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Authors: Octavia Butler

Tags: #Ciencia Ficción

Imago (17 page)

Entonces, antes de que pudiera levantarse, antes de que pudiera gritar, estuve agachado junto a él, una mano sobre su boca, la otra en su mano obligándole a mantener aferrado, pero quieto, el machete.

—Khodahs —susurré, y dejó de debatirse y me miró.

—¡No puedes ser tú! —musitó, cuando le dejé hablar. Se acordaba de un Khodahs escamoso, como un reptil humanoide. Pero yo no podía haber permanecido al alcance de su olor durante cuatro días y seguir con aquel aspecto. Ahora tenía la piel oscura y cabellos negros, y pensaba que era muy posible que tuviese el aspecto que tendría Tomás cuando yo lo curase. Él era a quien yo había tocado y estudiado.

Me dejó tomar el machete de su mano y dejarlo a un lado. Yo ya tenía varios tentáculos corporales unidos a su sistema nervioso. Lo puse a dormir, de forma que pudiese ocuparme de Jesusa antes de que ella se despertase.

Desde el momento en que le había dicho mi nombre, ya no había tenido miedo.

—¿Me curarás? —me susurró, en los últimos instantes de consciencia.

—Lo haré —le prometí—. Del todo.

Cerró su ojo, confiándose a mí de un modo que hizo que me resultase difícil retirarme de él y volverme para ocuparme de Jesusa.

Cuando me volví, casi era demasiado tarde: ella estaba despierta, con sus ojos llenos de confusión y terror. Se echó hacia atrás mientras yo me volvía, y casi apretó el gatillo del rifle que tenía en sus manos.

—Soy Khodahs —le dije.

Me disparó.

La bala me traspasó uno de los corazones, y apenas si pude contenerme para no abalanzarme instintivamente sobre ella y matarla de un aguijonazo. Le arranqué el arma de entre las manos y la lancé contra un árbol cercano. Se partió en pedazos, la culata de madera se astilló y separó del metal, y éste se dobló.

Agarré sus muñecas para que no pudiese correr. No me atrevía a ponerla a dormir, pues no confiaba en mis capacidades hasta que no tuviera mi propio problema bajo control.

Ella luchó por soltarse y gritó a Tomás que se despertase y la ayudase. Consiguió morderme en dos ocasiones, logró darme una patada entre las piernas…, pero entonces dejó de debatirse por un momento, para absorber la realidad de que en mi entrepierna sólo había piel lisa, y que una patada en tal lugar no me molestaba en lo más mínimo.

Se retorció desesperadamente y trató de arrancarme los ojos. La seguí aferrando. Tenía que mantenerla sujeta. Ella no podía ver en la oscuridad. Podía correr por el oscuro bosque y hacerse daño…, o llegar hasta la orilla del río y caer por el empinado farallón que había allí. O quizás intentase dispararme de nuevo con lo que quedaba del fusil, o usar el machete contra mí. No podía dejar que se hiciera daño, o quizás intentara hacérmelo de nuevo a mí, y que esta vez me obligase a matarla. Nada sería más irracional que aquello.

De repente dejó de debatirse, y se quedó mirando una de las heridas que me había hecho en el brazo izquierdo. A la luz de la hoguera, incluso sus ojos humanos podían ver cómo se estaba cicatrizando, y esto pareció fascinarla. Miró hasta que no quedó señal visible de la herida…, sólo una pequeña mancha de sangre y saliva.

—También estás haciendo eso por dentro —afirmó, más que preguntó—. Te estás curando la herida.

Me recosté, arrastrándola conmigo. Se quedó echada, de cara a mí, contemplándome con miedo y desconfianza.

—Puedo curarme a mí mismo casi tan bien como la mayoría de adultos —le expliqué—. En cambio, aún no soy muy bueno en controlar mi dolor.

Ella pareció preocupada, pero luego endureció deliberadamente su expresión.

—¿Qué es lo que le has hecho a Tomás?

—Sólo está dormido.

—¡No! Hubiera despertado…

—Lo he drogado un poquito. No le importó. Le prometí que lo curaría.

—¡No queremos tus curas!

Lo peor del dolor de mi herida ya había pasado. Me relajé, reconfortado, e inspiré profundamente. Le solté las manos y las retiró, se las miró, y luego volvió a mirarme a mí.

Le hice una mueca sonriente.

—Ahora ya no tienes miedo de mí. Y ya no quieres volver a hacerme daño.

Podía notar cómo la expresión de su rostro se tornaba más cálida. Se sentó bruscamente, bastante en contra de su propia voluntad. Mi aroma ya estaba haciéndole efecto. Probablemente tendría dificultades para resistirlo, porque no lo captaba de un modo consciente.

—Realmente no deseamos tus curas —repitió—. Aunque…, lamento haberte pegado un tiro.

Siguió sentada muy quieta, mirándome desde arriba.

—¿Sabes? —prosiguió—. Te pareces a Tomás. Te pareces al modo en que debería vérsele a él. Podrías ser nuestro hermano…, o quizá nuestra hermana.

—Nada de eso.

—Lo sé. ¿Por qué nos has seguido?

—¿Por qué huisteis de mí?

Miró el machete. Para agarrarlo tendría que rodearnos a Tomás y a mí.

—No, Jesusa —le aconsejé—. Quédate donde estás. Déjame que hable contigo.

—Sabes lo nuestro, ¿verdad? —me preguntó.

—Sí.

—Estaba segura de que lo sabrías…, en cuanto nos hubieses tocado a los dos.

—Debería de haberlo sabido tan sólo por vuestro aroma. Y, en cambio, dejé que vuestra enfermedad y mi inexperiencia me confundiesen. Pero no, no me enteré de lo que sé simplemente por haberos tocado ahora. Lo supe por seguiros y escucharos hablar a Tomás y a ti.

Su rostro tomó una expresión de enfado.

—¿Nos espiaste? ¡Te escondiste entre la maleza y estuviste escuchando lo que le decía a mi hermano!

—Lo siento, pero sí. Habitualmente no hacemos estas cosas, pero tenía que saber más de vosotros. Necesitaba conoceros.

—¡No necesitabas nada de eso!

—Erais nuevos para mí. Nuevos, diferentes, necesitados de ayuda por vuestro problema genético, y estabais solos. Sabíais que yo os podía ayudar y, sin embargo, escapasteis. Cuando nos conozcáis mejor sabréis que hacer esto es como llevarme a rastras, atado con varias cuerdas. La cuestión no era si os seguiría o no, sino cuánto tiempo os podría seguir sin unirme otra vez a vosotros.

Ella agitó la cabeza.

—No creo que me guste tu gente, si todos os sentís inclinados a hacer este tipo de cosas.

—Ha pasado ya más de un siglo desde que alguien de mi familia vio a alguien como vosotros. Y vosotros…, quizá ya no tendréis que preocuparos acerca de llamar la atención de otros de mi gente.

—¿Y qué es lo que harás, ahora que sabes lo nuestro? ¿Qué es lo que quieres de nosotros?

—De eso tenemos que hablar —le dije—. Tú, Tomás y yo. Pero, antes, quería hablar contigo.

—¿Y bien? —me dijo.

Me la quedé mirando durante un rato, simplemente disfrutando de su aspecto y de su aroma. Quizás aún me dejase. Ya no lo deseaba, pero era muy capaz de causarse daño a sí misma, si creía que eso era lo adecuado.

—Échate aquí conmigo —le dije, sabiendo que no lo haría. Aún no.

—¿Por qué? —me preguntó, con el ceño fruncido.

—Somos muy táctiles. No sólo disfrutamos del contacto, sino que lo necesitamos.

—No conmigo.

Al menos, no se apartó de mí. Mi corazón izquierdo aún no estaba curado, así que no me alcé. Tomé su mano y la retuve un momento, mientras la exploraba con los tentáculos de mi cuerpo. Esto la sobresaltó, pero no la hizo caer en la fobia de terror a que estaban sujetos algunos humanos cuando los tocábamos de este modo. En lugar de ello, se inclinó para observar mejor mis tentáculos corporales. Éstos estaban ahora muy separados unos de otros, y eran del mismo color marrón que el resto de mi piel. Mis tentáculos de la cabeza, que se hallaban ocultos entre mis cabellos, eran tan negros como el color de mi pelo.

—¿Puedes moverlos a voluntad? —me preguntó.

—Sí. Tan fácilmente como tú mueves los dedos. Nunca antes los habías visto, ¿verdad?

—He oído hablar de ellos…, durante toda mi vida. Me habían dicho que eran como serpientes, y que los oankali estaban cubiertos por ellos.

—Algunos lo están. Ningún oankali tiene tan pocos como yo tengo ahora. Incluso yo mismo poseo el potencial de desarrollar muchos más.

Ella se miró su propio brazo, con las docenas de pequeños tumores.

—En realidad, creo que lo mío es más feo —dijo.

Yo me eché a reír y, con gran satisfacción, tiré de ella para acostarla de nuevo a mi lado. En realidad no le importaba: estaba recelosa, pero no temerosa.

—Tienes que decirme qué es lo que va a pasar —me dijo—. Tengo miedo por mi gente. Me lo tienes que decir…

Puse su cabeza en mi hombro, para así poder alcanzarla tanto con los tentáculos craneales como con los corporales. Me dejó hacerlo, y luego se quedó relajada, pero alerta, recostada contra mí. Hice desaparecer su agotamiento, pero no la dejé quedarse adormilada. Era más joven de lo que me había imaginado. Nunca había tenido un compañero, al estilo humano. Y ahora ya no lo tendría. Me sentí como si pudiera absorberla dentro de mí. Y, sin embargo, me parecía muy lejana. Si pudiese acercarla más, tocarla con más tentáculos sensoriales, tocarla con…, con aquello que aún no poseía.

—Esto es maravilloso —me dijo ella—. Pero no sé por qué ha de serlo.

Durante un rato no dijo más. Descubrió por sí misma que, si me tocaba ahora con la mano, sentía el tacto como si estuviese tocando su propia piel, notando el mismo placer o molestia que me hacía sentir a mí.

—Tócame —me dijo.

Le toqué la cadera, y su cuerpo se prendió en una sensación erótica. Esto la sorprendió y la asustó, y me agarró la mano libre y la mantuvo entre las suyas.

—No me lo has dicho todo —comentó.

—En cierto modo te lo he dicho todo, y sin palabras.

Soltó mi mano y volvió a tocarme, dejando que la sensación que compartíamos la guiase, de modo que las yemas de sus dedos se deslizaron en torno a las bases de algunos de mis tentáculos sensoriales. Se detuvo un instante antes de que yo mismo la hubiese hecho parar. La sensación era demasiado intensa.

Me tomó la mano y la puso sobre sus pechos, y recordé lo que había sido el tener pechos para João, y el mamar de los pechos de Lilith. Los pechos de Jesusa, cubiertos por una burda tela áspera contra mi mano, eran pequeños y maravillosamente seductores. ¿Cómo habría podido acostumbrarse a aquel tejido tan áspero? Probablemente nunca habría llevado otra ropa.

Gimió y compartió conmigo el placer de su cuerpo, hasta que aparté mi mano y, de mala gana, me desconecté de ella.

—¡No! —exclamó.

—Ya sé. Esta noche dormiremos juntos. Pero ahora tengo que hablar contigo, y quería que antes experimentases un poco de esto. Quería que, por un rato, vivieses en mi piel.

Se sentó y miró a Tomás, que seguía durmiendo.

—¿Es esto lo que haces? —me preguntó. Lo que quería decir es si era todo lo que hacía.

—Por ahora. Cuando sea adulto, podré hacer más. Y, también…, incluso ya ahora, si paso mucho tiempo contigo, te curaré. Es inevitable.

—Si me curas, no podré ir a casa.

—Eso realmente no importa, Jesusa.

—Mi gente me importa. A mí me importa mucho.

—Tu pueblo se está atormentando innecesariamente. Seguro que ni saben lo de la colonia de Marte, ¿verdad?

—¿La qué…?

—Lo imaginaba. Y eso que, con vuestra experiencia de vivir a grandes altitudes, quizás estéis mejor adaptados para ella que la mayoría de los humanos. La colonia de Marte es exactamente lo que parece: una colonia de humanos que viven y se reproducen en el planeta Marte. Los hemos transportado allí, y les hemos dado las herramientas necesarias para que hagan de Marte un planeta habitable.

—¿Por qué?

—En Marte no hay oankali. Es un mundo humano.

—¡Éste debería ser un mundo humano!

—Ya no lo es. Y no volverá a serlo nunca.

Silencio.

—Es una cosa dura de imaginar, pero es la realidad. Los humanos que son enviados a Marte son curados del todo de cualquier enfermedad o defecto. A sus hijos sólo les transmitirán buena salud.

—¿Y qué más les han hecho?

—Nada. Ni siquiera lo que yo ya te he hecho a ti. Su curación no es llevada a cabo por un niño ooloi ansioso como yo, se la hace gente que es adulta y tiene cónyuges y no está especialmente interesada en ellos. Esto es bueno, si es que quieren ir a Marte. Es lo seguro.

—¿Debo de pensar que lo que hemos hecho no es lo seguro…?

—No lo es. En absoluto.

—Entonces, debes decirme qué es lo que quieres de mí…, y de Tomás.

Aparté por un momento mi rostro de ella. Aún podía perderla. Tenía muchas posibilidades de perderla.

—Ya sabes lo que quiero de ti. Tu gente debe de habértelo advertido. Quiero atriarme contigo. Con vosotros dos. Quiero que os quedéis conmigo.

—¿Ca…casarnos? ¡Pero…, pero si ni nos conocemos!

—¿No? Yo creo que sí nos conocemos, después de lo que hemos compartido. No creo que ninguno de vuestros sacerdotes quisiera unirnos con una ceremonia, pero nosotros los oankali y los construidos no hacemos mucho caso de los ceremoniales. Para nosotros el unirse de los cónyuges es algo biológico…, neuroquímico.

—No te entiendo.

—Nuestros cuerpos se complacen el uno al otro y dependen el uno del otro. Nos cuidaremos bien unos de otros, y tendremos hijos juntos. Los tres…

—¿Tener hijos con mi hermano?

—Jesusa… —Agité la cabeza—. Tu carne es tan parecida a la de él que podría trasplantar algo tuyo a su cuerpo y, con sólo un mínimo ajuste, podría vivir y crecer en él tan bien como lo hace en ti. Tu gente ha estado apareando hermano con hermana y padres con hijos durante generaciones.

—¡Ya no! ¡Ya no tenemos que seguir haciendo eso!

—Porque ahora ya sois más…, aunque todos seguís siendo parientes cercanos. ¿No es así?

No dijo nada.

—Y, desafortunadamente, hubo una mutación. O quizás uno de vuestros padres fundacionales tenía un grave defecto genético que fue controlado, pero no corregido. Eso no hubiera importado si hubiese habido un ooloi para limpiar el camino, pero no lo tenían —toqué su rostro—. Ahora tú ya lo tienes, así que…, ¿por qué tendrías que ser separada de Tomás?

Ella se echó hacia atrás.

—¡Nunca nos hemos tocado de ese modo!

—Lo sé.

—En el pasado, la gente hizo lo que tenía que hacer. Como cuando los hijos de Adán y Eva…, no había nadie más.

—En Marte ya hay un gran número de otros. ¿Por qué iba a querer tu pueblo quedarse aquí y dar a luz niños muertos, niños deformes? Deberían ir a Marte, o venir con nosotros. Serían bien recibidos.

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