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Authors: Clive Barker

Hellraiser (10 page)

Lo que le dicto fue muy poco. Mientras avanzaba por el sendero, sus pies deseaban con todas sus fuerzas dar la vuelta y llevársela lejos. A decir verdad, estaba a un tris de hacer exactamente eso cuando oyó un grito proveniente de adentro.

El hombre se llamaba Sykes, Stanley Sykes. No era sólo eso lo que le había dicho a Julia cuando venían del bar. Ya sabía el nombre de su esposa (Maudie) y su ocupación (asistente de pedicuro); había visto fotos de sus hijos (Rebecca y Ethan), que él le había enseñado para que ella hiciera comentarios tiernos. Como si la desafiara a continuar con la seducción. Julia había sonreído apenas, diciéndole que era un hombre muy afortunado.

Pero, una vez en la casa, las cosas comenzaron a salirse de cauce. De pronto, a mitad de la escalera, el amigo Sykes le anuncio que lo que estaban haciendo estaba mal… que Dios los veía, que conocía sus corazones y los había descubierto en falta. Ella hizo lo mejor posible por calmarlo, pero él no quiso aceptar que lo alejara del Señor. En vez de eso, se enojo con Julia y la golpeó. Pudo haberle hecho algo peor, en medio de su ataque de ira virtuosa, si no hubiese sido por la voz que lo llamó desde el pasillo de arriba. Instantáneamente, dejó de pegarle y se puso tan pálido como si creyera que era el mismísimo Dios quien lo llamaba. Entonces, en la cima de la escalera, apareció Frank en toda su gloria. Sykes dejó escapar un alarido y trató de correr. Pero Julia actuó con velocidad. Lo detuvo con la mano el tiempo suficiente para que Frank descendiera esos pocos escalones y asestara un golpe definitivo.

Recién al oír el crujido y el chasquido de los huesos cuando Frank se apodero de la presa, Julia se percato de lo fuerte que se había vuelto en los últimos tiempos, seguramente más fuerte que cualquier hombre normal. Al sentir el contacto de Frank, Sykes volvió a gritar. Para silenciarlo, Frank le dislocó la mandíbula.

El segundo grito que oyó Kirsty terminó abruptamente, pero en su tono llegó a percibir tanto pánico que fue corriendo hasta la puerta y estuvo a punto de golpear.

Recién entonces lo pensó mejor. En vez de golpear, avanzó silenciosamente por el costado de la casa, dudando con cada paso que daba de la prudencia de sus actos, pero igualmente segura de que un asalto frontal no la conduciría a ningún lado.

El portón que daba acceso al jardín trasero no tenía pestillo. Pasó, con los oídos pendientes de cualquier sonido, especialmente el de sus propios pies. Desde la casa, nada. Ni siquiera un gemido.

Dejando el portón abierto por si necesitaba una pronta retirada, se apresuró a llegar a la puerta trasera. Esta vez, permitió que la duda aminorara la velocidad de sus pasos.

Quizás debía llamar a Rory, hacerlo venir a la casa. Pero para entonces cualquier cosa que estuviera sucediendo ahí dentro habría terminado y ella sabía perfectamente bien que Julia lograría escabullirse de cualquier acusación, a menos que pudiera atraparla con las manos en la masa. No, esta era la única manera. Entró.

La casa seguía en completo silencio. Ni siquiera se oían pasos que le permitieran ubicar a los actores que había venido a ver. Avanzó hasta la puerta de la cocina y desde allí hasta el comedor. Se le crispó el estomago; de pronto tenia la garganta tan seca que apenas podía tragar.

Del comedor al vestíbulo, y de allí al pasillo. Todavía nada: ni murmullos ni suspiros.

El único sitio donde podían estar Julia y su compañero era arriba, lo que le sugería que se había equivocado al suponer que los gritos eran de miedo. Quizás lo que había oído eran gritos de placer. Un estertor orgásmico, no de terror como había interpretado. Era un error muy fácil de cometer.

La puerta delantera estaba a su derecha, a pocos metros de distancia. La tentó la cobardía: todavía podía deslizarse afuera y escapar, y nadie se enteraría de nada. Pero una feroz curiosidad se había apoderado de ella, un deseo de descubrir (de ver) los misterios que guardaban la casa y acabar con ellos. Mientras subía por la escalera, la curiosidad fue aumentando hasta convertirse en una especie de alborozo.

Llego arriba y comenzó a caminar por el pasillo. Se le ocurrió la idea de que los tortolos habían volado, que se habían ido por adelante mientras ella entraba subrepticiamente por la parte trasera.

La primera puerta a la izquierda era el dormitorio; si Julia y su amante estaban apareándose, seguramente seria allí. Pero no. La puerta estaba entreabierta y ella espió. La colcha no tenia arrugas.

Entonces, oyó un alarido deforme. Tan cercano, tan fuerte, que los latidos de su corazón perdieron el ritmo.

Se aparto del dormitorio, agachándose, y vio surgir una figura tambaleante de uno de los cuartos que daban al pasillo, más adelante. Demoró un momento en reconocer al hombre impaciente que había llegado con Julia…y sólo logro reconocerlo por la ropa. El resto estaba cambiado, horriblemente cambiado. En los minutos transcurridos desde que lo viera en el escalón de la entrada, una devastadora enfermedad se había apoderado de él, marchitándole la carne sobre los huesos.

Al ver a Kirsty, el hombre se lanzó en su dirección, buscando la frágil protección que ella podía ofrecerle. Sin embargo, no se había alejado más de un paso de la puerta cuando una forma apareció lentamente detrás de él. También parecía enfermo: tenía el cuerpo vendado de pies a cabeza… y los vendajes estaban manchados de sangre y de pus. No obstante, en la velocidad y la ferocidad de su ataque subsiguiente no hubo nada que sugiriera enfermedad. Todo lo contrario. Estiró los brazos hacia el hombre que huía y lo agarró del cuello. Kirsty soltó un alarido mientras el captor atraía a la presa hacia su abrazo.

La victima exhalo únicamente el breve quejido del que su rostro era capaz. Después, su antagonista apretó más el abrazo. El cuerpo tembló y se sacudió, las piernas se encorvaron. Le salió sangre de los ojos, la nariz y la boca. Las gotas invadieron el aire, cayendo como el granizo, estrellándose contra la frente de Kirsty. La sensación la arrancó de la inercia. No era momento de esperar y observar.
Corrió.

El monstruo no intentó perseguirla. Alcanzó la escalera sin ser atrapada. Pero mientras sus pies empezaban a descender, el monstruo se dirigió a ella.

Su voz era… familiar.

—Allí estás —dijo.

Hablaba en un tono tranquilizador, como si la conociera. Se detuvo.

—Kirsty —le dijo—. Espera un poco.

Su cabeza le decía que corriera. Sin embargo, sus entrañas se resistían a seguir el buen consejo. Quería recordar de quién era esa voz que hablaba desde los vendajes.

Todavía podía escaparse perfectamente bien, razonó; tenia una ventaja de siete metros.

Se dio vuelta y miró la figura. El cuerpo que ésta tenía en los brazos estaba doblado, en posición fetal, pecho contra piernas. La bestia lo dejó caer.

—Lo mataste… —dijo ella.

La cosa asintió. Aparentemente, no pensaba disculparse, ni ante la victima ni ante la testigo.

—Lo lloraremos más tarde —le dijo y avanzó un paso hacia ella.

—¿Dónde está Julia? —exigió Kirsty.

—No te inquietes. Todo está bien… —dijo la voz. Kirsty estaba a punto de recordar de quién era.

Mientras ella seguía atónita, la cosa avanzó otro paso apoyando una mano en la pared, como si le faltara equilibrio.

—Te vi… —continuó—. Y creo que tú me viste. En la ventana… —El desconcierto de Kirsty aumentó. ¿Tanto hacia que esa cosa estaba en la casa? Si no era así, Rory debía…

Y entonces reconoció la voz.

—Sí. Te acuerdas.
Veo
que te acuerdas…

Era la voz de Rory, o mejor dicho, una voz muy aproximada a la de él. Más gutural, más engreída, pero de una semejanza tan pavorosa que la mantuvo clavada en su lugar mientras la bestia avanzaba con paso vacilante, hasta que estuvo lo bastante cerca para apresarla.

Finalmente, Kirsty reaccionó de su fascinación y se dio vuelta para escapar, pero la batalla ya estaba perdida. Lo oyó caminar a un paso de ella y luego sintió sus dedos en el cuello.

Los labios de Kirsty dejaron escapar un grito, pero éste apenas había comenzado a elevarse curando la cosa le tapó la boca con la corrugada palma de su mano, suprimiendo tanto el grito como el aliento que con él salía.

La arrastró hacia arriba y la hizo desandar el camino por donde había venido. En vano trató Kirsty de zafarse de sus brazos; aparentemente, las pequeñas heridas que sus dedos abrían en el cuerpo del monstruo…no lo afectaban en absoluto.

Por un espantoso momento, los talones de Kirsty rozaron el cadáver tirado en el piso. Después, sintió que la llevaban en vilo hasta la habitación de donde antes habían emergido el vivo y el muerto. Había olor a leche cortada y a carne fresca. Cuando la arrojaron contra el piso, notó que la madera estaba mojada y tibia.

Sintió nauseas. No luchó contra el instinto, sino que vomitó todo lo que contenía su estómago. En la confusión provocada por el malestar real y el terror presentido, no pudo estar segura de lo que ocurrió después. ¿Entrevió a otra persona (a Julia) en el pasillo, al tiempo que la puerta se cerraba de golpe, o era una sombra? Fuese una cosa o la otra, era demasiado tarde para recurrir a ella. Estaba a solas con la pesadilla.

Limpiándose la bilis de la boca, se puso de pie. La luz del día perforaba los diarios de la ventana en distintos lugares, como el sol entre las ramas, salpicando la habitación. En medio de esta escena pastoral, la cosa se le acercó resollando.

—Ven con papá —dijo.

En sus veintiséis años de vida, nunca había oído una invitación más sencilla de rechazar.

—No me toques —dijo Kirsty.

Él inclinó un poco la cabeza, como si estuviera encantado con esa demostración de pudor. Después acercó la cara, toda pus, risas y —que Dios la ayudara—
deseo.

Kirsty retrocedió unos pocos centímetros desesperados hasta llegar a un rincón, hasta que no tuvo otro lugar adonde ir.

—¿No te acuerdas de mí? —dijo él.

Ella meneó la cabeza.

—Frank —fue la respuesta—. Soy el hermano Frank…

Había visto a Frank una sola vez, en la calle Alexandra. Había venido de visita una tarde, justo antes de la boda; no podía recordar más. Excepto que lo había odiado a primera vista.

—Déjame en paz —dijo, mientras él extendía las manos. Sus dedos manchados le tocaron los senos con vil delicadeza.

—¡No!
—chilló ella—. De lo contrario…

—¿Que? —dijo la voz de Rory—. ¿Qué vas a hacer?

La respuesta era nada, por supuesto. Estaba indefensa, como sólo lo había estado en sus sueños, esos sueños de persecución y violación que su psiquis siempre representaba en una calle marginal, eternamente nocturna. Nunca —ni siquiera en sus más necias fantasías— había previsto que el escenario donde se harían realidad esos sueños seria una habitación por la que había pasado decenas de veces, en una casa donde había sido feliz, mientras el día, afuera, continuaba igual que siempre, gris sobre gris.

Con un fútil gesto de disgusto, empujó hacia atrás la mano investigadora.

—No seas cruel —dijo la cosa, y sus dedos volvieron a buscar su piel, tan insistentes como avispas en octubre—. ¿A que le temes?

—Afuera…—comenzó ella, pensando en el horror del pasillo.

—Uno tiene que comer —respondió Frank—. Podrás perdonarme eso seguramente.

¿Por qué sentía su contacto, se pregunto Kirsty? ¿Por qué sus nervios no compartían su disgusto y perecían bajo las caricias?

—Esto no está sucediendo —se dijo en voz alta, pero la bestia se limito a reír.

—Yo también solía decirme lo mismo —dijo él—. Día tras día. Trataba de alejar las agonías a fuerza de soñar. Pero no se puede. Te doy mi palabra. No se puede. Hay que soportarlas.

Sabía que él le decía la verdad, la clase de verdad desagradable que sólo los monstruos tenían la libertad de decir. Él no tenia necesidad de halagar ni de lisonjear, no tenía una filosofía que debatir ni un sermón que endilgar. Su horrenda desnudez era una especie de sofisticación. Estaba más allá de las mentiras de la fe e ingresaba en reinos más puros.

Kirsty sabía también que no lo soportaría. Que cuando sus suplicas flaquearan y Frank la reclamara para sí, para cualquier vileza que tuviera en mente, ella lanzaría tal alarido que su propio cuerpo se haría añicos.

Aquí estaba en juego su cordura; no tenia otra alternativa que luchar, y rápido.

Antes de que Frank tuviera oportunidad de apremiarla más enérgicamente, Kirsty elevó las manos hasta el rostro de él y le hundió los dedos en los ojos y la boca. La carne que estaba debajo de las vendas tenía la consistencia de la gelatina: se desprendía en glóbulos y, al hacerlo, despedía un calor húmedo.

La bestia gritó y relajó las manos que la sujetaban. Aprovechando el momento, Kirsty saltó, apartándose de él; el impulso la llevó a chocar contra la pared con tanta fuerza que se lastimó seriamente.

Frank rugió otra vez. Kirsty no perdió el tiempo en disfrutar de su malestar, sino que se deslizó por la pared —sin tener la suficiente confianza en sus piernas como para moverse hacia territorio abierto—, hacia la puerta. Mientras avanzaba, sus pies patearon un frasco destapado de jengibre en conserva que rodó por la habitación, derramando almíbar y frutas por igual.

Frank se volvió para enfrentarla; las vendas que ella le había roto colgaban en rizos alrededor de su rostro. En varios lugares se le veía el hueso. Seguía recorriéndose las heridas con las manos y lanzando rugidos de horror, mientras trataba de evaluar la magnitud de su mutilación. ¿Kirsty lo había cegado? No estaba segura. Aunque así fuera, sólo era cuestión de tiempo que la localizara en esta reducida habitación, y cuando lo hiciera su furia no conocería límites. Tenia que llegar a la puerta antes de que él volviera a orientarse.

¡Débil esperanza! No tuvo oportunidad de dar un solo paso antes de que él dejara de caer sus manos de la cara y recorriera la habitación con la mirada. La vio, sin duda. Un segundo después se precipito hacia ella con renovada violencia.

A los pies de Kirsty había un reguero de elementos domésticos. El más pesado era una caja de superficie lisa. Se agachó y la levantó. Mientras se enderezaba, él se le vino encima. Kirsty dejo escapar un grito desafiante y lanzó el mismo puño con que sostenía la caja contra su cabeza. La caja lo golpeó con tanta fuerza que se le astilló el hueso. La bestia tambaleo hacia atrás y Kirsty corrió hacia la puerta, pero, antes de que lograra llegar, la otra sombra la hizo zozobrar nuevamente, empujándola hacia el lado opuesto de la habitación. Frank se lanzó en furiosa persecución.

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