No obstante, también la utilizaba para otros menesteres. Entre tanda y tanda de ejercicios, nos dedicábamos a conversar, pues era una charlatana tremenda y me enseñó más refinamientos del hindi que los que me hubiera podido enseñar cualquier
munshi
. Doy un consejo por si a alguien le interesa: si desea usted aprender debidamente un idioma extranjero, estúdielo en la cama con una nativa... aprendí más sobre los clásicos en una hora de lucha con una chica griega que en cuatro años con Arnold.
Por consiguiente, así fue cómo pasé el tiempo en Calcuta... mis noches con Fetnab, mis veladas en algún comedor de oficiales o en casa de alguien, y mis días montando a caballo, haciendo prácticas de tiro, cazando o simplemente paseando por la ciudad. Me convertí en una figura bastante famosa entre los negros porque podía hablar con ellos en su propia lengua, a diferencia de la inmensa mayoría de oficiales de aquella época... Incluso los que llevaban muchos años sirviendo en la India, o no querían tomarse la molestia de intentar aprender el hindi, o lo consideraban impropio de su categoría.
Otra cosa que aprendí gracias al regimiento al que tenía que incorporarme fue el manejo de la lanza. El manejo de la espada se me había dado muy bien en los húsares, pero la lanza es otra cosa. Cualquier imbécil puede enristrarla y cabalgar en línea recta, pero, si uno quiere utilizarla con provecho, tiene que ser capaz de manejarla desde cualquier punto de sus dos metros y medio de longitud para poder recoger un naipe del suelo o traspasar un conejo en movimiento. Yo estaba firmemente decidido a destacar entre los hombres de la compañía y, para ello, contraté a un
rissaldar
nativo de la caballería bengalí para que me enseñara; entonces no pensaba en otra cosa que no fuera traspasar muñecos o pinchar jabalíes, y no me detenía demasiado en la idea de utilizar una lanza contra la caballería enemiga. Sin embargo, aquellas lecciones me salvaron la vida por lo menos una vez. Por consiguiente, fue un dinero muy bien gastado, y, de una manera muy curiosa, resolvieron también la cuestión de mi futuro inmediato.
Una mañana salí al
maidan
con mi
rissaldar
, un feo diablo alto y delgado llamado Muhammed Iqbal, procedente de la población afgana que habitaba en la frontera. Era un jinete extraordinario, sabía manejar la lanza a la perfección y, bajo su guía, yo estaba aprendiendo con gran rapidez. Aquella mañana me estaba haciendo alancear unos ganchos, y yo atravesé tantos que, al final, me dijo sonriendo que me tendría que cobrar más por las clases.
Estábamos a punto de retirarnos al trote del
maidan
, que aquella mañana estaba vacío exceptuando una litera escoltada por un par de oficiales, cosa que despertó un poco mi curiosidad, cuando Iqbal gritó de repente:
—¡Mire,
huzoor
, un blanco mucho mejor que los ganchos.
Me señaló un perro callejero que estaba husmeando en el suelo a unos cincuenta metros de distancia. Enristró la lanza y fue a por él, pero el perro se desvió como una flecha de su camino.
—¡Ánimo! —le grité yo, lanzándome en persecución del animal.
Iqbal me llevaba la delantera, y yo me encontraba tan sólo a un par de cuerpos a su espalda, cuando él acometió de nuevo contra el perro, que corría por delante esquivándole y aullando. Volvió a fallar, soltó una maldición, y entonces el perro se volvió de repente casi bajo los cascos de la montura y pegó un brinco para morderle el pie. Incliné la punta de mi lanza y, por pura suerte, ensarté el cuerpo del animal. Soltando un grito de triunfo, lo levanté en el aire todavía retorciéndose y aullando, y el cuerpo cayó a mi espalda.
—
¡Shabash!
—gritó Iqbal.
—¡Oiga! —oí que decía una voz mientras yo lanzaba exclamaciones de entusiasmo—. ¡Usted, señor! Acérquese un momento, por favor.
La voz procedía de la litera. Se descorrieron las cortinas y apareció un orondo caballero de aspecto impresionante, vestido con levita y con el rostro bronceado por el sol y una preciosa cabeza calva. Se había quitado el sombrero y me estaba haciendo insistentes señas con la mano. Me acerqué a él.
—Buenos días —me dijo cortésmente—. ¿Puedo preguntarle su nombre?
No hubiera sido necesaria la presencia de los dos lechuguinos que escoltaban la litera para comprender que se trataba de un oficial de alta graduación. Sin saber a qué venía todo aquello, me presenté.
—Bueno, pues le felicito, señor Flashman —me dijo—. Es el mejor trabajo que he visto este año. Si dispusiéramos de un regimiento en el que todos supieran manejar la lanza tan bien como usted, no tendríamos la menor dificultad con los malditos
sikhs
y los afganos, ¿verdad, Bennet?
—En efecto, señor —contestó uno de los distinguidos ayudantes, mirándome de soslayo—. Señor Flashman, me parece que le conozco. ¿Últimamente no estaba usted en el Undécimo de Húsares en casa?
—Pero bueno, ¿eso qué es? —dijo su jefe, clavando en mí sus claros ojos grises—. Pero si es él; fíjense en sus pantalones de color cereza... —Yo llevaba todavía mis calzones de húsar, que ya no tenía derecho a utilizar, aunque lo hacía porque realzaban admirablemente mi figura—. Es él, Bennet. Es Flashman, maldita sea. Pues claro... ¡Flashman, el del famoso incidente del año pasado! ¡Usted es el que desvió el tiro! Cuánto me alegro. ¿Pero qué está usted haciendo aquí, señor, en nombre de Dios?
Se lo expliqué con sumo cuidado, procurando insinuar, sin decirlo abiertamente, que mi llegada a la India había sido una consecuencia directa de mi duelo con Bernier (cosa que, de todos modos, era casi cierta). Entonces mi interrogador soltó un silbido y una exclamación de entusiasmo. Por lo visto, mi presencia allí había sido una novedad capaz de despertar su interés. Después me hizo muchas preguntas de tipo personal, a las cuales yo contesté con bastante sinceridad; por mi parte, descubrí en el transcurso de las preguntas que se trataba del general Crawford y pertenecía a la plana mayor del gobernador general. Era, por tanto, un militar de considerable influencia e importancia.
—Por Dios que ha tenido usted mala suerte, Flashman —me dijo—. Conque lo han desterrado del regimiento de los arrogantes pantalones cereza, ¿eh? Me parece un solemne disparate, pero es que esos malditos coroneles de la milicia como Cardigan no tienen ni una pizca de sentido común. ¿Verdad, Bennet? Y va usted a prestar servicio en la compañía, ¿verdad? En fin, la paga es buena, pero me parece una lástima. Se pasará usted el rato enseñando a los
sowars
lo que tienen que hacer durante los días de ejercicios de galope. Un trabajo muy polvoriento. Bueno, bueno, Flashman, le deseo mucho éxito. Que tenga un buen día, señor.
Y así hubiera terminado todo, de no haber sido por una curiosa casualidad. Mientras permanecía allí sentado con la lanza en posición de descanso y la punta de ésta a cosa de un metro setenta por encima de mi cabeza, parte de la sangre del perro me goteó en la mano; pronuncié una exclamación de desagrado y, volviéndome hacia Iqbal, que estaba sentado en silencio a mi espalda, le dije:
—
¡Khabadar, rissaldar! ¡Larnce sarf karo, juldi!
Lo cual significaba: «¡Cuidado, brigada! Tome esta lanza y límpiela enseguida». Y se la arrojé. Él la atrapó al vuelo y yo me volví para despedirme de Crawford. Éste se había detenido a medio correr las cortinas.
—Oiga, Flashman —me dijo—. ¿Cuánto tiempo lleva en la India? ¿Me ha dicho que tres semanas? ¡Y ya habla esta jerga, maldita sea!
—Sólo una o dos palabras, señor.
—No sea modesto, señor; he oído varias. Muchas más de las que yo he aprendido en treinta años. ¿Verdad, Bennet? Demasiadas «is» y «ums» para mí. Es algo extraordinario, joven. ¿Cómo lo ha conseguido?
Le expliqué mi facilidad para los idiomas, y él sacudió su calva cabeza como si nunca en su vida hubiera oído nada igual.
—Un lingüista nato y un lancero nato, no cabe duda. Qué combinación tan insólita... demasiado bueno para la caballería de la compañía... de todos modos, todos cabalgan como cerdos. Mire, joven Flashman, yo no estoy en condiciones de pensar a esta hora de la mañana. Venga a verme esta noche, ¿me oye? Estudiaremos el asunto con más detenimiento. ¿Verdad, Bennet?
Dicho lo cual se fue, y yo acudí a visitarle aquella noche impecablemente vestido con mis pantalones «color cereza», tal como él los llamaba.
—¡Por Dios que Emily Eden no puede perderse el espectáculo! —exclamó al verme—. Jamás me lo perdonaría!
Para mi sorpresa, fue así como me anunció que tenía que acompañarlo al palacio del gobernador general, donde él iba a cenar. Por consiguiente, le acompañé y tuve el privilegio de beber limonada en la gran galería de mármol de Sus Excelencias, entre un selecto grupo de invitados que parecían una pequeña corte y en la cual vi más calidad en treinta segundos que en las semanas que llevaba en Calcuta. Todo fue sumamente agradable, pero Crawford estuvo a punto de estropearlo, comentando con lord Auckland mi duelo con Bernier, cosa que ni a él ni a lady Emily, que era su hermana, les hizo la menor gracia —pensé que eran una pareja un poco aburrida— hasta que yo contesté fríamente a Crawford y le dije que, de haber podido, lo hubiera evitado, ya que prácticamente me había visto obligado a hacerlo. Entonces Auckland asintió con la cabeza en señal de aprobación. Al enterarse de que había estudiado bajo la dirección de Arnold en Rugby, el viejo bastardo mostró amablemente su complacencia y lo mismo hizo lady Emily —gracias a Dios que llevaba los pantalones «color cereza»—; y cuando descubrió que sólo tenía diecinueve años, la dama asintió tristemente con la cabeza y se refirió a los jóvenes y hermosos brotes del árbol del Imperio.
Me preguntó por mi familia y, al enterarse de que tenía una esposa en Inglaterra, comentó:
—Demasiado jóvenes para que los hayan separado. Qué duro es el servicio.
Su hermano observó secamente que nada impedía que un oficial llevara a su esposa consigo a la India, pero yo musité algo acerca de mi deseo de hacer méritos, una inspirada sarta de sandeces que fue muy del gusto de lady E. Su hermano señaló que un número sorprendentemente elevado de jóvenes oficiales se las arreglaba en cierto modo para sobrevivir a la ausencia de los consuelos de una esposa. Crawford soltó una risita por lo bajo, pero lady E. se me acercó y, dándoles la espalda, me preguntó si sabía ya dónde me iban a destinar.
Se lo dije y, pensando que si jugaba bien las cartas, quizá podría conseguir un destino más cómodo gracias a sus gestiones —estaba pensando en concreto en el puesto de ayudante del gobernador general—, le manifesté que el servicio en la compañía no despertaba en mí demasiado entusiasmo.
—No se le puede reprochar —dijo Crawford—. Este hombre es una auténtica pértiga a caballo. No se puede desperdiciar algo así, ¿verdad, Flashman? Por si fuera poco, habla el indostaní. Yo mismo lo he oído.
—¿De veras? —dijo Auckland—. Eso denota un celo extraordinario en el estudio, señor Flashman. Pero a lo mejor habría que darle las gracias al doctor Arnold por eso.
—¿Por qué tienes que quitarle el mérito al señor Flashman? —dijo lady E—. Creo que eso es algo extremadamente insólito y que se le debería buscar un puesto en el que pudiera emplear debidamente sus cualidades. ¿No está usted de acuerdo, general?
—Soy exactamente de la misma opinión, señora —contestó Crawford—. Hubiera tenido usted que oírle. «Oye,
rissaldar
, um—tidi—o—caro», dice, y el tipo va y lo entiende todo.
Ya pueden ustedes figurarse lo aturdido que yo estaba en aquellos momentos; por la mañana no era más que un pobre subalterno y ahora allí estaba, recibiendo los cumplidos de un gobernador general, un general y la primera dama de la India... por más que sólo fuera una vieja estúpida. «Lo has conseguido, Flashy, vas a entrar en la plana mayor», me dije. Las palabras que Auckland pronunció a continuación parecieron confirmar mis esperanzas.
—Pues, en tal caso, ¿por qué no hacer algo por él? —le preguntó a Crawford—. Ayer precisamente el general Elphinstone estaba diciendo que necesitaba unos cuantos edecanes de primera.
Bueno, no es que fuera una maravilla, pero el puesto de edecán de un general era más que suficiente de momento.
—Por Dios que Vuestra Excelencia tiene razón —dijo Crawford—. ¿Qué le parece, Flashman? ¿Le gustaría ser ayudante de campo de un comandante? Es mejor que un trabajo de mala muerte en la compañía, ¿verdad?
Como es natural, contesté que me sentiría muy honrado y, cuando ya estaba a punto de darle las gracias, él me interrumpió.
—Más me lo agradecerá cuando sepa adónde lo llevará el servicio a las órdenes de Elphinstone —me dijo sonriendo—. Por Dios que me gustaría tener su edad y gozar de la misma oportunidad. Se trata sobre todo de un ejército de la Compañía de las Indias Orientales, y muy bueno, por cierto, pero necesitaron varios años de servicio, tal como hubiera necesitado usted, para llegar adonde querían llegar.
Le miré ansiosamente mientras lady E. sonreía y suspiraba al mismo tiempo.
—Pobre chico —dijo ésta—. No debe usted burlarse de él.
—Bueno, de todos modos mañana se sabrá —añadió Crawford—. Como es natural, usted no conoce a Elphinstone, Flashman... está al mando de la División de Benarés, o lo estará hasta las doce de esta noche. Después asumirá el mando del Ejército del Indo. ¿Qué le parece?
Me parecía muy bien, por lo que hice los entusiastas comentarios de rigor.
—Pues sí, es usted un joven muy afortunado —añadió Crawford, rebosante de satisfacción—. ¿Cuántos jóvenes oficiales darían su pierna derecha por la oportunidad de servir a sus órdenes? ¡Es un lugar muy apropiado para que un deslumbrante lancero pueda hacer méritos y distinguirse!
Experimenté una desagradable sensación en la columna vertebral, y le pregunté qué lugar era aquél.
—Pues Kabul, naturalmente —me contestó—. ¿Qué otro lugar sino Afganistán?
El viejo estúpido pensaba en serio que yo tenía que estar encantado con la noticia y, como es lógico, tuve que simular que lo estaba. Supongo que cualquier joven oficial de la India hubiera brincado de contento ante aquella oportunidad, por cuyo motivo yo hice lo posible por mostrarme entusiasta y agradecido, pero la verdad es que estaba tan furioso que de buena gana hubiera derribado al suelo de un puñetazo a aquel sonriente imbécil. Pensaba que todo me iría a salir a pedir de boca tras haber sido súbitamente presentado a los personajes más encumbrados del país, pero lo único que había conseguido era un puesto en el lugar más sofocante, duro y peligroso del mundo a juzgar por todos los relatos. Por aquel entonces en Calcuta no se hablaba de otra cosa más que de Afganistán y de la expedición de Kabul, y buena parte de los comentarios giraban en torno a las atrocidades de los nativos y la desagradable situación del país. Si hubiera sido más juicioso, me habrían destinado a un tranquilo puesto en Benarés... Pero no, me había empeñado en agradar a lady Emily y ahora todos mis esfuerzos sólo me servirían para que me cortaran la garganta.