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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Harry Flashman (4 page)

Una sarta de bobadas, pensarán ustedes, pero es que todavía estaba aprendiendo. Entonces el espejo me dijo que lo estaba haciendo muy bien. Terminé echando los hombros hacia atrás y diciéndole con expresión solemne:

—Por eso he venido a verte otra vez... para decírtelo. Y pedirte perdón.

Incliné ligeramente la cabeza y me volví hacia la puerta, ensayando cómo me detendría y volvería la mirada hacia atrás en caso de que ella no me llamara. Pero se tragó el anzuelo, pues, mientras yo acercaba la mano al tirador, me dijo:

—Harry.

Giré en redondo y la vi sonriendo con cierta tristeza. Después sonrió como Dios manda y sacudió la cabeza diciendo:

—Muy bien, Harry, si quieres mi perdón, aquí lo tienes si te sirve de algo.

—¡Judy! —exclamé, volviendo sobre mis pasos con sonrisa de alma resucitada—. ¡Oh, Judy, cuánto te lo agradezco! —añadí, tendiéndole sincera y virilmente la mano.

Ella la tomó y la estrechó sin dejar de sonreír, pero su mirada conservaba todavía un ligero destello de crueldad. Me perdonaba con la misma majestuosa magnanimidad con que una tía hubiera podido perdonar a un díscolo sobrino. Ignoraba que el sobrino estaba tramando un incesto.

—Judy —dije sin soltar su mano—, ¿nos despedimos como buenos amigos?

—Si tú quieres —contestó, tratando de retirar la mano—. Adiós, Harry, y buena suerte.

Me acerqué un poco más, le besé la mano, y pareció que no le importaba. En mi ceguera, llegué a la conclusión de que había ganado la partida.

—Judy —repetí—, eres adorable. Te quiero, Judy. Si tú supieras, eres todo lo que yo deseo en una mujer. Oh, Judy, eres lo más bonito que he visto en mi vida, toda trasero, barriguita y busto, te quiero muchísimo. La estreché contra mi pecho, pero ella se soltó y se apartó.

—¡No! —dijo con una voz más fría que el acero.

—Pero, ¿por qué no, maldita sea? —grité.

—¡Vete! —contestó con la cara muy pálida y unos ojos como puñales—. ¡Buenas noches!

—Buenas noches un cuerno —dije—. Pensaba que me habías dicho que nos despediríamos como amigos. Eso no es muy amistoso, ¿no te parece?

Me miró con furia. Su busto estaba lo que las novelistas suelen llamar agitado, pero, si hubieran visto a Judy agitada en salto de cama, se habrían inventado otra manera de describir el furor femenino.

—He sido una estúpida al escucharte —añadió—. ¡Sal ahora mismo de esta habitación!

—Todo a su tiempo —contesté y, con un rápido movimiento, la rodeé por el talle.

Me golpeó, pero yo esquivé los golpes y ambos caímos juntos sobre la cama. Estrechaba la suavidad de su cuerpo y me volvía loco. La sujeté por la muñeca mientras ella me volvía a golpear como una tigresa, le cubrí la boca con la mía y me mordió el labio con todas sus fuerzas. Lancé un grito y me aparté acercándome la mano a la boca, y ella, furiosa y jadeante, tomó un plato de porcelana y me lo arrojó. Falló por completo, pero me sacó totalmente de mis casillas. Perdí el control de mí mismo por entero.

—¡Perra asquerosa! —le grité, abofeteándola con todas mis fuerzas.

Se tambaleó, la volví a golpear y ella cayó sobre la cama y, desde allí, al suelo por el otro lado. Miré a mi alrededor, buscando algo con que pegarla, un látigo o un bastón, pues estaba tan fuera de mí que la hubiera cortado a trocitos de haber podido. Pero no tenía nada a mano y, cuando rodeé la cama para acercarme a ella, se me ocurrió pensar que la casa estaba llena de criados, por cuyo motivo sería mejor que aplazara la cuenta que tenía pendiente con la señorita Judy para otra ocasión.

La miré sudoroso y encolerizado mientras ella se levantaba sujetándose a una silla y se cubría la mejilla con la otra mano. Pero era una presa muy fácil.

—¡Cobarde! —fue lo único que pudo decir—. ¡Maldito cobarde!

—¡No es cobardía castigar a una puta insolente! —repliqué—. ¿Quieres un poco más?

Estaba llorando... sin sollozar, pero con lágrimas en las mejillas. Se acercó al asiento que había junto al espejo medio tambaleándose, se sentó y se miró. La maldije de nuevo, dedicándole los epítetos más escogidos que se me ocurrieron, pero ella siguió acariciándose suavemente la magullada y enrojecida mejilla con la mano sin prestarme atención. No dijo nada en absoluto.

—¡Bueno, pues vete a la mierda! —dije al final, saliendo de la habitación con un portazo.

Temblaba de rabia, y el dolor del labio, que me sangraba profusamente, me hizo recordar que ella me había pagado los golpes por adelantado. Aunque, de todos modos, también había recibido algo a cambio; no sería fácil que olvidara a Harry Flashman.

3

Los dragones del Undécimo de la Brigada Ligera acababan por aquel entonces de regresar de la India, donde habían prestado servicio desde antes de que yo naciera. Eran un regimiento de combate y —lo digo sin el menor orgullo por ser miembro de un regimiento, pues jamás lo tuve, sino como una simple constatación— probablemente las mejores tropas montadas de Inglaterra, cuando no del mundo, y, sin embargo, se había registrado una pérdida constante de oficiales desde su regreso a casa. Y la razón era James Brudenell, conde de Cardigan.

Todos ustedes habrán oído hablar de él sin duda. Los escándalos del regimiento, la Carga de la Brigada Ligera, la vanidad, la estupidez y la extravagancia de aquel hombre se han convertido en historia, y, como buena parte de la historia, contiene un considerable fundamento de verdad. Pero yo le conocí probablemente como muy pocos oficiales le conocieron, y me parecía un personaje divertido, temible, vengativo, encantador y decididamente peligroso. Era el mayor insensato que jamás haya habido en este mundo... aunque no se le puede culpar del fracaso de Balaclava; eso fue culpa de Raglan y Airey. Además, era el hombre más arrogante que jamás he conocido en mi vida, estaba más seguro de su razón de lo que hubiera podido estar cualquier hombre —incluso cuando se equivocaba—, y todo el mundo era testigo de su testarudez. Ése era su rasgo más acusado, la clave de su carácter: él nunca se podía equivocar.

Dicen que, por lo menos, era valiente. Pero no es verdad. Era simplemente estúpido, demasiado estúpido como para tener miedo. El temor es una emoción, y todas sus emociones se concentraban entre sus rodillas y su esternón; nunca alcanzaban a su razón, más bien escasa, por cierto.

Pese a todo, jamás se le hubiera podido calificar de mal soldado. Algunos fallos humanos son virtudes militares, como, por ejemplo, la estupidez, la arrogancia y la estrechez mental. Cardigan mezclaba las tres cosas con una extraordinaria afición por el detalle y la precisión; era un perfeccionista, y el
Manual de Instrucción de Caballería
era su Biblia. Podía realizar u obligar a realizar todo lo que encerraban las tapas de aquel libro con una maravillosa eficiencia, y ¡ay de aquel que fallara en su actuación! Hubiera podido ser un sargento de instrucción de primera... sólo un hombre dotado de una mente capaz de llegar a semejantes grados de locura hubiera podido colocarse al mando de seis regimientos en el valle de Balaclava.

Sin embargo, yo le dedico cierto espacio porque desempeñó un papel significativo en la carrera de Harry Flashman y, puesto que mi propósito es mostrar de qué forma el Flashman de
Tom Brown
se convirtió en el glorioso Flashman al que se dedican diez centímetros en el
Quién es quién
, empeorando considerablemente su imagen en el transcurso de dicho proceso, debo decir que fue un buen amigo para mí. Jamás me comprendió, naturalmente, lo cual no es de extrañar. Tuve buen cuidado de no permitírselo.

Cuando le conocí en Canterbury, ya había reflexionado largo y tendido acerca de la manera en que debería comportarme en el ejército. Estaba empeñado en pasarlo lo mejor posible y en entregarme a la mayor cantidad de perversas diversiones que pudiera —mis contemporáneos que alaban a Dios los domingos y que durante la semana frecuentan de tapadillo los burdeles infantiles, lo calificarían mojigatamente de conducta depravada—, pero yo siempre he sabido cómo comportarme con mis superiores y resplandecer ante sus ojos, un rasgo de mi carácter que Hughes señaló debidamente, Dios lo bendiga. Mi determinación a ese respecto era muy firme y, puesto que lo poco que yo sabía de Cardigan me decía que éste valoraba por encima de todo la elegancia y el boato, me tomé ciertas molestias a mi llegada a Canterbury.

Me dirigí al cuartel general del regimiento en un coche, enfundado en mi nuevo y resplandeciente uniforme, seguido de mis caballos y un carro lleno de pertrechos. Cardigan no me vio llegar, por desgracia, pero debió de enterarse de la noticia, pues, cuando me presentaron a él en el cuarto de su asistente, estaba de muy buen humor.

—Jo, jo —dijo, estrechándome la mano—. Es el señor
Fuashman
. ¿Cómo está usted, señor? Bienvenido al
uegimiento
. Un
cauaje
estupendo, Jones —añadió, dirigiéndose al oficial que tenía al lado—. Me encanta ver a un oficial elegante. Señor
Fuashman
, ¿cuánto mide usted?

—Metro ochenta, señor —contesté, lo cual era más o menos cierto.

—Jo, jo. ¿Y cuánto pesa, señor?

No lo sabía, pero calculaba que unos setenta y ocho kilos.

—Demasiado para un duagón de una
buigada ligeua
—dijo sacudiendo la cabeza—. Pero hay algunas compensaciones. Tiene una
figúa
adecuada, señor
Fuashman
, y un porte marcial. Cumpla atentamente con sus
debeues
y nos
llevauemos
muy bien. ¿Dónde ha cazado usted?

—En Leicestershire, milord —contesté.

—Un lugar
inmejouable
—dijo—. ¿
Veudad
, Jones? Muy bueno. Señor
Fuashman
...
espeuo veule
a menudo. Jo, jo.

Que yo recordara, jamás en mi vida nadie había sido tan amable conmigo, exceptuando los pelotilleros como Speedcut, que no contaban. Descubrí que Su Señoría me estaba empezando a gustar, sin darme cuenta de que lo estaba viendo bajo la luz más favorable. Cuando estaba de buen humor, era un hombre encantador y de aspecto sumamente agradable. Era más alto que yo, se mantenía enhiesto como una lanza y poseía una esbelta figura y unas manos ahusadas. Aunque tenía apenas cuarenta años, ya estaba calvo y ostentaba sólo unos mechones de cabello por encima de las orejas y un bigote impresionante. Tenía una nariz aguileña y unos saltones ojos azules que no parpadeaban jamás... y contemplaban el mundo con la serenidad propia de un aristócrata cuyo antepasado más lejano también era aristócrata desde la cuna. Es la mirada por la cual un advenedizo daría la mitad de su fortuna, esa mirada imperturbable del niño mimado por la fortuna que sabe con inamovible certeza que tiene razón y el mundo está ordenado justamente para su satisfacción y su placer. Es la mirada que provoca temblores en los subordinados y desata revoluciones. La vi entonces, y siempre fue la misma a lo largo de todo el tiempo que estuve con él, incluso durante el pase de lista al pie de los Altos de Causeway, cuando el siniestro silencio que siguió a los nombres fue mudo testigo de la pérdida de quinientos hombres bajo su mando.

—Yo no tuve la culpa —dijo entonces, y no se limitó a creerlo sino que lo supo con toda certeza.

Tuve ocasión de verle con otro estado de ánimo antes de que finalizara la jornada, pero, por suerte, yo no fui el objeto de su cólera sino todo lo contrario.

El oficial de servicio, un amable y joven capitán llamado Reynolds,
[5]
cuyo rostro estaba tan colorado como un ladrillo rojo tras haber servido en la India, me acompañó en un recorrido por el campamento. Desde un punto de vista profesional, era un buen soldado, pero muy callado y sin la menor energía. Yo me mostré más bien despectivo y sin duda insolente en mi trato, pero él lo aceptó todo sin hacer el menor comentario y se limitó a explicarme qué era qué y a buscarme un criado antes de terminar el recorrido en las cuadras, donde se albergaban mi yegua —a la que, por cierto, había bautizado con el nombre de Judy— y mi caballo de batalla.

Los mozos habían enjaezado a Judy con sus mejores arneses de cuero —que eran lo mejorcito que había salido de las manos del más hábil talabartero de Londres— y, mientras Reynolds la admiraba, milord se acercó a caballo con un humor de mil demonios. Se detuvo a nuestro lado, y señaló con una mano que temblaba de furia hacia unas tropas que acababan de entrar en el patio de los establos al mando de su sargento.

—¡Capitán
Ueynolds
! —bramó con la cara intensamente escarlata—. ¿Son ésas sus
tuopas
?

Reynolds contestó que sí.

—¿Y se ha fijado usted en sus pieles de oveja? —rugió Cardigan. Se refería a las pieles de oveja de las sillas—. ¿Las ve usted, señor? ¿De qué color son,
quisieua
yo saber? ¿Me lo puede usted decir, señor?

—Blanco, milord.

—¿Blanco dice usted? ¿Es usted tonto o qué, señor? ¿Acaso es daltónico? No son blancas sino amauillas... ¡por falta de atención, descuido y negligencia! Le digo yo que están sucias.

Reynolds guardó silencio y Cardigan siguió rugiendo.

—Eso
poduía
estar bien en la India, donde usted
apuendió
lo que
puobablemente
llama su deber. Pero aquí no lo tolero, ¿
compuende
usted, señor? —Sus ojos recorrieron el establo y se posaron en Judy—. ¿De quién es este caballo? —preguntó.

Se lo dije, y él se volvió con expresión triunfal hacia Reynolds.

—Ya ve usted, señor, un oficial
uecién incoupouado
y ya les puede dar lecciones a usted y a sus demás
compañeuos
de la India. La piel de oveja del señor
Fuashman
es blanca, tal como
debeuían
ser las suyas... y lo
seuían
si usted
supieua
lo que son la disciplina y el
ouden. Peuo
no lo sabe, señor, se lo digo yo.

—La piel de oveja del señor Flashman es nueva, señor —dijo Reynolds, lo cual era cierto—. Con el tiempo pierden color.

—¡No me venga
ahoua
con excusas! —replicó Cardigan—. ¡Jo, jo! Le digo, señor, que si usted
supieua
cuál es su deber, las pieles se
limpiauían
y, si
fueuan
demasiado viejas, se
uenovauían
. Pero usted no sabe nada de todo eso,
clauo
. Supongo que sus descuidados sistemas indios ya le
pauecen
suficiente. ¡Pues
peumítame deciule
que no lo son! Mañana estas pieles
tenduán
que estar limpias, ¿me oye, señor? ¡
Tenduán
que estar limpias, de lo
contuauio
, le
consideuaué uesponsable
, capitán
Ueynolds
!

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