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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Harry Flashman (34 page)

BOOK: Harry Flashman
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No podía creerlo y cerré los ojos como si no quisiera ver aquel horror mientras le suplicaba con voz entrecortada que me perdonara. Me escuchó sonriendo y después se volvió hacia la mujer y le dijo:

—Primero el negocio y después el placer. Vamos a dejarle pensar en la gozosa reunión que próximamente tendrá contigo, paloma mía... Vamos a dejar que espere... ¿cuánto tiempo? Creo que es mejor que lo vaya pensando. De momento, hay una cuestión más importante. —Se volvió hacia mí—. El hecho de que usted me diga lo que yo quiero saber no reducirá para nada sus padecimientos, pero creo que me lo dirá de todos modos. Desde que su cobarde y patético ejército fue aniquilado en los pasos, el ejército del Sirdar ha proseguido su avance hacia Jallalabad. Pero no tenemos noticias de Nott y sus tropas en Kandahar. Dicen que han recibido órdenes... ¿de marchar sobre Kabul? ¿O quizá sobre Jallalabad? Exigimos saberlo. ¿Y bien?

Tardé un momento en apartar de mi mente las infernales imágenes que Gul había puesto en ella y en comprender su pregunta.

—No lo sé —contesté—. Juro por Dios que no lo sé.

—Embustero —dijo Gul Shah—. Usted era el ayudante de Elfistan; tiene que saberlo.

—¡Pues no lo sé! ¡Le juro que no! —grité—. No puedo decirle lo que no sé, ¿no me cree?

—Estoy seguro de que sí puede —dijo mientras le indicaba por señas a Narriman que se apartara, él se quitaba el
poshteen
y se quedaba con la camisa y los holgados pantalones estilo pijama, el casquete en la cabeza y el látigo en una mano. Alargando la mano, me arrancó la camisa de la espalda.

Lancé un grito cuando levantó el látigo y pegué un brinco cuando me golpeó. En mi vida jamás había sufrido tanto; el látigo parecía una afilada navaja. Gul soltó una carcajada y me azotó una y otra vez. Tuve la sensación de que unas barras de hierro al rojo vivo se hundían en mis hombros; la cabeza me daba vueltas mientras trataba de apartarme, pero las cadenas me mantenían inmovilizado y el látigo me golpeaba los puntos vitales.

—¡Ya basta! —recuerdo haber gritado una y otra vez—. ¡Ya basta!

Gul retrocedió sonriendo, pero lo único que pude hacer fue abrir la boca y murmurar que no sabía nada. Gul volvió a levantar el látigo y, sintiéndolo mucho, no pude soportarlo.

—¡No! —grité—. ¡Yo no! El sargento Hudson, el que estaba conmigo... ¡estoy seguro de que él lo sabe! ¡Me dijo que lo sabía!

Fue lo único que se me ocurrió para conseguir que cesaran aquellos infernales azotes.

—¿Lo sabe el
havildar
, pero no el oficial? —preguntó Gul—. No, Flashman, eso no ocurre ni siquiera en el ejército británico. Creo que miente usted como un bellaco.

Y el malvado volvió a la carga hasta que debí desmayarme de dolor, pues, cuando recuperé el conocimiento y me noté la espalda tan ardiente como un horno encendido, él estaba recogiendo su capa del suelo.

—Me ha convencido —dijo, mirándome con desprecio—. Un cobarde como usted me hubiera dicho todo lo que sabía nada más recibir el primer golpe. No es usted valiente, Flashman. Pero muy pronto lo será todavía menos.

Hizo una seña a Narriman y ésta le siguió por los peldaños. Al llegar a la puerta, se detuvo para volver a burlarse de mí.

—Piense en lo que le he prometido —me dijo—. Espero que no enloquezca demasiado pronto en cuanto empecemos.

La puerta se cerró de golpe y empecé a sollozar y a vomitar, colgado de las cadenas. Sin embargo, el dolor de mi espalda no era nada comparado con el terror que me atenazaba la mente. Era imposible, me repetía una y otra vez, no pueden hacerlo... pero sabía muy bien que sí podían. Por alguna horrible razón que aún hoy no puedo definir, acudieron a mi mente las torturas que yo había infligido a otras personas... bueno, unas torturas más bien ridículas e insignificantes como, por ejemplo, gastarles bromas de mal gusto a los fámulos en la escuela; farfullé en voz alta que me arrepentía de haberlos atormentado, recé suplicando salvación y recordé lo que el viejo Arnold había dicho una vez en un sermón: «Invoca a Nuestro Señor Jesucristo y te salvarás».

Dios mío, ¡cuánto llegué a invocarlo!, mugí como un ternero, pero no obtuve nada a cambio, ni siquiera un eco. Sin embargo, ahora lo volvería a hacer si me encontrara de nuevo en la misma situación, a pesar de que no creo en Dios y jamás he creído en Él. Gimoteé como un niño, suplicándole a Jesucristo que me salvara, jurando enmendarme e invocando sin cesar al buen Jesús manso y humilde de corazón. La oración es una cosa extraordinaria. Aunque nadie te responde, por lo menos te impide pensar.

De repente, me di cuenta de que alguien entraba en la celda, cerré los ojos y me puse a gritar de terror, pero nadie me tocó y, cuando los abrí, vi a Hudson encadenado a mi lado con los brazos en el aire, mirándome horrorizado.

—Por Dios, señor —me dijo—, pero, ¿qué le han hecho esos demonios?

—¡Me están torturando a muerte! —contesté—. ¡Oh, señor y salvador nuestro!

Debí de pasarme un buen rato hablando, pues, cuando me detuve, Hudson también estaba rezando en voz baja el Padrenuestro, creo. Aquella noche fuimos los presos más piadosos de Afganistán.

Dormir estaba excluido; aunque no hubiera tenido la mente llena de los horrores que me esperaban, no habría podido descansar con los brazos atados por encima de la cabeza. Cada vez que me aflojaba, las oxidadas esposas se me clavaban cruelmente en las muñecas y tenía que volver a estirar las piernas doloridas de tanto permanecer de pie. Me dolía la espalda y no paraba de gemir. Hudson hacía todo lo posible por animarme, diciéndome lo que siempre suele decirse, que no todo estaba perdido todavía y que procurara levantar la cabeza, cosa que, por lo visto, eleva el espíritu en los momentos difíciles... pero a mí jamás me lo ha elevado. Sólo podía pensar en la mirada de odio de aquella mujer, en la cruel sonrisa de Gul a su espalda, en el cuchillo que me rasgaría la piel y después me cortaría... Oh, Dios mío, no podía resistirlo, me volvería loco. Así lo dije levantando la voz y entonces Hudson me contestó:

—Vamos, señor, aún no estamos muertos.

—¡Será idiota! —le grité—. ¿Y usted qué sabe, zoquete? ¡A usted no le van a cortar la maldita polla! ¡Le aseguro que antes me tengo que morir! ¡Tengo que morirme primero!

—Aún no lo han hecho, señor —me replicó—. Y no lo harán. Mientras estaba allí arriba, he visto que la mitad de los
afridi
se iban... para reunirse con los demás en Jallalabad, supongo... y sólo deben de quedar unos seis, aparte de su amigo y la mujer. No puedo...

No le escuché. Estaba demasiado aterrorizado como para pensar en otra cosa que no fuera lo que me iban a hacer... ¿Cuándo? Pasó la noche y, aparte de la visita que nos hizo un
jezzailchi
para darnos un poco de agua y comida al mediodía del día siguiente, nadie se acercó a nosotros. Nos dejaron colgando de las cadenas como unos desventurados cerdos. Yo me notaba las piernas unas veces ardientes y otras entumecidas. De vez en cuando oía que Hudson murmuraba algo para sus adentros como si estuviera tramando algo, pero no le hacía ni caso; de pronto, cuando ya estaba empezando a oscurecer, le oí gemir de dolor y exclamar:

—¡Listo, gracias a Dios!

Me volví a mirarle y el corazón me dio un vuelco en el pecho. Se encontraba de pie con sólo el brazo izquierdo inmovilizado por la esposa; el derecho, ensangrentado hasta el codo, colgaba a lo largo de su costado.

Sacudió enérgicamente la cabeza mientras le miraba en silencio. Movió un momento la mano y el brazo derecho y después levantó el brazo hacia la otra esposa; las piezas que sujetaban las muñecas estaban unidas por una barra, pero el cierre de las esposas era un simple perno. Lo manipuló un instante y se abrió. Ya era libre.

Se acercó a mí, ladeando la cabeza hacia la puerta.

—Si lo suelto, señor, ¿podrá sostenerse en pie?

No lo sabía, pero asentí con la cabeza y, a los dos minutos, ya estaba sentado en el suelo, gimiendo a causa del dolor que sentía en los hombros y las piernas por haber permanecido inmovilizado tanto tiempo en la misma posición. Me aplicó un masaje en las articulaciones y soltó unas maldiciones en voz baja al ver las ronchas que me había dejado el látigo de Gul Shah.

—Cochino bastardo negro —murmuró—. Mire, señor, tenemos que procurar que no nos pillen desprevenidos. Cuando vengan, tenemos que estar de pie con las esposas alrededor de las muñecas para que parezca que aún estamos esposados.

—¿Y después qué?

—Pensarán que no podemos movernos y podremos pillarlos desprevenidos, señor.

—Para lo que nos va a servir —repliqué—. Dice usted que quedan unos seis, aparte de Gul Shah.

—No vendrán todos. Por el amor de Dios, señor, es nuestra única esperanza.

No creía que lo fuera y así se lo dije. Hudson contestó que bueno, pero que, de todos modos, sería mejor que ser mutilado por la puta afgana, con perdón, señor, y no pude por menos que estar de acuerdo con él. Aun así, pensé que lo más que conseguiríamos en el mejor de los casos sería que nos mataran por lo que habíamos hecho.

—Bueno —dijo él—, pero, en tal caso, venderemos caras nuestras vidas. Moriremos como unos ingleses y no como unos perros.

—¿Y qué diferencia hay entre morir como un inglés y morir como un maldito esquimal? —dije yo.

Hudson me miró en silencio y siguió aplicándome el masaje en los brazos. No tardé en poder levantarme y moverme con toda normalidad, pero procuramos no apartarnos demasiado de las cadenas e hicimos bien. De repente, se oyó un rumor de pisadas junto a la puerta y apenas habíamos tenido tiempo de ocupar nuestras posiciones con las manos en las esposas cuando la puerta se abrió de par en par.

—Déjelo todo de mi cuenta, señor —dijo Hudson en voz baja, colocando las manos en sus esposas mientras yo hacía lo mismo e inclinaba la cabeza, mirando hacia la puerta por el rabillo del ojo.

Eran tres y, al verles, se me encogió el corazón de angustia. Primero entró Gul Shah y después lo hizo el corpulento
jezzailchi
con una antorcha encendida, seguido de la esbelta figura de Narriman. Todos mis terrores se enseñorearon de nuevo de mi mente mientras ellos bajaban los peldaños.

—Ha llegado la hora, Flashman —dijo Gul Shah, acercando su despectivo rostro al mío—. Despierta, perro, y prepárate para tu última escena de amor —añadió riéndose mientras me abofeteaba con fuerza la mejilla. Me tambaleé, pero no me solté de las cadenas. Hudson no movió ni un solo músculo.

—Bueno, preciosa mía —le dijo Gul a Narriman—, aquí lo tienes y es todo tuyo.

Narriman se adelantó y se situó a su lado mientras el gigantesco
jezzailchi
, tras haber colocado la antorcha en su sitio, se acercaba a ella, sonriendo como un sátiro. El
jezzailchi
se encontraba a cosa de un metro de Hudson, pero sus ojos estaban clavados en mí.

Narriman se había quitado el velo que le cubría el rostro, pero llevaba un turbante y una capa y su rostro parecía de piedra. Sonrió mostrando los dientes como una tigresa. Le dijo algo a Gul Shah y alargó la mano hacia la daga que éste llevaba en el cinto.

El temor me tenía paralizado, de lo contrario, hubiera soltado las cadenas y habría echado a correr como un insensato. Gul acercó la mano al puño de la daga y, poco a poco para que yo lo viera, empezó a desenvainar la hoja.

Hudson atacó. Su mano derecha descendió como un relámpago hacia el cinto del gigantesco
jezzailchi
, hubo un destello de acero, un jadeo entrecortado y un grito desgarrador mientras Hudson hundía la daga hasta la empuñadura en el vientre del hombre. Mientras el individuo se desplomaba al suelo, Hudson trató de abalanzarse sobre Gul Shah, pero tropezó con Narriman y cayeron al suelo. Gul pegó un salto hacia atrás acercando la mano a su sable y entonces solté mis cadenas y me aparté. Gul soltó una maldición y trató de pincharme, pero estaba tan furioso que la espada fue a dar en las cadenas; justo en aquel momento, Hudson se había levantado y, acercándose al moribundo
jezzailchi
, desenvainó el sable que éste llevaba al cinto y echó a correr hacia los peldaños de la puerta. Por un instante, pensé que me abandonaba, pero lo que hizo al llegar a la puerta fue cerrarla y correr el pestillo interior; después se volvió con el sable en la mano mientras Gul, que había pegado un brinco para perseguirle, se detenía al pie de los peldaños. Por un momento, los cuatro nos quedamos petrificados. Después Gul gritó:

—¡Mahmud! ¡Shadman!
¡ldderao juldi!

—¡Cuidado con la mujer! —me advirtió Hudson. Vi a Narriman tratando de recoger la ensangrentada daga que él había soltado. Se encontraba todavía a gatas en el suelo cuando le pegué un puntapié en el centro del cuerpo que la dejó sin resuello y la arrojó contra la pared. Por el rabillo del ojo vi a Hudson bajando los peldaños con el sable en la mano mientras yo me abalanzaba sobre Narriman, le golpeaba la cabeza cuando ya estaba a punto de levantarse y la sujetaba fuertemente por las muñecas. Mientras las hojas de acero entrechocaban a mi espalda y se oía el eco de los golpes contra la puerta desde el exterior, le coloqué los brazos a la espalda y se los retorcí con todas mis fuerzas.

—¡Perra indecente! —rugí retorciéndole dolorosamente los brazos mientras ella gritaba y se desplomaba al suelo sin poder moverse. Sin soltarla, apoyé la rodilla en su espalda y miré a mi alrededor en busca de Hudson.

Él y Gul se hallaban enzarzados en un fiero combate en el centro de la celda. Menos mal que enseñan a manejar bien la espada en el arma de caballería,
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incluso a los lanceros, pues Gul era más ágil que una pantera y tanto la punta como el filo de su sable giraban en todas direcciones mientras soltaba reniegos y amenazas y ordenaba a gritos a sus secuaces que derribaran la puerta. Pero ésta era demasiado sólida para ellos. Hudson luchaba tan fríamente como si estuviera en el gimnasio, esquivando todos los golpes y acometidas, revolviéndose y abalanzándose sobre Gul y obligándole a retroceder para salvar el pellejo. Me quedé donde estaba, pues no me atrevía a soltar a aquella gata infernal ni por un instante, temiendo que Gul aprovechara la oportunidad para atacarme.

De repente, Gul se abalanzó sobre Hudson dando tajos a derecha e izquierda y el lancero empezó a perder terreno; era lo que esperaba Gul, el cual se acercó de un salto a los peldaños, tratando de llegar a la puerta. Sin embargo, Hudson lo persiguió de inmediato y le obligó a volverse para evitar que lo traspasara por la espalda. Gul esquivó el golpe, pero resbaló en los peldaños y, por un instante, ambos cayeron trabados sobre los escalones. Gul se levantó como una pelota de goma, blandiendo el sable para atravesar a Hudson, el cual aún no había conseguido incorporarse; el sable descendió y golpeó la piedra, despidiendo chispas. La fuerza del golpe hizo que Gul perdiera el equilibrio y se quedara por un instante inclinado sobre Hudson; antes de que pudiera recuperarse, vi una reluciente punta asomando por el centro de su espalda; soltó un horrible grito entrecortado, trató de incorporarse echando la cabeza hacia atrás y bajó rodando por los peldaños hasta el suelo de la celda. Allí se retorció un momento con la boca abierta y los ojos rebosantes de odio; después se quedó inmóvil.

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