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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Harry Flashman (16 page)

BOOK: Harry Flashman
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Por consiguiente, allí estaba yo y allí estaban también cinco muertos... por lo menos, cuatro estaban muertos, y el que había sido atacado por Iqbal en segundo lugar se encontraba tendido un poco más arriba en el desfiladero, gimiendo de dolor con la cabeza partida. Estaba muy trastornado a causa de mi caída y de la refriega, pero se me ocurrió pensar que cuanto antes exhale uno el último aliento, mejor. Por consiguiente, me acerqué corriendo al herido con mi lanza, apunté con mano ligeramente insegura, y se la hundí en la garganta. La acababa de extraer, y estaba contemplando la carnicería cuando oí un grito y el rumor de los cascos de un caballo, y vi al sargento Hudson emergiendo del bosque al galope.

Lo captó todo de un solo vistazo... los cadáveres, el terreno cubierto de sangre y al gallardo Flashy de pie en el centro, único superviviente de aquel desastre. Sin embargo, en su calidad de experto soldado, quiso comprobar en primer lugar que no me hubiera ocurrido nada, después examinó los cuerpos para asegurarse de que nadie se estuviera haciendo el muerto, soltó un triste silbido al ver a Iq bal, y me preguntó sin inmutarse:

—¿Manda usted algo, señor?

Mientras recuperaba el resuello y el sentido, me pregunté qué iba a hacer a continuación. Estaba seguro de que aquello era obra de Gul, pero, ¿qué haría Sher Afzul al respecto? Puede que, ante la posibilidad de perder la confianza de los británicos como consecuencia de aquellos hechos, decidiera sacar el mejor provecho posible de la situación cortándonos a todos la garganta. La idea no resultaba demasiado reconfortante que digamos, pero antes de que yo tuviera tiempo de digerirla, oí un gran estruendo acompañado de unos estentóreos gritos en el bosque y, de repente, apareció el resto de la partida de caza, con Afzul al frente.

Quizá el temor agudizó mi ingenio... tal como suele ocurrir en tales ocasiones. Sea como fuere, comprendí en un santiamén que lo mejor que podía hacer era actuar con la mayor audacia posible. Por consiguiente, casi inmediatamente después de que ellos lanzaran sus gritos de asombro y sus invocaciones al nombre de Dios, y desmontaran apresuradamente de sus jacas, avancé hacia el lugar desde donde Afzul contemplaba la escena montado en su caballo y sacudí la ensangrentada punta de mi lanza bajo su nariz.

—¡Ésta es la hospitalidad
gilzai
! —rugí—. ¡Fíjese en eso! Mi criado asesinado, y yo salvado de puro milagro! ¿Es éste el honor de los
gilzai
?

Me miró enfurecido con su cara de loco, haciendo unos visajes tan horribles que, por un instante, pensé que estábamos perdidos. Después se cubrió el rostro con las manos y empezó a proferir lamentos a propósito de la vergüenza y el deshonor de haber tratado de semejante manera a los huéspedes que habían comido su sal. Su desmesurada reacción de loco, que, por cierto, me pareció una buena señal, se prolongó con otros lamentos del mismo cariz, mientras se mesaba la barba, desmontaba y empezaba a aporrear el suelo con las manos. Sus cortesanos lo rodearon de inmediato, haciendo invocaciones a Alá... menos el joven Ilderim, el cual se limitó a contemplar la matanza diciendo:

—¡Esto es obra de Gul Shah, padre!

Las palabras del joven hicieron que el viejo Afzul se levantara de un salto y cambiara repentinamente de actitud, gritando que le arrancaría a Gul los ojos y las entrañas y lo colgaría de unos garfios para que muriera poquito a poco, y otras lindezas por el estilo. Yo me volví de espaldas y monté en la jaca que Hudson había traído, y entonces Afzul se me acercó corriendo, me agarró la bota y juró, echando espumarajos por la boca, que aquel ultraje contra mi persona y su honor sería vengado de la forma más espantosa que imaginar cupiera.

—Mi persona es cosa mía —dije yo, muy en mi papel de oficial británico— y su honor es cosa suya. Acepto sus disculpas.

Siguió desvariando como si no me hubiera oído, y después me suplicó que le dijera qué podía hacer para enderezar el entuerto. Estaba curiosamente preocupado por su honor —y sin duda por los subsidios—, y juró que cualquier cosa que yo le pidiera me sería otorgada, con tal de que les perdonara a él y a los suyos.

—¡Mi vida! ¡La vida de mi hijo! ¡Tributos, tesoros, Flashman
bahadur
! ¡Rehenes! ¡Me presentaré ante McNaghten
huzoor
y me humillaré ante él! ¡Pagaré lo que sea!

Se pasó un rato farfullando palabras incoherentes hasta que, al final, yo lo corté diciendo que no teníamos por costumbre aceptar tales cosas como pago de las deudas de honor. Sin embargo, comprendí la conveniencia de mostrarme razonable mientras él persistiera en su actitud, por lo que, al final, le dije que la muerte de mi sirviente era una cuestión sin importancia, y que mejor sería que la apartáramos de nuestros pensamientos.

—¡Pero recibirá usted pruebas de mi honor! —me replicó él—. ¡Sí, usted verá cómo pagan sus deudas los
gilzai
! ¡En el nombre de Dios! ¡Mi hijo, mi hijo Ilderim, se lo entregaré como rehén! ¡Llévelo a la presencia de McNaghten
huzoor
como señal de la fidelidad de su padre! ¡No me abochorne en mi vejez, Flashman
huzoor
!

La cuestión de los rehenes era una práctica habitual entre los afganos, y yo pensé que en aquel momento me podría ser muy útil. Teniendo a Ilderim bajo mi custodia, no era probable que aquel viejo loco y medio histérico cometiera alguna maldad contra mí en cuanto le diera otro arrebato de locura. Al joven Ilderim parecía gustarle la idea; probablemente soñaba con la emoción de visitar Kabul, ver el gran ejército de la Reina e incluso incorporarse a él en calidad de protegido mío.

Por consiguiente, tomé inmediatamente la palabra a Sher Afzul y juré que el deshonor sería borrado y que Ilderim cabalgaría a mi lado hasta que yo lo liberara. Al oír mis palabras, el viejo
kan
se puso sentimental, extrajo su navaja del Khyber, e hizo jurar a Ilderim sobre ella que me obedecería. El muchacho así lo hizo, y entonces todo el mundo manifestó en voz alta su complacencia. Sher Afzul se acercó a los cadáveres de los
gilzai
, empezó a propinarles puntapiés, y suplicó a Dios que los maldijera. Tras lo cual regresamos a Mogala, donde yo contesté negativamente a las insistentes súplicas del viejo
kan
de que me quedara un poco más en prueba de mi amistad. Tenía órdenes, le dije, y estaba obligado a regresar a Kabul. No estaría bien, añadí, que me entretuviera, teniendo bajo mi custodia a un rehén tan importante como el hijo del
kan
de Mogala.

El viejo se tomó mis palabras muy en serio, juró que su hijo viajaría como un príncipe (lo cual era un poco exagerado) y ofreció una escolta de doce jinetes
gilzai
para él y para mí. Hubo más juramentos y Sher Afzul terminó de muy buen humor, señalando que era un honor para los
gilzai
servir a un guerrero tan espléndido como Flashman
huzoor
, el cual había derrotado en solitario a cuatro enemigos (el pobre Iqbal ya había sido debidamente olvidado) y siempre sería estimado por los
gilzai
por su gran valentía y magnanimidad. Como prueba de ello, me enviaría las orejas, la nariz, los ojos y otros órganos esenciales de Gul Shah en cuanto pudiera echarle las manos encima.

Abandonamos Mogala con una escolta personal de guerreros afganos y la fama que yo me había ganado con mi trabajo de aquella mañana. Los doce
gilzai
e Ilderim fueron lo mejor que encontré en Afganistán. El título de Lanza Ensangrentada que me otorgó Sher Afzul tampoco me vino del todo mal. Por cierto que, como consecuencia de todo aquello, Sher Afzul tuvo más empeño que nunca en mantener su alianza con los británicos, lo cual significó que mi misión fuera todo un éxito. Por consiguiente, me sentía considerablemente satisfecho de mí mismo cuando emprendimos el viaje de regreso a Kabul.

Pero no podía olvidar que también me había creado un poderoso enemigo en la persona de Gul Shah. A su debido tiempo descubriría todo el alcance de aquella amarga hostilidad.

7

Cualquier conmoción que el asunto de Mogala hubiera podido causar en Kabul cuando regresamos y contamos nuestra historia quedó eclipsada por la llegada aquel mismo día del nuevo comandante del ejército, el general Elphinstone, mi jefe y protector. En un principio, me ofendí un poco, pues pensaba que lo había hecho todo muy bien y me molestaba que mi escaramuza con los
gilzai
y la toma de rehenes no hubiera merecido más que un enarcamiento de cejas y un «ah, ¿sí?».

Sin embargo, con la distancia que el paso del tiempo otorga, puedo decir que, sin querer, Kabul y el Ejército hicieron bien en atribuir mayor importancia a la llegada de Elphy, pues ésta abrió un nuevo capítulo de la historia y fue el preludio de unos acontecimientos que dieron la vuelta al mundo. Con la inestimable ayuda de McNaghten, Elphy estaba a punto de alcanzar la cima de su carrera, y llegaría a ser el artífice del más vergonzoso y ridículo desastre de toda la historia militar británica.

Thomas Hughes consideraría sin duda muy significativo el hecho de que, en semejante desastre, yo me ganara fama, honor y distinción... todo ello indignamente adquirido. Pero ustedes, que han seguido mis andanzas hasta ahora, no se sorprenderán en absoluto.

Permítanme señalar que, cuando hablo de desastres, sé muy bien lo que me digo. He servido en Balaclava, Kanpur y Little Big Horn. Recuerden a los mayores insensatos de nacimiento que hayan vestido un uniforme en el siglo XIX —Cardigan, Sale, Custer, Raglan, Lucan—, porque yo los he conocido a todos. Piensen en todas las desgracias imaginables que se pueden producir como consecuencia de la combinación de locura, cobardía y simple mala suerte, y yo les podría facilitar una exhaustiva información. Por consiguiente, puedo afirmar sin temor a equivocarme que, por la magnitud de su indecisión y estupidez, por su alto grado de incompetencia para el mando y su ignorancia combinada con la ausencia de criterio —en resumen, por su talento innato para las catástrofes—, Elphy Bey se llevaba la palma. Hay otros que también podrían incluirse en dicha categoría, pero Elphy los eclipsa a todos en su calidad de mayor idiota militar de nuestra época y de cualquier otra.

Sólo él hubiera podido permitir el estallido de la primera guerra afgana y dejar que ésta se convirtiera en una derrota de tan devastadoras consecuencias, y conste que no fue nada fácil: empezó con un buen ejército, una posición segura, unos excelentes oficiales, un enemigo desorganizado y reiteradas oportunidades de salvar la situación. Pero Elphy, con el toque que suele adornar a los verdaderos genios, superó todos esos obstáculos con infalible precisión y tuvo la habilidad de convertir el orden en un caos total. Con un poco de suerte, jamás volveremos a tropezarnos con alguien que se le pueda comparar.

Sin embargo, no les cuento todo esto como prefacio de la historia de aquella guerra sino a modo de explicación, pues, para poder juzgar debidamente mi carrera y comprender de qué manera el juerguista expulsado de Rugby se convirtió en un héroe, tienen ustedes que saber cuál era la situación en aquel extraordinario año de 1841. La historia de la guerra y de sus comienzos constituye el fondo del cuadro, pero el deslumbrante Harry Flashman es la figura que aparece en primer plano.

Elphy llegó por tanto a Kabul, y fue acogido con grandes festejos y con las calles abarrotadas de gente. Sujah lo recibió en el Bala Hissar, el ejército del acantonamiento situado a unos tres kilómetros de la ciudad desfiló ante él, las damas de la guarnición lo llenaron de agasajos, McNaghten lanzó un suspiro de alivio ante la inminente partida de Willoughby Cotton, y todo el mundo se mostró satisfecho de tener un comandante tan bondadoso y popular. Sólo Burnes pareció no compartir la alegría general, y así lo hizo notar el primer día en que me presenté en su despacho.

—Creo que es justo que nos alegremos —me dijo, acariciándose vanidosamente el bigotito negro—. Pero, ¿sabe usted una cosa?, la llegada de Elphy no cambiará nada. Sujah no está firmemente asentado en el trono y las defensas del acantonamiento no serán mejores por el simple hecho de que Elphy nos ilumine con la serenidad de su semblante. Bueno, supongo que todo irá bien, pero hubiera sido mucho mejor que Calcuta nos enviara a un hombre más fuerte y decidido.

Hubiera tenido que molestarme un poco el tono condescendiente que Burnes había utilizado para referirse a mi jefe, pero, cuando más tarde vi a Elphy Bey, no me cupo la menor duda de que Burnes tenía razón. En las semanas transcurridas desde que me había despedido de él en Calcuta —y entonces ya no gozaba de demasiada buena salud— su estado físico se había deteriorado considerablemente. Estaba pálido y demacrado, evitaba caminar siempre que podía, le temblaba la mano cuando estrechó la mía y su aspecto era el de un saco de resecos huesos. Sin embargo, se alegró mucho de verme.

—Se ha distinguido usted entre los
gilzai
, Flashman —me dijo—. Sir Alexander Burnes me comenta que se ha llevado usted unos rehenes muy importantes; me parece una excelente noticia, sobre todo para nuestro amigo el representante diplomático —añadió, volviéndose hacia McNaghten, el cual estaba sentado tomando una taza de té, que sostenía en la mano con ademanes de solterona.

McNaghten tensó los músculos.

—Creo que los
gilzai
no tienen por qué preocuparnos demasiado —dijo—. Son unos bandidos extraordinarios; por supuesto, pero unos simples bandidos. Hubiera preferido tener rehenes a cambio de la buena conducta de Akbar Khan.

—¿Le parece que enviemos al señor Flashman para que nos traiga unos cuantos? —preguntó Elphy, mirándome con una sonrisa para darme a entender que no me tomara a mal el desprecio de McNaghten—. Por lo visto, tiene un don especial.

Después quiso conocer varios detalles de mi misión, añadió que tendría mucho gusto en conocer a Ilderim Khan, y se comportó conmigo con exquisita cortesía.

Sin embargo, yo tuve que hacer un gran esfuerzo para recordar que aquel frágil caballero con tanta capacidad para la charla intrascendente era nada menos que el comandante de nuestro ejército. Me pareció un hombre demasiado débil e indeciso, incluso en los comentarios que estaba haciendo en aquel momento, y que buscaba demasiado la opinión de McNaghten como para que sus dotes de jefe militar pudieran inspirar confianza.

—¿Qué cree usted que haría en caso de que surgiera algún problema con los afganos? —me preguntó Burnes más tarde—. En fin, esperemos que no tengamos que averiguarlo.

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