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Authors: Clive Barker

Hellraiser (9 page)

Ocho

1

Hubo truenos toda la noche. Una tormenta sin lluvia que inundaba el aire de un olor a acero.

Kirsty nunca había dormido bien. Ni siquiera cuando era niña: aunque su madre sabia muchas canciones de cuna, suficientes para apaciguar a naciones enteras, nunca le había sido fácil dormir. No era que tuviera pesadillas; en todo caso, si las tenia, ninguna se prolongaba hasta la mañana. Era que el sueño mismo, el acto de cerrar los ojos y renunciar al control de la conciencia, era algo para lo que resultaba inadecuada por temperamento.

Esta noche, con los truenos tan fuertes y los rayos tan brillantes, estaba feliz. Tenía una excusa para abandonar su lecho revuelto, tomar té y contemplar el espectáculo desde la ventana.

También le daba tiempo para pensar, tiempo para darle vueltas al problema que la acosaba desde que abandonara la casa de la calle Ludovico. Pero aún no estaba cerca de encontrar una respuesta.

Una duda en particular la hostigaba. ¿Y si estaba equivocada sobre lo que había visto? ¿Si había interpretado mal las evidencias y Julia podía ofrecer una explicación perfectamente aceptable? Perdería a Rory de un plumazo.

Y sin embargo, ¿cómo podía callar? No soportaba pensar en esa mujer, riéndose a espaldas de Rory, explotando su amabilidad, su ingenuidad. La idea le hacía hervir la sangre.

La única alternativa era esperar y observar, ver si podía encontrar evidencias incontrovertibles. Si sus peores suposiciones quedaban confirmadas, no tendría otra opción que contarle a Rory todo lo que había visto.

Sí. Esa era la respuesta. Esperar y observar; observar y esperar.

Los truenos retumbaron durante largas horas, negándole el sueño hasta casi las cuatro. Cuando por fin se durmió, fue con el sueño de alguien que observa y espera. Ligero, y lleno de suspiros.

2

La tormenta convertía la casa en un tren fantasma. Julia estaba sentada en la planta baja y contaba los segundos que transcurrían entre cada relámpago y la furia que le pisaba los talones. Nunca le habían gustado los truenos. A ella, una asesina; a ella, la consorte del muerto vivo. Era otra paradoja que se agregaba a las miles que, como venia descubriendo últimamente, operaban en su persona. Más de una vez, pensó en ir arriba y extraer algún bienestar del prodigio, pero sabía que no era muy prudente hacer tal cosa. Rory podía regresar en cualquier momento de la fiesta de la oficina. Estaría ebrio, según le dictaban las experiencias pasadas, y rebosante de un cariño que ella no deseaba.

Lentamente, la tormenta se iba acercando. Encendió la televisión para tapar el ruido, pero apenas lo logró.

Rory llegó a las once, deshaciéndose en sonrisas. Tenía buenas noticias. En medio de la fiesta, su supervisor lo había llevado aparte para alabarlo por su excelente labor y hablarle de grandes cosas para el futuro. Julia escucho el relato de la conversación, esperando que la borrachera impidiera que Rory notara su indiferencia. Por fin, transmitida la noticia, éste se quito la chaqueta a los tirones y se sentó en el sofá junto a ella.

—Pobrecita —le dijo—. No te gustan los truenos.

—Estoy bien —dijo ella.

—¿Segura?

—Sí, bien.

Él se inclinó hacia ella y le frotó la oreja con la nariz.

—Estás transpirado —le dijo ella como al pasar. Pero él no suspendió las insinuaciones; no estaba dispuesto a bajar la batuta ahora que había comenzado.

—Rory,
por favor
—dijo ella—. No quiero.

—¿Por qué no? ¿Qué hice?

—Nada —dijo ella, fingiendo estar interesada en la televisión—. Todo está bien contigo.

—Ah, ¿en serio? —dijo él—.

estas bien.
Yo
estoy bien. Mierda, estamos todos bien.

Julia miraba fijamente la pantalla fluctuante. Acababa de comenzar el noticiero de la noche: la habitual copa de tristezas, llena hasta el borde. Rory siguió hablando, ahogando la voz del locutor del noticiero con su diatriba. A ella no le importaban mucho las noticias. ¿Qué tenia el mundo para contarle? Bastante poco. Mientras que ella, ella, podía contarle al mundo algunas noticias que lo harían tambalear. Noticias sobre la condición de los malditos, sobre el amor perdido y luego encontrado, sobre lo que tenían en común la desesperación y el deseo.

—…por favor, Julia…—estaba diciendo Rory— háblame…

Las súplicas exigían su atención. Él la miraba, pensó ella, igual que el niño de las fotografías: el cuerpo hirsuto y, mas grande, las ropas de un adulto, pero aun así, en esencia, un niño, con la mirada perpleja y la boca malhumorada. Recordó la pregunta de Frank.
¿Cómo pudiste casarte con semejante es
túpido?
Pensando en eso, una amarga sonrisa le partió los labios. Él la miró, profundizando su perplejidad.

—¿Qué es lo que te parece tan gracioso, maldita seas?

—Nada.

Rory meneó la cabeza, reemplazando el malhumor con una sorda furia. El retumbar del trueno sucedió al relámpago con apenas un segundo de diferencia. Al mismo tiempo, se oyó un ruido desde el piso de arriba. Julia volvió su atención al televisor para distraer el interés de Rory. Pero fue una tentativa vana: él lo había escuchado.

—¿Qué carajo es eso?

—Truenos.

Rory se levantó.

—No —dijo—. Otra cosa. —Ya estaba en la puerta.

Por la cabeza de Julia corrieron vertiginosamente una docena de alternativas, pero ninguna era práctica. Rory, bajo la influencia de la borrachera, se puso a luchar con el picaporte.

Tal vez dejé una ventana abierta —dijo ella, y se levantó—. Iré a ver.

—Puedo hacerlo yo —respondió él—. No soy totalmente inepto.

—Nadie dijo que… —comenzó ella, pero él no la escuchaba. Cuando avanzaba por el pasillo, un relámpago y un trueno llegaron juntos, fuerte el uno y brillante el otro. Inmediatamente después vino otro relámpago, acompañado por un estruendo que revolvía las tripas, al tiempo que Julia salía en persecución de Rory que ya estaba en mitad de la escalera.

—¡No fue nada! —le gritó ella. Él no contestó, sino que siguió subiendo hasta llegar arriba. Ella lo siguió.

—No… —le dijo, en un momento de calma entre un trueno y el siguiente. Cuando llegó arriba, él la estaba esperando.

—¿Pasa algo? —le dijo.

Julia escondió la ansiedad detrás de un encogimiento de hombros.

—Te estás portando como un tonto —contestó suavemente.

—¿De veraz?

—Fue sólo un trueno.

La expresión de Rory, iluminada por la luz del pasillo de abajo, de pronto se suavizó.

—¿Por qué me tratas como la mierda? —pregunto él.

—Estás cansado, eso es todo.

—¿Por qué, insisto? —persistió él, como un niño—. ¿Qué te hice?

—Todo está bien —dijo ella—. En serio, Rory. Todo está bien. —Las mismas banalidades hipnóticas, una y otra vez.

Nuevamente, un trueno. Y debajo del estruendo, otro sonido. Julia maldijo la falta de discreción de Frank.

Rory se dio vuelta y miró el oscuro pasillo.

—¿Oíste eso? —preguntó.

—No.

Bamboleando los brazos y las piernas por la borrachera, se alejó de ella. Lo vio desaparecer en las sombras. El destello de un relámpago, colándose por la puerta abierta del dormitorio, lo iluminó; después, otra vez la oscuridad. Iba hacia el dormitorio húmedo. Hacia Frank.

—Espera… —dijo ella, y fue tras él.

Rory no se detuvo, sino que terminó de recorrer los pocos metros que lo separaban de la puerta. Al tiempo que ella lo alcanzaba, su mano se cerró sobre el picaporte.

Inspirada por el pánico, Julia extendió el brazo y le tocó la mejilla.

—Tengo miedo… —dijo.

Él la miró ofuscado.

—¿De qué? —le preguntó.

Ella movió la mano hasta tocarle los labios, dejándolo saborear el miedo que tenía en los dedos.

—La tormenta —dijo ella.

En la penumbra, Julia veía la humead de sus ojos y muy poco más. ¿Rory estaba tragándose el anzuelo o escupiéndolo?

Entonces:

—Pobrecita —dijo él.

Se lo tragó, pensó ella; bajando el brazo, puso su mano en la de él y lo alejo de la puerta. Si Frank respiraba siquiera, todo estaba perdido.

—Pobrecita dijo él otra vez, y la envolvió con su brazo. No tenía muy buena estabilidad; era un peso muerto colgado de Julia.

—Vamos —dijo ella, para instarlo a alejarse de la puerta. Caminaron juntos un par de pasos vacilantes y luego Rory perdió el equilibrio. Ella lo soltó y buscó apoyo en la pared. Hubo otro relámpago y, gracias a él, Julia vio que los ojos de Rory, centelleantes, estaban fijos en los de ella.

—Te amo —dijo él, avanzando por el pasillo. Se apretó contra Julia tan pesadamente que no había forma de apartarlo. Inclinó la cabeza hacia la curva de su cuello, mascullando palabras dulces contra su piel; ahora la besaba. Julia quería quitárselo de encima. Más todavía, quería tomarlo de la mano pegajosa y llevarlo a ver al monstruo que desafiaba la muerte, el que Rory había estado tan cerca de encontrar.

Pero Frank no estaba preparado para esa confrontación; todavía no. Lo único que Julia podía hacer era soportar las caricias de Rory y desear que el agotamiento lo venciera pronto.

—¿Por qué no bajamos? —propuso.

Él murmuro algo contra su cuello y no se movió. Le había puesto la mano izquierda en el seno izquierdo; con la otra la aferraba de la cintura. Ella lo dejó deslizar los dedos por debajo de la blusa. Si se resistía a esta exigencia no lograría otra cosa que enardecerlo más.

—Te necesito —dijo él, poniéndole la boca contra la oreja. Una vez, hacia media vida, a Julia le había parecido que su corazón brincaba al oír tales manifestaciones. Ahora tenía más experiencia. Su corazón no era un acróbata; no sentía ningún hormigueo en los vericuetos del abdomen. Sólo existían los quehaceres continuos del cuerpo: ingresaba aire, circulaba la sangre, la comida se hacia pulpa y excremento. Descubrió que era más fácil dejar que él le quitara la blusa y le apoyara la cara en los senos si pensaba en su propio organismo como en un simple conjunto de imperativos naturales alojados en el músculo y el hueso. Sus terminaciones nerviosas respondieron obedientemente a la lengua de Rory, pero, una vez más, no fue otra cosa que una mera lección de anatomía. Julia estaba encerrada en la cúpula de su cráneo y permanecía inmutable.

Rory se desprendió los botones. Julia entrevió la jactanciosa golosina que él le frotaba contra el muslo. Él le abrió las piernas y la bajó la ropa interior sólo lo suficiente para lograr el acceso. Ella no opuso objeciones, ni emitió sonido alguno, mientras él la penetraba.

Casi de inmediato, Rory comenzó a parlotear: débiles alegatos de amor y lujuria, desesperadamente enredados. Julia lo escucho a medias y lo dejó hacer a su antojo, mientras Rory enterraba la cara en su pelo.

Cerrando los ojos, Julia trató de rememorar épocas mejores, pero los relámpagos echaban a perder sus sueños. Cuando el sonido llegó antes que el fogonazo, abrió los ojos otra vez y vio que la puerta del dormitorio húmedo se había abierto cinco o diez centímetros. En el estrecho espacio entre la puerta y el marco, pudo distinguir una figura resplandeciente que los observaba.

No podía ver los ojos de Frank, pero los sentía, mucho mas filosos que puñales por la envidia y la furia. Tampoco aparto la mirada, sino que contemplo fijamente a la sombra mientras aumentaban los gemidos de Rory. Y, por fin, una cosa llevo a la otra y se imaginó acostada en la cama, sobre el vestido de novia arrugado, mientras una bestia negra y escarlata ascendía lentamente entre sus piernas para entregarle una muestra de su Amor.

—Pobrecita —fue lo último que dijo Rory antes de que el sueño se apoderara de él. Estaba acostado en la cama, todavía con la ropa puesta. Julia no hizo ningún intento por desvestirlo. Cuando los ronquidos se hicieron uniformes, lo dejó solo con ellos y regresó a la otra habitación.

Frank estaba de pie junto a la ventana, mirando la tormenta que se desplazaba hacia el sudeste. Había arrancado la persiana. La luz de un farol de la calle bañaba las paredes.

—Te oyó —dijo ella.

—Tenía que ver la tormenta —respondió él con sencillez—. Lo necesitaba.

—Casi te descubre, maldición.

Frank meneó la cabeza.

—No existen los “casi” —dijo, sin dejar de mirar por la ventana. Después de una pausa—: Quiero ir allá afuera. Quiero
tenerlo todo
otra vez.

—Ya lo sé.

—No, no lo sabes —le dijo—. No puedes concebir el hambre que me domina.

—Mañana, entonces —dijo ella—. Mañana conseguiré otro cuerpo.

—Sí. Hazlo. Y quiero otras cosas. Por empezar una radio. Quiero saber que esta ocurriendo afuera. Y comida, comida de verdad. Pan recién hecho…

—Lo que necesites.

—…y jengibre. Del que viene en conserva, ¿sabes? En almíbar.

—Ya sé.

Él giro la cabeza y la miró brevemente, pero sin verla. Esta noche había demasiado mundo que conocer de nuevo.

—No me había dado cuenta de que estábamos en otoño —dijo, y volvió a mirar la tormenta.

Nueve

1

Lo primero que advirtió Kirsty cuando doblo la esquina de la calle Ludovico, al día siguiente, fue que había desaparecido la ventana de la persiana de arriba. En su lugar, habían pegado hojas de diarios en el vidrio.

Descubrió un sitio de observación ventajoso, bajo la protección de un ligustro, desde el cual podía vigilar la casa con la esperanza de no ser vista. Así las cosas, se acomodó para la vigilia.

Su recompensa no llego pronto. Pasaron más de dos horas hasta que vio a Julia salir de la casa; otra hora y cuarto hasta que volvió. A esas alturas, los pies de Kirsty estaban insensibles de frió.

Julia no había regresado sola. Kirsty no conocía al hombre que la acompañaba; tampoco parecía probable que perteneciera al círculo de amistades de Julia. A la distancia, se veía maduro, fornido, de calva incipiente. Antes de seguir a Julia al interior de la casa, el hombre hecho un rápido vistazo hacia atrás, como temeroso de que alguien estuviera espiándolos.

Kirsty espero en su escondite un cuarto de hora más, sin estar segura de que hacer a continuación. ¿Debía quedarse allí hasta que el hombre saliera, para luego encararlo? ¿O ir a la casa y tratar de convencer a Julia de que la dejara entrar? Ninguna de las dos alternativas era demasiado atractiva. Optó por no decidirse. En vez de eso, se acercaría mas a la casa y, en su momento, vería que le dictaba la inspiración.

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