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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Harry Flashman (13 page)

—A Dios gracias —dijo Cotton.

—... y nos enviarán a Elphy Bey, que estará enteramente dominado por McNaghten y que, de todos modos, no está en condiciones de mandar una escolta. ¡Y lo peor de todo es que McNaghten y los demás asnos políticos creen que estamos tan seguros como en la Meseta de Salisbury!
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Burnes es tan inútil como los otros, no piensa más que en las mujeres afganas, pero todos están seguros de que tiene razón. Eso es lo que más me fastidia. ¿Y usted quién demonios es?

Eso me lo dijo a mí. Incliné la cabeza y le entregué las cartas a Cotton, el cual pareció alegrarse de la interrupción.

—Me alegro de verle, señor —dijo, depositando las cartas encima del escritorio—. Conque el heraldo de Elphy, ¿eh? Vaya, vaya. ¿Flashman ha dicho usted? Qué curioso. En Rugby yo tenía un compañero que se llamaba Flashman hace unos cuarenta años. ¿Acaso es pariente suyo?

—Mi padre, señor.

—¡No me diga! Vaya, cuánto me alegro. El hijo de Flashy —dijo, mientras su rubicundo rostro se iluminaba con una sonrisa—. Debe de hacer unos cuarenta años... Su padre está bien, supongo. Estupendo, estupendo. ¿Qué le apetece tomar, señor? ¿Una copita de vino? Ven aquí, chico —le dijo a un criado nativo—. Seguro que su padre le habrá hablado de mí. Menudo pillastre estaba yo hecho. Me expulsaron de la escuela, ¿sabe usted? Era una ocasión tan fabulosa que no la podía desaprovechar.

—A mí también me expulsaron de Rugby, señor —me apresuré a decir.

—¡Dios bendito! ¡No me diga! ¿Y por qué razón, señor?

—¡Por embriaguez, señor!

—¡No! ¡Qué barbaridad! ¿Cómo se puede expulsar a alguien por eso? Acabarán expulsando a los alumnos por violación. En mis tiempos no lo hubieran hecho. Yo fui expulsado por amotinamiento, señor... ¡sí, amotinamiento! ¡Encabecé la revuelta de toda la escuela!
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¡Espléndido! Bueno, pues, ¡a su salud, señor!

El oficial de la chaqueta descolorida, que nos había estado mirando con expresión avinagrada, comentó que la expulsión de una escuela le parecía muy bien, pero que lo que a él le preocupaba era la expulsión de Afganistán.

—Disculpe, señor —dijo Cotton, secándose los labios con un pañuelo—. ¡Qué descortesía por mi parte! Señor Flashman, le presento al general Nott. El general Nott acaba de regresar de Kandahar, donde ostenta el mando. Estábamos discutiendo la situación del ejército en Afganistán. No, no, Flashman, siéntese. Aquí no estamos en Calcuta. En el servicio activo, cuanto más aprende uno, mejor. Siga, por favor, Nott.

Por consiguiente, permanecí sentado, un poco perplejo y halagado mientras Nott reanudaba su parrafada, pues no es costumbre que los generales hablen en presencia de los subalternos. Me pareció que estaba ofendido por algún comunicado de McNaghten, es decir, sir William McNaghten, delegado en Kabul y primera autoridad civil británica en el país. Nott trataba de convencer a Cotton de que lo apoyara en su protesta, pero Cotton no estaba por la labor.

—Es una simple cuestión de táctica —dijo Nott—. El país, por más que McNaghten no lo crea, es hostil a nuestra presencia, y como tal lo tenemos que tratar. Podemos hacerlo de tres maneras: a través de la influencia que ejerce Sújah sobre sus maldispuestos súbditos, que es muy poca, por cierto; a través de la fuerza de nuestro ejército de aquí, el cual, con todos los respetos, no es tan poderoso como imagina McNaghten, pues una de las más fieras naciones guerreras del mundo lo supera en la proporción de cincuenta a uno; y, en tercer lugar, comprando con dinero la colaboración de los jefes más importantes. ¿Es así?

—Habla usted como un libro —dijo Cotton—. Llénese la copa, señor Flashman.

—Si fracasa uno de estos tres instrumentos tácticos, Sujah, nuestra fuerza o nuestro dinero, estamos perdidos. Sí, ya sé que soy un «pájaro de mal agüero», tal como diría McNaghten; él cree que aquí estamos tan seguros como en la Guardia Montada. Pero se equivoca, se lo digo yo. Existimos porque nos lo toleran, pero eso terminará en cuanto él lleve a la práctica su propósito de cortar los subsidios a los jefes
gilzai
.

—Nos ahorraría dinero —dijo Cotton—. Sea como fuere, no es más que una idea, según tengo entendido.

—Nos ahorraría dinero si usted no comprara una venda cuando se está desangrando —dijo Nott, provocando una carcajada por parte de Cotton—. Sí, ríase usted, sir Willoughby, pero se trata de un asunto muy importante. Dice usted que lo de cortar los subsidios no es más que una idea. Muy bien, pues puede que nunca se lleve a efecto. Pero si los
gilzai
llegan a sospechar tan siquiera esta posibilidad, ¿cuánto tiempo cree usted que seguirán manteniendo los pasos abiertos? Ellos dominan el Khyber, que es nuestra línea vital de comunicación, no lo olvide, y dejan entrar y salir nuestros convoyes. Bastará con que piensen que sus subsidios corren peligro para que busquen otra fuente de ingresos. Lo cual quiere decir que tenderán emboscadas y saquearán los convoyes y que usted se verá metido en un embrollo tremendo. Por eso creo que McNaghten no debiera tan siquiera pensar en la posibilidad de cortar los subsidios, y tanto menos hablar de ella.

—¿Qué quiere usted que haga? —preguntó Cotton, frunciendo el ceño.

—Dígale que abandone la idea de inmediato. A mí no me hará caso. Y que envíe a alguien para hablar con los
gilzai
y le lleve unos regalos a ese viejo de Mogala cuyo nombre no recuerdo... Sher Afzul, creo. Me han dicho que es el que manda sobre los restantes jefes
gilzai
.

—Sabe usted mucho acerca de este país —dijo Cotton, sacudiendo la cabeza—. Teniendo en cuenta que éste no es su territorio.

—Alguien tiene que saberlo —replicó Nott—. Treinta años al servicio de la compañía le enseñan a uno unas cuantas cosas. Ojalá pudiera creer que McNaghten también las ha aprendido. Pero él sigue alegremente su camino sin ver más allá de su nariz. Bueno, bueno, Cotton, usted será uno de los más afortunados. Se irá de aquí justo a tiempo.

Cotton protestó, señalando que Nott era efectivamente un «pájaro de mal agüero». Muy pronto descubrí que el término se aplicaba a todos los que se atrevían a criticar a McNaghten o a manifestar sus dudas acerca de la seguridad de las fuerzas británicas en Kabul. Ambos militares se pasaron un buen rato hablando. Cotton fue muy amable conmigo, y me pareció que estaba tratando por todos los medios de que yo me sintiera a gusto. Cenamos en su cuartel general con los miembros de su estado mayor, y allí conocí por primera vez a algunos de los hombres, muchos de ellos oficiales subalternos, cuyos nombres se harían famosos en cuestión de un año... «Sekundar» Burnes, con su vocecilla escocesa y su bigotito; George Broadfoot, otro escocés, sentado a mi lado; Vincent Eyre, «Gentleman Jim» Skinner, el coronel Oliver y otros. Todos ellos hablaban con una asombrosa libertad, criticando o defendiendo a sus superiores en presencia de los generales, censurando una táctica o elogiando otra, e intercambiando comentarios con Cotton y Nott. No se habló demasiado bien de McNaghten, y todos expresaron opiniones muy negativas acerca de la situación del ejército. Pensé que se asustaban muy fácilmente, y así se lo dije a Broadfoot.

—Cuando lleve uno o dos meses aquí, pensará lo mismo que los demás —me contestó bruscamente—. El lugar es malo y la población también lo es; me sorprendería mucho que dentro de un año no estallara la guerra. ¿Ha oído usted hablar de Akbar Khan? ¿No? Es el hijo del antiguo rey Dost Mohammed que nosotros derrocamos para poner en su lugar a ese payaso de Sujah, y ahora está en las montañas yendo de un jefe a otro y buscando apoyos para el día en que levante el país contra nosotros. McNaghten no lo quiere aceptar, naturalmente, pero es un estúpido.

—¿Cree que no podremos defender Kabul? —pregunté—. Unas fuerzas de cinco mil hombres tendrían que ser suficientes contra unos salvajes indisciplinados.

—Esos salvajes son unos hombres extraordinarios —dijo—. Entre otras cosas, son unos tiradores mucho mejores que nosotros. Y nuestra situación deja bastante que desear, pues el acantonamiento no dispone de unas fortificaciones como Dios manda (hasta los almacenes se encuentran fuera del perímetro) y el ejército está muy mal preparado a causa de la buena vida y la falta de disciplina. Además, tenemos con nosotros a nuestras familias, y eso no es nada bueno cuando empiezan a volar las balas... ¿quién piensa en su deber cuando tiene que cuidar de la mujer y los hijos? Y Elphy Bey asumirá el mando cuando se vaya Cotton —sacudió la cabeza—. Usted le conocerá sin duda mejor que yo, pero daría toda mi paga del año próximo para que no viniera y, en su lugar, nombraran a Nott. Por lo menos dormiría tranquilo por la noche.

Todo aquello me pareció muy descorazonador, pero en las semanas siguientes oí el mismo tipo de comentarios por todas partes... estaba claro que nadie confiaba en las autoridades políticas y militares, y los afganos parecían adivinarlo, pues se mostraban insolentes con nosotros y no nos tenían el menor respeto. En mi calidad de ayudante de Elphy Bey, que aún se encontraba de camino hacia el norte, yo disponía de tiempo para pasear por Kabul, un inmenso, sucio y maloliente lugar, lleno de tortuosas y angostas callejuelas. Pero nosotros raras veces íbamos por allí, pues la gente no nos dispensaba una acogida demasiado cortés y nos encontrábamos más a gusto en el acantonamiento, donde apenas se prestaba atención a la instrucción y más bien nos pasábamos el rato disputando carreras de caballos, paseando por los jardines y contando chismes en las galerías mientras nos tomábamos bebidas con hielo. Incluso se disputaban partidos de cricket, y yo mismo jugué algunos. Había sido un excelente lanzador en Rugby, y mis nuevos amigos me admiraban más por los palos que abatía que por el hecho de que ya estuviera empezando a hablar el
pashto
mejor que cualquiera de ellos, exceptuando a Burnes y a los políticos.

Durante uno de aquellos encuentros vi por primera vez al rey Shah Sujah, que estaba allí invitado por McNaghten. Era un corpulento sujeto de barba castaña que presenció el partido solemnemente de pie y que, al preguntarle McNaghten si le gustaba, contestó:

—Múltiples e inescrutables son los caminos del Señor.

En cuanto a McNaghten, me fue antipático desde que lo vi. Tenía el rostro muy moreno y una nariz y una barbilla muy puntiagudas, y miraba con recelosa cara de asco a través de las gafas. Era tan presumido como un pavo real, y tenía por costumbre pasearse con su sombrero y su levita, mirando a su alrededor con expresión autoritaria y desdeñosa. Era evidente, tal como alguien había dicho, que sólo veía lo que quería ver. Cualquier otro se hubiera dado cuenta de que su ejército estaba hecho un desastre, pero él ni se enteraba. Incluso pensaba que Sujah era apreciado por su pueblo y que nosotros éramos unos huéspedes bien recibidos en el país; si hubiera oído a los hombres del bazar llamándonos «cafres», puede que hubiera comprendido su equivocación. Pero era demasiado arrogante como para eso.

A pesar de todo, yo me lo pasaba bastante bien. Burnes, al agente político, empezó a interesarse un poco por mí al enterarse de que yo hablaba el
pashto
y, puesto que su mesa era espléndida y se trataba de un hombre muy influyente, decidí cultivar su amistad. Era un necio descomunal, naturalmente, pero sabía muchas cosas acerca de los afganos y, de vez en cuando, se disfrazaba con el atuendo de los nativos y se mezclaba con la gente del bazar para enterarse de los chismes que corrían y estar al tanto de todo. Tenía otro motivo, como es natural, y era la constante búsqueda de mujeres afganas. Yo le acompañaba a menudo en tales correrías, y debo decir que resultaban de lo más satisfactorias.

Las mujeres afganas son bellas y bastante agraciadas, y tienen la ventaja de que sus hombres no les prestan demasiada atención. Los hombres afganos suelen ser unos pervertidos y les encantan los chicos; se hubieran ustedes muerto de asco si hubieran visto cómo se les caía la baba ante aquellos jovencitos pintarrajeados que parecían muchachas. Nuestras tropas se tronchaban de risa. Pero la consecuencia de todo ello era que las mujeres afganas siempre estaban hambrientas de machos y uno podía elegir la que quisiera. Eran unas altas y gráciles criaturas de largas narices y bocas orgullosas, muy activas en la cama y con unos cuerpos que tiraban más al músculo que a la grasa.

Como es natural, a los afganos todo eso les daba igual, pero, aun así, nos la tenían jurada.

Tal como ya he dicho, las primeras semanas fueron muy agradables y, cuando Kabul ya estaba empezando a gustarme a pesar del pesimismo general, tuve que abandonar mi placentera rutina gracias a mi amigo Burnes y a los temores del general Nott, el cual había regresado a Kandahar no sin antes haber hecho unas serias advertencias a sir Willoughby Cotton. Éstas debieron de ser muy alarmantes, pues, cuando me mandó llamar a su despacho en el acantonamiento, Cotton, que estaba acompañado por Burnes, tenía el semblante muy serio.

—Flashman —me dijo—, sir Alexander me dice que se lleva usted de maravilla con los afganos.

Pensando en las mujeres, convine en que, efectivamente, era cierto.

—Bueno, pues, ¿habla usted también su endiablado dialecto?

—Aceptablemente bien, señor.

—Eso significa que es usted mucho más previsor que la mayoría de nosotros. No debería hacerlo, pero, siguiendo la sugerencia de sir Alexander... —aquí Burnes me dirigió una sonrisa que, a mi modo de ver, no presagiaba nada bueno—... y puesto que es usted el hijo de un antiguo amigo mío, voy a encomendarle una tarea. Una tarea que contribuirá a favorecer su ascenso si la cumple usted como es debido, ¿comprende? —me miró fijamente un instante y después añadió, dirigiéndose a Burnes— ¡Maldita sea, Sandy, es tremendamente joven!

—No más de lo que yo era —replicó Burnes.

—Bueno, supongo que eso no importa. Vamos a ver, Flashman... habrá usted oído hablar de los
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, ¿no? Controlan los pasos que nos separan de la India y son unos individuos tremendamente marrulleros. Estaba usted presente cuando Nott habló de los subsidios que recibían de nosotros y de la posibilidad de que los insensatos políticos los cortaran, discúlpeme la expresión, Sandy. Bueno, pues los van a cortar a su debido tiempo, pero, de momento, es de todo punto necesario que tranquilicemos a los afganos y les digamos que todo va bien, ¿comprende? Sir William McNaghten ha dado su autorización... de hecho, ha escrito unas cartas a Sher Afzul en Mogala, que es el amo del cotarro por así decirlo.

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