—Convenido —asintió Ben-Zuf—, digámoslo todo; no ocultemos nada, porque me divertirá ver la cara que pone el judío cuando sepa que se encuentra a unos centenares de millones de leguas de nuestro antiguo globo, donde un usurero de su categoría ha debido dejar más de un deudor.
¡Que vaya ahora a buscarlos!
Isaac Hakhabut caminaba a cincuenta pasos de los interlocutores y, por consiguiente, no podía oír nada de lo que se decía. Iba medio encorvado, gimiendo e implorando al Dios de Israel; pero, de vez en cuando, sus dos ojillos vivos lanzaban chispas y sus labios se oprimían reduciendo su boca a una raya estrecha.
Él había también observado los nuevos fenómenos físicos, y con frecuencia había hablado de ellos con Ben-Zuf, a quien trataba de atraerse; pero éste profesaba una antipatía visible a aquel miserable descendiente de Abraham, y sólo había respondido con chanzonetas a sus instancias. Repetíales que un judío como él podría enriquecerse con el nuevo sistema, porque en vez de vivir cien años, como vive todo hijo de Israel que se respeta, viviría doscientos por lo menos, y además, a causa de la disminución del peso de todas las cosas, el de sus años no le parecía demasiado grave. Agregaba que, si la Luna había volado, no debía impórtale nada a un avaro de su condición, porque no era probable que hubiera hecho ningún préstamo sobre ella. Afirmábale que, si el Sol se ponía en la dirección por donde antes tenía costumbre de levantarse, debía ser porque le habían cambiado de sitio la cama. En fin, decíale mil cosas de esta índole y, cuando el judío estrechaba más sus preguntas, respondía invariablemente: «Espera al gobernador general, anciano, él lo sabe todo y te lo explicará.»
—¿Y protegerá mis mercancías?
—¿Qué estás diciendo, Neftalí? Las confiscará antes que permitir que nadie las saquee.
Estas respuestas tan poco consoladoras habían hecho que el judío esperase con ansiedad la llegada del gobernador.
Héctor Servadac y sus compañeros llegaron al litoral, en cuyas aguas se encontraba la
Hansa
, insuficientemente guarecida por algunas rocas, pero muy expuesta en aquella situación a ir a dar sobre la costa y a deshacerse en pocos momentos si llegaba a soplar un viento algo fuerte del Oeste. No podía, por consiguiente, permanecer en aquel surgidero, y era absolutamente necesario conducirla a la embocadura del Cheliff, cerca de la goleta rusa, más o menos pronto.
Cuando el judío vio su urca, reanudó la serie de sus lamentaciones, con tanta profusión de gritos y ademanes, que el capitán Servadac viose obligado a hacerle callar. Luego, dejando al conde Timascheff y a Ben-Zuf en la orilla, embarcóse con el teniente Procopio en el bote de la
Hansa
y entraron en la tienda flotante.
La urca se conservaba en perfecto estado, y, por consiguiente, el cargamento no debía haber padecido nada, lo que se comprobó fácilmente. En la bodega de la
Hansa
había panes de azúcar por centenares, cajas de té, sacos de café, bocoyes de tabaco, pipas de aguardiente, toneles de vino, barriles de arenques secos, piezas de tela de seda y de algodón, trajes de lana, un surtido de botas para pies de todos los tamaños y de gorros para todas las cabezas, herramientas, enseres de casa, artículos de porcelana y de barro, resmas de papel, botellas de tinta, paquetes de fósforos, centenares de kilogramos de sal, de pimienta y otros condimentos, un depósito de quesos de Holanda y hasta una colección de almanaques franceses, todo lo cual ascendía a unos cien mil francos. Precisamente pocos días antes de la catástrofe, el judío había renovado en Marsella su cargamento con la esperanza de venderlo desde Ceuta hasta la regencia de Trípoli, es decir, en todos los puntos en que Isaac Hakhabut, astuto y redomado, podía obtener ganancias fabulosas.
—¡Soberbio cargamento! Es una mina para nosotros —dijo el capitán Servadac.
—Si el propietario la deja explotar —respondió el teniente Procopio, moviendo la cabeza.
—Vamos, teniente, ¿qué puede hacer de estas riquezas el judío? Cuando sepa que no hay ni marroquíes, ni franceses, ni árabes a quienes imponer rescate, no le quedará otro recurso que entregarlas.
—En todo caso, pretenderá que le paguen sus mercancías.
—Pues bien, se las pagaremos, teniente, se las pagaremos en letras sobre nuestro antiguo mundo.
—Después de todo, capitán —dijo el teniente Procopio—, usted tiene derecho a hacer una requisa.
—No, teniente; precisamente porque este hombre es alemán, debo tratarlo con toda la cortesía francesa. Además, repito a usted que pronto nos necesitará a nosotros mucho más que nosotros a él. Cuando sepa que se encuentra en un nuevo globo y probablemente sin esperanzas de volver al antiguo, dará sus riquezas más baratas.
—De todos modos —respondió el teniente Procopio—, no podemos dejar esta urca aquí porque se perdería al primer golpe de viento; y, aun sin viento, no resistiría la presión de los hielos cuando el mar se congele, cosa que no puede tardar en ocurrir.
—Pues, entonces, teniente, usted y su tripulación la conducirán al puerto del Cheliff.
—Mañana mismo, capitán —respondió el teniente Procopio—, porque el tiempo urge.
Después de haber hecho el inventario de la
Hansa
, el capitán y el teniente desembarcaron y, previa una breve conferencia, se acordó que la pequeña colonia se reuniera en la casa del gurbí y que al pasar se recogiera a los españoles. Invitado Isaac Hakhabut a seguir al gobernador, obedeció, pero no sin dirigir una tímida mirada a su urca.
Una hora después, los veintidós habitantes de la isla encontrábanse reunidos en la gran sala del cuerpo de guardia, donde el joven Pablo hizo conocimiento con la pequeña Nina que pareció muy contenta de hallar un compañero de su edad.
Tomando la palabra el capitán Servadac, dijo de manera que pudiera comprenderlo el judío y los españoles, que les iba a informar de la grave situación en que se encontraban, agregando que contaba con su adhesión y su valor, tanto como con la disposición de todos para trabajar en interés común.
Los españoles escuchaban con toda tranquilidad, no podían responder, porque ignoraban lo que se esperaba de ellos. Sin embargo, Negrete hizo una observación al capitán Servadac.
—Señor gobernador —dijo—, mis compañeros y yo, antes de adquirir ningún compromiso, desearíamos saber en qué época podrá usted conducirnos a España.
—¡Conducirlos a España, señor gobernador general! —exclamó el judío en correcto francés—. No, no sucederá eso mientras no me hayan pagado lo que me deben. Estos tunantes prometieron pagarme veinte reales por persona por traerlos a bordo de la
Hansa
, y por consiguiente me deben doscientos reales, porque son diez, pongo por testigo…
—¿Quieres callarte, Mardoqueo? —gritó Ben-Zuf.
—Será usted pagado —dijo el capitán Servadac.
—Así es de justicia —respondió Isaac Hakhabut—. A cada uno lo suyo, y si el señor ruso me quiere prestar dos o tres de sus marineros para conducir mi urca a Argel, les pagaré también…, sí…, les pagar…, si es que no me piden mucho.
—¡Argel! —exclamó de nuevo Ben-Zuf, que no podía contenerse—; sabe, pues…
—Ben-Zuf —dijo el capitán Servadac—, déjame dar a conocer a esta buena gente lo que ignoran.
Luego, hablando en español, dijo:
—Oigan ustedes, amigos míos. Un fenómeno, cuya causa desconocemos todavía, nos ha separado de España, de Italia, de Francia y, en una palabra, de toda Europa. De los demás continentes sólo queda esta isla en que nos encontramos. No estamos ya en la Tierra, sino, según todas las apariencias, en un fragmento del globo, que nos lleva por el espacio, y es imposible saber si volveremos a ver jamás nuestro antiguo mundo.
¿Comprendieron los españoles la explicación dada por el capitán Servadac?
Era, por lo menos, dudoso; pero, esto no obstante, Negrete le suplicó que repitiera lo que acababa de decir.
Héctor Servadac lo repitió de la manera más clara que pudo y, empleando imágenes familiares para aquellos españoles ignorantes, consiguió hacerles entender la situación tal como era. De todos modos, a consecuencia de una conversación que Negrete y sus compañeros tuvieron entre sí, todos aceptaron los acontecimientos con indiferencia absoluta.
El judío Hakhabut, después de haber oído al capitán Servadac limitóse a morderse los labios, como si pretendiera disimular la risa, pero no pronunció una sola palabra.
Héctor Servadac, volviéndose hacia él, le preguntó si, después de lo que acababa de oír, insistía en hacerse a la mar y en conducir su urca al puerto de Argel, del que no existía ya el menor vestigio.
Isaac Hakhabut se sonrió, pero procurando que no le vieran los españoles, y luego, hablando en ruso para que sólo lo entendieran el conde Timascheff y sus hombres, dijo:
—Supongo que todo eso es una fábula y que el señor gobernador general ha querido reírse de esta gente ignorante.
El conde Timascheff volvió la espalda al judío, visiblemente disgustado.
Isaac Hakhabut, dirigiéndose entonces al capitán Servadac, le dijo en francés:
—Esos cuentos son buenos para los españoles, que con esto obedecerán; pero para mí no sirven.
Luego, acercándose a la pequeña Nina, agregó en italiano:
—¿Verdad que todo eso es una broma? —y salió de la casa encogiéndose de hombros.
—¡Hola! —dijo Ben-Zuf—. ¿Ese animal sabe todos los idiomas?
—Sí, Ben-Zuf —respondió el capitán Servadac—; pero hable en francés o en ruso, en español, en italiano o en alemán, no por eso dejará de ser un judío el que habla.
AL día siguiente, 6 de marzo, el capitán Servadac, sin preocuparse de lo que creyera o dejara de creer Isaac Hakhabut, ordenó que se condujera la
Hansa
al puerto del Cheliff. El judío no opuso reparo alguno porque el cambio de surgidero favorecía sus intereses; pero esperaba que, emborrachando secretamente a dos o tres marineros de la goleta, podría conseguir inducirlos a que le llevaran a Argel o a otro puerto de la costa.
Empezáronse a hacer los trabajos preparatorios para pasar el invierno, que estaba ya próximo, trabajos que facilitaba mucho la mayor fuerza muscular que los trabajadores podían desarrollar. Como éstos estaban ya habituados a aquellos fenómenos de la menor atracción, así como a la compresión del aire que había activado su respiración, no les sorprendía el poco cansancio que la faena les ocasionaba, aunque no dejaban de advertir la modificación que habían experimentado.
Los españoles, lo mismo que los rusos, emprendieron el trabajo con ardor, comenzando por adaptar a las necesidades de la pequeña colonia el cuerpo de guardia, que hasta que se dispusiera otra cosa debía servir de alojamiento común. Allí fueron a vivir los españoles, mientras que los rusos quedaron en su goleta y el judío a bordo de su urca; pero tanto los buques como la casa de piedra sólo eran habitaciones provisionales. Antes que llegara el invierno era necesario encontrar abrigo más seguro contra el frío de los espacios interplanetarios, pero abrigo cálido por sí mismo, puesto que la temperatura no podía elevarse en ellos artificialmente a causa de la falta de combustible.
Los silos, especies de excavaciones profundas en el suelo, era lo único que ofrecería refugio suficiente a los habitantes de la isla Gurbí. Cuando una espesa capa de hielo, sustancia que es mala conductora del calor, cubriera por completo la superficie de Galia, podía esperarse que la temperatura interior de los silos se sostuviera en un grado soportable y allí el capitán Servadac y sus compañeros harían vida de trogloditas ya que no tenían mejor alojamiento que escoger.
Afortunadamente, no se encontraban en las mismas condiciones que los exploradores o los balleneros de los océanos polares, porque, por lo común, a éstos les falta tierra firme bajo los pies, viven en la superficie del mar helado y no pueden buscar en sus profundidades refugio contra el frío. O se quedan en los buques, o construyen habitaciones de madera y de nieve y de todos modos están mal resguardados de los grandes descensos de la temperatura.
En Galia, por el contrario, el suelo era sólido, y aunque se construyera una habitación a centenares de pies bajo tierra, los galianos podían arrostrar en ella el frío más riguroso.
Los trabajos comenzaron en seguida. No faltaban en el gurbí palas, picos, azadones y otros útiles de diversa especie, y bajo la dirección del contramaestre Ben-Zuf, los majos españoles y los marineros rusos emprendieron la obra.
Pero los trabajadores y el ingeniero Servadac, que los dirigía, no contaban con que iba a salirles al paso un obstáculo insuperable.
El sitio elegido para abrir el silo estaba situado a la derecha del cuerpo de guardia, donde el suelo formaba una ligera eminencia.
Durante el primer día hízose la excavación y la extracción de tierra sin dificultad alguna, pero cuando se llegó a una profundidad de ocho pies, los trabajadores chocaron contra una sustancia tan dura que las herramientas no pudieron romper.
Informados de lo que ocurría Héctor Servadac y el conde Timascheff, reconocieron en aquella sustancia la materia desconocida de que estaban compuestos el litoral del mar galiano y su subsuelo marino. Era indudable que aquella sustancia formaba la armazón de Galia. No había medio de penetrar más profundamente en las entrañas del globo porque la pólvora ordinaria no hubiera bastado para desunir aquella sustancia, más resistente que el granito; y seguramente habría sido preciso emplear la dinamita para hacerla estallar.
—¡Diablos! ¿Qué mineral es éste? —exclamó el capitán Servadac—. ¿Cómo un pedazo de nuestro antiguo globo puede haber formado esta materia a la que no sabemos de qué modo llamar?
—Es absolutamente inexplicable —respondió el conde Timascheff—; pero si no conseguimos abrir un silo en esta tierra estamos condenados a morir de frío muy pronto.
Efectivamente, si los números que contenía el documento del sabio eran exactos y la distancia de Galia al Sol había aumentado progresivamente según las leyes de la mecánica, Galia debía encontrarse ya aproximadamente a cien millones de leguas del astro del día, distancia casi igual a tres veces la que lo separa de la Tierra cuando pasó por su afelio. Se comprende, pues, cuán debilitados debían estar el calor y la luz solar. Es verdad que, a causa de la disposición del eje de Galia que formaba un ángulo de noventa grados con el plano de su órbita, el Sol no se separaba jamás de su ecuador, lo que beneficiaba a la isla de Galia que estaba atravesada por el paralelo cero. En aquella zona el verano era permanente, pero semejante situación no compensaba su alejamiento del Sol y la temperatura iba descendiendo continuamente, habiendo empezado ya a formarse hielo entre las rocas, con gran susto de Nina, por lo que era de suponer que el mar no tardaría mucho en congelarse enteramente.