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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Harry Flashman (17 page)

BOOK: Harry Flashman
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En las semanas sucesivas, mientras prestaba asiduamente servicio a Elphy, descubrí que yo también compartía aquella esperanza. No sólo por el hecho de que Elphy fuera demasiado débil y anciano como para ser un enérgico dirigente militar, sino también porque había estado sometido a los dictados de McNaghten desde el principio y, puesto que McNaghten se había empeñado en creer que todo marchaba bien, Elphy no tenía más remedio que creer lo mismo. Además, ninguno de los dos se llevaba bien con Shelton, el pelmazo y antipático segundo comandante en jefe de Elphy, y semejantes desavenencias en la cumbre no podían por menos que generar desconfianza e inquietud en los escalones inferiores.

Por si eso no fuera suficiente, la situación del ejército dejaba mucho que desear. El acantonamiento no era un lugar adecuado para una guarnición, pues carecía de defensas eficaces, los principales almacenes se encontraban en la parte exterior de las murallas y algunos de los más altos oficiales —el propio Burnes, por ejemplo— estaban acuartelados a más de tres kilómetros de distancia, en la ciudad de Kabul pero, siempre que alguien protestaba ante McNaghten —y eran muchos los que lo hacían, especialmente hombres enérgicos como Broadfoot—, éste le decía que era un «pájaro de mal agüero» y añadía secamente que, de todos modos, no era probable que el ejército se viera obligado a combatir. Cuando este tipo de comentarios se filtra al exterior, se pierde la confianza y los soldados se vuelven perezosos. Lo cual es peligroso en cualquier lugar, pero sobre todo en un país extranjero en el que el comportamiento de los nativos es imprevisible.

Como es natural, Elphy, dejando pasar los días en el acantonamiento, y McNaghten, profundamente enfrascado en su correspondencia con Calcuta, no veían nada que les permitiera suponer que la pacífica situación era, en realidad, una situación más bien intranquila. Y tampoco lo veían los miembros del ejército en general, los cuales despreciaban en su ignorancia a los afganos y desde un principio habían considerado la expedición a Kabul algo así como una fiesta. Pero algunos sí lo veíamos.

A las pocas semanas de la llegada de Elphy, Burnes consiguió que me separaran del cuerpo de oficiales administrativos del estado mayor, pues quería utilizar mis conocimientos de
pashto
y mi interés por el país.

—Vaya por Dios —se quejó Elphy—, sir Alexander siempre se entremete en todo. Hasta se lleva a mis ayudantes, como si yo pudiera prescindir de ellos así, por las buenas. Hay muchas cosas que hacer, y yo no estoy en condiciones de encargarme de todo.

Sin embargo, yo no lamenté marcharme; estar al lado de Elphy era algo así como ser un asistente en una sala de hospital.

Burnes estaba empeñado en que yo saliera y viera el país, mejorara mis conocimientos del idioma e hiciera amistad con la mayor cantidad de influyentes afganos posible. Para ello, me encomendó pequeñas tareas como la de Mogala —en realidad, se trataba de entregar mensajes, pero la experiencia resultaba muy instructiva—, y yo tuve que trasladarme a otras ciudades y a las aldeas de los alrededores de Kabul. Conocí a los
dourani
, los
kohistani
, los
baruzki
y otros muchos, y empecé a «cogerle el tranquillo al lugar», tal como decía Burnes.

—La labor de los soldados está muy bien —me decía—, pero los hombres que hacen o deshacen el ejército en un país extranjero somos nosotros, los políticos. Nosotros nos reunimos con los hombres que cuentan, mantenemos tratos con ellos y olfateamos la situación; somos los ojos, los oídos... y también las lenguas. Sin nosotros, los militares están ciegos, sordos y mudos.

Por consiguiente, aunque los pelmazos como Shelton despreciaran a los «jóvenes cachorros que andan por las colinas, perdiendo el tiempo con los negros», yo seguí los consejos de Burnes y procuré olfatear la situación. Muchas veces me llevaba a Ilderim e incluso a sus
gilzai
y, gracias a ellos, aprendí muchas cosas sobre las costumbres en las colinas y los hábitos de los personajes más significativos. Averigüé con qué tribus nos convenía mantener tratos y por qué razón, por qué los
kohistani
estaban más favorablemente dispuestos hacia nosotros que los
abizai
, qué familias estaban enemistadas entre sí, cuáles eran las relaciones entre los persas y los rusos, dónde se podían conseguir los mejores caballos, o cómo se cultivaba y cosechaba el mijo. Es decir, toda la trivial información que constituye la calderilla de la vida de un país. No quisiera dar a entender que me convertí en un experto en pocas semanas y que conseguí «conocer» Afganistán, pero descubrí algo por aquí y algo por allá y empecé a comprender que los que sólo estudiaban el país desde el acantonamiento de Kabullo conocían tan poco como lo que ustedes podrían averiguar acerca de una casa desconocida si permanecieran constantemente encerrados en una sola de sus habitaciones.

Sin embargo, para cualquiera que tuviera ojos para mirar más allá de Kabul, los signos estaban muy claros. En las colinas crecía el descontento entre las salvajes tribus que rechazaban a Shah Sujah como rey y odiaban las bayonetas británicas que protegían su aislamiento en la fortaleza de Bala Hissar. Corrían insistentes rumores de que Akbar Khan, hijo del viejo Dost Muhammed que fue derrocado por Sujah, había descendido finalmente del macizo del Hindu-Kush y estaba buscando el apoyo de los jefes tribales; se decía que era el preferido de los clanes guerreros, y que muy pronto se abatiría sobre Kabul con sus hordas, expulsaría a Sujah del trono y, o bien empujaría a los
feringhees
de nuevo a la India, o bien los asesinaría a todos en su acantonamiento.

Resultaba muy fácil, si uno era McNaghten, burlarse de semejantes rumores desde la seguridad de un cómodo despacho en Kabul; sin embargo, la situación era muy distinta vista desde los peñascos del otro lado de Jugdulluk, o desde abajo, hacia Ghuznee, donde se convocaban consejos, se enviaban mensajeros a caballo, los santones arengaban a los hombres y se encendían hogueras de señales a lo largo de los desfiladeros. Las disimuladas sonrisas, las tranquilizadoras promesas, la contemplación de unos arrogantes
gilzai
armados hasta los dientes y la creciente atmósfera de inquietud... eran cosas que solían erizarme los pelos de la nuca.

No quisiera que me interpretaran mal. Aquel trabajo no me gustaba. Cabalgar con mis
gilzai
y con el joven Ilderim era muy agradable, porque tenían unos ojos y unos oídos infalibles y, habiendo comido la sal de la Reina, estaban dispuestos a servirla incluso contra su propio pueblo en caso necesario. Pero, aun así, mis actividades eran muy peligrosas. Aunque me vistiera como los nativos, en algunos lugares la gente me dirigía siniestras miradas y veladas amenazas, y yo la oía burlarse de los británicos y aclamar el nombre de Akbar. En mi calidad de amigo de los
gilzai
y de personaje ligeramente famoso —Ilderim no perdía ninguna ocasión para presentarme como Lanza Ensangrentada— la gente me toleraba, pero yo sabía que la tolerancia podía desaparecer en cualquier momento. Al principio vivía en un constante estado de temor, pero, al cabo de algún tiempo, me volví un poco fatalista, seguramente a causa de mi trato con unas personas que creen que el destino de un hombre está indeleblemente escrito en su frente.

Por consiguiente, las nubes se estaban empezando a acumular en las montañas, mientras el ejército británico jugaba al cricket en Kabul y Elphinstone y McNaghten se escribían mutuamente cartas comentando lo tranquilo que estaba todo. El verano pasaba lentamente, los centinelas dormitaban en medio del sofocante calor del acantonamiento, Burnes bostezaba y escuchaba con aire ausente mis informes, cenaba opíparamente conmigo y me llevaba de putas al bazar... cuando un claro día McNaghten recibió una carta de Calcuta en la que se manifestaban quejas sobre el coste del mantenimiento de nuestro ejército en Kabul. Inmediatamente empezó a buscar la forma de ahorrar.

Fue una lástima que, justo en aquellos momentos, McNaghten estuviera esperando su ascenso y traslado al cargo de gobernador de Bombay. Creo que el hecho de saber que se tenía que ir lo indujo a mostrarse negligente. Sea como fuere, mientras buscaba el medio de reducir gastos, recordó la idea que tanto había consternado al general Nott y decidió recortar los subsidios de los
gilzai
.

Yo acababa de regresar a Kabul tras visitar la guarnición de Kandahar, cuando me enteré de que los jefes
gilzai
habían sido convocados para comunicarles que, en lugar de las ocho mil rupias al año que percibían a cambio de mantener los pasos abiertos, iban a recibir cinco mil. El bello y juvenil rostro de Ilderim se entristeció al enterarse de la noticia.

—Habrá dificultades, Flashman
huzoor
—me dijo—. Más le hubiera valido ofrecer carne de cerdo a un
ghazi
que escatimar el dinero a los
gilzai
.

Tenía razón, naturalmente. Conocía mejor que nadie a su pueblo. Los jefes
gilzai
sonrieron afablemente cuando McNaghten les comunicó su decisión, le desearon buenas tardes, abandonaron tranquilamente Kabul a lomos de sus cabalgaduras... y, tres días después, el convoy de municiones de Peshawar fue cortado en tiritas en el paso de Khoord—Kabul por unas fuerzas de rugientes
gilzai
, mientras los
gilzai
, que saqueaban la caravana, mataban a los conductores y se apoderaban de un par de toneladas de pólvora y municiones.

McNaghten se irritó sobremanera, pero no se preocupó demasiado. Bombay lo estaba llamando, y él no quería alarmar a los de Calcuta por una simple escaramuza sin importancia, tal como decía él.

—Hay que propinar una buena paliza a los
gilzai
por haber armado este alboroto —dijo, y enseguida se le ocurrió otra brillante idea: reduciría gastos devolviendo un par de batallones a la India, que por el camino podrían dar de paso una buena zurra a los
gilzai
. De esta manera, se matarían dos pájaros de un tiro. Lo malo fue que sus dos batallones tuvieron que luchar prácticamente centímetro a centímetro hasta llegar a Gandamack, mientras los
gilzai
disparaban a mansalva desde las rocas y se abatían velozmente sobre ellos en repentinas cargas de caballería. Todo ello ya era grave de por sí, pero lo peor fue que nuestras tropas combatieron rematadamente mal. Incluso bajo el mando del general Sale —el alto y apuesto Bob el Luchador, quien solía invitar a sus hombres a abrir fuego contra él cuando sintieran deseos de amotinarse—, la tarea de dejar expeditos los pasos fue un proceso muy lento y dificultoso.

Yo fui parcialmente testigo de ella, pues Burnes me envió en dos ocasiones con mensajes de McNaghten a Sale, exhortándole a seguir adelante.

La primera vez fue una experiencia terrible. Me puse en camino pensando que aquello iba a ser algo así como un paseo, cosa que efectivamente fue hasta el último kilómetro que me faltaba para llegar a la retaguardia de Sale, constituida por el campamento de George Broadfoot más allá de Jugdulluk. Todo había permanecido muy tranquilo hasta entonces. Yo iba considerando que los informes que Sale enviaba a Kabul eran una exageración cuando, de un
nullah
[19]
que había a mi lado, surgió una partida montada de
ghazi
aullando como lobos y blandiendo sus cuchillos.

Espoleé mi montura, agaché la cabeza y me alejé por el camino como si me estuvieran persiguiendo todos los demonios del infierno... lo cual era en cierto modo verdad. Entré dando tumbos en el campamento de Broadfoot, medio muerto de terror. Pero, por suerte, éste pensó que todo era consecuencia del agotamiento. George tuvo el mal gusto de considerarlo muy gracioso. Era uno de esos zoquetes que jamás pierden la calma, y tenía por costumbre pasear como si tal cosa bajo el fuego de los francotiradores limpiándose las gafas, a pesar de constarle que su roja chaqueta y su barba todavía más roja lo convertían en un blanco ambulante.

Al parecer, pensaba que todo el mundo era tan despreocupado como él, pues aquella misma noche me envió a Kabul con otra nota, en la cual le decía claramente a Burnes que no había ninguna esperanza de mantener los pasos abiertos mediante el uso de la fuerza; tendrían que negociar con los
gilzai
. Se lo recalqué con especial vehemencia a Burnes, pues, a pesar de que en mi camino de vuelta a Kabul no había sufrido el menor percance, era evidente que los
gilzai
no estaban para bromas y en todos los acantonamientos por los que había pasado se habían recibido informes acerca de las tribus que se estaban congregando en las colinas más allá de los desfiladeros.

Burnes me miró con una cara muy rara mientras yo le facilitaba el informe; debió de pensar que estaba asustado y probablemente exageraba. Sea como fuere, no protestó cuando McNaghten dijo que Broadfoot era un burro y Sale un inepto, y que mejor sería que espabilaran si querían dejar abierto el camino de Jallalabad —localidad situada a unos dos tercios de la distancia entre Kabul y Peshawar— antes de que llegara el invierno. Por consiguiente, la brigada de Sale tuvo que seguir luchando y Burnes (que estaba muy ocupado con la idea de conseguir el puesto de representante diplomático cuando McNaghten ocupara el cargo de gobernador en Bombay) escribió que el país estaba «muy tranquilo en general». Pues bien, pagó muy cara su insensatez.

Una o dos semanas más tarde —ya estábamos a mediados de octubre—, me envió de nuevo con una carta para Sale. Apenas se habían hecho progresos en la cuestión de dejar expeditos los pasos, los
gilzai
estaban más alborotados que nunca, disparaban constantemente contra nuestras tropas y corrían insistentes rumores de que algo muy grave se estaba cociendo en la ciudad de Kabul. Burnes tuvo el suficiente sentido común como para mostrarse ligeramente preocupado, pero McNaghten seguía estando tan apaciblemente ciego como de costumbre y Elphy Bey se limitaba a mirar de uno a otro, mostrándose de acuerdo con cualquier cosa que ellos dijeran. Sin embargo, Burnes no estaba aún demasiado alarmado, y se limitaba a reprender a Sale por no haber conseguido meter en cintura a los
gilzai
.

Esta vez salí con una buena escolta de
gilzai
al mando del joven Ilderim, pensando que, aunque técnicamente tuvieran que luchar contra los suyos, no era probable que en la práctica se enzarzaran en ningún tiroteo con ellos. Sin embargo, jamás tuve ocasión de comprobar la exactitud de mis suposiciones, pues, mientras nos dirigíamos hacia el este atravesando los distintos pasos, comprendí que la situación era mucho más grave de lo que pensaban en Kabul y llegué a la conclusión de que, en cualquier caso, no haría el menor intento de llegar hasta Sale. Todo el país más allá de Jugdulluk se había levantado y las colinas estaban llenas de afganos hostiles que, o bien se habían puesto en camino para ayudar a los suyos a derrotar a las fuerzas de Sale, o bien se estaban preparando para algo mucho más importante. En efecto, corrían rumores entre los aldeanos de que estaba a punto de estallar una gran
jihad
o guerra santa, en cuyo transcurso todos los
feringhees
serían aniquilados. La guerra comenzaría de un momento a otro, decían. Sale se había quedado irremediablemente aislado; no había ninguna posibilidad de que llegaran refuerzos desde Jallalabad, y tampoco desde Kabul. Bastante ocupada estaría Kabul cuidando de sí misma.

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