanos se sentaron al otro lado del mismo. El hombre tomó uno de los tubérculos asados. La mujer sujetó su brazo y lo miró, pero él se limitó a sonreírle, partir el tubérculo en dos, y darle un mordisco. Su único ojo visible se dilató por la sorpresa y el placer. Ese alimento era nuevo para él. Comió un poco más, y luego le dio un pedazo a la mujer. Ésta recogió un poco con la yema de un dedo y lo probó. No puso la misma cara de sorprendido placer, pero se comió el pedazo, y luego examinó cuidadosamente la piel a la luz del fuego. Ahora ya era oscuro para los resistentes. El Sol se había puesto.

—No había probado esto antes. ¿Es una planta que sólo se da en las tierras bajas?

—Crece aquí. Os la mostraré por la mañana.

Hubo un silencio. Naturalmente, se quedarían a pasar la noche. ¿Adonde podían ir en la oscuridad?

—¿Sois de las montañas? —les pregunté con suavidad.

Más silencio.

—Yo no llegaré a las montañas. Aunque me gustaría poder ir.

Ahora, ambos estaban comiendo tubérculos, y parecían no desear hablar. Eso resultaba sorprendente. El mismo nerviosismo debería de haber hecho hablador, al menos, a uno de ellos. ¿Cuántas veces habían estado sentados a solas con un construido escamoso, en medio de la selva y en plena noche?

—¿Me dejarás que empiece a curarte esta noche? —le pregunté a Tomás.

—Gracias por curarme el cuello —dijo en voz alta Tomás, mientras todo su cuerpo se apartaba de mí con diminutos movimientos.

—Puede volver a solidificarse, si tu enfermedad no es curada de raíz.

Se encogió de hombros.

—Eso no era tan malo. Jesusa dice que me hacía trabajar, en lugar de estar todo el día por ahí, papando moscas.

Jesusa le acarició el antebrazo y sonrió.

—Nada puede impedir que te pases el día soñando despierto, hermano.

¿Hermano? No compañero…, o esposo, como dirían los humanos.

—La ceguera será mala cosa —le dije—. La sordera aún será peor.

—¿Por qué dices que se quedará ciego o sordo? —inquirió Jesusa—. Puede que no sea así. No lo sabes.

—¡Claro que lo sé! Después de tocarlo, lo sé. Y sé que hubo un tiempo en el que podía ver con su ojo derecho y oír con su oído derecho. Y hubo un tiempo en que la masa en su hombro era más pequeña, y su brazo no estaba afectado en lo más mínimo. Se quedará ciego y sordo y no podrá utilizar el brazo derecho…, él lo sabe. Y tú también.

Hubo un muy largo silencio. Me tendí en el terreno que había limpiado y cerré los ojos. Aun así, podía seguir viendo perfectamente bien, y muchos humanos lo sabían. No obstante, de algún modo, se sentían más a gusto cuando sólo eran observados con los tentáculos sensoriales. Se sentían como no observados.

—¿Por qué quieres curarnos? —preguntó Jesusa—. Nos atraes a una trampa, nos alimentas, y quieres curarnos. ¿Por qué?

Abrí los ojos.

—Me estaba sintiendo muy solitario —le dije—. Me habría alegrado ver… casi a cualquier persona. Pero, cuando me di cuenta de que os pasaba algo malo, quise ayudaros. Necesitáis ayuda. Aún no soy un adulto, pero no puedo desentenderme de las enfermedades: soy un ooloi.

Su escasa reacción me sorprendió. Había esperado cualquier cosa, desde el rechazo cargado de prejuicios de João hasta incluso un escaparse a la carrera hacia el interior del bosque. Sólo los ooloi se interrelacionaban directamente con los humanos y producían niños. Sólo los ooloi se interrelacionaban con los humanos de un modo absolutamente no humano.

Y sólo los ooloi necesitaban curar. Los machos y las hembras podían aprender a curar, si estaban interesados en ello. Los ooloi no teníamos elección: existíamos para crear el pueblo, para unirlo y para mantenerlo.

Jesusa tomó la mano de Tomás y me miró con terror. Tomás la miró, se tocó pensativamente el cuello y la volvió a mirar.

—Así que no es cierto lo que dicen —susurró.

Ella le lanzó una mirada que era más expresiva que un alarido.

Él se echó un poco hacia atrás, se volvió a tocar el cuello y no dijo nada más.

—Pensaba… —La voz de Jesusa tembló, y hubo un momento de pausa. Cuando empezó a hablar de nuevo, el temblor había desaparecido—. Pensaba que todos los ooloi tenían cuatro brazos…, dos con huesos y otros dos sin.

—Brazos de fuerza y brazos sensoriales —expliqué—. Los brazos sensoriales llegan con la madurez. Aún no soy lo bastante mayor para tenerlos.

—¿Eres un niño? ¿Un niño tan alto como un adulto?

—Ya no creceré más, a excepción de los brazos que me saldrán. Pero me desarrollaré en otras cosas. Sin embargo, no soy exactamente un niño: los niños más pequeños no tienen un sexo definido, potencialmente pueden ser de cualquiera de los tres sexos. Y yo soy definidamente un ooloi…, un subadulto, como dirían mis padres; un chico ooloi.

—Un adolescente —decidió Jesusa.

—No. Los adolescentes humanos son sexualmente maduros. Se pueden reproducir. Yo no puedo. —Dije esto para tranquilizarles, pero no parecieron tranquilizarse.

—¿Y cómo puedes curarnos, si sólo eres un chico?

Sonreí.

—Para eso sí que soy lo bastante mayor. —Mi mirada parecía confundirlo a él, pero a ella sólo la molestaba. Jesusa me frunció el ceño: ella sería la difícil de tratar. Tenía ya deseos de tocarla, de aprender su cuerpo, de curar la enfermedad que nunca debería haber tenido. Algún ooloi les había hecho un flaco favor a ella y a Tomás, tratándolos más descuidadamente de lo que hubiera imaginado posible.

Cambié de tema de modo súbito:

—Mañana os enseñaré algunas de las cosas que podéis comer aquí en el bosque. Ese tubérculo es sólo una de tantas. Si os mantenéis en movimiento, la selva os puede sustentar de un modo muy confortable. —Hice una pausa—. ¿Podéis aún ver lo bastante como para haceros jergones, o vais a dormir sobre el suelo desnudo?

Tomás suspiró y miró en derredor.

—Supongo que en el puro suelo. Les vamos a hacer un buen favor a los insectos de los alrededores. —La pupila de su ojo era grande, pero yo dudaba de que pudiera ver más allá de la luz del fuego. La luna aún no se había alzado, y la luz de las estrellas sólo les era útil a los humanos cuando iban en bote por un río: poca de ella llegaba al suelo de la selva, bajo la cúpula verde.

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