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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Harry Flashman (30 page)

Akbar echó la cabeza hacia atrás y rompió nuevamente a reír, dejando al descubierto la fulgurante blancura de sus dientes.

—Yo creía que los
gilzai
eran amigos suyos —dijo.

—Algunos lo son. Pero no Gul Shah.

—Lástima —dijo Akbar— porque, ¿no sabe usted que ahora Gul es el
kan
de Mogala? ¿No? Resulta que el viejo murió... como todos los viejos. Gul siempre ha estado muy unido a mí, tal como usted sabe, y, como recompensa por sus servicios, le he otorgado el señorío.

—¿Y qué ha sido de Ilderim? —pregunté.

—¿Quién es Ilderim? Un amigo de los británicos. Eso ya no está de moda, Flashman, por mucho que yo lo deplore, y necesito amigos... amigos fuertes como Gul Shah.

Aunque, en realidad, me daba igual, lamentaba el ascenso de Gul Shah y más todavía lamentaba verle allí, mirándome tal como una serpiente mira una mosca.

—Pero no es fácil complacer a Gul, ¿sabe usted? —añadió Akbar—. Él y muchos otros estarían encantados de ver destruido su ejército y eso es lo único que yo puedo hacer para contenerlos. Mi padre aún no es el rey de Afganistán y, por consiguiente, mi poder es muy limitado. Le puedo garantizar un salvoconducto para salir del país sólo con ciertas condiciones y mucho me temo que, cuanta más resistencia oponga Elfistan
sahib
, tanto más duras serán las condiciones que le exijan mis jefes.

—Si no recuerdo mal —dije—, usted ya había empeñado su palabra.

—¿Mi palabra? ¿Acaso mi palabra puede sanar una garganta cortada? Yo le digo lo que hay; espero que Elfistan
sahib
haga lo mismo. Puedo conseguir que llegue sano y salvo a Jallalabad si ahora mismo me entrega seis rehenes y me promete que Sale se retirará hacia Jallalabad antes de que su ejército llegue allí.

—Eso no se lo puede prometer —protesté yo—. Sale no está ahora bajo su mando; permanecerá en Jallalabad hasta que reciba una orden de retirada desde la India.

Akbar se encogió de hombros.

—Ésas son las condiciones. Créame, mi querido amigo, Elfistan
sahib
las tiene que aceptar... ¡tiene que hacerlo! —dijo, golpeándome el hombro con su puño—. En cuanto a usted, Flashman, si sabe lo que le conviene, será uno de los seis rehenes. Estará más a salvo aquí conmigo que allá abajo. —Me miró con una sonrisa mientras refrenaba su jaca—. Y ahora vaya con Dios y vuelva pronto con una respuesta juiciosa.

Yo sabía muy bien que no se podía esperar semejante cosa de Elphy Bey, por lo que, cuando le transmití el mensaje de Akbar, éste empezó a protestar y a ponerse nervioso, tal como solía hacer en tales casos. Tenía que pensarlo, dijo, y, como el ejército estaba muy cansado, aquel día ya no proseguiríamos la marcha. Eran sólo las dos de la tarde.

Shelton se puso hecho una furia y le dijo a Elphy que teníamos que seguir adelante. Una buena marcha nos permitiría cruzar el paso de Khoord-Kabul y, sobre todo, alejarnos de la nieve, pues, al otro lado del paso, la situación era distinta. Si pasáramos otra noche en medio de aquel frío glacial, el ejército perecería.

Se pasaron un rato discutiendo, pero, al final, Elphy se salió con la suya. Nos quedamos donde estábamos, miles de pobres desgraciados temblando de frío en un camino cubierto de nieve, con la mitad de los suministros ya perdidos y sin combustible. Algunos soldados llegaron al extremo de quemar sus mosquetes y sus equipos para poder calentar un poco sus ateridos miembros. Aquella noche los negros murieron como moscas, pues el mercurio alcanzó el grado de congelación, y los soldados sólo consiguieron mantenerse vivos porque se acurrucaron en grandes grupos y se apretujaron los unos contra los otros como animales.

Yo tenía mis mantas y guardaba en las alforjas la suficiente cecina como para no pasar hambre. Los lanceros y yo nos pusimos a dormir formando un apretado anillo y cubiertos con nuestras capas tal como hacen los afganos. Hudson se había encargado de que cada hombre dispusiera de una botella de ron y, gracias a ello, pudimos resistir el frío bastante bien.

Por la mañana estábamos enteramente cubiertos de nieve; cuando me levanté con los miembros entumecidos y vi el estado en que se encontraba el ejército, pensé: «De aquí no pasamos». Al principio, casi todos los hombres estaban demasiado entumecidos como para poder moverse, pero, al ver que los afganos se congregaban en las laderas bajo las primeras luces del alba, los criados que nos acompañaban se llenaron de espanto y echaron a correr despavoridos por el camino. Shelton consiguió que el grueso del ejército se levantara y los siguiera y de este modo reanudamos la marcha como un gran animal herido sin cerebro ni corazón entre las infernales detonaciones de los disparos de los francotiradores mientras las primeras bajas del día empezaban a separarse de nuestras filas y morían en los ventisqueros de ambos lados del camino.

A otros relatos de aquella terrible marcha que he tenido ocasión de leer —principalmente los de Mackenzie, Lawrence, y lady Sale—
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podría añadir mis propios recuerdos, pero, en su conjunto, fue una pesadilla tan espantosa que aún ahora, más de sesenta años después, me estremezco sólo de pensarlo. Hielo, sangre, gemidos, muerte y desesperación, gritos de hombres y mujeres moribundos, aullidos de los
ghazi
y de los
gilzai
. Los afganos se acercaban a nosotros y atacaban, se alejaban, se acercaban de nuevo y volvían a atacar, especialmente a los criados, hasta que, al final, quedó un moreno cuerpo acuchillado a cada metro del camino. El único lugar seguro era el centro del grueso de las tropas de Shelton, donde los cipayos aún mantenían un poco el orden. Cuando reanudamos la marcha, le sugerí a Elphy la conveniencia de que yo y mis lanceros escoltáramos a las mujeres, cosa que él aceptó de inmediato. Fue una sabia medida por mi parte, pues los ataques a los flancos eran ahora tan frecuentes que la tarea que en la víspera habíamos desempeñado se estaba convirtiendo en una empresa altamente arriesgada. Los
jezzailchis
de Mackenzie fueron cortados a tiras mientras trataban de repeler los ataques.

En los parajes que rodeaban el Khoord-Kabul, las altas colinas se levantaban a ambos lados y la boca de aquel temible paso semejaba la puerta del infierno. Sus paredes eran tan impresionantes que el rocoso fondo estaba sumido en una perenne penumbra; el lento avance del ejército, los aullidos de las bestias, los gritos, los gemidos y el rumor de los disparos resonaban en las escarpadas rocas. Los afganos se habían situado en los salientes y, al verlos, Anquetil mandó que la vanguardia se detuviera, pensando que el hecho de seguir adelante hubiera significado una muerte segura.

Hubo más reuniones y discusiones con Elphy hasta que vimos a Akbar y a los suyos en las rocas más próximas a la entrada del paso. Entonces me enviaron otra vez para que le comunicara que, al final, Elphy había atendido a razones: entregaríamos los seis rehenes con la condición de que Akbar mandara retirarse a sus asesinos. Akbar se mostró de acuerdo, me dio una palmada en la espalda y me aseguró que, a partir de aquel momento, todo iría muy bien; yo tendría que ser uno de los rehenes, dijo, y ya vería lo bien que lo íbamos a pasar. Sin embargo, yo me debatía en la duda: cuanto más lejos estuviera de Gul Shah, mejor; por otro lado, ¿hasta qué punto estaría seguro si me quedaba en el ejército?

Por mi parte, ya estaba todo decidido. Elphy eligió personalmente a Mackenzie, Lawrence y Pottinger para que se entregaran como rehenes a Akbar. Eran los mejores hombres que tenía y supongo que debió de pensar que Akbar se sentiría más impresionado. Sea como fuere, si Akbar cumplía su palabra, no importaba quién permaneciera en el ejército, pues éste no tendría que luchar para llegar a Jallalabad. Lawrence y Pottinger accedieron inmediatamente; Mac tardó un poco más en decidirse. Estaba un poco frío conmigo... supongo que era porque mis lanceros no habían participado en los combates de aquel día y sus hombres habían sufrido considerables bajas. Pero no dijo nada, y cuando Elphy le expuso la situación ni siquiera contestó, sino que se limitó a contemplar la nieve en silencio. Su aspecto era lamentable. Había perdido el turbante, su cabello estaba alborotado, tenía el
poshteen
salpicado de sangre y mostraba una herida reseca en el dorso de la mano.

Inmediatamente después extrajo el sable, clavó su punta en el suelo y se reunió con Lawrence y Pottinger sin decir ni una sola palabra. Mientras contemplaba cómo su alta figura se alejaba lentamente, experimenté un ligero estremecimiento; puede que en mi calidad de bribón redomado sepa identificar mejor que nadie a los hombres de valía, y Mac era uno de los mayores puntales de nuestro ejército. Y que conste que era un presumido insufrible y se daba unos humos tremendos, pero era el mejor soldado que jamás haya visto en mi vida, si mi palabra sirve de algo.

Akbar quería también a Shelton, pero éste se negó en redondo a convertirse en rehén.

—Me fío tan poco de este negro bastardo como de un perro mestizo —dijo—. y, además, ¿quién cuidaría del ejército si yo me fuera?

—Yo seguiré ostentando el mando —le contestó Elphy, mirándole con asombro.

—Ya —dijo Shelton—, a eso precisamente me refería.

Como es natural, el comentario dio lugar a otra disputa que terminó cuando Shelton dio media vuelta y se alejó hecho una furia mientras Elphy se quejaba entre gimoteos de la falta de disciplina. Después se dio la orden de reanudar la marcha y nos volvimos de cara hacia el Khoord-Kabul.

Al principio, todo fue bien y nadie nos molestó. Al parecer, Akbar había conseguido controlar a los suyos. De repente, los
jezzails
abrieron fuego desde los saledizos y los hombres empezaron a caer mientras el ejército avanzaba a ciegas sobre la nieve. Estaban disparando hacia el interior del paso, casi a quemarropa, mientras los negros chillaban y corrían, los soldados rompían filas desobedeciendo las órdenes de Shelton y todo el mundo echaba a correr o se lanzaba al galope a través de aquel desfiladero infernal. Fue una huida general de sálvese quien pueda, en cuyo transcurso vi cómo un afgano disparaba contra un camello que llevaba a dos mujeres blancas con dos niños y cómo el animal se tambaleaba sobre la nieve y arrojaba al suelo a los cuatro. Un oficial acudió en su socorro y se desplomó con una bala en el vientre mientras los guerreros afganos se acercaban en tropel. Un jinete
gilzai
se apoderó de una niña de unos seis años, la sentó en el arzón de su silla y se alejó con ella mientras la criatura gritaba, «¡mamá!, ¡mamá!». Los cipayos estaban arrojando al suelo sus mosquetes y echaban a correr como locos. Un oficial de la caballería de Shah que cabalgaba entre ellos los golpeó con la parte plana de la hoja de su espada, profiriendo estentóreos gritos. El equipaje era arrojado de cualquier manera, los hombres que conducían a los animales los estaban abandonando y nadie pensaba en otra cosa más que en cruzar el paso a la mayor velocidad posible para alejarse de aquel espantoso infierno.

Yo tampoco perdí demasiado el tiempo: incliné la cabeza sobre el cuello de mi jaca, clavé las espuelas en sus flancos y me lancé al galope, pidiéndole a Dios que no me alcanzara ninguna bala perdida. Las jacas afganas eran tan ágiles como los gatos y la mía no tropezó ni una sola vez. No tenía la menor idea de dónde estaban mis lanceros, pero no me importaba; cada cual, fuera hombre o mujer, tenía que arreglárselas por su cuenta, por cuyo motivo no tuve demasiados reparos en atropellar a quienquiera que se cruzara en mi camino. Aquello parecía una auténtica carrera de obstáculos en medio del eco de los disparos y los estremecedores gritos de miles de voces; sólo en una ocasión me detuve un instante al ver cómo el joven teniente Sturrt era alcanzado por un disparo, caía de su silla sobre un ventisquero y allí se quedaba, pidiendo socorro a gritos, pero de nada hubiera servido detenerme. De nada le hubiera servido a Flashy, en cualquier caso, y eso era lo que en definitiva me importaba.

Ignoro cuánto tardamos en cruzar el paso, pero, cuando el camino empezó a ensancharse y la masa de fugitivos que corrían delante de nosotros y a nuestro alrededor empezó a serenarse, refrené mi montura para calibrar la situación. La intensidad de los disparos había disminuido y la vanguardia de Anquetil estaba tratando de cubrir la huida de los que todavía nos seguían. Poco después, una inmensa multitud integrada por militares y civiles salió del desfiladero y, en cuanto emergió a la luz del otro lado, se desplomó sobre la nieve, muerta de agotamiento.

Dicen que en el Khoord-Kabul murieron tres mil personas, casi todas ellas negras, y que allí perdimos todo el equipaje que nos quedaba. Cuando levantamos nuestro campamento al otro lado del límite oriental del paso, estaba cayendo una nevada impresionante y el orden brillaba por su ausencia; por la noche, aún seguían llegando rezagados y recuerdo en particular a una mujer que se había pasado todo el día caminando con su hijo en brazos. Lady Sale había sufrido una herida de bala en un brazo y aún me parece verla cuando extendió la mano hacia el cirujano y cerró fuertemente los ojos mientras éste le extraía la bala; la muy bruja era muy valiente y no emitió el más leve gemido. Un sargento trataba de calmar a su histérica esposa, la cual estaba empeñada en regresar para ir en busca de su hija perdida. El sargento lloraba mientras intentaba esquivar los puñetazos que ella estaba descargando contra su pecho.

—¡No, no, Jenny! —le repetía una y otra vez—. ¡La niña ha muerto! ¡Pídele a Jesús que cuide de ella!

Otro oficial, no recuerdo quién, estaba cegado por la nieve y no hacía más que caminar en círculo hasta que alguien se compadeció de él y se lo llevó. Un soldado británico, borracho como una cuba a lomos de una jaca afgana, estaba entonando a grito pelado una canción cuartelera; sólo Dios sabía de dónde había sacado la bebida, pero, al parecer, debía de haber mucha, pues inmediatamente se desplomó sobre la nieve y allí se quedó, roncando como un bendito. A la mañana siguiente, lo encontramos muerto por congelación. La noche volvió a convertirse en un infierno en el que sólo se oían gritos y lamentos. Sólo nos quedaban unas pocas tiendas, en una de las cuales se apretujaban todas las mujeres y los niños ingleses. Recuerdo que me pasé toda la noche dando vueltas por el campamento, pues hacía demasiado frío para poder dormir y, además, estaba medio muerto de miedo. Había comprendido que la destrucción de nuestro ejército sería irremediable y que yo sería destruido con él. El hecho de ser un rehén de Akbar no me serviría de nada, pues para entonces ya me había convencido de que, cuando Akbar hubiera terminado la matanza, mataría también a los prisioneros. Sólo veía una posibilidad y era la de permanecer en el ejército hasta que hubiéramos dejado atrás la nieve y largarme por mi cuenta por la noche. Si los afganos me veían, me lanzaría al galope.

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