Del cabo de Creus no había quedado nada.
Allí comenzaba la frontera francesa, y cuando el capitán Servadac vio que había sustituido un nuevo suelo al suelo de su país, sintió una profunda amargura que invadió todo su ser. Una barrera impenetrable levantábase delante del litoral francés, no dejando ver absolutamente nada. Erguida como un muro cortado a pico, de más de mil pies de altura, y sin ofrecer una sola rampa accesible, tan árida, tan abrupta, tan nueva como la que se había visto al otro extremo del Mediterráneo, se desarrollaba sobre el mismo paralelo en que habrían debido encontrarse las hermosas orillas de la Francia meridional.
A pesar de que la goleta se acercaba cuanto le era posible a aquella costa, nada se veía de lo que formaba en otro tiempo la margen marítima del departamento de los Pirineos Orientales, ni el cabo Bearn, ni PortVendres, ni la embocadura del Tech, ni el estanque de SaintNazaire, ni la embocadura del Tet, ni el estanque de Salces. En la frontera del departamento del Aude, en otro tiempo tan pintorescamente cortada por lagos e islas, no se encontró un solo trozo del distrito de Narbona. Desde el cabo de Agde, en la frontera del Herault, hasta el golfo de AiguesMortes, no existía nada, ni de Séte, ni de Frontignan, ni de aquel arco en el distrito de Nimes bañado en otro tiempo por las aguas del Mediterráneo, ni de las llanuras de la Crau y de la Camargue, ni del caprichoso estuario de las Bocas del Ródano, Martigues y Marsella también habían desaparecido. Todos los lugares del continente europeo que habían llevado el nombre de Francia habían sido reducidos a la nada por la catástrofe, a juzgar por las apariencias.
Héctor Servadac, a pesar de hallarse preparado para todo, sintióse como aterrado en presencia de la realidad. No veía vestigio alguno de las playas cuyos sitios le habían sido tan familiares. Alguna vez, cuando una curva de la costa se desarrollaba hacia el Norte concebía esperanzas de encontrar un trozo del suelo francés que se hubiera librado del desastre; pero en toda la extensión de la curvatura, nada se presentaba de lo que había sido en otro tiempo la maravillosa costa de Provenza. Cuando el nuevo cuadro no limitaba las antiguas márgenes, eran las aguas de aquel extraño Mediterráneo las que lo cubrían todo, y el capitán Servadac preguntábase si sólo quedaría de su país la estrecha lengua del territorio argelino, aquella isla Gurbí a la que se vería precisado a volver.
—Sin embargo —repetía el conde Timascheff—, el continente de Galia no puede terminar en esta costa inaccesible, porque su polo boreal está más allá. ¿Qué hay detrás de esta muralla? Es necesario averiguarlo. De todos modos, si a pesar de todos los fenómenos de que somos testigos, nos encontramos aún en el globo terrestre, si es la Tierra la que nos lleva siguiendo una dirección nueva por el mundo planetario, si, en fin, Francia y Rusia están ahí con Europa entera, necesitamos averiguarlo. ¿No hemos de encontrar un paso, una playa en esta costa, donde podamos desembarcar? ¿No hay algún medio de escalar esta muralla inaccesible y contemplar durante un momento siquiera el país que su altura nos oculta?
La
Dobryna
continuaba rasando la alta muralla sin encontrar la más pequeña ensenada que pudiera servirle de refugio, ni un solo escollo donde la tripulación pudiera poner el pie. El litoral era invariablemente una peña lisa cortada a pico hasta la altura de doscientos o trescientos pies, y coronada por un extraño cruzamiento de láminas cristalizadas. No había la menor duda de que aquel nuevo festón practicado en el Mediterráneo tenía en todas partes la misma distancia de rocas y que aquel cuadro uniforme había salido de molde único.
La
Dobryna
, forzando sus máquinas, marchó con gran rapidez hacia el Este. El tiempo se mantenía bueno; la atmósfera, ya singularmente enfriada, estaba menos propensa a saturarse de vapores. El azul del cielo sólo estaba rayado por algunas nubes que formaban acá y allá cirros casi diáfanos. Durante el día, el disco del Sol proyectaba pálidos rayos que daban a los objetos un relieve siniestro. Durante la noche las estrellas brillaban con resplandor extraordinario, pero el fulgor de algunos planetas se debilitaba a causa de su alejamiento. Esto ocurría con Venus, con Marte y con aquel astro desconocido que, clasificado como planeta inferior, precedía al Sol, lo mismo a su salida que a su ocaso. Por lo contrario, el resplandor del enorme Júpiter y del soberbio Saturno se aumentaba, por lo mismo que Galia se iba acercando a ellos, y el teniente Procopio mostró a sus compañeros de viaje aquel Urano que antes no era visible sino con el auxilio de un anteojo, y que a la sazón se distinguía a simple vista. Galia, en su gravitación, se alejaba, por consiguiente, de su centro atractivo, al través del mundo planetario.
El 24 de febrero la
Dobryna
, después de seguir la línea sinuosa que antes de la catástrofe formaba la frontera del departamento del Var, y de haber buscado inútilmente vestigios de las islas Hyéres, de la península de SaintTropez, de las islas de Lerins, del golfo de Cannes y del golfo Juan, llegó a la altura del cabo Antibes.
Al llegar a aquel paraje los exploradores se sorprendieron satisfactoriamente al ver una estrecha quebradura que cortaba la enorme peña de arriba abajo, en cuya base, que estaba al nivel del mar, extendíase una pequeña playa, a la que podía llegar una canoa con facilidad.
—Gracias a Dios; podremos desembarcar —exclamó el capitán Servadac sin poder contenerse. No eran necesarios grandes recursos oratorios para inducir al conde Timascheff a desembarcar en el nuevo continente. El teniente Procopio y él estaban tan deseosos de saltar a tierra como el capitán Servadac. Quizá subiendo por las vertientes de aquella cortadura, que de lejos parecía el lecho asperísimo de un torrente, se podría llegar a la cumbre de las peñas desde donde sería dable a la vista contemplar una gran extensión, que permitiría quizá descubrir, a falta del territorio francés, la naturaleza de aquella región extraña.
Eran las siete de la mañana cuando el conde, el capitán y el teniente desembarcaron en la playa.
Era la primera vez que encontraban restos del antiguo litoral. Estos restos eran piedras calcáreas de color amarillento como las que cubren de ordinario las playas provenzales; pero aquella estrecha playa, que sin duda era un trozo del antiguo globo, apenas medía algunos metros de superficie, y los exploradores, sin detenerse en ella se lanzaron hacia el barranco que deseaban atravesar.
Aquel barranco estaba seco, y hasta era fácil ver que ningún torrente había precipitado en él sus aguas tumultuosas. Las rocas de su lecho, como las que formaban las pendientes de uno y otro lado, tenían la misma contextura laminar observada hasta entonces, como si hubieran estado sometidas a los efectos de la disgregación de los siglos. Quizás un geólogo habría podido determinar su verdadero sitio en la escala litológica; pero ni el conde Timascheff, ni el oficial de Estado Mayor, ni el teniente Procopio lograron averiguar su naturaleza.
Pero si en el torrente no había el menor vestigio de humedad antigua ni moderna, podía preverse que cuando las condiciones climatológicas variasen por completo, podría servir para desagüe de considerables masas líquidas.
Efectivamente, en las pendientes de muchos parajes veíanse ya algunas manchas de nieve, que eran tanto mayores y más espesas cuanto más elevados eran los peñascos. Probablemente estas crestas, y quizá todo el país al otro lado de la muralla, desaparecían bajo la blanca sábana de las nieves.
—Aquí tenemos —dijo el conde Timascheff— las primeras señales de agua dulce que hemos encontrado en la superficie de Galia.
—Sí —respondió el teniente Procopio—; y seguramente a mayor altura no sólo tendremos nieve sino hielo formado por la influencia del frío que aumenta sin cesar. Tengamos en cuenta que, si Galia tiene la forma esferoidal, nos encontramos muy cerca de sus regiones árticas que reciben en dirección muy oblicua los rayos solares. La noche no debe ser aquí completa jamás, como en los polos terrestres, porque el Sol no se separa del Ecuador, gracias a la débil inclinación del eje de rotación; pero el frío será excesivo, especialmente si Galia se aleja mucho del centro del calor.
—Teniente —preguntó el capitán Servadac—, ¿no podrá llegar el caso de que el frío sea tan intenso en la superficie de Galia que haga imposible la vida?
—No, capitán —respondió el teniente Procopio—; por mucho que nos alejemos del Sol, el frío no pasará nunca de los límites asignados a la temperatura de los espacios siderales, o lo que es lo mismo, de las regiones del cielo donde falta el aire en absoluto.
—¿Cuáles son esos límites?
—Unos 60 grados centígrados, según las teorías del sabio físico Fourier.
—¡Sesenta grados!, —respondió el conde Timascheff—; ¡60 grados bajo cero! Esa es una temperatura que parecería insoportable hasta a los rusos.
—Tales fríos —dijo el teniente Procopio— han sido ya soportados por los navegantes ingleses en los mares del Polo y, si no estoy equivocado, en la isla Melville. Parry vio descender el termómetro a 56 grados centígrados bajo cero.
Los exploradores habíanse detenido un momento para descansar, porque, como ocurre a cuantos suben a grandes alturas, el aire cada vez más enrarecido, hacía penosa la ascensión. Además, sin haber llegado todavía a la cima, sino únicamente a 600 ó 700 pies, advertían que la temperatura había descendido mucho. Afortunadamente, las estrías de la sustancia mineral que formaba el lecho del torrente, facilitaban la marcha, y hora y media después de haber dejado la estrecha playa, llegaron a la cresta de la muralla.
Aquella muralla dominaba el mar al Sur, y por el Norte toda la nueva región que descendía de un modo brusco.
El capitán Servadac exhaló un grito de asombro y de espanto.
Francia había desaparecido. Había sido sustituida por rocas, que se extendían hasta los últimos límites del horizonte, que estaban tapizadas de nieve o cubiertas de hielo confundiéndose en una extraña uniformidad Era una enorme aglomeración de materias cristalizadas bajo la forma de prismas hexagonales regulares. Galia parecía producto de una formación mineral única y desconocida. Si la cresta de la muralla que encuadraba al Mediterráneo, no tenía la misma uniformidad en sus rocas superiores, era porque un fenómeno cualquiera, quizás aquel a que se debía la presencia de las aguas del mar, había modificado su contextura en el momento del cataclismo.
De todos modos, en aquella parte meridional de Galia, no había vestigio alguno de tierra europea. En todas partes había sido reemplazado el antiguo suelo por la nueva sustancia. Habían dejado de existir las quebradas campiñas de Provenza, los huertos de naranjos y limoneros cuyo humus rojizo se extendía sobre piedras secas, los olivares de hoja oscura, las grandes calles de árboles de diversas especies, de gigantescos entremezclados de áloes, las rocas oxidadas del litoral y las montañas que antes figuraban en segundo término con su oscura cortina de coníferas.
Nada había allí del antiguo reino vegetal, porque la menos exigente de las plantas polares, el mismo liquen de las nieves, no habría podido desarrollarse en aquel suelo pedregoso. Nada había tampoco del reino animal, porque ninguna ave, ni siquiera las de los países árticos, habría podido encontrar allí alimento para un día.
Era aquello el reino mineral único, cuya horrible aridez dominaba todo.
El capitán Servadac era presa de una emoción que parecía extraña a su carácter indolente. Inmóvil en la cima de una roca cubierta de hielo, contemplaba con ojos húmedos el nuevo territorio que se extendía ante su vista resistiéndose a creer que Francia hubiera estado allí jamás.
—¡No! —exclamaba—; ¡no! Sin duda alguna nos hemos engañado. No estamos en el paralelo que atraviesa los Alpes marítimos. El territorio cuyos vestigios buscamos, está más atrás. Seguramente, ha salido una muralla del seno de las olas; pero, al otro lado, veremos las tierras europeas. Conde Timascheff, venga usted, atravesemos este territorio helado, y sigamos buscando.
Mientras decía esto, avanzó Héctor Servadac unos veinte pasos, en busca de un sendero practicable en medio de las láminas hexagonales de la muralla.
De pronto, se detuvo.
Acababa de tropezar bajo la nieve con un pedazo de piedra labrada, que por su forma y su color no parecía pertenecer al nuevo suelo.
Se inclinó para recogerlo. Era un fragmento de mármol amarillo, en el que podían leerse todavía algunas letras grabadas, y entre ellas:
Vil
—¡Villa! —exclamó el capitán Servadac dejando caer el trozo de mármol que se hizo mil pedazos.
¿Qué quedaba ya de esta villa, sin duda alguna quinta suntuosa edificada casi al extremo del cabo de Antibes, en el sitio más pintoresco del mundo, de aquel magnífico cabo arrojado como un verde ramo entre el golfo Juan y el golfo de Niza, de aquel espléndido panorama coronado por los Alpes marítimos que se extendían desde las pintorescas montañas de Esterelle, pasando por delante de Eza, Mónaco, Roquebrune, Mentón y Vintimille, hasta la punta italiana de Bordighera? Ni siquiera aquel trozo de mármol que había sido reducida a polvo.
El capitán Servadac no dudaba ya de que el cabo de Antibes hubiera desaparecido en las entrañas de aquel nuevo continente. Abismóse en profundas reflexiones.
El conde acercóse a él diciéndole gravemente:
—Capitán, ¿conoce usted la divisa de la familia Hope?
—No, señor conde —respondió Héctor Servadac.
—Pues la divisa de esa familia es la siguiente:
Orbe fracto, spes illaesa.
—Pues es completamente contraria a la frase desesperada del Dante.
—Sí, capitán; pero esa divisa debe ser ahora la nuestra.
EL único recurso que quedaba a los navegantes de la
Dobryna
era volver a la isla Gurbí, que era, según todas las apariencias, la única parte del antiguo suelo que podía recibir y alimentar a los que, llevados por el nuevo astro, recorrían los espacios del mundo solar.
—Después de todo —se dijo el capitán Servadac—, ése es casi un pedazo de Francia.
Discutióse ampliamente este proyecto de volver a la isla Gurbí, y ya iba a ser aceptado, cuando el teniente Procopio advirtió que el nuevo perímetro del Mediterráneo no había sido reconocido todavía por completo.