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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Clásico

Héctor Servadac (44 page)

BOOK: Héctor Servadac
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El capitán Servadac, el conde Timascheff y Procopio advertían los progresos del mal pero su voluntad era impotente para conjurarlo. Las exhortaciones no bastaban, y ellos mismos se sentían invadidos por aquella postración particular, que no siempre podían resistir. Ya se manifestaba por una prolongación inusitada del sueño, ya por una repugnancia invencible a todo alimento, cualquiera que fuese, habríase podido creer que aquellos prisioneros sepultados en el suelo, como las tortugas durante el invierno, iban a dormir y a ayunar como ellas hasta que volviera el verano.

La persona más animosa y más resistente de toda la colonia fue la pequeña Nina, que iba, venía, prodigaba consuelos a Pablo, a quien la postración general había invadido también, hablaba a uno o a otro y su voz fresca alegraba aquellas lúgubres profundidades, como el canto de un pajarillo. Obligaba a unos a comer, a otros a beber, y era el alma de aquella pequeña sociedad, a la que animaba con sus movimientos. Ya cantaba alegres canciones de Italia, cuando en la lúgubre estancia reinaba un silencio abrumador; ya zumbaba como una mosca, pero más útil y bienhechora que la mosca del fabulista. Había tanta vida en aquel pequeño ser que se comunicaba, en cierto modo, a todos. Quizás aquel fenómeno de reacción se efectuó sin advertirlo los que experimentaban su influencia; pero no fue menos verdadero. La presencia de Nina fue evidentemente saludable a los galianos, medio dormidos en aquella tumba.

El tiempo proseguía su marcha sin que el capitán Servadac y sus compañeros se dieran cuenta de ello.

Hacia principios de junio pareció que los galianos se reanimaban un poco. ¿Era la influencia del astro radiante al que se iba acercando el cometa? Quizá; pero el Sol se encontraba todavía muy lejos. El teniente Procopio, durante la primera mitad de la revolución galiana, había anotado minuciosamente las posiciones y las cifras que le indicaba el profesor y podido obtener gráficamente efemérides, siguiendo en una órbita dibujada por él, con mayor o menor precisión, la marcha del cometa.

Pasado el punto del afelio, le fue fácil marcar las posiciones sucesivas de la vuelta de Galia hacia el Sol, e informar a sus compañeros sin consultar a Palmirano Roseta.

Observó, pues, que a principio de junio, Galia, después de haber sorteado nuevamente la órbita de Júpiter, estaba todavía a una distancia enorme del Sol, del que lo separaban ciento noventa y siete millones de leguas; pero su celeridad iba a aumentarse grandemente, en virtud de una de las leyes de Kepler, y cuatro meses después entraría en la zona de los planetas telescópicos, pues se encontraría a ciento veinticinco millones de leguas solamente.

En aquella época, segunda quincena de junio, el capitán Servadac y sus compañeros habían recobrado ya casi por completo sus facultades físicas y morales. Ben-Zuf, como una persona que ha dormido demasiado, no cesaba de extender sus brazos, antes entumecidos.

Las visitas a las salas desiertas de la Colmena de Nina se hicieron más frecuentes. El capitán Servadac, el conde Timascheff y Procopio bajaron hasta la playa, donde todavía reinaba un frío excesivo; pero la atmósfera no había perdido nada de su aspecto normal. No había una nube en el horizonte ni en el cenit; ni un soplo de aire turbaba aquella tranquilidad. Las últimas huellas de los pasos, que habían quedado impresas en la playa, veíanse tan claras como en el primer día.

Sin embargo, el promontorio de rocas que cubría la ensenada había variado de aspecto. En aquel paraje había continuado el movimiento de ascensión de las capas de hielo, que se levantaba entonces a más de ciento cincuenta pies, a cuya altura aparecían la goleta y la urca completamente inaccesibles. Su caída en la época del deshielo era cierta, y su destrozo inevitable, sin que hubiera medio alguno de salvarlas.

Afortunadamente para él, Isaac Hakhabut, que no abandonaba jamás su tienda de las profundidades del monte, no acompañaba al capitán Servadac en su paseo por la playa.

—Si hubiera estado allí —dijo Ben-Zuf—, ¡qué gritos de pavo real no hubiera dado ese viejo tunante! Pero lanzar gritos de pavo real y faltarle la cola es una desgracia sin compensación.

Transcurrieron otros dos meses, julio y agosto, que acercaron a Galia a ciento sesenta y cuatro millones de leguas del Sol. Durante las noches, el frío era todavía extraordinariamente vivo; pero durante el día, el Sol, recorriendo el ecuador de Galia, que atravesaba la Tierra Caliente, emitía bastante calor, y hacía elevar la temperatura a unos veinte grados. Los galianos acudían diariamente a reponerse a los rayos vivificadores del astro, en lo que no hacían más que imitar a las aves que habían quedado y que jugueteaban en el aire para no regresar hasta la puesta del Sol.

Aquella especie de primavera, si nos es permitido emplear este nombre, ejerció influencia muy beneficiosa en los habitantes de Galia, que empezaron a recobrar esperanza y ánimo. Durante el día, el disco del Sol se mostraba mayor en el horizonte, y por la noche la Tierra parecía también aumentar de tamaño en medio de las estrellas fijas. Veíase ya el fin del viaje; estaba todavía muy lejos, pero se le veía, aunque sólo era un punto en el espacio.

Ben-Zuf hizo un día la siguiente reflexión en presencia del capitán Servadac y del conde Timascheff:

—Aunque me lo juren frailes descalzos, no creeré jamás que el cerro de Montmartre quepa ahí dentro.

—Pues, a pesar de eso, cabe —respondió el capitán Servadac—, y espero que lo veremos pronto.

—Y yo también, mi capitán. Pero dígame usted, sin que esto sea mandarle nada: si el cometa del señor Palmirano Roseta no quisiera volver a la Tierra, ¿no habría medio alguno de obligarle a ello?

—No, amigo mío —respondió el conde Timascheff—. Ningún poder humano puede alterar la disposición geométrica del universo. ¡Qué desorden, si cualquiera pudiera modificar la marcha de un planeta! Dios no lo ha querido, y Dios hace perfectas todas sus obras. ¡Bendigamos su infinita sabiduría!

Capítulo XV
PRIMERAS Y ÚLTIMAS RELACIONES QUE SOSTIENEN PALMIRANO ROSETA E ISAAC HAKHABUT

A pesar de haber llegado ya el mes de setiembre, no se podía abandonar las oscuras, pero cálidas, profundidades del subsuelo galiano para instalarse nuevamente en el domicilio de la Colmena de Nina, porque las abejas se habrían helado en sus antiguos alvéolos.

No podríamos decir si afortunada o desgraciadamente, el volcán no amenazaba con recobrar su actividad.

Afortunadamente, porque una erupción súbita habría sorprendido quizás a los galianos en la chimenea central, único conducto reservado al paso de las lavas.

Desgraciadamente, porque, conjurado este peligro, se habría podido reanudar en seguida y con satisfacción general, la existencia relativamente fácil y cómoda en las alturas de la Colmena de Nina.

—Siete meses malditos hemos pasado aquí, mi capitán —dijo un día Ben-Zuf—. ¿Ha observado usted a nuestra Nina durante este tiempo?

—Sí. Ben-Zuf —respondió el capitán Servadac—. Es una criatura sumamente excepcional. Parecía que toda la vida de Galia estaba concentrada en su corazón.

—Muy bien, mi capitán, pero ¿y después?

—¿Cómo después?

—Sí, cuando volvamos a la Tierra, ¿hemos de abandonar a esa querida niña?

—De ningún modo, Ben-Zuf, no la abandonaremos, la adoptaremos.

—¡Bravo mi capitán! Usted será su padre y, con permiso de usted, yo seré su madre.

—Entonces, ¿estamos casados, Ben-Zuf?

—Sí, mi capitán —respondió el valiente soldado—, ya hace mucho tiempo que lo estamos.

Al llegar el mes de octubre, los fríos se hicieron más soportables, pues ni aun durante la noche había alteración atmosférica. La distancia de Galia al Sol era entonces del triple de la que separa a la Tierra de su centro atractivo. La temperatura media era de unos treinta grados bajo cero. Ya se hacían ascensiones más frecuentes a la Colmena de Nina y hasta a la playa. Se volvió a patinar por aquella admirable superficie helada que ofrecía el mar a los colonos, quienes salían con júbilo de su prisión, y cada día el conde Timascheff, Servadac y Procopio iban a reconocer el estado de las cosas y a discutir el gran problema del regreso a la Tierra. No bastaba tocar el globo terrestre; eran necesario adoptar todas las medidas posibles para evitar las consecuencias del choque.

Uno de los más asiduos visitantes del antiguo domicilio de la Colmena de Nina era Palmirano Roseta, que había hecho subir su anteojo al observatorio y allí se abismaba en sus observaciones astronómicas.

Nadie le preguntó cuál era el resultado de sus nuevos cálculos, porque todos estaban ciertos de que se habría negado a responder; pero al cabo de algunos días, sus compañeros observaron que parecía estar poco satisfecho. Subía, bajaba, volvía a subir, volvía a bajar incesantemente por el oblicuo túnel de la chimenea central. Murmuraba, maldecía y estaba más furioso que nunca. Una o dos veces Ben-Zuf, que era valiente, satisfecho en el fondo de aquellos síntomas de mal humor, acercóse al terrible profesor, que lo recibió de un modo imposible de describir.

—¡Parece —pensó Ben-Zuf— que allá arriba no salen las cosas a medida de su deseo; pero por vida de un beduino, con tal que no perturbe la mecánica celeste, y no nos perturbe a nosotros con ella…!

El capitán Servadac, el conde Timascheff y el teniente Procopio preguntábanse, y con razón, qué era lo que enojaba tanto a Palmirano Roseta. ¿Había el profesor revisado sus cálculos y los había encontrado en desacuerdo con las nuevas observaciones? En suma, ¿el cometa no ocupaba en su órbita el sitio que le asignaban las efemérides anteriormente establecidas y, por consiguiente, no iba a encontrar a la Tierra en el punto y el momento indicados?

Este temor los tenía sumamente preocupados y, como todas sus esperanzas se basaban en la afirmación de Palmirano Roseta, se inquietaban al verlo enojado.

Y, efectivamente, parecía que el profesor se consideraba el más desgraciado de los astrónomos. Sin duda alguna, sus cálculos no debían estar de acuerdo con sus observaciones y un hombre como él no podía tener mayor disgusto. En suma, siempre que bajaba a su gabinete casi helado a consecuencia de una estancia demasiado prolongada junto al anteojo, sufría un grave acceso de furor.

Si en aquel momento le hubiera sido permitido a cualquiera aproximarse a él, le habría oído repetirse a sí mismo:

—¡Maldición! ¿Qué significa esto? ¿Qué hace ahí? ¿No está en el sitio que le señalaban mis cálculos? ¡Miserable! Se retrasa. O Newton es un loco o Nerina ha perdido el juicio. Esto contraría las leyes de la gravitación universal. No he podido engañarme. Mis observaciones son precisas, mis cálculos son exactísimos. ¡Por vida de…!

Palmirano Roseta cogíase la cabeza entre las manos y se arrancaba los pocos cabellos que le quedaban en el occipucio, sin conseguir otro resultado que un desacuerdo constante e inexplicable entre el cálculo y la observación.

—Veamos —se decía a sí mismo—, ¿está trastornada la mecánica celeste? No; eso no es posible; soy yo quien se equivoca y, sin embargo…, sin embargo…

Palmirano Roseta habría enflaquecido pensando en esto, si le hubiera sido posible enflaquecer.

Él estaba triste y furioso, y cuantos le rodeaban estaban alarmados; pero esto le importaba a él poco.

Sin embargo, semejante estado de cosas no podía prolongarse.

Un día, el 12 de octubre, Ben-Zuf, que estaba en el salón de la Colmena de Nina, donde el profesor se encontraba a la sazón, le oyó dar un grito atronador, y se apresuró a preguntarle:

—¿Se ha hecho usted daño?

Esta pregunta fue hecha en el mismo tono que si le hubiera dicho: ¿Cómo está usted?

—¡Eureka! ¡Eureka! —respondió Palmirano Roseta, saltando de júbilo. Pero parecía que sus transportes de alegría no estaban exentos de cólera.

—¡Eureka! —repitió Ben-Zuf.

—Sí, Eureka. ¿Sabes tú qué significa esta palabra?

—No, señor.

—Pues vete al diablo.

—Por fortuna —pensó el ordenanza—, cuando este hombre no quiere responder, lo hace con tanta cortesía…

Y fue en busca de Héctor Servadac.

—Mi capitán —dijo—, tenemos novedades.

—¿Qué hay?

—El sabio; el profesor ha encontrado…

—¡Ha encontrado! —exclamó el capitán Servadac—. Pero, ¿qué ha encontrado?

—Lo ignoro.

—Pues eso es, precisamente, lo que nos interesa averiguar.

Y el capitán Servadac quedóse más pensativo y alarmado que nunca.

Mientras tanto, Palmirano Roseta bajaba a su gabinete de trabajo, diciéndose a sí mismo:

—Sí, eso es… No puede ser otra cosa… ¡Ah, miserable! ¡Si así es, me las pagarás caras…! Pero no confesará, porque tendría que devolver… Pues bien, apelaremos a la astucia…, y veremos.

Esto no lo entendió nadie, pero lo que fue claro para todo el mundo es que desde aquel momento Palmirano Roseta empezó a tratar con mucha amabilidad al judío Isaac Hakhabut, con quien hasta entonces había evitado hablar y, cuando se había visto obligado a hacerlo, no había cesado de dirigirle reproches.

El más asombrado de esta conducta fue Isaac Hakhabut, que no acostumbraba a ser tratado con amabilidad por nadie. Veía con frecuencia al profesor bajar a su oscura tienda, interesarse por él, por su persona y sus negocios.

Palmirano Roseta le preguntaba si había vendido bien o mal sus mercancías; qué beneficio le habían reportado; si había podido aprovechar una ocasión que no volvería a presentarse nunca, etc., y todo esto con la intención, que le costaba mucho disimular, de estrangularle.

Isaac Hakhabut, desconfiado como viejo zorro, respondía siempre de una manera evasiva. Aquella modificación súbita de las maneras del profesor para con él le admiraba, y se preguntaba si Palmirano Roseta trataría de pedirle prestado dinero.

Sabido es que Isaac Hakhabut, en principio, no se negaba a hacer préstamos, con tal que fuera a un interés perfectamente usurario, y hasta contaba con este género de operaciones para acrecentar su hacienda; pero no quería prestar sino bajo firmas respetables, y preciso es confesar que en Galia sólo el conde Timascheff, rico señor ruso, le inspiraba la confianza necesaria para arriesgar su dinero. El capitán Servadac debía ser pobre como un gascón, y en cuanto al profesor, ¿a quién se le habría ocurrido la idea de prestar dinero a un profesor? Por todas estas razones, mostrábase maese Isaac muy reservado. Además, iba a verse obligado a hacer de su dinero un uso lo más restringido posible, pero con esto no había contado.

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