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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Clásico

Héctor Servadac (39 page)

—Es usted muy amable, señor Ben-Zuf —respondió el judío.

—Venimos a hacer contigo un trato amistosamente.

—Sí… muy amistoso… pero pagando…

—A los precios de Europa —añadió el capitán Servadac.

—Bueno, bueno —repuso Ben-Zuf—. No esperarás mucho tiempo el pago.

—¿Qué necesitan ustedes? —preguntó Isaac Hakhabut.

—Por ahora —respondió Ben-Zuf— necesitamos café, tabaco y azúcar, diez kilos de cada uno de estos artículos; pero que todo sea de buena calidad, porque, en caso contrario, lo va a pagar tus huesos. Ya sabes que entiendo de esas cosas, y mucho más ahora que soy cabo furriel.

—Creía que era usted edecán del gobernador general —dijo el judío.

—Sí, Caifas, lo soy en las grandes ceremonias; pero, tratándose de compras, soy cabo furriel. Vamos, no perdamos tiempo.

—¿Ha dicho usted, señor Ben-Zuf, diez kilos de café, otros diez de azúcar y otros tantos de tabaco…?

Isaac Hakhabut salió de la cámara, bajó a la bodega de la
Hansa
y al poco rato volvió con diez paquetes de tabaco de los que se vendían en Francia, perfectamente embalados y con el sello del Estado. Cada uno de estos paquetes pesaba un kilogramo.

—Aquí están diez kilogramos de tabaco —dijo—; a doce francos el kilogramo, importan ciento veinte francos.

Disponíase Ben-Zuf a pagarlos, cuando el capitán Servadac lo detuvo diciendo:

—Espera, Ben-Zuf. Es preciso ver si los paquetes tienen el peso exacto.

—Tiene usted razón, mi capitán.

—¿Para qué? —respondió Isaac Hakhabut—. Ya ve que la envoltura de estos paquetes está intacta, y que en ella está indicado el peso.

—No importa, maese Isaac —respondió el capitán Servadac de un modo que no admitía réplica.

—Vamos, vejete, trae tu romana —dijo Ben-Zuf.

El judío fue a buscar la romana y suspendió del gancho un paquete de tabaco de un kilogramo.

—¡Dios de Israel! —exclamó de pronto.

Y realmente tenía motivos para exclamarse, porque, disminuida la gravedad en la superficie de Galia, la aguja de la romana sólo marcaba ciento treinta gramos, para lo que en la Tierra pesaba un kilogramo.

—Maese Isaac —dijo el capitán, que conservaba imperturbablemente su serenidad—, ya ve que he tenido razón para obligarle a pesar ese paquete.

—Pero, señor gobernador…

—Vamos, obedece —dijo Ben-Zuf.

—Pero, señor Ben-Zuf…

Y el desdichado judío no cesaba de pronunciar las mismas palabras. Había comprendido el fenómeno de la menor atracción, y temía que todos aquellos descreídos se indemnizaran, por la disminución del peso, del alto precio a que les obligaba a pagar sus géneros. ¡Ah! Si hubiera tenido balanzas ordinarias, no habría ocurrido aquello, como lo hemos explicado ya; pero no las tenía.

Pretendió reclamar y aun enternecer al capitán Servadac, pero éste mostrábase inflexible. No eran él y sus compañeros responsables de lo que sucedía, y, de todos modos, era preciso que la aguja de la romana indicara un kilogramo, cuando se iba a pagar el precio de un kilogramo.

Isaac Hakhabut tuvo al fin que someterse a las exigencias, aparentemente justas, de los compradores, no sin grandes gemidos y sin grandes risotadas de Ben-Zuf y de los marineros rusos, que no le perdonaron las chanzonetas y los epítetos. Por un kilogramo de tabaco viose obligado a dar siete, y lo mismo le sucedió con el azúcar y el café.

—¡Vamos, pues, Poncio Pilatos! —le repetía Ben-Zuf, que tenía en su mano la romana—.

¿Prefieres que nos llevemos los géneros sin pagar?

La operación quedó terminada. Isaac Hakhabut había dado setenta kilogramos de tabaco y otros tantos de café y azúcar, y había recibido por cada artículo el precio de diez kilogramos.

—Después de todo —dijo Ben-Zuf—, la culpa de lo que ocurre la tiene Galia. ¿Por qué ha venido ese judío a traficar a Galia?

Pero el capitán Servadac, que sólo había pretendido divertirse a costa del judío, impulsado por un sentimiento de justicia, hizo restablecer la equivalencia entre los precios y los pesos, e Isaac Hakhabut recibió exactamente el precio de setenta kilogramos.

Sin embargo, la situación del capitán Servadac y de sus compañeros habría disculpado aquella manera algo fantástica de hacer una operación comercial.

Como en otras circunstancias, Héctor Servadac creyó comprender que el judío pretendía ser más desgraciado de lo que en realidad era, pues sus gemidos y sus recriminaciones tenían algo de irónico, que se notaba desde luego.

Al fin, salieron todos de la
Hansa
e Isaac Hakhabut pudo oír a lo lejos la voz de Ben-Zuf que iba cantando alegremente una canción militar.

Capítulo XI
LOS SABIOS DE GALIA SE LANZAN MENTALMENTE A LOS INFINITOS DEL ESPACIO

TRANSCURRIÓ otro mes.

Galia continuaba gravitando por los espacio interplanetarios, llevando consigo a sus habitantes a través del mundo solar. La sociedad galiana era poco numerosa; pero también poco accesible a la influencia de las pasiones humanas. La codicia y el egoísmo no anidaban sino en el alma de aquel judío, triste muestra de la raza humana, único punto negro que había en aquel microcosmos separado de la humanidad. Al fin y al cabo, algunos galianos sólo se consideraban como pasajeros que hacían un viaje de circunnavegación por el mundo solar, y por esta causa se habían instalado a bordo tan cómodamente como les había sido posible; pero, interinamente. Terminado el viaje al cabo de dos años de existencia, el buque que los conducía tocaría en la costa del antiguo esferoide y, si los cálculos del profesor eran absolutamente exactos, abandonarían el cometa para volver a poner el pie en los continentes terrestres.

Cierto que la arribada del buque Galia a la Tierra debía ir acompañada de dificultades extremas y de peligros verdaderamente terribles; pero ésta era una cuestión que se trataría cuando se aproximara el momento del desembarco.

El conde Timascheff, el capitán Servadac y el teniente Procopio tenían, por consiguiente, casi la seguridad de ver de nuevo a sus semejantes en un plazo relativamente corto, y por esta causa no necesitaban cuidarse de amontonar reservas para lo porvenir, ni de utilizar durante la estación calurosa la parte fértil de la isla Gurbí, ni de conservar las varias especies de animales cuadrúpedos y volátiles que al principio habían destinado a la reproducción.

Pero, ¿cuántas veces hablaron de los proyectos que habrían hecho para dar condiciones de habitabilidad a su asteroide, si les hubiera sido imposible salir de él algún día? ¡Cuántas obras debían llevarse a cabo para asegurar la existencia de aquel pequeño grupo de seres humanos, tan precaria durante un invierno de más de veinte meses de duración!

El 15 de enero próximo el cometa debía llegar al extremo de su eje mayor, o, lo que es lo mismo, a su afelio; y, pasado aquel punto, su trayectoria lo iría acercando al Sol con creciente celeridad. Tenían que transcurrir, por consiguiente, diez meses todavía antes que el calor solar devolviese la libertad al mar y la fecundidad a la tierra. Cuando esto ocurriese, sería llegada la época de que la
Dobryna
y la
Hansa
trasladasen hombres y animales a la isla Gurbí; las tierras serían cultivadas inmediatamente; el suelo, sembrado en tiempo oportuno, produciría en pocos meses el forraje y los cereales necesarios para la alimentación de hombres y animales; se cogería la cosecha antes que volviese el invierno; se pasaría en la isla la vida amplia y sana de los cazadores y de los agricultores, y después, cuando el frío llegase de nuevo, se continuaría aquella existencia de trogloditas en los alvéolos del monte ignívoro. Las abejas habían preparado la Colmena de Nina para habitarla durante la penosa y larga estación fría.

Cuando los colonos volviesen a su cálida morada, ¿no harían alguna lejana exploración para descubrir alguna mina de combustible, algún yacimiento de carbón fácilmente explotable? ¿No intentarían construir en la misma isla Gurbí una habitación más cómoda y más apropiada a las necesidades de la colonia y a las condiciones climáticas de Galia? Seguramente lo harían así, y procurarían conseguirlo para librarse de aquel largo secuestro en las cavernas de Tierra Caliente, secuestro más sensible aún desde el punto de vista físico, porque era necesario ser un Palmirano Roseta, un ser original absorto en sus investigaciones científicas, para no sentir los graves inconvenientes de aquella situación y para desear permanecer en Galia toda la vida en condiciones tan desventajosas.

Además, los habitantes de Tierra Caliente estaban amenazados de una eventualidad terrible.

¿Podría afirmarse que no se presentaría en lo porvenir? ¿Podría asegurarse que no habría de producirse antes que el Sol hubiera restituido al cometa el calor que exigía su habitabilidad? La cuestión era grave y fue con frecuencia tratada desde el punto de vista de lo presente y no desde el de un porvenir que los galianos esperaban evitar con su vuelta a la Tierra.

En efecto, podía ocurrir que el volcán que caldeaba toda la Tierra Caliente se extinguiera. Los fuegos interiores de Galia, ¿eran inagotables?

En caso contrario, ¿qué sería de los habitantes de la Colmena de Nina, cuando concluyese la erupción? ¿Se verían obligados a refugiarse en las entrañas del cometa para buscar una temperatura más soportable? Y aun allí mismo, ¿podrían soportar los fríos del espacio?

Sin duda alguna, en un porvenir tan lejano como quiera suponérsele, Galia debía correr la misma suerte que todos los mundos del universo: la extinción de sus fuegos interiores. Se convertiría en un astro muerto, como es hoy la Luna, y como llegará a serlo la Tierra; pero este porvenir no alarmaba a los galianos, porque abrigaban la convicción de salir de Galia mucho antes que se hiciera inhabitable.

Sin embargo, la erupción podía cesar en el momento menos pensado, como sucede a los volcanes terrestres, y aun antes de que el cometa se hubiera acercado suficientemente al Sol. En este caso, ¿dónde encontrar aquella lava que distribuía tan útilmente el calor hasta en las profundidades de la Colmena? ¿Qué combustible produciría el calor suficiente para devolver a aquellas habitaciones la temperatura media que permitiera a aquel puñado de hombres pasar impunemente fríos de sesenta grados bajo cero?

Afortunadamente, la erupción de las materias volcánicas no había sufrido ninguna modificación hasta entonces. El volcán continuaba funcionando con regularidad y, como hemos dicho, con calma de buen agüero. Así, pues, desde este punto de vista no había motivo de temor ni para lo presente ni para lo porvenir. Así, por lo menos, opinaba el capitán Servadac, que confiaba siempre en su buena suerte.

El 15 de diciembre encontrábase Galia a doscientos dieciséis millones de leguas del Sol, casi al extremo del eje mayor de su órbita. La celeridad mensual era ya únicamente de once a doce millones de leguas. Un mundo nuevo mostrábase, a la sazón, a las miradas de los galianos y más particularmente a las de Palmirano Roseta, quien, después de haber observado a Júpiter de más cerca que ningún hombre antes que él, contemplaba con gran atención a Saturno.

Sin embargo, la proximidad no era la misma: trece millones de leguas solamente habían separado al cometa del mundo joviano, mientras que del curioso planeta lo separaban sesenta y tres millones. No había, por consiguiente, que temer otros retrasos que los calculados, ni ninguna otra circunstancia grave.

De todos modos, Palmirano Roseta iba a poder observar a Saturno como si, encontrándose él en la Tierra, el planeta se hubiera acercado en medio diámetro de su órbita.

Era inútil pedirle detalles acerca de Saturno; el profesor no tenía ya deseos de hablar
ex cáthedra
. No era fácil hacerle salir de su observatorio y parecía que tenía atornillado sobre sus ojos el ocular de su telescopio.

Por fortuna, en la biblioteca de la
Dobryna
había algunos libros de cosmografía elemental y, gracias al teniente Procopio, los galianos, a quienes interesaban estas cuestiones astronómicas, pudieron saber qué era el mundo de Saturno.

En primer lugar, Ben-Zuf quedó satisfecho cuando se le dijo que si Galia se hubiera alejado del Sol a la distancia en que gravitaba Saturno, no habría podido divisar la Tierra a simple vista; y el ordenanza tenía vivísimo interés en que el globo terrestre continuara siempre visible a sus ojos.

—Mientras veamos la Tierra, no hay nada que temer —repetía.

Y, efectivamente, a la distancia que separaba a Saturno del Sol, la Tierra hubiera sido invisible hasta para los ojos más perspicaces.

Saturno flotaba a la sazón en el espacio a ciento setenta y cinco millones de leguas de Galia, y, por consiguiente, a trescientos sesenta y cuatro millones trescientas cincuenta mil leguas del Sol. A esta distancia sólo recibía la centésima parte de la luz y del calor que el astro radiante enviaba a la Tierra.

El libro enseñó a los habitantes de Galia que Saturno tarda en efectuar su revolución alrededor del Sol veintinueve años y ciento sesenta y siete días terrestres, recorriendo, con una celeridad de ocho mil ochocientas cincuenta y ocho leguas por hora, una órbita de dos mil doscientos ochenta y siete millones quinientas mil leguas, «siempre despreciando las fracciones», como decía Ben-Zuf. La circunferencia de este planeta mide en su ecuador noventa mil trescientas ochenta leguas; su superficie es de cuarenta mil millones de kilómetros cuadrados, y su volumen de seiscientos sesenta mil millones de kilómetros cúbicos. En suma, Saturno es setecientas treinta y cinco veces mayor que la Tierra, y, por consiguiente, más pequeño que Júpiter. Por otra parte, la masa del planeta es únicamente cien veces mayor que la de] globo terrestre, lo que le asigna una densidad menos fuerte que la del agua. Gira sobre su eje en diez horas y veintinueve minutos, lo cual da a su año veinticuatro mil seiscientos días, en tanto que sus estaciones, merced a la inclinación considerable del eje sobre el plano de su órbita, duran siete años terrestres cada una.

Pero lo que debe dar a los habitantes de Saturno, si Saturno tiene habitantes, noches espléndidas son las ocho lunas que escoltan su planeta y que tienen los nombres mitológicos de Midas, Encelades, Tetis, Dione, Rea, Titán, Hiperión y Japet. La revolución de Midas sólo dura veintidós horas y media, pero la de Japet es de setenta y nueve días; y si Japet gravita a novecientas diez mil leguas de Saturno, Midas circula a treinta y cuatro mil leguas solamente, casi tres veces más cerca que gira la Luna alrededor de la Tierra. Deben ser, por lo tanto, sumamente espléndidas aquellas noches, aunque la intensidad de la luz emanada del Sol es relativamente pequeña.

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