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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Harry Flashman (2 page)

Pero entonces estaba muy vivo. Permaneció en silencio un ratito para ponerme nervioso. Y después:

—Flashman —dijo—, hay muchos momentos en la vida de un director de escuela en los que éste debe tomar una decisión, para preguntarse después si ha obrado bien o no. Yo ya he tomado la decisión y, por una vez, no me cabe la menor duda de que obro bien. Llevo varios años observándole con creciente preocupación. Ha sido usted una influencia nefasta en la escuela. Sé que es un muchacho pendenciero, sospecho desde hace mucho tiempo que es un mentiroso, y mucho me temía que fuera falso y mezquino. Pero, sinceramente, jamás hubiera imaginado que pudiera caer tan bajo como para ser un borrachín. He buscado en el pasado alguna señal de mejora en usted, algún destello de gracia, algún rayo de esperanza que me permitiera pensar que mi labor, en su caso, no había sido totalmente inútil. Pero no he hallado nada, y ésta es la infamia final. ¿Tiene usted algo que decir?

Para entonces yo sólo estaba en condiciones de lloriquear; farfullé no sé qué, señalando que lo lamentaba.

—Si pensara por un instante —dijo— que de veras lo lamenta y siente un sincero arrepentimiento, podría vacilar y no atreverme a dar el paso que estoy a punto de dar. Pero le conozco demasiado bien, Flashman. Tiene usted que abandonar Rugby mañana mismo.

Si hubiera estado en mi sano juicio, supongo que la noticia no me habría parecido demasiado mala, pero la voz de trueno de Arnold me hizo perder la cabeza.

—Pero, señor —repliqué sin dejar de lloriquear—, ¡a mi madre se le partirá el corazón de pena!

Palideció como un fantasma y yo me eché hacia atrás, pensando que me iba a pegar.

—¡Miserable blasfemo! —rugió, adoptando una de sus habituales expresiones de predicador de púlpito—, su madre lleva muchos años muerta, ¿y tiene usted la osadía de invocar su nombre, un nombre que debería ser sagrado para usted, en defensa de sus abominaciones? ¡Acaba de matar cualquier destello de compasión que yo pudiera sentir por usted!

—Mi padre...

—Su padre —dice— ya sabrá qué hacer con usted. Me cuesta pensar que se le vaya a partir el corazón de pena —añadió, mirándome con desdén.

Sabía algo acerca de mi padre, ¿comprenden ustedes?, y probablemente pensaba que éramos tal para cual. Permaneció de pie un momento, juntando las yemas de los dedos de ambas manos a su espalda, y después dijo, utilizando un tono de voz distinto:

—Es usted una criatura despreciable, Flashman. He fracasado con usted. Pero, a pesar de todo, debo decirle que esto no es el final. No puede seguir aquí, pero es usted joven, Flashman, y todavía hay tiempo. Aunque sus pecados sean más rojos que la sangre, aún pueden volverse más blancos que la nieve. Ha caído muy bajo, pero podrá volver a levantarse...

No tengo muy buena memoria para los sermones, pero siguió un buen rato en este plan, tal como correspondía a su condición de viejo hipócrita mojigato. Pues yo creo que era tan hipócrita como casi todos los representantes de su generación. O eso, o era más tonto de lo que parecía, pues su compasión hacia mí era totalmente inútil. Pero él no se dio cuenta en ningún momento.

Sea como fuere, el caso es que me soltó una piadosa arenga sobre la forma en que me podría salvar a través del arrepentimiento... cosa, por cierto, que yo jamás he creído. Me he arrepentido muchas veces en mi vida y con razones más que sobradas, pero jamás he sido tan necio como para suponer que con ello se pudieran arreglar las cosas. Sin embargo, he aprendido a seguir la corriente cuando hace falta y por eso dejé que rezara por mí y, cuando terminó, salí de su estudio mucho más contento de lo que estaba cuando había entrado en él. Me había salvado de los azotes, que era lo principal; el hecho de abandonar Rugby me importaba un pimiento. Nunca me había gustado demasiado aquel lugar y ni siquiera pensaba en la presunta ignominia de la expulsión. (Me llamaron hace algunos años para entregar unos premios; nada se dijo entonces a propósito de la expulsión, lo cual demuestra que son unos hipócritas tan redomados como en tiempos de Arnold. Hasta pronuncié un discurso; acerca del valor, nada menos.)

Abandoné la escuela a la mañana siguiente en la calesa con mi baúl encima de la capota y supongo que ellos se alegraron de que me largara. Los fámulos, con toda seguridad, porque se las había hecho pasar moradas en mis tiempos. ¿Y quién estaba en la puerta (para burlarse de mí, pensé al principio, pero resultó que era todo lo contrario) sino el descarado de Scud East? Hasta me tendió la mano.

—Lo siento, Flashman —dijo.

Le pregunté por qué tenía que sentirlo y le mandé a la mierda por su desvergüenza.

—Siento que te hayan expulsado —me dijo.

—Eres un embustero —le contesté—. Y que se vaya también a la mierda tu sentimiento.

Me miró, giró sobre sus talones y se alejó. Ahora sé que estaba equivocado. Lo sintió de verdad, sólo el cielo sabe por qué. No tenía motivos para apreciarme y yo en su lugar hubiera arrojado el gorro al aire y habría lanzado vítores de alegría. Pero él era un blandengue; uno de aquellos valerosos bobalicones de Arnold, un viril tipejo rebosante de virtud, de esos que tanto les gustan a los directores de escuela. Sí, entonces el pobrecillo era un bobalicón y lo seguía siendo veinte años después cuando murió en medio de la polvareda en Kanpur con una bayoneta cipaya clavada en la espalda. El bueno de Scud East; para eso le sirvió toda su valerosa bondad.

2

No me entretuve durante el viaje de vuelta a casa. Sabía que mi padre estaba en Londres y quería resolver cuanto antes la dolorosa cuestión de comunicarle mi expulsión de Rugby. Por consiguiente, dejé dicho que me enviaran el equipaje y alquilé un caballo como Dios manda en el George para trasladarme a la ciudad. Yo era uno de esos que aprenden a montar en cuanto empiezan a andar... De hecho, mi habilidad para la equitación y mi facilidad para los idiomas extranjeros han sido las únicas cosas de las que se podría decir que son dotes innatas y muy útiles, por cierto.

O sea que me dirigí a caballo a la ciudad, preguntándome cómo se tomaría mi padre la buena noticia. El jefe era un tipo un poco raro y ambos habíamos recelado siempre el uno del otro. Era nieto de un ricachón, ¿saben?, pues el viejo Jack Flashman había ganado una fortuna en América con los esclavos y el ron y no me extrañaría nada que también se hubiera dedicado a la piratería, todo lo cual le permitió comprarse una casa en Leicestershire en la que hemos vivido desde entonces. Sin embargo, a pesar de su dinero, los Flashman nunca llegaron a refinarse... «el pelo de la dehesa asomaba generación tras generación como una boñiga junto a un rosal», tal como decía Greville. En otras palabras, mientras que otras familias venidas a más procuraban por todos los medios hacerse pasar por gente fina, la nuestra no lo hacía porque le era imposible. Mi padre fue el primero en casarse bien, pues mi madre estaba emparentada con los Paget, los cuales, como todo el mundo sabe, están sentados a la derecha de Dios. Debido a ello, se pasaba la vida vigilándome para ver si se me subían los humos a la cabeza; antes de la muerte de mi madre, mi padre apenas me veía, pues estaba demasiado ocupado en los clubs o en la Cámara o bien cazando —a veces zorros, pero generalmente mujeres—; más tarde no tuvo más remedio que interesarse un poco por su heredero y, de este modo, empezamos a conocernos y a desconfiar el uno del otro.

Supongo que, a su manera, era un tipo honrado, un poco bruto y con un genio de mil demonios, pero bastante apreciado en su círculo, que era el de los terratenientes con suficiente dinero como para ser aceptados en el elegante barrio residencial del West End. Disfrutaba de cierta fama residual por el hecho de haber resistido varios asaltos con Cribb en su juventud, aunque yo creo que el campeón Tom estuvo muy suave con él a causa de su dinero. Ahora repartía su tiempo entre la ciudad y el campo y mantenía una casa muy lujosa, pero ya no estaba en la política, pues lo habían enviado al matadero de la Reforma.
[1]
Sin embargo, seguía estando muy ocupado con el
brandy
, las mesas de juego y la caza... de ambos tipos.

Yo estaba considerablemente nervioso cuando subí corriendo los peldaños y empecé a aporrear la puerta principal de la casa. Oswald, el mayordomo, lanzó un grito al ver quién era, pues el final del semestre aún quedaba muy lejos. Sus voces atrajeron a otros criados que sin duda olfatearon un escándalo.

—¿Está en casa mi padre? —pregunté, entregándole a Oswald mi chaqueta mientras me alisaba el corbatín.

—Por supuesto que sí, señorito Harry —contestó Oswald, deshaciéndose en sonrisas—. ¡Ahora mismo se encuentra en el salón! —Abrió la puerta de par en par y anunció—: ¡El señorito Harry ha llegado a casa, señor!

Mi padre estaba repantigado en un canapé, pero se levantó de un salto al verme. Sostenía una copa en la mano y tenía la cara arrebolada, pero, puesto que ambas cosas eran habituales en él, resultaba un poco difícil saber si estaba bebido o no. Me miró fijamente y después saludó al hijo pródigo con un:

—¿Qué demonios estás haciendo aquí?

En casi cualquier otra circunstancia, semejante bienvenida me hubiera desconcertado, pero no en aquel momento. En la estancia había una mujer que me distrajo de mi zozobra. Era alta y bien parecida, tenía pinta de pelandusca, llevaba el cabello castaño recogido hacia arriba y miraba con cara de aquí te espero. «Ésta es la nueva», pensé, pues ya me había acostumbrado a su colección de señoras, las cuales cambiaban con tanta rapidez como los centinelas de St. James.

Me miró con una perezosa sonrisa medio divertida, que me provocó no sólo un estremecimiento en la espalda sino también una aguda conciencia de mi atuendo de colegial. Pero también me fortaleció de golpe, de tal forma que contesté sin la menor vacilación y con la mayor frialdad que pude:

—Me han expulsado.

—¿Expulsado? ¿Quieres decir que te han echado? ¿Y eso por qué, señor mío? —preguntó mi padre.

—Por embriaguez principalmente.

—¿Principalmente? ¡Pero qué barbaridad!

Se le había puesto la cara de color púrpura y su mirada pasaba de la mujer a mí como si buscara una aclaración. Por lo visto, a la mujer la situación se le antojaba muy graciosa, pero, al ver que el pobre hombre estaba a punto de estallar, me apresuré a explicarle lo ocurrido. Dije esencialmente la verdad, pero amplié más de la cuenta mi entrevista con Arnold. Cualquiera que me hubiera oído habría imaginado que ambos habíamos estado más o menos parejos. Al percatarme de que la mujer me miraba, me hice el indiferente, lo cual fue quizá un poco peligroso dado el estado de ánimo del jefe. Sin embargo, para mi sorpresa, mi padre lo encajó muy bien; nunca le había gustado Arnold, como es natural.

—¡Bueno, pues qué le vamos a hacer! —dijo llenándose otra vez la copa. No sonreía, pero se le había desarrugado la frente—. ¡Menudo sinvergüenza estás hecho! Bien empezamos. ¡Expulsado con ignominia, maldita sea tu estampa! ¿Te azotó? ¿No? Pues yo te hubiera arrancado la piel de la espalda a tiras... ¡y puede que lo haga, qué demonios! —Pero ahora ya estaba sonriendo, aunque con cierta amargura, todo hay que decirlo—. ¿Tú qué piensas de eso, Judy?

—Supongo que es un pariente tuyo, ¿verdad? —replicó ella, señalándome con su abanico. Tenía una profunda voz gutural y yo volví a estremecerme.

—¿Un pariente? ¡Pero bueno, si es mi hijo Harry, muchacha! Harry, ésta es Judy... quiero decir, la señora Parsons.

Ella me miró sonriendo con la misma expresión divertida de antes, y entonces yo me llené de orgullo —recuerden que tenía diecisiete años—y la estudié con detenimiento mientras mi padre se volvía a llenar la copa y maldecía a Arnold, calificándolo de puritano cura iletrado. La mujer poseía lo que se llama una figura escultural, con anchos hombros y busto exuberante, lo cual era menos común entonces de lo que es ahora, y yo tuve la impresión de que le gustaba el aspecto de Harry Flashman.

—Bueno —dijo finalmente mi padre cuando hubo terminado de tronar contra la insensatez que suponía colocar a mojigatos hombres de letras al frente de las escuelas privadas—. ¿Y ahora qué vamos a hacer contigo, me lo quieres decir? ¿Qué piensas hacer, señor mío, ahora que has manchado el honor de tu casa con tus bestialidades, eh?

Yo lo había estado pensando por el camino, e inmediatamente contesté que me gustaba el ejército.

—¿El ejército? —rezongó—. ¿Quieres decir que tendré que comprarte un nombramiento para que puedas vivir como un rey y me arruines, supongo, con tus facturas del Club de la Guardia?

—De la Guardia no —contesté—. Yo había pensado en el Undécimo de la Brigada Ligera de Dragones. Me miró fijamente al oír mis palabras.

—¿Pero es que ya has elegido el regimiento? ¡Desde luego, eres más frío que un témpano!

Yo sabía que el Undécimo estaba en Canterbury tras un prolongado período de servicio en la India y que, por esa razón, no era probable que lo destinaran a una plaza en el extranjero. Sabía ciertas cosas sobre los militares, pero todo aquello era demasiado rápido para el jefe; siguió hablando de los costes de las compras y de la vida en el ejército y se refirió de nuevo a mi expulsión y a mi carácter en general antes de volver de nuevo al ejército. Me di cuenta de que el oporto lo estaba volviendo locuaz, por lo que me pareció prudente no insistir.

—Conque los Dragones, ¿eh? ¿Tú sabes lo que vale un nombramiento de corneta? Eso es un maldito disparate. En mi vida he oído nada igual. Menuda desfachatez, ¿no te parece, Judy?

La señorita Judy señaló que yo estaría muy guapo con un deslumbrante uniforme de dragón.

—Ah, ¿sí? —dijo mi padre, mirándola con una cara muy rara—. Sí, seguro que estaría muy guapo. Ya veremos —añadió, estudiándome con expresión malhumorada—. Entre tanto, te puedes ir a la cama. Hablaremos mañana. De momento, aún estás en desgracia.

Sin embargo, mientras me retiraba le oí denostar de nuevo a Arnold y me fui a la cama muy contento e incluso aliviado. No cabía duda de que mi padre era un tipo muy raro; nunca podías adivinar cómo se tomaría las cosas.

Pero, a la mañana siguiente, cuando me reuní con él a la hora del desayuno, ya no se habló para nada del ejército. Soltando maldiciones contra Brougham —el cual, deduje, habría lanzado un violento ataque contra la Reina en la Cámara—
[2]
y comentando no sé qué escándalo protagonizado por lady Flora Hastings
[3]
en el
Post
, estaba demasiado ocupado como para prestarme atención, por lo que se fue inmediatamente a su club. En cualquier caso, yo me alegré de dejar el asunto tal como estaba de momento; siempre he creído que hay que hacer las cosas de una en una, y la cosa que en aquel momento ocupaba mis pensamientos era la señorita Judy Parsons.

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