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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Harry Flashman (10 page)

Hubiera tenido que ser una entrevista muy tormentosa y con palabras muy duras, pero no lo fue. El solo hecho de verle enfundado en su bata de estar por casa con cara de haber pasado revista me calmó bastante los ánimos. Cuando me preguntó con sus acostumbrados fríos modales por qué razón había entrado en su casa sin permiso, yo le pregunté a mi vez por qué razón quería expulsarme del regimiento.

—A causa de su boda,
Fuashman
—me contestó—.
Tenduía
que haber
compuendido
las consecuencias de su acción. Es algo totalmente inaceptable, ¿
compuende
? No me cabe duda de que la dama debe de ser una joven de altas
puendas
, pero no es... nadie. En vista de ello, su dimisión es de todo punto
necesauia
.

—Pero es muy respetable, milord —dije yo—. Le aseguro que pertenece a una excelente familia. Su padre...

—Es dueño de una
fábuica
—dijo él, interrumpiéndome—. Jo, jo. Eso no se puede consentir. Mi
queuido
señor, ¿acaso no pensó usted en su posición? ¿No pensó en el
uegimiento
? ¿Qué
poduía
yo contestar, si alguien me
pueguntaua
qué es la esposa del señor
Fuashman
? «Ah, pues su
padue
es un
fabuicante
de tejidos de
Guasgow
, ¿sabe usted?»

—¡Pero eso será mi ruina! —exclamé a punto de echarme a llorar ante el estúpido esnobismo de aquel hombre—. ¿Adónde iré? ¿Qué regimiento me querrá aceptar si me expulsan del Undécimo?

—Nadie le expulsa,
Fuashman
—me dijo, esforzándose por ser amable—. Es usted quien dimite. Una cosa muy distinta. Jo, jo. Se
tuaslada
a otuo sitio. No hay ninguna dificultad. Le
apuecio, Fuashman
; en
uealidad
, tenía depositadas
guandes espeuanzas
en usted, pero usted las ha
destuido
con su
locúa. Tenduía
que estar muy enojado. Peuo le
ayudaué
en todo lo que haga falta. Tengo influencia en la
Guaudia
Montada, ¿sabe?

—¿Adónde iré? —pregunté tristemente.

—Lo he estado pensando y se lo voy a decir. No
estauía
bien que se
tuasladaua
usted a
otuo uegimiento
del país;
seuá
mejor que se
tuaslade
a
ultuamar, cueo
. A la India, sí...

—¿A la India? —pregunté, mirándole horrorizado.

—Pues sí. Allí se puede hacer
caueua
, ¿sabe?
Bastauán
unos cuantos años de
seuvicio
allí
paua
que se olvide el asunto de su dimisión de mi
uegimiento
. Después
volveuá
a casa y lo
enviauán
a
otuo
mando.

Se mostraba tan seguro e imperturbable que no pude decir nada. Sabía lo que estaba pensando: a sus ojos no era mejor que los oficiales indios a los que él tanto despreciaba. A su manera, había sido amable conmigo; en la India podían hacer
caueua
los soldados que no podían conseguir otra cosa mejor... y que sobrevivían a las fiebres, el calor, las epidemias y la hostilidad de los nativos. En aquel momento me encontraba en mi punto más bajo; el pálido y altivo rostro y la suavidad de su voz parecieron desvanecerse ante mí; sólo fui consciente de una súbita cólera y de la firme decisión de que adondequiera que fuera, no sería la India... aunque se empeñaran en ello mil Cardigans.

—O sea que no piensas ir, ¿eh? —me preguntó mi padre cuando se lo dije.

—Antes me muero —contesté.

—Te vas a morir si no vas —dijo él, riéndose de buena gana—. ¿Qué otra cosa crees que podrías hacer?

—Abandonar el Ejército.

—Eso ni hablar —me dijo él—. Te compré las insignias y por Dios que las vas a llevar.

—No me puedes obligar.

—Muy cierto. Pero desde el día en que las devuelvas no me sacarás ni un maldito penique. De qué vivirás; ¿me lo quieres decir? y, encima, con una esposa que mantener. No, no, Harry, no puedes nadar y guardar la ropa.

—¿Quieres convencerme de que tengo que ir?

—Pues claro que irás. Mira, hijo mío y posible heredero mío, te vaya decir lo que ocurre. Tú eres un manirroto y un inútil... puede que tenga yo en parte la culpa, pero eso es secundario. Mi padre también era un inútil, pero yo supe abrirme camino. Puede que tú también lo consigas, pero estoy seguro de que no aquí. Lo conseguirás pagando las consecuencias de tu locura... y eso significa la India. ¿Me sigues?

—Pero, ¿y Elspeth? —dije—. Sabes que no es un país adecuado para una mujer.

—Pues no te la lleves. En cualquier caso no durante el primer año, hasta que te hayas aclimatado un poco. La chica es bonita. No pongas esta cara de pena, señor mío; puedes pasarte una temporada sin ella... en la India hay montones de mujeres y puedes ser tan bruto con ellas como te dé la gana.

—¡Eso no es justo! —grité.

—¡No es justo! Pues tendrás que aprenderte la lección. Nada es justo, insensato jovenzuelo. Y no me vengas a decir que no quieres irte y dejarla. Aquí estará a salvo.

—¿Contigo y con Judy, supongo?

—Conmigo y con Judy —contestó mi padre en un suave susurro—. No estoy muy seguro de que la compañía de un bribón y una puta no sea mejor para ella que la tuya.

Así fue cómo me fui a la India y cómo se echaron los cimientos de una espléndida carrera militar. Me sentía terriblemente maltratado y, de haber tenido valor, le hubiera dicho a mi padre que se fuera al infierno. Pero él me tenía atrapado y lo sabía. Incluso dejando aparte la cuestión del dinero, no hubiera podido plantarle cara, tal como tampoco se la había podido plantar a Cardigan. En aquellos momentos los odiaba a los dos con toda mi alma. Más tarde, mi opinión acerca de Cardigan mejoró, pues, a su arrogante, testaruda y esnobista manera, trató por todos los medios de ser honrado conmigo. En cambio, a mi padre jamás lo perdoné. Estaba jugando a comportarse como un cerdo, y lo sabía y le hacía gracia divertirse a mi costa. Sin embargo, lo que realmente me indispuso con él fue el hecho de que no creyera que Elspeth me importaba un rábano.

5

Puede que haya otros países mejores que la India para un soldado, pero yo no los he visto. Los novatos se quejan a veces del calor, las moscas, la suciedad, los nativos y las enfermedades; a las tres primeras cosas tiene uno que acostumbrarse, la quinta hay que evitarla —lo cual se puede hacer perfectamente con un mínimo de sentido común— y, en cuanto a los nativos, ¿en qué otro lugar se podrían encontrar unos esclavos tan dóciles y humildes como ellos? En cualquier caso, a mí me gustaban más que los escoceses; su lenguaje me era más fácil de comprender.

Y, aunque todo aquello se pudiera considerar un inconveniente, había también la otra cara de la moneda. En la India se respiraba poder, el poder del hombre blanco sobre el de piel oscura... y el poder es algo muy agradable. Por si fuera poco, se disfrutaba de tranquilidad y tiempo para practicar cualquier deporte y gozar de buenas compañías sin ninguna de las restricciones que existen en casa. Uno podía vivir como le diera la gana, ejercer autoridad sobre los negros y, si tenía dinero y estaba bien relacionado como yo, codearse con los representantes de la alta sociedad que giraban en torno al gobernador general. Y tener a su disposición la mayor cantidad de mujeres que se pueda imaginar.

También se podía ganar dinero si uno tenía suerte en las campañas y sabía cómo buscarlo. Durante todos mis años de servicio, jamás gané ni la mitad del dinero que gané en la India con los saqueos... pero esa ya es otra historia.

Aunque yo no sabía nada de todo esto cuando anclamos en el Hooghly, cerca de Calcuta, y contemplé las rojas orillas del río, sudando la gota gorda bajo los ardientes rayos del sol. Aspirando un insoportable hedor, pensé que antes hubiera preferido estar en el infierno que en aquel lugar. Había sido una horrible travesía de cuatro meses a bordo de un abarrotado y caluroso barco de la Compañía de las Indias Orientales en el que no disfruté de la menor diversión, y ya me había hecho a la idea de que la India no iba a ser mejor.

Tenía que incorporarme a uno de los regimientos
[11]
de lanceros nativos de la Compañía del Distrito de Benarés, pero no lo hice. La ineptitud del ejército me obligó a pasar varias semanas divirtiéndome en Calcuta, hasta que finalmente se recibieron las órdenes oportunas. Para entonces, ya me había ganado a mi manera cierta fama con el prepucio. Al principio, comía en el fuerte con los oficiales de artillería del servicio nativo, los cuales eran unos pobres desgraciados cuyo rancho hubiera sido capaz de marear a un cerdo. Era una comida tan repugnante que, cuando los cocineros negros terminaban de prepararla, yo no me hubiera atrevido a dársela ni siquiera a un chacal.

Así lo dije durante la primera comida, provocando las airadas protestas de aquellos caballeros que me consideraban un neófito.

—No es suficiente buena para los fulleros, ¿verdad? —me soltó uno—. Lamentamos no tener
foie gras
para Su Señoría, y pedimos disculpas por la ausencia de vajilla de plata.

—¿Siempre se come lo mismo? —pregunté—. ¿Qué es eso?

—¿Quiere usted decir qué es este plato, Excelencia? —preguntó el gracioso—. Pues eso se llama
curry
, ¿no lo sabía usted? Disimula el mal sabor de la carne podrida.

—Me sorprende que sólo disimule eso —repliqué asqueado—. Ningún ser humano normal se puede tragar esta porquería.

—Pues nosotros nos la tragamos —dijo otro—. ¿Acaso no somos seres humanos?

—Eso ustedes lo sabrán —contesté—. Sigan mi consejo y ahorquen al cocinero.

Dicho lo cual, me retiré a grandes zancadas mientras ellos murmuraban a mi espalda. Pronto descubrí que aquel rancho no sólo no era peor que muchos otros que se servían en la India sino que era incluso mejor que algunos. Los ranchos de los soldados eran tan indescriptibles que yo me pregunté con asombro cómo podían sobrevivir a una comida tan horrenda en un clima como aquél. La respuesta era, naturalmente, que muchos de ellos no podían.

Enseguida comprendí que lo mejor sería ingeniármelas por mi cuenta, así que llamé a Basset, a quien había llevado conmigo desde Inglaterra —el pequeño hijo de puta se puso a lloriquear, temiendo perderme cuando dejé el Undécimo, sólo Dios sabe por qué—, le di un puñado de dinero y le dije que buscara un cocinero, un mayordomo, un mozo y media docena de criados. Se podía contratar a toda aquella gente prácticamente por una miseria. Después me fui al cuarto de la guardia, encontré a un nativo que hablaba medianamente bien el inglés y me fui a buscar una casa.
[12]

Encontré una no muy lejos del fuerte, un lugar muy agradable con un jardincito de arbustos y una galería con persianas, y entonces mi negro fue en busca del propietario, un obeso bribón, tocado con un turbante rojo; regateamos rodeados por una multitud de negros que farfullaban una jerigonza incomprensible y, al final, le di la mitad de lo que me había pedido y me instalé en la casa con mi servidumbre.

En primer lugar, mandé llamar al cocinero y le dije a través de mi negro:

—Cocinarás y lo harás con higiene. Tendrás que lavarte las manos, ¿entendido?, y comprarás únicamente carne y verdura de la mejor calidad. Si no lo haces, te mandaré azotar hasta que no te quede ni una sola tira de piel sana en la espalda.

Se retiró parloteando, asintiendo con la cabeza, sonriendo y haciendo reverencias. Entonces yo lo agarré por el pescuezo, lo arrojé al suelo y lo azoté con mi fusta de jinete hasta que rodó por la galería, gritando de dolor.

—Dile que lo azotaré mañana y noche si su comida no es apta para comer —le dije a mi negro—. Los demás pueden tomar nota.

Todos soltaron gruñidos de temor, pero me hicieron caso, especialmente el cocinero. Cada día aprovechaba para propinarle una tanda de azotes a alguno de ellos, por su bien y para mi diversión, y a esas precauciones atribuyo el hecho de que, a lo largo de todo mi servicio en la India, apenas cayera enfermo como no fuera a causa de la fiebre, cosa ésta inevitable. Resultó que el cocinero era estupendo y, como Basset metía en cintura a los otros con la lengua y la bota, nos lo pasamos muy bien.

Mi negro, que se llamaba Timbu no sé qué, me fue muy útil al principio porque hablaba inglés, pero, al cabo de unas semanas, me deshice de él. Ya he dicho que tengo don de lenguas, pero sólo me di cuenta de ello cuando llegué a la India. En la escuela había sido muy flojo en griego y latín, pues apenas les había dedicado la menor atención, pero un idioma que oyes hablar es muy distinto. Para mí cada idioma tiene un ritmo y mi oído capta y retiene los sonidos; comprendo lo que está diciendo un hombre aunque no entienda las palabras y mi lengua reproduce los nuevos acentos sin ninguna dificultad. Sea como fuere, tras pasarme quince días escuchando a Timbu y haciéndole preguntas, empecé a hablar el indostaní lo bastante bien como para que me entendiera, y lo despedí pagándole lo acordado. Entre otras cosas, porque había encontrado una profesora más interesante.

Se llamaba Fetnab y yo la compré (no oficialmente, claro, aunque en el fondo se redujo a lo mismo) a un mercader cuyo ganado eran mujeres para los oficiales y los civiles ingleses residentes en Calcuta. Me costó quinientas rupias, que eran aproximadamente unas cincuenta guineas, y fue una auténtica ganga. Calculo que debía de tener unos dieciséis años y su cara era bastante bonita; tenía un remache de oro en la ventana de la nariz y unos grandes y oblicuos ojos castaños. Como casi todas las bailarinas indias, tenía forma de reloj de arena, con una cintura que yo podía rodear con mis dos manos, unos pechos tan redondos como melones y un bamboleante trasero.

Puede que fuera excesivamente gordita, pero se conocía las noventa y siete maneras de hacer el amor que, al parecer, tanto aprecian los indios... aunque yo les aseguro que son una soberana tontería, pues la septuagésimo cuarta posición resulta ser exactamente igual que la septuagésimo tercera, sólo que con los dedos cruzados. Sin embargo, ella me las enseñó todas a su debido tiempo, pues se entregaba por entero a su trabajo y se pasaba horas y horas untándose con perfume todo el cuerpo y practicando ejercicios indios para mantenerse elástica con vistas a nuestras actividades nocturnas. Tras pasarme dos días con ella, empecé a olvidarme de Elspeth y hasta Josette palideció a su lado.

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