—¡
Va bene
!, como dice nuestra pequeña Nina —exclamó Ben-Zuf, siempre satisfecho—. En vez de vivir en el piso principal, viviremos en la planta baja, y a eso queda todo reducido.
Sin embargo, el conde Timascheff, el capitán Servadac y el teniente Procopio, aunque no expresaban sus temores, no dejaban de tenerlos respecto al porvenir. Si el calor volcánico llegaba a faltar un día, si una perturbación inesperada retardaba a Galia en su revolución solar, si era preciso pasar otros inviernos en tales condiciones, ¿encontrarían en el núcleo del cometa el combustible que hasta entonces les había faltado? La hulla, residuo de antiguos bosques sepultados en las épocas geológicas y mineralizados bajo la acción del tiempo, no existía en las entrañas de Galia. ¿Se verían los colonos reducidos a utilizar aquellas materias eruptivas que debían ocultarse en las profundidades del volcán, cuando éste se extinguiese por completo?
—Amigos míos —dijo el capitán Servadac—, esperaremos, esperaremos. Tenemos largos meses todavía para reflexionar, para hablar y para discutir, y, mientras tanto, a uno o a otro se nos ocurrirá alguna idea salvadora.
—Sí —respondió el conde Timascheff— el cerebro se sobreexcita con las dificultades y ya encontraremos forma de poner remedio a todo. Además, no es probable que nos falte este calor interior antes que vuelva el estío galiano.
—Así lo creo —respondió el teniente Procopio—. Continuamos oyendo con claridad el ruido del hervidero interior; esta inflamación de las sustancias volcánicas es probablemente moderna, porque cuando el cometa circulaba por el espacio antes de chocar con la Tierra, no poseía atmósfera, y, por consecuencia, es posible que el oxígeno no se haya introducido en sus profundidades, sino después de la colisión. De aquí una combinación química, cuyo resultado ha sido la erupción, por lo que parece seguro que el trabajo plutoniano está en su principio en el interior de Galia.
—Opino exactamente lo mismo, Procopio —dijo el conde Timascheff—, tanto más, cuanto que, lejos de temer una extinción del calor central, temo otra eventualidad más terrible aún para nosotros.
—¿Cuál? —preguntó el capitán Servadac.
—Que la erupción se produzca de nuevo repentinamente, y nos sorprenda acampados en el camino de las lavas.
—¡Rayos y centellas! —exclamó el capitán Servadac—. Eso podría ocurrir, efectivamente.
—Vigilaremos —respondió el teniente Procopio— y no nos dejaremos sorprender.
Cinco días después, el 15 de enero, Galia pasaba por su afelio al extremo del eje mayor de su órbita, gravitando a doscientos veinte millones de leguas del Sol.
GALIA, por lo tanto, desde aquel día iba a subir poco a poco por su curva elíptica con una celeridad creciente. Todos los seres que vivían en su superficie estaban sepultados en las profundidades del volcán, exceptuando a los trece ingleses de Gibraltar.
¿Cómo habían soportado éstos la primera mitad del invierno galiano en el islote en que se habían obstinado en permanecer? Mejor, seguramente, que los habitantes de Tierra Caliente; a lo menos tal era la opinión de éstos. En efecto, no habían tenido necesidad de tomar de un volcán el calor de sus lavas para adoptarlo a las necesidades de la vida. Su reserva de carbón y de víveres era abundantísima, y ni el alimento ni el combustible les faltaba. El cuerpo de guardia que ocupaban, sólidamente acasamatado, con sus espesas paredes de piedra, les había protegido, sin duda alguna, contra los más grandes descensos de la temperatura. Bien abrigados, no habían tenido frío; bien alimentados, no habían podido tener hambre, e indudablemente sus trajes habían llegado a ser estrechos para las carnes que habían debido adquirir. El brigadier Murphy y el mayor Oliphant habían debido dirigirse mutuamente los golpes más estratégicos en el palenque de su tablero de ajedrez. Nadie dudaba que todo hubiera pasado conveniente y cómodamente en Gibraltar, y en todo caso Inglaterra no tendría sino elogios para los dos oficiales y los once soldados que habían permanecido fielmente en su puesto.
Si el capitán Servadac y sus compañeros hubieran estado amenazados de morir de frío, habrían podido refugiarse en el islote de Gibraltar. Ocurrióseles hacerlo, y sin duda hubieran sido recibidos hospitalariamente en aquel islote, aunque la primera acogida que se les dispensó había dejado mucho que desear. Los ingleses no eran hombres capaces de abandonar a sus semejantes, ni negarles auxilio, y, en caso de necesidad absoluta, los colonos de Tierra Caliente no hubieran vacilado en emigrar a Gibraltar; pero habrían tenido que hacer un largo viaje por el inmenso campo de hielo, sin abrigo y sin fuego, y no todos los que lo hubieran emprendido habrían quizá llegado a su término. Por consiguiente, este proyecto no podía ser puesto en práctica sino en un caso desesperado, y se resolvió no abandonar Tierra Caliente mientras el volcán produjera suficiente calor.
Ya hemos dicho que todo ser viviente de la colonia galiana se había refugiado en las excavaciones de la chimenea central, y así fue en efecto, aunque costó sumo trabajo bajar a aquella profundidad a los dos caballos del capitán Servadac y de Ben-Zuf; pero el capitán Servadac y su asistente tenían empeño especial en conservar a
Céfiro
y
Galeta
y llevarlos vivos a la Tierra. Estimaban mucho a aquellos pobres animales, poco acostumbrados a vivir en tan nuevas condiciones climatológicas. Destinóseles una espaciosa cueva, que quedó convertida en caballeriza, y se les alimentó con forraje, del que había gran provisión.
Sin embargo, hubo necesidad de sacrificar gran número de los demás animales domésticos, porque alojarlos en las profundidades del volcán era tarea imposible, y abandonarlos en las galerías superiores hubiera sido condenarlos a una muerte cruel. Se les dio muerte y como la carne podía conservarse indefinidamente en el antiguo almacén, que estaba sometido a un frío riguroso, aumentó la reserva alimenticia de los colonos.
Entre los seres vivientes que buscaron refugio en el interior del volcán, deben citarse las aves, cuyo alimento se componía únicamente de los restos de comida que se les arrojaba diariamente. El frío les obligó a abandonar las alturas de la Colmena de Nina y guarecerse en las oscuras cavidades del monte; pero su número era todavía tan grande y su presencia tan importuna, que fue preciso destruir gran parte.
Todas estas operaciones ocuparon a los colonos hasta fin del mes de enero, hasta cuya fecha no quedó completamente terminada la instalación. Entonces comenzó una existencia de extremada monotonía para los individuos de la colonia galiana. ¿Podían resistir al entorpecimiento moral que resultaba de su entorpecimiento físico? Sus jefes procuraron distraerlos por medio de una comunidad más estrecha de la vida cotidiana, con conversaciones, en las que todos eran invitados a tomar parte, y con lecturas de los libros de viajes y de ciencia de la biblioteca, hechas en alta voz. Todos, sentados en torno de la gran mesa, rusos o españoles, escuchaban y se instruían, y, cuando volvieran a la Tierra, volverían menos ignorantes que lo habrían sido si hubieran permanecido siempre en sus respectivos países.
¿Qué hacía Isaac Hakhabut mientras tanto? ¿Le interesaban aquellas conversaciones y lecturas? De ninguna manera; ¿qué beneficio podían reportarle? Pasaba largas horas haciendo cálculos, y contando y volviendo a contar el dinero que afluía a sus manos. Lo que había ganado, junto con lo que ya tenía, ascendía a la cantidad de ciento cincuenta mil francos, por lo menos, la mitad de lo cual estaba en buen oro de Europa. Pensaba hacer valer en la Tierra aquel metal contante y sonante, y si calculaba el número de días que habían transcurrido desde su estancia en Galia y que podían transcurrir todavía hasta que volviese a la Tierra, era desde el punto de vista de los intereses perdidos. No había todavía tenido ocasión, aunque la esperaba con ansia, de prestar sobre buenos pagarés y con buena garantía.
De todos los colonos, fue Palmirano Roseta el que se creó más pronto una ocupación absorbente. Pudiendo hacer cálculos, nunca se consideraba solo, y, por consiguiente, pidió al cálculo el medio de pasar más distraído los largos días del invierno.
Conocía todo lo que podía saberse acerca de Galia; pero no le ocurría lo mismo respecto a Nerina, su satélite. Ahora bien, como los derechos de propiedad que reclamaba sobre el cometa se extendían hasta la luna, lo menos que podía hacer era determinar sus nuevos elementos, desde que había sido arrebatada de la zona de los planetas telescópicos.
Resolvió, por lo tanto, hacer este cálculo, para lo que necesitó determinar alguna posición de Nerina en diferentes puntos de su órbita. Hecho esto, puesto que conocía la masa de Galia, obtenida por medida exacta, o, lo que es lo mismo, por medio de la romana, podría también pesar a Nerina, desde el fondo de su oscuro observatorio.
Pero no tenía observatorio, al que daba pomposamente el nombre de gabinete porque, en realidad de verdad, no podía llamar observatorio a la cueva que ocupaba. Por esto, desde los primeros días de febrero, no cesaba de hablar del asunto con Servadac.
—¿Necesita usted un gabinete, querido profesor? —preguntóle el oficial francés.
—Sí, capitán; un gabinete donde pueda trabajar sin temor de ser importunado.
—Lo buscaremos —respondió Héctor Servadac—; pero si no es tan cómodo como yo quisiera, será, seguramente, aislado y tranquilo.
—No deseo más.
—Convenido.
Luego, el capitán, al ver a Palmirano Roseta de regular humor, se atrevió a hacerle una pregunta, relativa a sus cálculos anteriores, pregunta a cuya solución daba suma importancia.
—Querido profesor —le dijo en el momento en que Palmirano Roseta se retiraba—, tengo que preguntar a usted una cosa.
—¿Qué desea saber?
—Los cálculos que le han permitido determinar la duración de la revolución de Galia alrededor del Sol son evidentemente exactos —dijo el capitán Servadac—; pero como, si no estoy equivocado, medio minuto de retraso o de adelanto en la marcha del cometa, daría por resultado que Galia no encontrase a la Tierra en la eclíptica…
—Y, ¿qué? —interrumpió el profesor, que comenzaba a impacientarse.
—¿No haría usted bien en comprobar de nuevo la exactitud de esos cálculos…?
—Es innecesario.
—El teniente Procopio podría ayudar a usted a efectuar esta importante operación.
—No necesito a nadie —respondió Palmirano Roseta, herido en su cuerda sensible.
—Sin embargo…
—No me equivoco jamás, capitán Servadac, y su insistencia es tan enojosa como impertinente.
—Diablo, querido profesor —respondió Héctor Servadac—, no es usted amable con sus compañeros, y…
Pero no se atrevió a proseguir, porque Palmirano Roseta era un hombre necesario y merecía, por sus muchos conocimientos científicos, toda clase de consideraciones.
—Capitán Servadac —repuso con acritud el profesor—; no necesito hacer de nuevo mis cálculos, porque son absolutamente exactos; pero diré a usted que lo que he hecho respecto de Galia lo haré también respecto de Nerina, su satélite.
—No puede darse mayor oportunidad —repitió seriamente el capitán Servadac—. Sin embargo, yo creía que Nerina, como planeta telescópico, era conocido íntegramente por los astrónomos terrestres.
El profesor miró al capitán Servadac, como si pretendiera asesinarlo con la vista, creyendo que le había negado la utilidad de su trabajo, y luego, animándose, añadió:
—Capitán Servadac, aunque los astrónomos terrestres hubieran observado a Nerina, y conocieran ya su movimiento medio diurno, la duración de su revolución sideral, su distancia media al Sol, su excentricidad, la longitud de su perihelio, la longitud media de la época, la longitud del nudo ascendente, la inclinación de su órbita, hoy lo desconocen todo y es preciso volver a empezar todos esos estudios, porque Nerina ha dejado de ser planeta de la zona telescópica para convertirse en satélite de Galia. Por lo tanto, siendo luna quiero estudiarla como luna, y no comprendo por qué los galianos no han de saber de su luna lo mismo que los
terrestres
saben de la luna terrestre.
Se necesitaba oír a Palmirano Roseta pronunciar la palabra
terrestres
, para apreciar en toda su extensión el desprecio con que hablaba ya de las cosas de la Tierra.
—Capitán Servadac —dijo por último—, pongo término a esta conversación en la misma forma que la he empezado, rogando a usted que me haga disponer un gabinete…
—Vamos a buscarlo, querido profesor.
—No tengo prisa —respondió Palmirano Roseta—, y con tal que esté preparado dentro de una hora.
No bastó una hora, pero al cabo de tres, Palmirano Roseta pudo instalarse en una especie de excavación donde pudieron ser colocados su sillón y su mesa. Después, durante los días siguientes y a pesar del gran frío, subió a la antigua sala para determinar varías posiciones de Nerina, y hecho esto, se confinó en su gabinete y no se le volvió a ver en algún tiempo.
Realmente, los galianos, sepultados a ochocientos pies bajo el nivel del suelo, necesitaban una gran energía moral para resistir aquella situación, cuya monotonía no era interrumpida por nada. Muchos días pasaban sin que ninguno de ellos subiera a la superficie del suelo y, a no haber sido por la necesidad de proporcionarse agua dulce, llevando cargas de hielo al interior, habrían concluido por no salir jamás de las profundidades del volcán.
Sin embargo, se visitó de vez en cuando la parte baja de la chimenea central. El capitán Servadac, el conde Timascheff, Procopio y Ben-Zuf sondaron hasta donde fue posible aquel abismo abierto en el núcleo de Galia.
Aquella exploración de un monte compuesto de treinta por ciento de oro no les interesaba desde el punto de vista de este metal, que carecía de valor en Galia, y no lo tendría muy grande si el cometa caía sobre la Tierra; pero les importaba saber si el fuego central conservaba su actividad, y convencidos de esto, dedujeron que, si la erupción no salía ya por el antiguo volcán, debíase sin duda a la apertura de otras bocas ignívoras en la superficie de Galia.
Transcurrieron los meses de febrero, marzo, abril y mayo en una especie de entorpecimiento moral que los secuestrados no acertaban a explicarse. La mayor parte de ellos vegetaban bajo el imperio de una especie de somnolencia que llegó a ser alarmante. Las lecturas, escuchadas al principio con interés, no interesaban ya a nadie; las conversaciones se limitaban a dos o tres personas y se sostenían en voz baja; especialmente los españoles estaban abrumados y apenas abandonaban el lecho para tomar algún alimento; los rusos resistían algo más y ejecutaban sus tareas con más ardor; la falta de ejercicio, sin duda, ponía a los galianos en grave peligro.