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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Harry Flashman (6 page)

Yo, que lo ignoraba, empecé a envalentonarme de nuevo y le revelé mi secreto a Bryant. El pelotilla se puso muy contento y los fulleros no tardaron en enterarse. La explosión era sólo cuestión de tiempo, tal como yo hubiera tenido que comprender.

Una noche, después de cenar, nos pusimos a jugar a las cartas mientras Bernier y uno o dos de sus indios conversaban sentados alrededor de una mesa cercana. El juego era la veintiuna y, en dicho juego, yo solía gastar una broma con la reina de diamantes que, a mi juicio, era mi carta de la suerte. Forrest era la banca y, cuando me ganó mi mano de cinco cartas con un as y la reina de diamantes, Bryant, que era un imbécil de mucho cuidado, empezó a canturrear:

—¡Viva! ¡Se te ha quedado la reina, Flashy! ¡El bocado más escogido!

—¿Qué quieres decir? —preguntó Forrest, recogiendo las cartas y las apuestas.

—En el caso de Flashy, ocurre justo lo contrario —contestó Bryant—. Él se queda con las reinas de otros.

—Ya —dijo Forrest sonriendo—. Pero la reina de diamantes es una buena inglesa, ¿verdad, Flash? En cambio, tengo entendido que tú montas potrancas francesas.

Todos estallaron en carcajadas y empezaron a mirar a Bernier. Hubiera sido preferible que yo me callara, pero fui lo bastante insensato como para unirme al jolgorio.

—Una potranca francesa no tiene nada de malo siempre y cuando el jinete sea inglés —dije—. Un jinete francés tampoco está mal, por supuesto, pero no duran mucho en una carrera importante.

La broma era bastante inocente y, además, habíamos bebido mucho oporto, pero fue la gota que hizo derramar el vaso. Sin saber cómo, noté que empujaban mi silla y, de pronto, me encontré despatarrado en el suelo con Bernier de pie a mi lado, moviendo los labios y mirándome con el semblante lívido de cólera.

—Pero, ¿qué demonios...? —dijo Forrest mientras yo me levantaba y los demás se ponían de pie de un salto. Me había medio incorporado cuando Bernier me golpeó, me hizo perder el equilibrio y volvió a derribarme al suelo.

—¡Por el amor de Dios, Bernier! —gritó Forrest—. ¿Pero es que te has vuelto loco?

Tuvieron que sujetarlo, de lo contrario creo que me hubiera hecho picadillo en el suelo. Al verle impotente, solté una imprecación y me abalancé contra él mientras Bryant me agarraba diciendo:

—¡No, no, Flash! ¡Cálmate, Flashy!

Todos me rodearon.

Pero la verdad es que yo me moría de miedo, pues temía ser víctima de un asesinato. El mejor tirador del regimiento me había golpeado, pero a causa de una provocación... tanto si estaba muerto de miedo como si no, yo siempre he sido muy rápido para pensar en situaciones de crisis y allí la única salida era un duelo. A menos que yo me quedara con la ofensa, lo cual hubiera significado el término de mi carrera en el Ejército y en la sociedad. Sin embargo, combatir con él era el camino más rápido hacia la tumba.

El dilema era terrible y, mientras los demás nos mantenían separados, comprendí que necesitaba tiempo para pensar, planificar y buscar un medio de salir del atolladero. Me los quité de encima y, sin decir una sola palabra, abandoné hecho una furia el comedor de oficiales como si no quisiera cometer una barbaridad.

Me pasé cinco minutos pensando intensamente y después regresé a grandes zancadas al comedor. El corazón me latía violentamente en el pecho, mi aspecto debía de ser impresionante y mis temblores se debieron de interpretar como un efecto de la cólera. Todas las conversaciones se interrumpieron en cuanto entré; aún recuerdo el silencio sesenta años después y veo las elegantes figuras azules, el brillo de la plata sobre la mesa y a Bernier, solo y muy pálido, de pie junto a la chimenea. Me fui directamente hacia él. Ya tenía el discurso preparado.

—Capitán Bernier —le dije—, me ha golpeado usted con su mano. Ha sido una imprudencia, pues yo le podría desintegrar en trocitos con la mía si quisiera —eso fue una patochada muy típica del británico Flashman, por supuesto—. Pero prefiero combatir como un caballero, aunque usted no lo haga —giré en redondo sobre mis talones—. Teniente Forrest, ¿querrá usted ser mi padrino?

Forrest contestó inmediatamente que sí y Bryant puso cara de ofendido. Esperaba que lo eligiera a él, pero yo le tenía reservado otro papel.

—¿Y quién será su padrino? —le pregunté fríamente a Bernier.

Eligió a Tracy, uno de los indios, y yo saludé con una inclinación de cabeza a Tracy y regresé a la mesa de juego como si nada hubiera ocurrido.

—El señor Forrest ordenará la presencia del destacamento —dije a los demás—. ¿Cortamos la baraja?

Todos me miraron asombrados.

—¡Por Dios, Flash, menuda sangre fría!

Me encogí de hombros, tomé las cartas y empezamos a jugar. Los demás estaban muy nerviosos... demasiado nerviosos como para darse cuenta de que mis pensamientos no estaban en las cartas. Por suerte, la veintiuna exige muy poca concentración.

Al poco rato, Forrest, que había estado intercambiando unas palabras con Tracy, regresó para comunicarme que, con el permiso que sin duda concedería lord Cardigan, deberíamos reunirnos en la parte de atrás de la escuela de equitación a las seis de la mañana. Se dio por sentado que yo elegiría las pistolas, pues me correspondía hacerlo en mi calidad de parte ofendida.
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Asentí con indiferencia y le dije a Bryant que se diera prisa en disponerlo todo. Jugamos unas cuantas manos y después anuncié que me iba a la cama, encendí un cigarro y me retiré dando jovialmente las buenas noches a los demás como si la idea de las pistolas al amanecer me causara tan poca desazón como el desayuno que iba a tomar por la mañana. Cualquier cosa que ocurriera, aquella noche me granjearía por lo menos el aprecio general.

Me detuve un instante bajo los árboles antes de dirigirme a mi cuarto y, al poco rato, tal como yo esperaba, Bryant se me acercó, presa de una gran inquietud y emoción. Empezó farfullando no sé qué de que yo era un demonio y Bernier era un bárbaro sin conciencia, pero yo lo corté en seco.

—Tommy —le dije—, tú no eres rico.

—¿Cómo? —replicó—. ¿Y eso qué...?

—Tommy —repetí—. ¿Te gustaría ganar diez mil libras?

—Qué barbaridad —exclamó él—. ¿A cambio de qué?

—De que cuides de que, en nuestra cita de mañana, Bernier tenga la pistola descargada —contesté sin andarme por las ramas, sabiendo muy bien cómo era aquel hombre.

Me miró con los ojos enormemente abiertos y después volvió a farfullar.

—Pero, por el amor de Dios, Flash, ¿es que te has vuelto loco? Descargada... ¿por qué...?

—Sí o no —insistí yo—. Diez mil libras.

—¡Pero eso es un asesinato! —chilló—. ¡Nos ahorcarían por eso! Perderíamos el honor, ¿comprendes?, sería una vergüenza.

—¡No van a ahorcar a nadie! —le dije— y haz el favor de bajar la voz, ¿me oyes? Bueno, tú eres un hombre muy listo, Tommy, y tienes mucha habilidad manual en las fiestas... te he visto. Lo podrías hacer incluso dormido. ¿Por diez mil?

Le dejé parlotear un ratito, sabiendo que se dejaría convencer. Era un pequeño bastardo codicioso y la idea de las diez mil se le antojaba algo así como la cueva de Aladino. Le expliqué lo seguro y sencillo que sería; ya lo tenía todo pensado la primera vez que había abandonado el comedor de oficiales.

—Lo primero que tienes que hacer es ir a ver a Reynolds y pedirle prestadas las pistolas del duelo. Después se las llevas a Forrest y a Tracy y te ofreces a cargarlas... tú siempre estás metido en todo lo que ocurre y ellos no lo pensarán dos veces y aceptarán de mil amores.

—¿Tú crees? —dijo—. Saben que tú y yo somos muy amigos, Flashy.

—Tú eres un oficial y un caballero —le recordé—. ¿Quién podría imaginar por un instante que fueras capaz de rebajarte a cometer semejante traición? No, no, Tommy, todo será muy fácil. Por la mañana, con el médico y los padrinos situados a tu lado, tú cargarás las pistolas... con mucho cuidado. No me digas que no sabes esconder en la palma de la mano una bala de pistola.

—Por supuesto que sí, pero...

—Diez mil libras —repetí mientras él se humedecía los labios con la lengua.

—Jesús —dijo al final—. Diez mil. ¡Madre mía! ¿Me das tu palabra de honor, Flash?

—Palabra de honor —contesté, encendiendo otro cigarro.

—¡Lo haré! —dijo—. ¡Dios mío! ¡Eres un auténtico demonio, Flash! Pero no lo vas a matar, ¿verdad? Yo no quiero ser cómplice de un asesinato.

—El capitán Bernier estará tan a salvo de mí como yo de él —contesté—. Y ahora lárgate y ve a ver a Reynolds.

Se retiró de inmediato. Era una especie de ratoncito muy eficiente, lo reconozco. En cuanto asumía un compromiso, se entregaba a él en cuerpo y alma. Me fui a mi cuarto, me libré de Basset, que me estaba esperando, y me tendí en mi catre. Me noté la garganta seca y sentí que me temblaban las manos mientras pensaba en lo que había hecho. A pesar de mis bravucones aires de seguridad en presencia de Bryant, estaba muerto de miedo. ¿Y si algo fallaba y Bryant cometía un error? Me había parecido todo tan fácil en aquel momento de pánico fuera del comedor de oficiales... es posible que el temor estimule la actividad mental, pero puede que las ideas no estén muy claras porque uno ve las cosas tal como quiere que sean y se lanza de cabeza sin más. Me imaginé a Bryant cometiendo un error o vigilado estrechamente por los hombres que se encontraban a su lado, y a Bernier de pie delante de mí, sosteniendo en su poderosa mano una pistola cargada y apuntándome al pecho con el cañón. Sentí que la bala me desgarraba por dentro y me vi desplomándome en el suelo con un grito de dolor y muriendo en el acto.

Estuve casi a punto de gritar de terror y permanecí tendido en la oscuridad de la habitación, sollozando de angustia; hubiera deseado levantarme y echar a correr, pero las piernas no me lo permitieron. Por consiguiente, me puse a rezar, cosa que no hacía, lo confieso, desde que tenía unos ocho años de edad, pero sólo podía pensar en Arnold y en el infierno —lo cual era sin duda muy significativo dadas las circunstancias— y, al final, no me quedó más remedio que recurrir al brandy, pero fue como si me hubiera bebido un vaso de agua.

Aquella noche no pude pegar ojo y me pasé todo el tiempo escuchando cómo el reloj daba los cuartos, hasta que amaneció y oí a Basset acercándose. Me quedaba el suficiente sentido común como para comprender que no hubiera sido oportuno que éste me sorprendiera temblando y con los ojos enrojecidos, por lo que fingí estar dormido, me puse a roncar como un órgano y le oí decir:

—¡Hay que ver! Duerme como un niño. ¡Es un auténtico gallo de pelea!

Otra voz, de otro criado, supongo, replicó:

—Todos son iguales, unos malditos inconscientes. No roncará mañana por la mañana cuando Bernier acabe con él. Su sueño será demasiado profundo como para eso.

«Tienes razón, muchacho, quienquiera que seas —pensé—, como salga de ésta, no te extrañe que te lleve a los patios de la escuela de equitación. Veremos el temple que tienes cuando el sargento herrador te acaricie con el látigo. Ya veremos entonces los ronquidos que sueltas.» Aquel acceso de cólera hizo que la confianza borrara repentinamente mi temor... Bryant se encargaría de todo... Cuando acudieron a recogerme, por lo menos estaba sereno, aunque no contento.

Siempre que tengo miedo, se me pone la cara colorada y no pálida como a la mayoría de la gente, por lo que el miedo puede confundirse en mi caso con la rabia, lo cual me ha sido muy útil en más de una ocasión. Dice Bryant que aquella mañana me dirigí a la escuela de equitación con la cara tan roja como las barbas de un pavo. Y que los hombres estaban seguros de que yo tenía la firme intención de matar a Bernier, aunque no creían que se me ofreciera la menor oportunidad de hacerlo. Por una vez guardaron silencio mientras cruzábamos el patio de la revista, justo en el momento en que el corneta tocaba a diana.

Como es natural, Cardigan había sido informado y algunos pensaban que, a lo mejor, éste impediría el duelo. Pero, cuando se enteró de lo ocurrido, Cardigan se limitó a preguntar:

—¿Cuándo
seuá
el duelo?

Después volvió a dormirse, dando orden de que lo despertaran a las cinco. No era partidario de los duelos —a pesar de que él mismo había protagonizado algunos en célebres circunstancias—, pero pensaba que, en aquel caso, el honor del regimiento quedaría en entredicho si hiciéramos las paces.

Bernier y Tracy ya estaban allí con el médico, envueltos por la ligera bruma del amanecer. Nuestros pies se hundían en la tierra todavía húmeda a causa del rocío cuando Forrest y yo nos acercamos a ellos, seguidos por Bryant con el estuche de las pistolas bajo el brazo y los demás. A cosa de unos cincuenta metros de distancia, un pequeño grupo de oficiales se había reunido bajo los árboles junto a la valla. Entre ellos, vi la calva cabeza de Cardigan destacando sobre su amplia capa militar. Estaba fumando un cigarro.

Bryant y el médico nos pidieron a Bernier y a mí que nos acercáramos y Bryant nos preguntó si deseábamos resolver nuestra disputa. Ninguno de los dos dijo una sola palabra. Bernier estaba muy pálido y miraba fijamente por encima de mi hombro. En aquel momento, estuve casi a punto de dar media vuelta y echar a correr. Temía que los intestinos se me aflojaran de un momento a otro y me temblaban las manos bajo la capa.

—Muy bien, pues —dijo Bryant, dirigiéndose con el médico a una mesita que habían colocado para la ocasión. Sacó las pistolas y, por el rabillo del ojo, le vi encender los pedernales, colocar las cargas y examinar la cámara. No me atreví a mirar con detenimiento y, además, en aquel momento se acercó Forrest y me acompañó hasta mi sitio. Cuando volví de nuevo la cabeza, el médico se había agachado para recoger un frasco de pólvora que había caído al suelo y Bryant estaba colocando un taco en una de las pistolas.

Ambos se intercambiaron unas palabras y después Bryant se acercó a Bernier y le entregó una pistola; después se acercó a mí con la otra. No había nadie a mi espalda. Mientras mi mano sujetaba la culata, Bryant me guiñó rápidamente el ojo. El corazón me dio un vuelco en el pecho, y jamás podré describir el alivio que en aquel momento me recorrió todo el cuerpo y me cosquilleó todos los miembros. No iba a morir. —Caballeros, ¿están ustedes decididos a seguir adelante con este duelo? —preguntó Bryant, mirándonos primero a uno y después al otro.

—Sí —contestó Bernier con voz firme y clara.

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