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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Clásico

Héctor Servadac (41 page)

Lo cierto es que poco a poco todo el oro y toda la plata de la pequeña colonia iba siendo guardado en un armario de triple secreto, cuya llave no se separaba jamás de Isaac Hakhabut.

Acercábase ya el 1.° de enero del calendario terrestre, y dentro de pocos días habría transcurrido un año desde el encuentro del globo terrestre con el cometa, o, lo que es lo mismo, desde aquel choque que había separado de sus semejantes a treinta y seis seres humanos. Todos vivían aún, por fortuna, y en las nuevas condiciones climatológicas en que se encontraban, su salud no se había alterado. Un temperatura progresivamente decreciente, pero sin cambios bruscos, sin alternativas, y hasta puede agregarse sin corrientes de aire, había impedido hasta el menor resfriado. Nada, por consiguiente, más sano que el clima del cometa, y todo inducía a creer que, si los cálculos del profesor eran exactos y Galia volvía a la Tierra, los galianos llegarían todos.

Aunque aquel primer día del año no era día de la renovación del año galiano, porque comenzaba el cometa la segunda mitad de su revolución solar, el capitán Servadac quiso que se festejara con gran solemnidad.

—Es preciso —dijo al conde Timascheff y al teniente Procopio— que nuestros compañeros se interesen en las cosas de la Tierra, adonde tenemos que volver un día, y aunque esta vuelta no se efectuara nunca, sería útil conservar los lazos que nos unen con el antiguo mundo a lo menos por medio del recuerdo. Allí festejarán la renovación del año; festejémosla nosotros también en el cometa. Esta simultaneidad de sentimientos es buena y no hay que olvidar que seguramente se acuerdan de nosotros en la Tierra. Desde diversos puntos del globo se ve a Galia gravitar por el espacio, si no a simple vista, dadas su pequeñez y su distancia, a lo menos con el auxilio de anteojos y telescopios. Galia continúa formando parte del mundo solar y está unido al globo terrestre por un vínculo científico.

—Apruebo la resolución de usted, capitán —respondió el conde Timascheff—. Es absolutamente cierto que los observadores deben seguir con interés la marcha del nuevo cometa, y desde París, Petersburgo, Greenwich, Cambridge, el Cabo y Melbourne, nos estarán observando todas las noches con poderosos telescopios.

—Galia debe estar de moda por allá —dijo el capitán Servadac—, y me admiraría mucho que las revistas científicas y los periódicos diarios no tuvieran al público al corriente de todos los hechos y gestos de nuestro cometa Pensemos, por lo tanto, en los que piensan en nosotros, y durante este 1." de enero terrestre pongámonos en comunicación de sentimientos con ellos.

—¿Creen ustedes —dijo entonces el teniente Procopio— que en la Tierra se cuidan del cometa que ha chocado con ella? Pues bien, el interés científico o el sentimiento de curiosidad entran por menos que otras consideraciones en la atención con que nos miran. Las observaciones de nuestro astrónomo habrán sido hechas también en la Tierra, y con no menor precisión. Desde largo tiempo se han determinado las efemérides de Galia, son conocidos los elementos del nuevo cometa; se sabe cuál es la trayectoria que recorre en el espacio y se ha averiguado dónde y cómo debe encontrarse con la Tierra; en qué punto preciso de la eclíptica; en qué segundo de tiempo, y hasta en qué sitio debe volver a chocar con el globo terrestre. Es, pues, la certidumbre de este choque lo que debe tener preocupados los ánimos. Casi me atrevo a afirmar que en la Tierra se han adoptado precauciones para atenuar los desastrosos efectos de un nuevo choque, si por ventura se puede tomar alguna que sea eficaz.

El teniente Procopio debía estar en lo cierto, porque lo que decía era lógico. La vuelta de Galia, perfectamente calculada, era lo que debía preocupar a los observadores terrestres, quienes debían pensar en el nuevo cometa más para temer que para desear su proximidad. Es verdad que los galianos, aunque deseaban el nuevo choque, no dejaban de temer las consecuencias que pudiera tener. Si en la Tierra, como creía el teniente Procopio, se habían adoptado medidas para atenuar los desastres, ¿no convendría hacer lo mismo en Galia? Esto es lo que debía meditarse detenidamente y resolverlo en tiempo oportuno.

De todos modos, decidióse celebrar la fiesta del primero de enero. Los rusos lo festejarían también, como los franceses y españoles, aunque su calendario no fijaba en esta fecha la renovación del año terrestre.

Llegó Navidad; el aniversario del nacimiento de Cristo fue solemnizado religiosamente por todos, menos por el judío, que pareció ocultarse aquel día con más obstinación que nunca en su tenebroso rincón.

Durante la última semana del año, Ben-Zuf tuvo que cavilar mucho para combinar el programa de la fiesta, que en Galia no podía, naturalmente, ofrecer muchas variaciones. Se decidió, pues, que el gran día comenzara por un almuerzo monstruo y acabara por un gran paseo por el hielo hacia la isla Gurbí. Después regresarían todos con antorchas, es decir, cuando llegara la noche, al resplandor de las que se fabricaran por medio de ingredientes procedentes del cargamento de la
Hansa
, que se compraría al judío.

—Sí, el almuerzo será notablemente bueno —dijo Ben-Zuf— y el paseo notablemente alegre, que es todo lo que necesitamos.

La formación de la lista de los manjares fue un negocio grave que motivó frecuentes consultas entre el ordenanza del capitán Servadac y el cocinero de la
Dobryna
, hasta que al fin se consiguió una fusión inteligente de los métodos de la cocina rusa con los de la cocina francesa.

La noche del 31 de diciembre quedó todo dispuesto. Los manjares fríos, conservas de carne, pasteles de caza, galantinas y otros, comprados a buen precio al judío Hakhabut, figuraban ya sobre la mesa de la amplia sala. Los platos calientes debían prepararse a la mañana siguiente en los hornillos de lava.

Aquella noche se discutió la conveniencia de invitar o no al profesor Palmirano Roseta a tomar parte en el solemne banquete. Como era natural, se convino en invitarle, pero nadie esperó que la invitación fuese aceptada.

El capitán Servadac pretendió subir personalmente al observatorio; pero Palmirano Roseta recibía tan mal a los importunos, que se prefirió enviarle una esquela de invitación.

El joven Pablo, encargado de llevar la carta, volvió pronto con la respuesta, redactada en los siguientes términos:

«Palmirano Roseta no tiene que dar otra contestación que la siguiente: Como hoy es el día 125 de junio, mañana será el 1." de julio, porque en Galia se debe contar con arreglo al calendario galiano.»

Era una negativa fundada en motivos científicos, pero negativa al fin.

El 1º de enero, cuando apenas hacía una hora que había salido el Sol, franceses, rusos, españoles y la pequeña Nina, que representaba a Italia, encontrábanse ya sentados en torno de una mesa, sobre la que había un almuerzo tan copioso y suculento como jamás se había visto en la superficie de Galia. En lo referente a la parte sólida, Ben-Zuf y el cocinero de la
Dobryna
habíanse excedido a sí mismos; cierto plato de perdices con coles, en el que las coles habían sido remplazadas por un
cari
capaz de disolver las papilas de la lengua y las mucosas del estómago fue el plato triunfante. Los vinos, procedentes de las reservas de la
Dobryna
, eran excelentes. Vinos de Francia y vinos de España fueron bebidos en honor de sus respectivos países, y Rusia no se vio olvidada, merced a varios frascos de kummel.

El almuerzo fue, como había anunciado Ben-Zuf, muy bueno y muy alegre.

A los postres se brindó por la patria común, el antiguo esferoide, y por el pronto y feliz regreso a la Tierra, brindis que fue acogido con tales vivas que debieron llegar a oídos de Palmirano Roseta en las alturas de su observatorio.

Cuando terminó el almuerzo faltaban aún tres horas para que terminase el día. El Sol pasaba entonces por el cenit, un Sol que no hubiera podido madurar los vinos de Burdeos o de Borgoña, que se habían bebido, porque su disco iluminaba vagamente el espacio sin calentarlo.

Los comensales se pusieron vestidos de abrigo, envolviéndose de pies a cabeza en pieles, para hacer una excursión que debía durar hasta la noche, durante la cual tenían que arrostrar una terrible temperatura, a pesar de lo tranquilo de la atmósfera.

Salieron, pues, todos de la Colmena de Nina, unos hablando y otros cantando, y en la playa helada cada cual se calzó sus patines y dirigióse adonde le pareció conveniente, unos solos y otros por grupos.

El conde Timascheff, el capitán Servadac y el teniente Procopio iban juntos. Negrete y los españoles vagaban a capricho por la inmensa llanura, lanzándose con incomparable celeridad hasta los últimos límites del horizonte. Se habían adiestrado mucho en el patinaje y desplegaban, además de gran ardor, la gracia que les era peculiar.

Los marineros de la
Dobryna
, como acostumbra hacerse en los países del Norte, se habían puesto todos en fila, manteniéndolos en línea recta una larga vara, fijada bajo el brazo derecho de cada uno, y así corrían hasta perderse de vista, como un tren al que los carriles sólo permiten describir curvas de gran radio.

Pablo y Nina iban asidos del brazo, gritando alegremente como los pajarillos a quienes se les pone en libertad, patinando con una gracia indecible, volviendo hacia el grupo del capitán Servadac y alejándose nuevamente. Aquellos dos niños resumían en sí toda la alegría y quizá también toda la esperanza de la tierra galiana.

Ben-Zuf, que iba incesantemente de uno a otro grupo con inagotable buen humor, entregábase a la alegría presente sin cuidarse de lo porvenir.

Los patinadores, llevados por el primer impulso sobre aquella superficie helada, anduvieron mucho y pasaron de la línea circular sobre la que se cerraba el horizonte de Tierra Caliente. Pronto desaparecieron detrás de ellos las primeras rocas, después la cresta blanca de las peñas y, al fin, la cima del volcán con su penacho de vapores fuliginosos. A veces, deteníanse para tomar aliento, pero sólo durante un momento, porque temían enfriarse; y luego, volvían a partir hacia la orilla del Gurbí, pero sin pretender llegar a ella porque, al caer la noche, tenían que estar de regreso en la Colmena de Nina.

El Sol se inclinaba ya hacia el Este, o, mejor dicho, caía rápidamente, efecto a que los galianos estaban ya acostumbrados. La puesta del Sol verificábase en condiciones particulares en aquel limitado horizonte. Los admirables matices que dan a la Tierra los últimos rayos solares no se veían allí. La vista misma, al través de aquella mar congelada, no percibía el último rayo de luz verde que se levanta al través de la superficie líquida. El Sol, aumentado de tamaño aparentemente, bajo el influjo de la refracción, presentaba un disco de circunferencia muy marcada, y desaparecía bruscamente, como si de pronto se abriera una trampa en el campo de hielo. Inmediatamente se extendía la oscuridad por todas partes.

Antes de desaparecer el Sol por completo, el capitán Servadac reunió a toda su gente para recomendarles que se agruparan en torno suyo, porque aunque se había hecho la expedición en guerrillas, convenía volver en columna cerrada para no extraviarse en las tinieblas, y entrar juntos en Tierra Caliente.

La oscuridad era profunda, porque la Luna, en conjunción con el Sol, perdíase en la vaga irradiación solar. Anocheció, al fin. Las estrellas no esparcían sobre el suelo galiano más que esa pálida claridad de que habla Corneille. Encendiéronse las antorchas, y mientras los que las llevaban se deslizaban con rapidez sobre sus patines, las llamas, como gallardetes desplegados por la brisa, se inclinaban hacia atrás, avivadas por la celeridad de los conductores.

Una hora después, el alto litoral de Tierra Caliente mostróse confusamente en el horizonte, como una enorme nube negra. No era posible engañarse: el volcán lo dominaba desde lo alto, proyectando en la sombra un resplandor intenso. La reverberación de las lavas incandescentes sobre el espejo del mar helado, iluminaba el grupo de los patinadores, dejando tras de sí sombras desmesuradas.

En esta forma caminaron durante media hora, acercándose todos rápidamente al litoral; pero al cabo de este tiempo se oyó un grito.

Era Ben-Zuf quien lo había lanzado. Todos se detuvieron, haciendo que los patines mordieran el hielo.

Entonces, al resplandor de las antorchas, que estaban ya próximas a extinguirse, se vio que Ben-Zuf extendía los brazos hacia el litoral.

Al grito de Ben-Zuf respondieron al instante todas las bocas.

El volcán acababa de apagarse de pronto. Las lavas que hasta entonces habían salido del cono superior, cesaron súbitamente, como si un viento poderoso hubiera pasado por el cráter, extinguiéndolo.

Todos comprendieron que la fuente del fuego había cesado de manar. ¿Faltaba la materia eruptiva? ¿Iba a faltar el calor para siempre en Tierra Caliente, sin medios de combatir los rigores del invierno galiano? ¿Les esperaba la muerte por el frío?

—¡Adelante! —gritó el capitán Servadac con voz atronadora.

Las antorchas habíanse apagado. Todos se lanzaron en medio de la profunda oscuridad, llegaron rápidamente al litoral, treparon trabajosamente por las rocas heladas y se precipitaron en la galería abierta. Pocos instantes después, se encontraban reunidos en el salón…

Las tinieblas eran muy densas y la temperatura había descendido ya mucho. La sábana de fuego no cerraba la gran entrada, y el teniente Procopio, inclinándose hacia fuera, vio que el lago, que se había mantenido líquido hasta entonces bajo la catarata de lavas, estaba ya solidificado por el frío.

Así terminó Galia aquel primer día del año terrestre, que había empezado con tanta alegría.

Capítulo XIII
EL CAPITÁN SERVADAC Y SUS COMPAÑEROS HACEN LO ÚNICO QUE HABÍA QUE HACER

ABRUMADOS por una angustia horrible, pasaron los galianos el resto de la noche, es decir, las pocas horas que precedían al día. Palmirano Roseta, expulsado de su observatorio por el frío, habíase visto obligado a refugiarse en las galerías de la Colmena de Nina. Era quizá la ocasión más oportuna para preguntarle si perseveraba todavía en su deseo de correr por el mundo solar en su envidiable cometa; pero, sin duda alguna, habría respondido afirmativamente. El profesor estaba furioso e indignado.

Héctor Servadac y sus compañeros habían tenido también necesidad de buscar asilo en las galerías más profundas de la roca. El salón, tan abierto al aire libre, había perdido ya por completo sus condiciones de habitabilidad. La humedad de las paredes convertíase en cristales; y aunque se hubiera logrado tapar la ancha abertura que en otro tiempo estaba cerrada por la cortina de lavas, no se habría podido soportar la helada temperatura de aquel recinto.

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