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Authors: Clive Barker

Hellraiser (13 page)

Frank apenas pareció darse cuenta. Sus ojos, una vez más, estaban pendientes de Kirsty y brillaban de horrendo apetito. Ella no tenia a dónde ir, salvo arriba. Mientras los fuegos artificiales seguían explotando y las campanadas seguían sonando, comenzó a ascender los escalones.

El torturador no salió en su búsqueda inmediatamente, según pudo apreciar. Las súplicas de auxilio de Julia lo habían desviado hacia el sitio donde ella se encontraba, a medio camino entre la escalera y de la puerta principal. Le sacó el cuchillo del cuerpo. Julia grito de dolor y Frank se acuclilló junto a su cuerpo, como si fuera a atenderla. Ella levantó un brazo hacia él, buscando ternura. Como respuesta, él le levantó la cabeza, pasándole una mano por debajo. Cuando sus rostros estaban a unos centímetros de distancia, Julia pareció darse cuenta de que las intenciones de Frank estaban muy lejos de ser honorables. Abrió la boca para gritar, pero él le selló los labios con los suyos y comenzó a alimentarse. Julia dio puntapiés y manotazos en el aire. Todo fue en vano.

Apartando la mirada de ese espectáculo de depravación, Kirsty ascendió en cuatro patas hasta la cima de la escalera.

El primer piso no ofrecía ningún escondite que se preciara de tal, por supuesto, y tampoco había una ruta de escape, salvo que saltara por alguna ventana. Después de haber visto el magro consuelo que Frank acababa de ofrecerle a su amante, quedaba claro que el salto era la alternativa más favorable. Podía romperse todos los huesos del cuerpo al caer, pero al menos privaría al monstruo de más alimento.

Al parecer, los fuegos artificiales se estaban apagando; el pasillo estaba sumergido en una humeante oscuridad. Más que caminar, avanzó a los tropezones, tanteando la pared con la punta de los dedos.

Abajo, oyó que Frank volvía a ponerse en movimiento. Había terminado con Julia.

A medida que subía por la escalera, repitió la misma invitación incestuosa:

—Ven con papá.

A Kirsty se le ocurrió que la persecución estaría proporcionando no poco divertimento a los Cenobitas, que probablemente la estaban observando y que no actuarían hasta que quedara una sola presa: Frank. Ella no era más que un juguete que usaban para su placer.

—Bastardos… —resopló, y esperó que la oyeran.

Ya casi había llegado al final del pasillo. Más adelante estaba la habitación que usaban de depósito. ¿Tendría una ventana accesible, como para que ella saliera? Si así era, saltaría, y al caer los maldeciría a todos ellos… a todos, A Dios y al Diablo, y a todo lo que existiera entre uno y el otro, los maldeciría y no albergaría ninguna esperanza, salvo la de que el cemento le diera una muerte rápida.

Frank estaba llamándola de nuevo, casi en la cima de la escalera. Kirsty giró la llave en la cerradura, abrió la puerta del depósito y entró.

Sí, había una ventana. No tenía cortinas y la luz de la luna se derramaba a través de ella en un haz de belleza indecente, iluminando el caos de muebles y cajas. Avanzó trabajosamente entre el desorden, hasta llegar a la ventana. Estaba abierta cinco o diez centímetros y trabada con una cuña, para airear la habitación. Puso los dedos debajo del marco y trató de levantarla sólo lo suficiente para poder salir, pero el marco estaba podrido y sus brazos no estaban a la altura de la tarea.

Rápidamente, se puso a buscar algo que sirviera de improvisada palanca, mientras una parte de su mente calculaba con frialdad el número de pasos que le faltaban a su perseguidor para atravesar el pasillo. Menos de veinte, concluyó, mientras sacaba una sábana de una de las cajas de madera, descubriendo en su interior a un hombre muerto que la miraba con ojos desorbitados. Estaba roto en una decena de lugares: los brazos destrozados y doblados sobre si mismos; las piernas plegadas, tocándole la barbilla.

Cuando estaba a punto de gritar, oyó a Frank en la puerta.

—¿Dónde estas? —inquirió éste.

Kirsty se apretó la cara con la mano para detener el alarido de repulsión. Al mismo tiempo, el picaporte se movió. Se agachó y se escondió detrás de un sillón tumbado de lado, tragándose el grito.

Se abrió la puerta. Oyó la respiración de Frank, levemente dificultosa; oyó el hueco ruido de sus pasos en el piso de madera. Después, el sonido de la puerta cerrándose de nuevo. Un clic. Silencio.

Contó hasta trece y luego espió desde el escondite, esperando a medias todavía verlo ahí dentro, a la espera de que ella saliera a la luz. Pero no, se había ido.

Él haberse tragado el aire que había acumulado para el grito provoco un desafortunado efecto colateral: hipo. El primero, tan inesperado que no tuvo tiempo de sofocarlo, sonó fuerte como el chasquido de una pistola. Pero no oyó que los pasos volvieran por el pasillo.

Al parecer, Frank ya estaba fuera del alcance auditivo. Al volver a la ventana, rodeando la caja que servia de ataúd, el segundo hipo la sobresaltó. En silencio, regaño a su estomago, pero fue en vano. Llegó un tercero y un cuarto, inesperadamente, mientras ella luchaba otra vez por abrir la ventana. Ese también era un esfuerzo inútil: la ventana no tenía intenciones de ser complaciente.

Brevemente, consideró la posibilidad de romper el vidrio y de gritar auxilio, pero pronto descartó la idea. Antes de que los vecinos se hubieran despertado, Frank ya estaría comiéndole los ojos. De modo que retrocedió hasta la puerta crujiente y la abrió una fracción. Hasta donde sus ojos podían interpretar las sombras, no había señales de Frank. Con cautela, abrió la puerta un poco más e ingresó nuevamente en el pasillo.

La oscuridad era algo vivo que la asfixio con sus lóbregos besos. Avanzó tres pasos sin incidentes, luego cuatro. En el quinto (su número de la suerte), su cuerpo asumió una actitud suicida: se le escapo un hipo. Su mano, demasiado lenta, no logró llegar a la boca antes de que saliera el ruido.

Esta vez no pasó desapercibida.

—Ahí estás —dijo una sombra, y Frank salió del dormitorio para impedirle el paso.

Gracias a lo que había comido parecía más vasto, tan ancho como el pasillo, y despedía un fuerte olor a carne.

Sin nada que perder, Kirsty gritó hasta ponerse azul, al tiempo que él se acercaba.

Su terror no amedrento a Frank. Cuando sólo unos pocos centímetros separaban su cuerpo del cuchillo de él, Kirsty saltó a un costado y descubrió que el quinto paso la había dejado justo delante de la habitación de Frank. Entró por la puerta abierta, tropezando. Como un rayo, él la siguió, graznando su deleite.

Kirsty sabía que en este cuarto había una ventana; ella misma la había roto, apenas unas horas antes. Pero la oscuridad era tan profunda que era lo mismo que tener los ojos vendados, no había un solo vislumbre de luna que alimentara la vista. Frank estaba igualmente perdido, según parecía. La llamaba, buscándola en esa boca de lobo; hendía el cuchillo en el aire y el gemido de la hoja acompañaba sus gritos. Atrás y adelante, atrás y adelante. Alejándose paso a paso del sonido, los pies de Kirsty se enredaron en el revoltijo de vendas que estaba en el suelo. Al minuto siguiente, se cayó. Pero no se desplomó sobre el piso de madera, sino sobre el grasoso bulto del cadáver de Rory. Lanzó un aullido de terror.

—Ahí estás —dijo Frank. De pronto, sintió que las cuchilladas estaban más cerca, a centímetros de su cabeza. Pero no las oía. Tenía los brazos alrededor del cuerpo que había debajo suyo y la proximidad de la muerte no era nada comparada con el dolor que ahora sentía, tocándolo.

—Rory —gimió, contenta de tener ese nombre en los labios cuando llegara la puñalada.

—Exacto —dijo Frank—. Rory…

De algún modo, el robo del nombre de Rory era tan imperdonable como el robo de su piel, o eso le dictaba su aflicción. Una piel no era nada. Los cerdos tenían piel, las serpientes tenían piel. La piel era un tejido de células muertas que se caían, crecían y volvían a caerse.

Pero el nombre… El nombre era un hechizo que conjuraba recuerdos. No permitiría que Frank lo usurpara.

—Rory está muerto —dijo ella. Las palabras la aguijonearon, pero con esa sensación punzante surgió el fantasma de una idea…

—Silencio, nena… —le dijo él.

Supongamos que los Cenobitas estuvieran esperando que Frank pronunciara su propio nombre. ¿Acaso el visitante del hospital no había dicho algo sobre una
confesión
de Frank?

—Tú no eres Rory… —dijo ella.

—Nosotros lo sabemos —fue la respuesta—, pero nadie más lo sabe…

—¿Quién eres, entonces?

—Pobre chica. ¿Ya estás perdiendo la razón, no? Que bien…

—¿Quién, entonces?

—…porque así es más seguro.

—¿Quién?

—Silencio, nena —dijo él. Se arrojó hacia ella en la oscuridad, acercando la cara a pocos centímetros—. Todo saldrá mejor que mejor…

—¿Sí?

—Sí. Aquí está Frank, nena.

—¿Frank?

—Exacto. Soy
Frank
.

Y después de decirlo descargó el golpe asesino, pero ella lo oyó venir en la oscuridad y lo esquivó. Un segundo después, la campana comenzó a sonar de nuevo y la lámpara desnuda que colgaba en medio del cuarto parpadeó y se encendió. Con la luz, vio a Frank junto a su hermano; el cuchillo estaba clavado en la nalga del muerto. Mientras trataba de extraerlo, Frank volvió a posar sus ojos en Kirsty.

Sonó otra campanada, Frank se levantó y se habría abalanzado sobre ella… de no haber sido por la voz.

Pronunció su nombre con ligereza, como llamando a un niño para ir a jugar.

—Frank.

El rostro de Frank cayó por segunda vez en la misma noche. Un gesto de estupor recorrió rápidamente su semblante y luego, pisándole los talones, llegó el horror.

Lentamente, se dio vuelta para mirar al que había hablado. Era el Cenobita de los anzuelos centelleantes. Detrás de él, Kirsty vio otras tres figuras cuyas anatomías eran verdaderos catálogos de la desfiguración.

Frank miró brevemente a Kirsty.

—Tú hiciste esto —dijo.

Ella asintió.

—Vete de aquí —le dijo uno de los recién llegados—. Esto ya no es asunto tuyo.

—¡Puta! —chilló Frank—. ¡Perra!
¡Tramposa, puta de mierda!

La descarga de furia la siguió mientras caminaba hacia la puerta. Cuando su palma se cerró sobre el picaporte, oyó que él se le venia encima, se dio vuelta y descubrió que lo tenia a menos de treinta centímetros de distancia, que el cuchillo estaba a un pelo de su cuerpo. Pero Frank estaba inmovilizado, era incapaz de avanzar otro milímetro.

Le habían clavado garfios en la carne de los brazos y las piernas; otros se le hundían en la carne del rostro. Adosadas a los garfios, unas cadenas, que ellos mantenían bien tirantes. Se oía el sonido suave que producían los ganchos al atravesar cada vez más los músculos de Frank gracias a la resistencia que éste oponía. Tenía la boca abierta de tan estirada, surcos abiertos en el cuello y el pecho.

Se le cayó el cuchillo de entre los dedos. Expulsó un último insulto incoherente dedicado a Kirsty y su cuerpo comenzó a temblar, perdida la batalla contra aquellos que lo reclamaban para sí. Centímetro a centímetro, tiraron de él hasta llevarlo de vuelta al centro de la habitación.


Vete
—dijo la voz del Cenobita. Ella ya no podía verlos; ya habían desaparecido detrás del aire moteado de sangre. Aceptando la invitación, abrió la puerta, mientras Frank, a sus espaldas comenzaba a gritar.

Al ingresar al pasillo, vio que desde el cielorraso caían cascadas de polvo y yeso. La casa gruñía desde el sótano hasta las tejas. Tenia que irse pronto, lo sabía, antes de que los demonios se liberaran y empezaran a sacudir ese lugar hasta hacerlo pedazos.

Pero, aunque disponía de poco tiempo, no pudo evitar echarle un rápido vistazo a Frank para asegurarse de que ya no la perseguiría más.

Había llegado al límite: tenía garfios clavados en una decena de lugares o más; Kirsty vio con sus propios ojos que en su cuerpo se abrían en canal nuevas heridas. Exageradamente extendido, bajo la solitaria lámpara, con el cuerpo estirado al máximo de su resistencia y aun más, lanzaba agudos gritos que podrían haberle inspirado lástima si no lo hubiera conocido mejor.

Súbitamente, los alaridos se interrumpieron. Hubo una pausa. Y luego, en un último acto de desafío, Frank volteó su pesada cabeza y la miró fijamente, clavándole unos ojos de los que había desaparecido toda frustración y toda malicia. Posados en ella, resplandecían como perlas en medio de la carne podrida.

Como respuesta, las cadenas se estiraron un centímetro más, pero los Cenobitas no consiguieron arrancarle más alaridos. En vez de gritar, Frank le mostró la lengua a Kirsty y luego se la pasó por los dientes, en un gesto de impenitente lascivia.

Entonces se abrieron las costuras.

Las extremidades se le separaron del torso y la cabeza de los hombros, en medio de una oleada de calor y de astillas de hueso. Kirsty cerró la puerta de golpe, al mismo tiempo que algo chocaba contra ésta del otro lado. La cabeza, supuso.

Acto seguido, bajó la escalera con paso vacilante, y había lobos que aullaban desde las paredes, y un estruendo de campanadas, y en todos lados —espesando el aire como una humareda— fantasmas de pájaros heridos, cosidos entre si por las puntas de las alas, para siempre incapaces de volar.

Llegó al final de la escalera y comenzó a caminar por el pasillo, rumbo a la puerta delantera, pero cuando estaba a un tris de alcanzar la libertad oyó que alguien la llamaba.

Era Julia. Había sangre en el piso del pasillo, marcando un rastro que partía del sitio donde Frank la había abandonado y que conducía al comedor.

—Kirsty… —volvió a llamarla. Era un sonido tan lastimero que, a pesar del aire ahogado de alas, no pudo evitar ir hacia él, atravesando la puerta del comedor.

Los muebles eran rescoldos humeantes; las cenizas que había entrevisto formaban una alfombra de olor pestilente. Y allí, en medio de esa devastación doméstica, estaba sentada la novia.

Gracias a una extraordinaria fuerza de voluntad, Julia se las había ingeniado para ponerse el vestido de bodas y ajustarse el velo en la cabeza. Estaba en medio de la mugre, con el vestido sucio. Pero igual se la veía radiante; más hermosa, por cierto, por el contraste con las ruinas que la rodeaban.

—Ayúdame —dijo, y recién entonces Kirsty se dio cuenta de que la voz que había oído no provenía de debajo del profuso velo, sino del regazo de la novia.

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