Lo que hace hermosas las noches de ese planeta, es indudablemente el triple anillo que lo rodea. Saturno parece que se encuentra encajado como un diamante en una resplandeciente montura; y un observador situado precisamente bajo el anillo que pasa por su cenit a cinco mil ciento sesenta y cinco leguas de su cabeza, sólo ve una estrecha banda cuya anchura ha calculado Herschel en cien leguas, presentándose, por consiguiente, como un hilo luminoso tendido sobre el espacio. Pero si el observador se separa a una parte o a otra, entonces puede ver tres anillos concéntricos, que se destacan poco a poco unos de otros: el más próximo, oscuro y diáfano, de tres mil ciento veintisiete leguas de anchura; el intermedio de siete mil trescientas ochenta y ocho leguas, y más brillante aún que el mismo planeta, y, en fin, el anillo exterior de tres mil setecientas setenta y ocho leguas y que a la vista parece de color gris.
Tal es el apéndice anular que se mueve en su propio plano en diez horas y treinta y dos minutos. ¿De qué materia se compone ese apéndice y cómo resiste a la disgregación? Se ignora; pero, dejándolo subsistir, parece que el Creador ha querido mostrar a los hombres de qué manera se han ido formando poco a poco los cuerpos celestes. En efecto, ese apéndice es el resto de la nebulosa que, después de haberse concentrado por grados, ha formado el planeta Saturno. Por razones desconocidas, este apéndice se ha solidificado quizá por sí mismo, y se romperá o caerá en trozos sobre Saturno, o estos trozos se convertirán en otros tantos satélites del planeta.
De todos modos, para los habitantes de Saturno que se encuentren entre los cuarenta y cinco grados de latitud y el ecuador de su esferoide, este triple anillo debe producir fenómenos sumamente curiosos. Unas veces, aparece sobre el horizonte un arco inmenso, roto en la clave de su bóveda por la sombra que Saturno proyecta en el espacio, otras veces muéstrase en su integridad como una media aureola, y con frecuencia eclipsa al Sol, que aparece y reaparece en tiempos matemáticos, con gran júbilo sin duda de los astrónomos saturninos. Si a eso se agrega la salida y la puesta de las ocho lunas, unas llenas, otras en cuadratura, presentando discos argentados, el aspecto del cielo de Saturno durante la noche debe ser espectáculo incomparablemente hermoso.
Los galianos no podían contemplar todas las magnificencias de este mundo, porque se encontraban muy lejos de él; los astrónomos terrestres, armados de sus telescopios, aproxímanse mil veces más que lo que estaba Galia, y los libros de la
Dobryna
enseñaron al capitán Servadac y a sus compañeros mucho más que sus propios ojos. No se quejaban, sin embargo, porque la vecindad de aquellos grandes astros entrañaba peligros sumamente graves para su ínfimo cometa.
No podían penetrar más en el mundo apartado de Urano; pero ya hemos dicho que el planeta principal de este mundo, ochenta y dos veces mayor que la Tierra, desde la que sólo es visible como una estrella de sexta magnitud, en su más corta distancia, parecía entonces muy distintamente a simple vista. Sin embargo, no se distinguía ninguno de los ocho satélites que lleva consigo por su órbita elíptica, en cuyo trayecto emplea ochenta y cuatro años terrestres, y que se aleja por término medio a setecientos veintinueve millones de leguas del Sol.
El último planeta del sistema solar —el último, hasta que cualquier astrónomo del porvenir descubra otro más lejano todavía— no podía ser visto por los galianos. Palmirano Roseta lo distinguió sin duda en el campo de su telescopio, pero no dispensó a nadie los honores de su observatorio y los galianos viéronse reducidos a observar a Neptuno en los libros de cosmografía. La distancia de éste al Sol es de unos mil ciento cuarenta millones de leguas, y tardando en efectuar su revolución ciento sesenta y cinco años terrestres.
Neptuno recorre, por lo tanto, su inmensa órbita de siete mil ciento setenta millones de leguas, con una celeridad de veinte mil kilómetros por hora, bajo la forma de un esferoide, ciento cincuenta veces mayor que la Tierra, y alrededor del cual circula un satélite a cien mil leguas de distancia.
Esta distancia, de cerca de mil doscientos millones de leguas, en que se encuentra la órbita de Neptuno, parece que es el límite del sistema solar; pero por grande que sea el diámetro de este sistema, todavía es insignificante, comparado con el del grupo sideral a que pertenece el astro del día.
Efectivamente, el Sol parece formar parte de esa grande nebulosa de la Vía Láctea, en medio de la cual brilla como una modesta estrella de cuarta magnitud. ¿Adonde, pues, habría ido Galia si el Sol no hubiera ejercido atracción sobre él? ¿A qué nuevo centro se habría agregado al recorrer el espacio sideral? Probablemente, al más próximo de las estrellas de la Vía Láctea.
Ahora bien, esta estrella es la Alfa, de la constelación del Centauro, y su luz, que recorre setenta y siete mil leguas por segundo, tarda tres años y medio en llegar a la Tierra. ¿Cuál es, pues, esta distancia al Sol? Es de tal naturaleza que, para ponerla en números, los astrónomos han tenido que tomar el millón como unidad, y dicen que Alfa se encuentra a una distancia de ocho millones de millones de leguas, o sea a ocho billones de leguas.
¿Se conoce gran número de estas distancias estelares? Ocho, a lo menos, han sido medidas, y entre las principales estrellas a que ha podido aplicarse esta medida se cita a Vega, situada a cincuenta mil millones de millones; a Sirio, que está a cincuenta y dos mil doscientos millones de millones; la Polar, a ciento diecisiete mil seiscientos; la Cabra, a ciento setenta mil cuatrocientos millones de millones de leguas… Este último número consta ya de quince cifras.
Para dar idea de estas distancias, tomando por base la celeridad de la luz, se puede hacer el siguiente razonamiento:
Supongamos que existe una persona a quien Dios haya dotado de un poder de vista infinito y coloquémosla en la Cabra. Si mira a la Tierra presenciará los sucesos ocurridos hace setenta y dos años. Si se traslada a una estrella diez veces más lejana, verá los acontecimientos que sucedieron hace setecientos veinte años; más lejos todavía, a una distancia que la emplee en recorrerla mil ochocientos años, presenciará la muerte de Cristo; y más lejos todavía, a una distancia que el rayo luminoso no recorra sino en seis mil años, contemplará las desolaciones del Diluvio Universal.
Más lejos aún, puesto que el espacio es infinito, vería, según la tradición bíblica, a Dios creando los mundos. Efectivamente, todos los hechos están, por decirlo de algún modo, estereotipados en el espacio, y nada puede tomarse de lo que una vez ha ocurrido en e! universo celeste.
Quizás estaba en lo cierto el aventurero Palmirano Roseta al desear vivir en el mundo sideral, donde tantas maravillas hubieran deleitado su vista. Si un cometa hubiera entrado sucesivamente al servicio de una estrella y después al de otra, ¡cuántos sistemas estelares diferentes hubiera podido observar! Galia se habría movido al compás de aquellas estrellas cuya fijeza es sólo aparente, pero que se mueven, como Arturo, con una celeridad de veintidós leguas por segundo. El Sol mismo marcha a razón de setenta y dos millones de leguas anualmente con dirección a la constelación de Hércules; pero tan enorme es la distancia entre unas y otras estrellas, que sus posiciones respectivas, a pesar de este rápido movimiento no han sufrido hasta el presente modificación alguna a la vista de los observadores terrestres.
Sin embargo, estos movimientos seculares deben necesariamente alterar en el transcurso del tiempo la forma de las constelaciones, porque cada estrella marcha, o parece marchar, con celeridad distinta que sus compañeras. Los astrónomos han indicado las posiciones nuevas que los astros tomarán, unos respecto de otros, al cabo de gran número de años, y las figuras que formarán ciertas constelaciones dentro de cincuenta mil años, han sido reproducidas gráficamente y ofrecen a la vista, por ejemplo, en lugar del cuadrilátero irregular de la Osa Mayor, una larga luz proyectada sobre el cielo, y en lugar del pentágono de la constelación de Orión, un simple cuadrilátero; pero ni los habitantes de Galia, ni los del globo terrestre, podrán comprobar por sí mismos la verdad de estas dislocaciones sucesivas.
No era éste el fenómeno que Palmirano Roseta buscaba en el mundo sideral. Si alguna circunstancia hubiera llevado al cometa fuera de su centro atractivo, para someterlo a la atracción de los otros astros, sus miradas se habrían deleitado contemplando maravillas de las que el sistema solar no puede dar ni siquiera la menor idea.
A lo lejos, en efecto, los grupos planetarios no son gobernados siempre por un sol único. El sistema monárquico parece desterrado de ciertos puntos del cielo. Un sol, dos soles, seis soles, dependientes unos de otros, gravitan bajo sus influencias recíprocas, y son astros de diversos colores: rojos, amarillos, verdes, anaranjados o azules. ¡Cuan admirables deben ser estos contrastes de luz, proyectados sobre la superficie de sus planetas! ¡Quién sabe si Galia habría podido ver sobre su horizonte días iluminados sucesivamente por todos los colores del arco iris!
Pero no podía gravitar bajo e' poder de un nuevo centro, ni mezclarse entre las estrellas que han podido ser contadas por poderosos telescopios, ni perderse en aquellos centros estelares que no han podido ser examinados todavía, ni, en fin, entre las compactas nebulosas que resisten a los más poderosos telescopios, y de las que cuentan los astrónomos más de cinco mil, diseminadas por el espacio.
No; Galia no estaba destinado a abandonar el mundo solar, ni a perder de vista a la Tierra. Después de haber descrito una órbita de seiscientos treinta millones de leguas, no había hecho sino un insignificante viaje por el universo, cuya inmensidad es ilimitada.
CUANTO más iba alejándose del Sol el cometa Galia mayor iba siendo el frío, habiendo descendido ya la temperatura a más de cuarenta y dos grados bajo cero. En estas condiciones, los termómetros de mercurio no eran utilizables, porque el mercurio se solidifica a los cuarenta y dos grados. Púsose en acción, por consiguiente, el termómetro de alcohol de la
Dobryna
, y su columna descendió a cincuenta y tres grados bajo cero.
El efecto previsto por el teniente Procopio, habíase manifestado en la ensenada en que invernaban los dos buques. Las capas se habían ido espesando lenta, pero incesantemente, bajo las quillas de la
Hansa
y de la
Dobryna
, que, levantadas en su pedestal congelado, cerca del promontorio de rocas que les servía de abrigo, llegaba ya a un nivel de cincuenta pies sobre el mar de Galia. Ninguna fuerza humana habría podido impedir aquel movimiento ascendente que la condensación del hielo producía.
Al teniente Procopio le preocupaba mucho la suerte que esperaba a la goleta que, por ser más ligera que la urca, dominaba a ésta un poco. Sacáronse de ella todos los objetos que contenía, dejándole sólo el casco, la arboladura y la máquina. Pero aquel casco, en ciertos casos, ¿no estaba destinado a dar refugio a la pequeña colonia? Si en la época del deshielo se rompía, en una caída imposible de evitar, y si los galianos se veían obligados a salir de Tierra Caliente, ¿qué otra embarcación podría remplazarla?
No sería la urca, que estaba tan amenazada como la
Dobryna
, y destinada a sufrir la misma suerte. La
Hansa
, mal soldada en su casco, inclinábase ya bajo un ángulo alarmante, hasta el punto de ser peligrosa la permanencia en ella, a pesar de lo cual el judío no pensaba en abandonar su cargamento que quería vigilar noche y día. Conocía que su vida estaba comprometida; pero su hacienda lo estaba más y no cesaba de renegar y de lanzar maldiciones.
En estas circunstancias, el capitán Servadac adoptó una resolución a la que el judío no tuvo más remedio que someterse.
Si la vida de Isaac Hakhabut interesaba poco a los diversos miembros de la colonia galiana, el cargamento de su arca tenía un precio que no podía desconocerse y era preciso salvarlo del desastre inminente que lo amenazaba. El capitán Servadac intentó al principio inspirar a Isaac Hakhabut los temores de que él mismo participaba; pero no pudo conseguirlo, y el judío se negó a salir del buque.
—Puede usted quedarse —respondió Héctor Servadac—; pero el cargamento de la
Hansa
será trasladado a los almacenes de Tierra Caliente.
Las lamentaciones de Isaac Hakhabut no conmovieron a nadie y el traslado de las mercancías empezó el día 20 de diciembre.
El judío podía instalarse en la Colmena de Nina, vigilar lo mismo que antes sus géneros, vender y traficar bajo el precio convenido. Ningún perjuicio se le habría causado y, en realidad de verdad, si Ben-Zuf se había permitido censurar a su capitán, lo había hecho por guardar ciertas consideraciones a aquel miserable hijo de Israel.
En el fondo, a Isaac Hakhabut le beneficiaba grandemente la resolución adoptada por el gobernador general, porque ella salvaba sus intereses, poniendo su hacienda en lugar seguro, sin que él tuviera que pagar por la descarga de su urca, porque se hacía «contra su voluntad».
Esta tarea tuvo empleados a rusos y españoles durante muchos días. Bien vestidos y echados sus capuchones sobre la cabeza, pudieron arrostrar impunemente aquella baja temperatura, evitando tocar con las manos desnudas los objetos de metal que trasladaban de la urca a la Colmena, lo que les habría hecho perder la piel de los dedos, como si aquellos objetos hubieran estado enrojecidos al fuego, porque el efecto producido por el hielo en este caso es absolutamente idéntico al de una quemadura.
La tarea terminóse, pues, sin accidente, y el cargamento de la
Hansa
quedó almacenado en una de las amplias galerías de la Colmena de Nina.
Hasta que la tarea no estuvo completamente terminada, no quedó tranquilo el teniente Procopio; y, entonces, Isaac Hakhabut, no teniendo ya razón ninguna para permanecer en su urca, pasó a habitar la misma galería reservada a sus mercancías.
Es preciso convenir que no incomodaba a nadie; apenas se le veía; dormía cerca de su hacienda y se alimentaba con ella; una lámpara de alcohol le servía para cocinar los alimentos, y los habitantes de la Colmena de Nina no sostenían con él más relaciones que las absolutamente indispensables para adquirir alguno de los géneros que Isaac Hakhabut les vendía.