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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Harry Flashman (29 page)

De no haberlo oído, no me lo hubiera podido creer. Bien sabe Dios que ha llovido mucho desde entonces y he aprendido muchas cosas acerca de los errores y deficiencias de la educación de las mujeres inglesas, pero aquello me parecía auténticamente increíble.

—Pues, si está acostumbrada a que los caballeros le hagan eso en prueba de afecto —le dije—, significa que trata usted con unos caballeros muy raros.

—¡Es usted... un ser despreciable! —exclamó, indignada—. ¡Eso es algo equivalente a un simple apretón de manos!

—¡No me diga! —repliqué—. ¿Dónde demonios se educó usted?

Al oír mis palabras, hundió el rostro en las mantas y rompió a llorar.

—Señora Parker —le dije—, le ruego que me perdone. He cometido un error y lo lamento en el alma.

Cuanto antes saliera de la situación, mejor, pues igual ella empezaba a proclamar a grito pelado por todo el campamento que la estaban violando. Debo reconocer en su honor que, a pesar de su ignorancia y de sus sorprendentes y erróneas ideas, se mostró más enojada que asustada y tuvo buen cuidado en insultarme en voz baja. Tenía que pensar en su reputación, naturalmente.

—Ya me voy —dije, empezando a gatear para salir—. Pero permítame decirle —añadí— que, en la buena sociedad, no es correcto que los caballeros pellizquen las tetas a las damas, por más que a usted le hayan contado lo contrario. Y tampoco es correcto que las damas se lo permitan; eso causa más bien una mala impresión, ¿sabe usted? Le pido nuevamente disculpas. Buenas noches.

Soltó otro gritito ahogado y salí nuevamente a la nieve. En mi vida había oído cosa semejante, pero es que entonces no sabía hasta qué extremo podían ser ignorantes las mujeres y qué extrañas ideas les podían inculcar. Sea como fuere, estaba claro que me habían dejado con un palmo de narices. A juzgar por la situación, no tendría más remedio que refrenar mi entusiasmo hasta que regresáramos a la India, lo cual no fue precisamente un consuelo cuando me arrebujé bajo las mantas al lado de mis soldados, sintiendo que la temperatura bajaba progresivamente a cada minuto que pasaba.

Recordando ahora aquel incidente, supongo que debió de resultar bastante gracioso, pero en aquellos momentos, mientras temblaba de frío bajo las mantas y pensaba en todas las molestias que me había tomado para quitar de en medio al capitán Parker, sentí deseos de retorcer el hermoso cuello de la señora Betty.

Fue una noche espantosa en la que apenas pude dormir, pues, por si el frío no hubiera sido suficiente, los gemidos y lamentos de los negros habrían sido capaces de despertar a los muertos. Por la mañana, muchos de aquellos pobres desgraciados habían muerto, pues sólo llevaban encima unos pocos andrajos. Amaneció sobre una escena semejante a un infierno nevado; por todas partes se veían morenos y rígidos cadáveres diseminados por los ventisqueros mientras los vivos trataban de incorporarse envueltos en sus crujientes ropas congeladas. Vi a Mackenzie llorando sobre el diminuto cadáver de una niña nativa que acunaba en sus brazos.

—¿Qué vamos a hacer? —me preguntó al verme—. Esta gente se nos muere y los que aún no han muerto van a ser asesinados por esos lobos de las colinas de allí abajo. Pero, ¿qué podemos hacer nosotros?

—¿Qué podemos hacer, en efecto? —repliqué—. Déjelos; no podemos evitarlo.

Pensé que se preocupada demasiado por una simple negra. Y eso que era un hombre más duro que un pedernal.

—Si, por lo menos, me la pudiera llevar —dijo, depositando el cuerpecillo sobre la nieve.

—No se los puede llevar a todos —le dije—. Vamos a desayunar un poco, hombre.

Le pareció un consejo sensato y tuvimos la suerte de poder comer un poco de carne de carnero caliente en la tienda de Elphy.

Nos costó un trabajo enorme poner la columna en marcha; la mitad de los cipayos estaba tan congelada que apenas podían sostener los mosquetes y la otra mitad había desertado durante la noche para regresar a Kabul. Tuvimos que azotarlos para que se pusieran en fila, lo cual sirvió para calentarlos un poco. En cambio, los criados no necesitaron semejante estímulo. Se amontonaron todos delante temiendo que los dejáramos abandonados y provocaron un tremendo desconcierto en la vanguardia de Anquetil. En aquel momento, una nube de
ghazi
a caballo surgió de repente de un
nullah
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de la colina, se lanzó sobre nosotros y atacó todo lo que encontraba a su paso, tanto soldados como civiles, apoderándose de dos de los cañones de Anquetil sin que éste pudiera impedirlo.

Sin embargo, Anquetil los persiguió con un puñado de soldados de caballería y entonces se produjo una violenta escaramuza; no pudo recuperar los cañones, pero los clavó mientras los del 44 se quedaban parados sin hacer nada. Lady Sale los maldijo y los llamó cobardes y gandules —el mando lo hubiera tenido que ostentar la muy bruja en lugar de Elphy—, pero, en mi fuero interno, yo no le reproché al 44 que no interviniera. Me encontraba hacia el fondo de la columna y no decidí acercarme al lugar de los hechos hasta que vi regresar a Anquetil. Entonces subí poquito a poco con mis lanceros (muy propio de mí, ¿verdad, Tom Hughes?). De todos modos, los cañones ya no nos iban a servir de nada.

Avanzamos penosamente unos dos o tres kilómetros, flanqueados por las tropas afganas que de vez en cuando bajaban de las colinas y se abalanzaban sobre la parte más débil de la columna, acuchillando a la gente y robándonos los suministros antes de volver a retirarse. Shelton ordenaba constantemente a todo el mundo que se mantuviera en su sitio y no saliera en su persecución y aproveché aquella oportunidad para maldecirle y preguntarle para qué estábamos los soldados sino para combatir contra nuestros enemigos cuando los teníamos delante.

—Calma, Flash —terció Lawrence, que en aquellos momentos estaba con Shelton—. De nada sirve perseguirlos y que nos acuchillen en la montaña; son demasiados.

—¡Lástima! —rugí, dando una palmada a mi sable—. ¿Entonces tenemos que esperar a que nos devoren cuando les venga en gana? ¡Mire, Lawrence, yo podría despejar esta colina con veinte franceses o veinte ancianitas! —¡Bravo! —exclamó lady Sale, aplaudiendo—. ¿Lo han oído ustedes, caballeros?

Unos oficiales del Estado Mayor que se encontraban junto a la litera de Elphy en compañía de Shelton no parecieron recibir de muy buen grado las críticas de la vieja arpía. Shelton se picó y me ordenó permanecer en mi sitio y hacer lo que se me había mandado.

—A la orden, señor —dije, visiblemente molesto.

Elphy decidió intervenir.

—No, no, Flashman —me dijo—. El brigadier tiene razón. Tenemos que mantener el orden.

Y eso lo dijo en medio de una columna que era una impresionante masa de tropas, civiles y animales diseminados sin orden ni concierto y con todo el equipaje desperdigado por todas partes.

Mackenzie se me acercó y me dijo que mi grupo y sus
jezzailchis
deberían flanquear estrechamente la columna y repeler sin contemplaciones a los afganos cada vez que se acercaran... haciendo eso que los americanos llaman «arrear el rebaño». Ya pueden ustedes figurarse lo que pensé al oírlo, pero me mostré totalmente de acuerdo con Mac, sobre todo cuando llegó el momento de elegir los lugares donde probablemente se producirían los ataques, pues, conociéndolos, me sería más fácil mantenerme bien apartado de ellos. En realidad, fue muy sencillo, pues los afganos sólo se acercaban a los lugares donde nosotros no estábamos y esta vez no les interesaba matar a los soldados, sino acuchillar a los negros y saquear las bestias de carga.

Lo hicieron varias veces a lo largo de la mañana, bajando inesperadamente, cortando gargantas y retirándose de nuevo a toda prisa. Tuve una excelente actuación, llamando a mis lanceros con voz de trueno y cabalgando velozmente a lo largo de la columna, sobre todo cerca de la zona donde se encontraba el cuartel general. Sólo una vez en que me encontraba cerca de la retaguardia me vi cara a cara con un
ghazi
; el muy estúpido debió de confundirme con un negro, pues, al verme con mi
poshteen
y mi turbante, se lanzó contra un grupo de criados que había por allí y degolló a una anciana y a un par de chiquillos. No lejos de aquel lugar se encontraba un destacamento de caballería de Shah y, por consiguiente, no convenía que me entretuviera demasiado; el
ghazi
iba a pie y entonces solté un rugido y cargué contra él, confiando en que se retirara a toda prisa, muerto de miedo al ver a un jinete. Así lo hizo, en efecto, pero yo, como un imbécil, traté de pisotearlo con mi montura en la creencia de que no tendría la menor dificultad en hacerlo. Sin embargo, el muy bruto se revolvió y me atacó con su navaja del Khyber y, sólo por la gracia de Dios, el golpe fue a dar en mi sable. Cuando ya me estaba alejando, di la vuelta justo a tiempo para ver cómo uno de mis lanceros cargaba contra él y lo traspasaba limpiamente con su lanza. Aproveché para darle un buen pinchazo y subí al trote flanqueando la columna con la cara muy seria y la punta de mi sable ostentosamente ensangrentada.

De todos modos, aquella experiencia fue una gran lección para mí y, a partir de aquel momento, procuré mantenerme debidamente alejado cada vez que los afganos bajaban de las colinas. El esfuerzo me destrozaba los nervios, pero era lo único que podía hacer para aparentar un valor que no tenía; a medida que transcurría la mañana, los bárbaros actuaban cada vez con más audacia y, por si los ataques no hubieran sido suficientes, los francotiradores no paraban de disparar.

Al final, Elphy se hartó y ordenó que nos detuviéramos, lo cual fue lo peor que hubiéramos podido hacer. Shelton soltó una maldición por lo bajo, golpeó el suelo con los pies y dijo que teníamos que seguir adelante; era nuestra única esperanza de cruzar el Khoord-Kabul antes del anochecer. Por su parte, Elphy insistía en la conveniencia de detenernos e intentar llegar a una especie de acuerdo con los jefes afganos para, de este modo, poner fin a la lenta sangría del ejército a manos de las tribus que nos hostigaban. Yo era partidario de que así se hiciera. Cuando Pottinger avistó a una enorme muchedumbre de afganos encabezados por Akbar en lo alto de la ladera, no tuvo ninguna dificultad para convencer a Elphy de que le enviara unos mensajeros.

Juro por Dios que lamenté con toda mi alma estar allí en aquellos momentos, pues, como era de esperar, los ojos de Elphy se posaron inmediatamente en mí. Como es natural, no pude hacer nada por impedirlo. Cuando me dijo que debería dirigirme al lugar donde se encontraba Akbar y preguntarle por qué razón el salvoconducto no estaba siendo respetado, tuve que escuchar la orden como si las entrañas no se me estuvieran desintegrando por dentro y decir con voz muy firme:

—Muy bien, señor.

La tarea no fue nada fácil, se lo aseguro, pues la idea de subir a la colina para reunirme con aquellos bribones me helaba hasta el tuétano. Y lo peor de todo fue que Pottinger dijo que debería ir solo, pues, de lo contrario, cabía la posibilidad de que los afganos confundieran el grupo con unas fuerzas atacantes.

Sentí deseos de pegarle a Pottinger una patada en el culo al verle allí de pie tan seguro de sí mismo y de su importancia como si fuera Jesucristo, con su preciosa barbita castaña y su bigotito, pero tuve que asentir con la cabeza como si ello fuera una simple parte de mis obligaciones cotidianas. A nuestro alrededor había un montón de gente, pues, como es natural, las mujeres y las familias inglesas procuraban permanecer lo más cerca posible de Elphy —para gran irritación de Shelton— y la mitad de los oficiales del principal cuerpo expedicionario se había acercado para ver qué ocurría. Vi a Betty Parker en el
howdah
de un camello, mirando a su alrededor con expresión perpleja y melindrosa hasta que sus ojos se cruzaron con los míos y entonces apartó rápidamente la mirada.

Por consiguiente, puse al mal tiempo buena cara. Mientras daba la vuelta con mi jaca, le grité a «Gentleman Jim» Skinner:

—Si no regreso, Jim, ¿tendrá usted la bondad de arreglarle las cuentas a Akbar Khan de mi parte?

Después, espoleé mi montura y subí al galope por la ladera, pensando que, cuanto más rápido cabalgara, menos posibilidades habría de que me atacaran y que, cuanto más cerca estuviera de Akbar, más seguro estaría.

Mis suposiciones resultaron acertadas; nadie se me acercó y los grupos de
ghazi
de la ladera se quedaron boquiabiertos a mi paso. Cuando ya estaba muy cerca del lugar donde Akbar, montado en su cabalgadura, permanecía al frente de sus huestes —debía de haber quinientos o seiscientos hombres por lo menos— me animé un poco al ver que éste me saludaba con la mano.

—Nos volvemos a ver, príncipe de los mensajeros —me dijo con voz cantarina—. ¿Qué noticias me trae de Elfistan
sahib
?

Me acerqué a él, sintiéndome más seguro ahora que ya había dejado atrás a los
ghazi
de la ladera. No creía que Akbar permitiera que me causaran ningún daño a poco que pudiera impedirlo.

—No traigo ninguna noticia —contesté—. Quiere saber si ésa es la manera que tiene usted de cumplir su palabra, dejando que sus hombres saqueen nuestros bienes y asesinen a los nuestros.

—¿Acaso usted no se lo dijo? —replicó Akbar—. Él es el que no ha cumplido su palabra, abandonando Kabul antes de que yo le preparara una escolta. Pero aquí la tengo —añadió, señalando con un gesto de la mano a los hombres que se encontraban a su espalda—. Puede seguir adelante en paz y con toda tranquilidad.

En caso de que fuera cierto, era la mejor noticia que hubiera oído en muchos meses. Cuando dirigí la vista hacia los hombres, tuve la sensación de haber recibido de golpe un puntapié en el estómago: inmediatamente detrás de él, esbozando su lobuna sonrisa y mirándome con furia asesina estaba mi antiguo enemigo, Gul Shah. El hecho de verle allí fue algo así como recibir un jarro de agua fría en pleno rostro. Allí había un afgano por lo menos que no deseaba que yo me fuera en paz y tranquilidad.

Al ver la dirección de mi mirada, Akbar se echó a reír. Después acercó su caballo al mío para que nadie nos pudiera oír y me dijo:

—No le tenga ningún miedo a Gul Shah. Ya no comete los errores como el que tan desafortunadas consecuencias estuvo a punto de tener para usted. Le aseguro, Flashman, que no tiene que preocuparse por él. Además, sus pequeñas serpientes están todas en Kabul.

—Se equivoca —dije yo—. Hay muchísimas sentadas a su derecha y a su izquierda.

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