—Nos falta explorar hacia el Norte —dijo—, desde el punto en que se encontraba antes el cabo de Antibes, hasta la entrada del estrecho que se abre sobre las aguas de Gibraltar, y hacia el Sur, desde el golfo de Gabes, hasta ese mismo estrecho. Hemos seguido al Sur el límite trazado por la antigua costa africana; pero no el que forma la nueva. ¿Quién sabe si se habrá librado de la catástrofe algún fértil oasis del desierto africano? Además, Italia, Sicilia, el archipiélago de las Baleares y las grandes islas del Mediterráneo pueden haber resistido y sería conveniente dirigirnos a ellas.
—Tus observaciones son justas, Procopio —respondió el conde Timascheff— y creo que efectivamente debemos completar el plano hidrográfico de este nuevo mar.
—Me adhiero a la opinión de usted —añadió el capitán Servadac—; pero ¿debemos completar ahora nuestra operación antes de volver a la isla Gurbí o dejarlo para más adelante?
—Opino —respondió el teniente Procopio— que debemos utilizar la
Dobryna
mientras podamos.
—¿Qué queréis decir, Procopio? —preguntó el conde Timascheff.
—Quiero decir que la temperatura desciende cada día más, que Galia sigue una curva que va alejándose del Sol y que pronto estará sometida a fríos excesivos. Cuando esto llegue, se helará el mar y será imposible la navegación; usted sabe cuáles son las dificultades de un viaje por los campos de hielo. ¿No es preferible continuar la exploración ahora que tenemos aguas libres?
—Dices bien, Procopio —respondió el conde Timascheff—. Busquemos lo que resta del antiguo continente, si se ha librado de la catástrofe algún trozo de Europa y si han sobrevivido algunos desdichados, a quienes podamos prestar socorro. Importa saberlo antes de volver al sitio en que hemos de invernar.
¿Obraba el conde Timascheff impulsado por un sentimiento generoso al acordarse de sus semejantes en aquellas circunstancias? ¿Quién sabe? Pensar en sus semejantes era pensar en sí mismo. Entre los individuos a quienes Galia llevaba a través del espacio infinito no había ya ni podía haber diferencia de razas ni de nacionalidades. Eran los representantes de un mismo pueblo, o mejor dicho, de una misma familia, porque posiblemente eran muy pocos los sobrevivientes de la antigua Tierra; pero si alguno existía todavía, todos debían reunirse, unir sus esfuerzos para la salvación común, si no había esperanza alguna de volver al globo terrestre, tratar de reconstituir en el nuevo astro una nueva humanidad.
El 25 de febrero la goleta abandonó la pequeña ensenada en que había encontrado momentáneamente refugio y, siguiendo el litoral del Norte, se dirigió hacia el Este a toda máquina. El frío comenzaba a ser muy vivo, a causa, sobre todo, del viento. El termómetro marcaba dos grados bajo cero. Por fortuna, el mar no se hiela sino a una temperatura inferior a la del agua dulce, y no ponía obstáculos a la navegación de la
Dobryna
; pero urgía apresurarse.
Las noches eran hermosas, y las nubes sólo se formaban en las capas cada vez más frías de la atmósfera. Las constelaciones brillaban en el firmamento con pureza incomparable. Si el teniente Procopio, como marino, lamentaba que la Luna hubiera desaparecido para siempre del horizonte, un astrónomo, ocupado en escudriñar los misterios del mundo sideral, se habría felicitado por aquella oscuridad de las noches Galianas que le permitía hacer observaciones.
Los exploradores de la
Dobryna
estaban privados de Luna; pero, en cambio, tenían multitud de astros que no dejaban de esparcir claridad. En aquella época una verdadera granizada de estrellas errantes surcó la atmósfera; estrellas en mucho mayor número que las que suelen verse en la Tierra durante los meses de agosto y noviembre. Sí, según Mr. Olmsted, en 1833 atravesaron el horizonte de Boston treinta y cuatro mil asteroides de esta especie, los exploradores de la
Dobryna
podían sin inexactitud multiplicar por diez este número.
Galia atravesaba a la sazón el anillo casi concéntrico a la órbita de la Tierra y exterior a ella. Los corpúsculos meteóricos parecían tomar por punto de partida la estrella Argol, una de las de la constelación de Perseo, inflamándose con tal intensidad que su extraordinaria celeridad hacíala maravillosa frotándose en la atmósfera de Galia. Un ramillete de fuegos artificiales, formado por millones de cohetes, obra maestra del más famoso polvorista, no habría podido compararse con las magnificencias de aquellos meteoros. Las rocas de la costa reflejaban los corpúsculos en su superficie metálica como si estuvieran cubiertas de puntas de luz, y el mar deslumbraba la vista como si lo azotaran granizos incandescentes.
Aquel maravilloso espectáculo sólo duró veinticuatro horas, a causa de la extremada celeridad con que Galia iba alejándose del Sol.
El 26 de febrero detuvo a la
Dobryna
en su marcha hacia el Oeste una larga proyección del litoral, que la obligó a bajar hasta el extremo de la antigua Córcega, de la que no quedaba el menor vestigio. Allí un extenso mar completamente desierto había reemplazado al estrecho de Bonifacio; pero el 27 se divisó hacia el Este un islote a pocas millas a sotavento de la goleta, islote cuya situación permitía creer, si su origen no era muy reciente, que pertenecía a la punta septentrional de Cerdeña.
La
Dobryna
acercóse a este islote; se lanzó el bote al mar, y a los pocos momentos el conde Timascheff y el capitán Servadac desembarcaban en un verde prado de una hectárea de superficie. Algunos grupos de mirtos y lentiscos, dominados por tres o cuatro olivos viejos, lo cortaban acá y allá. Parecía que allí no había ninguna criatura viviente.
Ya se disponían los exploradores a abandonarlo, cuando oyeron algunos balidos, y casi al mismo tiempo vieron saltar una cabra entre las rocas.
Era una de esas cabras domésticas, a las que con bastante propiedad se ha dado el nombre de vacas del pobre, una cabra de pelo negro, de cuernos pequeños y regularmente arqueados, y que, en vez de huir de los visitantes, como parecía natural, corrió hacia ellos, pareciendo invitarles con sus saltos y balidos a que la acompañasen.
—Esta cabra no está sola aquí —exclamó Héctor Servadac—. Vamos a seguirla.
Así lo hicieron en efecto, y a los pocos centenares de pasos el capitán Servadac y el conde Timascheff llegaron a una especie de terrado que un grupo de lentiscos medio ocultaba. Allí una niña de siete a ocho años, de rostro iluminado por grandes ojos negros, de cabeza sombreada por una larga cabellera castaña, linda como uno de los ángeles pintados por Murillo en sus Ascensiones, y no muy asustada, miraba a los viajeros al través de las ramas.
Después de algunos momentos, pareciéndole sin duda su aspecto tranquilizador, se levantó, les salió al encuentro y, tendiéndoles las manos con ademán de súbita confianza, les dijo con la dulzura propia de la lengua italiana que hablaba:
—¿No sois malos? ¿No me haréis daño? ¿Verdad que no debo tener miedo?
—No, no tengas miedo —respondió el conde en italiano—. Somos y queremos ser amigos tuyos.
Después, mirando detenidamente a la hermosa niña, le preguntó:
—¿Cómo te llamas, preciosa?
—Nina.
—¿Puedes decirnos dónde estamos?
—En Magdalena —respondió la niña—. Allí estaba yo cuando todo cambió de repente.
Magdalena era una isla situada cerca de Caprera, al Norte de Cerdeña, y que había desaparecido en la inmensa catástrofe.
Las respuestas, inteligentemente dadas, a las preguntas que dirigieron a Nina, informaron al conde Timascheff de que Nina estaba sola en el islote, que había perdido a sus padres, que guardaba un rebaño su cabra favorita, eran los únicos seres que se habían catástrofe todo se había hundido en torno de ella a excepción de aquel trozo de tierra; que ella y
Marzy
, su cabra favorita, eran los únicos seres que se habían salvado; que había tenido mucho miedo, pero que, tranquilizándose después, había dado gracias a Dios porque la tierra había dejado de moverse y se había arreglado para vivir con
Marzy
. Afortunadamente, no les habían faltado los víveres hasta entonces y había vivido con la esperanza de que fuese algún barco a recogerla. Puesto que el barco había llegado ya, se iría con sus nuevos amigos si querían llevar también la cabra.
—Ya hay un habitante más en Galia y el más lindo sin duda —dijo el capitán Servadac besando a la niña.
Media hora más tarde, Nina y
Marzy
estaban instaladas a bordo de la goleta, donde todos, como puede suponerse, les dispensaron una excelente acogida. El encuentro de aquella niña era un feliz agüero: los marineros rusos, gente religiosa, la consideraron como una especie de ángel bueno y alguno hubo que la examinó detenidamente para ver si tenía alas. Desde el primer día la llamaron la «virgencita».
La
Dobryna
no tardó en perder de vista a Magdalena y bajando hacia el Sudeste encontró el nuevo litoral, que se hallaba a cincuenta leguas más adentro de la antigua orilla italiana. Otro continente había reemplazado, por lo tanto, a la península itálica de la que no quedaba ningún vestigio. Sin embargo, en el paralelo de Roma se abría un vasto golfo que se extendía hasta mucho más allá del sitio que hubiera debido ocupar la Ciudad Eterna. Después, la nueva costa no volvía a entrar en el antiguo mar sino a la altura de las Calabrias, prolongándose hasta el extremo mismo de la península italiana. Habían dejado de existir el faro de Mesina, Sicilia y hasta la cima del monte Etna que en otro tiempo se alzaba a tres mil trescientos cincuenta metros sobre el nivel del mar.
Sesenta leguas más al Sur, la
Dobryna
veía de nuevo la entrada del estrecho que de manera tan providencial le había salido al paso durante la tempestad y cuya parte oriental se abría sobre el antiguo estrecho de Gibraltar.
Desde este punto hasta el estrecho de Gabes los exploradores habían reconocido ya el nuevo perímetro del Mediterráneo. El teniente Procopio, avaro del tiempo, dirigióse en línea recta hacia el sitio en que debía encontrar las orillas no exploradas del continente.
Era el 3 de marzo.
Desde allí la costa, señalando el antiguo territorio de Túnez, atravesaba la provincia de Constantina a la altura del Oasis del Zibau, formando luego un ángulo brusco y bajando hasta el paralelo 32, donde volvía a levantarse para formar un golfo regular rodeado por la enorme concreción mineral. Después corría ciento cincuenta leguas al través del antiguo Sahara argelino, estrechándose al Sur de la isla Gurbí y proyectando una punta que habría podido servir de frontera natural a Marruecos, si Marruecos no hubiera desaparecido en la catástrofe.
Fue, por consiguiente, necesario subir al Norte hasta el extremo de aquella punta para doblarla; pero, al hacerlo, los exploradores presenciaron un fenómeno volcánico, visto por primera vez en la superficie de Galia.
Un monte ignívoro terminaba aquella punta, levantándose a una altura de tres mil pies. El volcán no estaba apagado porque el cráter aparecía coronado aún por una espesa nube de humo.
—¡Galia tiene un fuego interior! —exclamó el capitán Servadac, cuando el vigía de la
Dobryna
notificó la aparición del volcán.
—¿Y por qué no había de tenerlo? —preguntó el conde Timascheff—. Puesto que Galia es un fragmento del globo terrestre, ¿no puede nuestro asteroide haberse llevado parte del fuego central como se ha llevado otra de la atmósfera, de los mares y de los continentes?
—¡Y muy pequeña por cierto! —respondió el capitán Servadac—, pero suficiente después de todo para su población actual.
—A propósito, capitán —preguntó el conde Timascheff—; puesto que nuestro viaje de circunnavegación debe llevarnos nuevamente a las playas de Gibraltar, ¿cree que debemos notificar a los ingleses el nuevo estado de cosas y sus consecuencias?
—¿Para qué? —dijo el capitán Servadac—. Esos ingleses saben dónde se encuentra la isla de Gurbí y, si les conviene, pueden ir a ella. No son unos desgraciados que carecen de recursos. Por el contrario, tienen víveres para largo tiempo. Su islote sólo dista de nuestra isla ciento veinte leguas a lo sumo y, cuando se hiele el mar, pueden venir a unirse con nosotros si quieren. No tenemos que felicitarnos de la acogida que nos han hecho y si vienen en nuestra busca nos vengaremos…
—Sin duda, dispensándoles mejor acogida que la que ellos nos dispensaron a nosotros —dijo el conde Timascheff.
—Indudablemente, señor conde —respondió el capitán Servadac—, porque, en realidad de verdad, ya no hay franceses, ni ingleses, ni rusos…
—¡Oh! —dijo el conde Timascheff moviendo la cabeza—. Un inglés es inglés siempre y en todas partes.
—¡Eh! —replicó Héctor Servadac—. Ese es su defecto y su virtud.
Y de este modo quedó acordada la conducta que debía observarse con la pequeña guarnición de Gibraltar. Además, aunque hubieran pretendido reanudar sus relaciones con los ingleses, no les habría sido posible en aquel momento, porque la
Dobryna
no hubiera podido ponerse a la vista del islote sin arriesgarse.
En efecto, la temperatura descendía continuamente. El teniente Procopio veía con inquietud que el mar amenazaba congelarse alrededor de la goleta y las carboneras se iban agotando poco a poco, a consecuencia de aquella marcha a todo vapor, por lo que no tardaría en faltar el carbón, si no se le economizaba. El teniente Procopio expuso estas dos razones, gravísimas sin duda alguna y, después de discutir brevemente, se resolvió interrumpir el viaje de circunnavegación a la altura de la Punta Volcánica. Más allá la costa bajaba hacia el Sur perdiéndose en un mar sin límites. Lanzar a la
Dobryna
, cuando se estaba a punto de faltar el combustible, al través de aquel océano, próximo a congelarse, habría sido una imprudencia cuyas consecuencias podían ser muy funestas. Por lo demás, probablemente en toda aquella parte de Galia que en otro tiempo ocupaba el desierto africano, no se encontraría otro suelo más que el observado hasta entonces; suelo que carecía de agua y tierra vegetal, y que el trabajo sería impotente para hacerlo productivo. Convenía, por lo tanto, suspender la exploración, sin perjuicio de continuarla en ocasión más oportuna.
Decidióse en vista de esto, aquel día, 5 de marzo, que la
Dobryna
sólo pondría ya la proa al Norte, para volver a la tierra de Gurbí, de la que no distaba sino veinte leguas.