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Authors: Clive Barker

Hellraiser (11 page)

Esta vez, Frank no tenía otra intención que el asesinato. Sus zarpazos estaban destinados a matarla; que no lo hiciera obedecía más a la velocidad de ella que a la imprecisión de su ira. No obstante, uno de cada tres golpes acertaba en Kirsty. Se le abrieron heridas en el rostro y en la parte superior del pecho; no sabia que hacer para no desmayarse.

Mientras se iba hundiendo bajo el ataque, volvió a acordarse del arma que había encontrado. Todavía tenía la caja en la mano. La levantó para asestar otro golpe, pero el ataque se interrumpió abruptamente cuando los ojos de Frank se posaron en la caja.

Se produjo una tregua jadeante que le dio a Kirsty la oportunidad de preguntarse si no seria más fácil morir que seguir peleando. Entonces, Frank extendió un brazo hacia ella, abrió el puño y dijo:

—Dámela…

Parecía que quería el souvenir. Pero ella no tenia intenciones de renunciar a su única arma.

—No… —dijo ella.

Él se la exigió por segunda vez y ella percibió una ligera angustia en su tono de voz.

Aparentemente, la caja era tan valiosa para él que no quería arriesgarse a arrebatársela por la fuerza.

—Por última vez —le dijo él—. Si no, te mato. Dame la caja.

Ella sopeso las alternativas. ¿Qué tenia que perder?

—Di “por favor” —le contestó.

Él la estudió con aire burlón; su garganta emitió un suave gruñido. Después, amable como un niño interesado, dijo:

—Por favor.

Esas palabras le dieron el pie. Kirsty lanzó la caja hacia la ventana con toda la fuerza que poseía su brazo tembloroso. La caja pasó volando junto a la cabeza de Frank, rompió el vidrio y desapareció de la vista.

—¡No!
—chilló él, y en un instante llegó a la ventana—.
¡No! ¡No! ¡No!

Kirsty corrió a la puerta, mientras sus piernas amenazaban fallarle a cada paso.

Después salió al pasillo. La escalera estuvo a punto de derrotarla, pero se aferró de la barandilla como una anciana y logró llegar al pasillo de abajo sin caerse.

Arriba seguían los ruidos, Frank la estaba llamando de nuevo. Pero esta vez no la atraparía. Huyó por el pasillo, llegó a la puerta principal y la abrió de golpe.

Después de que ella entrara en la casa había salido el sol: un desafiante estallido de luz, antes de que cayera la noche. Entrecerrando los ojos para protegerse del reflejo, comenzó a caminar por el sendero. A sus pies había trozos de vidrio y, entre ellos, el arma.

La levanto —era un recuerdo de su coraje— y se echó a correr. Cuando alcanzo la calle, comenzaron a surgirle palabras… balbuceos vanos, fragmentos de cosas que había visto y oído. Pero la calle Ludovico estaba desierta, de modo que comenzó a correr y siguió corriendo hasta poner una buena distancia entre ella y la bestia vendada.

En algún momento, mientras vagaba por una calle que no reconocía, alguien le pregunto si necesitaba ayuda. Ese pequeño gesto de amabilidad la venció, pues era demasiado esfuerzo elaborar una respuesta coherente para esa pregunta, y su mente exhausta se hundió en la oscuridad.

Diez

1

Despertó en medio de una nevisca, o esa fue su primera impresión. Encima de ella, una blancura perfecta, nieve sobre nieve. Tenía mantas de nieve, almohada de nieve.

La blancura era enfermante. Parecía llenarle la garganta y los ojos.

Elevó las manos frente a su cara; olían a un jabón desconocido, de perfume tosco. Luego comenzó a enfocar: las paredes, las prístinas sabanas, la medicación junto a la cama.

Un hospital.

Llamó pidiendo auxilio. Horas o minutos después, no estaba segura, el auxilio llegó, adoptando la forma de una enfermera que simplemente le dijo:

—Ya está despierta —y fue a buscar a sus superiores.

Cuando vinieron, Kirsty no les dijo nada. Durante el tiempo transcurrido entre la desaparición de la enfermera y su reaparición con los médicos, había decidido que esta no era una historia que quisiera contar. Mañana (tal vez) podría encontrar palabras que los convencieran de lo que había visto. ¿Pero hoy? Si trataba de explicarles, le acariciarían la frente y le dirían que callara esas tonterías, serían condescendientes y tratarían de convencerla de que estaba alucinando. Si insistía, seguramente acabarían por sedarla, lo que empeoraría las cosas. Lo que necesitaba era tiempo para pensar.

Todo eso había cavilado antes de que llegaran; por lo tanto, cuando ellos le preguntaron que le había ocurrido, ya tenia las mentiras preparadas. Todo era una niebla, les dijo; apenas recordaba su propio nombre. Volverá a la normalidad a su debido tiempo, la tranquilizaron, y ella respondió dócilmente que suponía que sí. Ahora duerma, le dijeron, y ella contestó que se sentiría muy contenta de hacerlo y bostezó. Entonces se retiraron.

—Ah, sí… —dijo uno de ellos cuando estaba por irse—. Me olvidaba…

Extrajo la caja de Frank de un bolsillo.

—Cuando la encontraron —dijo— usted tenia esto. Nos costó muchísimo trabajo quitársela de la mano. ¿Le dice algo?

Ella respondió que no.

—La policía la examinó. Había sangre en la superficie, ¿sabe? Quizás la suya. Quizás no.

Se aproximó a la cama.

—¿La quiere? —le pregunto, agregando—: Ya la limpiaron.

—Sí —replicó ella—. Sí, por favor.

—Puede que estimulé su memoria —le dijo él, y la colocó en la mesa de luz.

2

¿Qué vamos a hacer? —exigió Julia por centésima vez. El hombre del rincón no dijo nada; en la ruina que era su rostro tampoco apareció ningún gesto interpretable—. ¿Qué querías de ella, al final? —preguntó Julia—. Echaste todo a perder.

—¿Echar a perder? —dijo el monstruo—. No conoces el significado de las palabras
echar a perder

Ella se tragó la furia. Los devaneos de él le calmaban los nervios.

Tenemos que irnos, Frank —dijo, suavizando el tono.

Él le lanzó una mirada desde la otra punta de la habitación: hielo al rojo blanco.

—Vendrán a ver —dijo ella—. Les contará todo…

—Quizás…

—¿No te importa? —exigió Julia.

El bulto vendado se encogió de hombros.

—Sí —dijo—. Claro. Pero no podemos irnos, dulce. —
Dulce
. La palabra era una burla a ellos dos, un soplo de sentimiento en una habitación que solo conocía el dolor—. No puedo enfrentar al mundo con esta facha. —Hizo un ademán, señalándose la cara—. ¿No? —dijo, clavándole los ojos—. Mírame. —Ella lo miró—.
¿No?

—No.

—No. —Frank volvió a bajar la vista al suelo—. Necesito una piel, Julia.

—¿Una piel?

—Y después, tal vez… tal vez podamos ir a bailar. ¿No es eso lo que quieres?

Hablaba del baile y de la muerte con igual indiferencia, como si una cosa fuese tan insignificante como la otra. Ella se calmaba al oírlo hablar así.

—¿Cómo? —dijo Julia por fin. Y con eso quiso decir “¿Cómo se puede robar una piel?”, pero también “¿Cómo conservaremos la cordura?”.

—Hay maneras —dijo el rostro desollado, y le sopló un beso.

3

Si no hubiese sido por las paredes blancas, acaso nunca habría tomado la caja. Si hubiese existido algún cuadro que mirar —de un jarrón con girasoles o de una imagen de las pirámides—, cualquier cosa que quebrara la monotonía de la habitación, se habría contentado con mirar eso y pensar. Pero la blancura era exagerada; no le ofrecía a su cordura un solo lugar donde aferrarse. De modo que estiro la mano hacia la mesa que estaba junto a la cama y tomó la caja.

No la recordaba tan pesada. Tuvo que incorporarse en su lecho para examinarla. Había bastante poco para ver. No encontraba ninguna tapa. Ninguna cerradura. Ninguna bisagra. Girarla una vez era lo mismo que girarla medio centenar de veces, sin encontrar nunca una sola pista de cómo podría abrirse. No era maciza, de eso estaba segura. De modo que la lógica exigía que hubiera una manera de llegar al interior. ¿Pero por dónde?

La golpeteó, la sacudió, tiró de ella y la apretó, todo sin resultado. No fue hasta que rodó en la cama y la examinó bajo la luz directa de la lámpara que descubrió algunas pistas en cuanto a la forma en que había sido construida. En los laterales de la caja, allí donde cada pieza del rompecabezas se unía con su vecina, había unas ranuras infinitesimales.

Habrían resultado invisibles de no ser porque aun alojaban residuos de sangre que delineaban la compleja relación de sus partes.

Metódicamente, comenzó a tantear los lados, volviendo a apretar y tirar para poner a prueba su hipótesis. Las ranuras le daban una idea de la geografía general del juguete; sin ellas, podría haber recorrido sus seis lados eternamente. Pero los indicios que había descubierto reducían significativamente las opciones: sólo podían existir otras tantas maneras de hacer que la caja se abriera.

Pasado un rato, su paciencia fue recompensada. Oyó un clic y de pronto uno de los compartimientos se deslizó hacia fuera, separándose de sus laqueados vecinos.

Adentro había belleza. Superficies lustradas que destellaban como el nácar más fino, sombras coloreadas que parecían desplazarse por la satinada superficie.

Y también había música. De la caja brotaba una melodía simple, ejecutada por un mecanismo que Kirsty aun no podía ver. Fascinada, siguió sondeándola. Aunque una de las piezas ya se había separado, las demás no hicieron lo propio de buena gana. Cada segmento presentaba un nuevo desafío para los dedos y la mente; las victorias eran recompensadas con filigranas que se iban agregando a la melodía.

Kirsty estaba obligando a la cuarta sección a separarse, por medio de una elaborada serie de giros y contragiros, cuando oyó la campana. Abandonó la tarea y levantó la vista.

Algo andaba mal. O sus agotados ojos le estaban jugando una mala pasada, o las paredes blancas como la nevisca se habían desplazado sutilmente fuera de la realidad. Dejó la caja y se levantó de la cama para acercarse a la ventana. La campana seguía sonando, con tañidos solemnes. Corrió las cortinas unos centímetros. Era de noche y había viento. Las hojas migraban por el césped del hospital; las mariposas nocturnas se congregaban a la luz de un farol. Por más improbable que pareciera, el sonido de la campana no provenía de afuera. Estaba detrás de ella. Dejó caer la cortina y se volvió para mirar la habitación.

Al hacerlo, la luz de la lámpara que estaba junto a la cama vacilo como una llama. Instintivamente, Kirsty buscó las piezas de la caja; de algún modo, éstas estaban relacionadas con los extraños acontecimientos. Cuando su mano encontró los fragmentos, la luz se apagó.

Sin embargo, no quedó en la oscuridad, y tampoco estaba sola. Había una suave fosforescencia a los pies de la cama y, entre sus pliegues, una figura. La condición en que se encontraban sus carnes desafiaba a la imaginación: los anzuelos, las cicatrices. Sin embargo, cuando habló no lo hizo con la voz de una criatura que estuviera sufriendo dolor.

—Se llama Configuración de Lemarchand —dijo, señalando la caja. Ella la miró; ya no tenía las piezas en la mano, sino que éstas flotaban en el aire, a unos centímetros de la palma. Milagrosamente, la caja se estaba reensamblando sin ayuda visible; las piezas se iban deslizando a sus lugares, al tiempo que toda la construcción giraba sin cesar.

Mientras esto ocurría, Kirsty vislumbro nuevas facetas del interior lustrado y le pareció ver rostros de fantasmas —retorcidos como si sufrieran o como si estuvieran detrás de un vidrio de mala calidad— que aullaban al mirarla. Entonces, se sellaron todos los segmentos, menos uno, y el visitante volvió a reclamar su atención.

—La caja es un medio para atravesar la superficie de lo real —dijo—. Una especie de invocación, por medio de la cual nosotros, los Cenobitas, podemos ser notificados de…

—Lo hiciste sin saber —dijo el visitante—. ¿Tengo razón?

—Sí.

—No es la primera vez que ocurre —fue la respuesta—. Pero no hay remedio. No hay manera de sellar el Cisma hasta que nos hayamos llevado lo que es nuestro…

—Esto es un error…

—No trates de luchar. Está totalmente fuera de tu control. Debes acompañarme.

Ella meneó la cabeza. Las pesadillas intimidatorias que ya había tenido le alcanzaban para toda una vida.

—No iré contigo —le dijo—. Maldito seas, no…

Mientras hablaba, se abrió la puerta. Una enfermera que no reconoció —perteneciente al turno noche, supuso— se quedó ahí parada.

—¿Usted llamó? —preguntó.

Kirsty miró al Cenobita y otra vez a la enfermera. No los separaba más de un metro.

—Ella no me ve —le dijo él—. Ni me oye. Te pertenezco Kirsty. Y tú a mí.

—No —dijo ella.

—¿Esta segura? —dijo la enfermera—. Pensé que había oído…

Kirsty negó con la cabeza. Era una locura, todo una locura.

—Debería estar acostada —la increpó la enfermera—. Está arriesgando la vida.

El Cenobita rió entre dientes.

—Volveré en cinco minutos —dijo la enfermera—. Por favor, vuelva a dormir.

Y desapareció otra vez.

—Será mejor que nos vayamos —dijo él—. Déjalas solas con sus cubrecamas, ¿quieres? Que lugares deprimentes.

—No puedes hacer esto —insistió Kirsty.

No obstante, la criatura avanzo hacia ella. Al tiempo que se aproximaba, se oía el tintineo de las diminutas campanillas que le colgaban en hilera de la flaca carne del cuello.

Al percibir el hedor que despedía, Kirsty tuvo ganas de vomitar.

—Espera —dijo.

—Sin lágrimas, por favor. Son un desperdicio de buen sufrimiento.

—La caja —dijo ella desesperada—. ¿No quieres saber dónde conseguí la caja?

—No especialmente.

Frank Cotton —continúo ella—. ¿Ese nombre te dice algo? Frank Cotton.

El Cenobita sonrió.

—Ah, sí. Conocemos a Frank.

—Él también resolvió la caja, ¿no es cierto?

—Quería placer, hasta que nosotros se lo dimos. Entonces se retorció.

—Si yo te llevara hasta él…

—¿De modo que está vivo?

—Bastante vivo.

—¿Y que propones? ¿Qué me lo lleve a él en tu lugar?

—Sí. Sí. ¿Por qué no? Sí.

El Cenobita se fue alejando de ella. La habitación suspiro.

—Es tentador —dijo, y luego—: Pero puede que me estés engañando. ¿No será una mentira para ganar tiempo?.

—Sé donde está, por Dios —dijo ella—. ¡Él me hizo esto! —Le mostró los tajos que tenia en los brazos, sometiéndolos a su escrutinio.

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