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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (63 page)

A continuación, llevé el jarro de vino al cuarto de Amalamena y me contuve para no hacer el menor gesto de repulsa al oler el embromos musarós; la princesa estaba otra vez sola y acostada, la vi pálida y pesarosa como cuando habíamos regresado de palacio.

—¿Sientes dolor, princesa? —inquirí angustiado—. ¿Necesitas algo? ¿Hace mucho que estás sola?

—Swanilda me cambió la compresa poco antes de marcharse —dijo meneando imperceptiblemente la cabeza—. Tengo que admitir que es terrible ver mi… herida.

—Toma, bebe un poco de este buen vino de Byblis —dije, sirviéndole un vaso—. Lo he traído pensando en que haría algún buen efecto homeomérico al ser de un vivo color de sangre. Pero lo ejerza o no, es lo bastante fuerte para quitarte la melancolía.

Ella dio un sorbo y luego bebió con ganas. Yo me serví un vaso y lo llevé a un rincón de la habitación, donde estaba el lecho de la criada, más pequeño y bajo, y me dispuse a acostarme. Los godos tienen costumbre de desnudarse del todo, salvo en las noches muy frías, y salvo en un caso como en el que yo me encontraba, por supuesto; y yo seguí fingiendo el pudor romano y no me quité la faja. De hecho, no fue un pudor fingido, pues aún después de haberme desvestido casi del todo delante de Amalamena, ahora era incapaz de hacerlo como si tal cosa. Pero pensé que se sentiría menos molesta estando en un aposento con una mujer en vez de con un hombre.

Ella mantuvo apartada la vista mientras me desvestía y se abstuvo de hablar hasta que estuve dentro de la tenue bata de Swanilda, en que, evidentemente por decir algo, musitó:

—Veleda, el vino es una delicia, y tiene realmente color de sangre.

— emJa. Yo diría que de ahí le viene el nombre —comenté yo sin pensar, también por decir algo—. Por la ninfa Byblis que se suicidó al no poder seducir a su hermano.

Inmediatamente me di cuenta de mi error, pues la princesa me dirigió una mirada como los fuegos de Géminis.

—¿Y tú, Veleda? —inquirió, esta vez sin dar ninguna entonación humorística al nombre—. ¿Qué

tal te ha ido con mi hermano, emniu? —sus ojos despedían llamas azules mirando de arriba a abajo mi cuerpo someramente cubierto—. Seguro que tú también estás enamorada de él. Por un instante, no supe qué decir, buscando la respuesta que menos la apenase, y, finalmente, eligiendo con sumo cuidado las palabras, contesté:

—Si hubiese sido Veleda cuando conocí a tu hermano, emja, puede que me hubiese enamorado de él. Y quizá él de mí. Y quizá ahora tuvieses motivos de sobra para pensar… Pero Teodorico me ha conocido siempre como Thorn. Si tuviese que revelarle mi… mi verdadero ser, me apartaría de su presencia para

siempre, y perdería no sólo la posibilidad de amarle como mujer, sino también su amistad como Thorn. Y

con ello, el mariscalato y la condición de emherizogo que he logrado siendo Thorn y que como mujer me habría estado vedado. Así pues… —añadí, abriendo las manos—. Por pura cuestión práctica me he negado, me niego y me negaré a enamorarme de él ni a alimentar el menor deseo por su persona. Hablando con mayor franqueza aún, Amalamena, te diré que si fuese realmente un hombre o la mujer varonil que puedes sospechar que sea Veleda, sería a ti a quien…

—Está bien —me interrumpió ella—. Siento haberte hecho esa pregunta. Es absurdo que esté

discutiendo por un hombre que es mi propio hermano, con una mujer que prefiere ser hombre y que ahora pretende que… em¡vái! —añadió apurando el vino—. Mis padres me predestinaron llamándome Luna, porque esta situación es claramente cosa de la luna —espetó entristecida.

— emNe, ne, querida Amalamena —añadí en tono amable—. No hay nada lunático en el amor. Y si eres capaz de amar a un hermano, podrás también dejar que una hermana te ame. Basta con que me digas cómo —añadí, tras una pausa.

Se acurrucó en la cama y se tapó hasta los ojos, temblando, para, finalmente, decir con voz de niña:

—Abrázame. Nada más eso, Veleda. Me da mucho miedo morir.

Lo hice. Me quité la bata, me metí bajo las sábanas y dejé el pergamino bajo el colchón, con mi cuerpo encima, y la abracé. Salvo su sempiterna cadenita de oro con el sello en miniatura de Teodorico, el martillo de oro de Tor y mi pomo de la leche de la Virgen, la princesa no llevaba más que una faja en las caderas como la mía, para mantener la compresa contra el abdomen. Como había advertido la primera vez que la vi, sus senos eran virginales, no mayores que los míos, y pude abrazarla bien pegada a ella, dándole seguridad y calor. Y así la tuve toda la noche y todas las noches que siguieron y así fue como nos quisimos, sin necesitar nada más.

Aunque a la mañana siguiente me levanté temprano y ya estaba vestido, el emoikonómos Myros se presentó antes de que me hubiese dado tiempo a hablar con Daila. Me dijo, olfateando y arrugando la nariz, que Zenón estaba muy complacido con mi documento de cesión de Singidunum, y añadió, sin dejar de fruncir la nariz, que el emsebastos me enviaba sus cumplidos por haberlo dictado en términos tan

«legalistas». No era que el chambelán se mostrase sarcástico y arrogante por su carácter de eunuco, pues continuó arrugando la nariz, y comprendí que el embromos musarós de Amalamena había impregando mis ropas, mi pelo o quizá mi piel. Pero Myros no hizo ninguna pregunta y yo no le dije nada; por lo que concluyó su encomienda diciendo:

—Por consiguiente, empresbeutés Akantha, podéis partir con vuestra comitiva en cuanto estéis preparado, y el emperador confía en que lo hagáis a la mayor brevedad posible.

—Estamos preparados para marchar en cuanto desayunemos —contesté—. Y en cuanto organicéis la escolta y los músicos para que nos acompañen hasta la Puerta Dorada.

—¿Cómo? —exclamó parpadeando y dejando de fruncir la nariz—. ¿Otro desfile formal? Pues…

—Os ruego que mo me digáis que es inaudito. Considero que es un empactum muy importante concertado entre vuestro señor y el mío y merece una fanfarria pública, ¿no os parece?

—Os facilitaré la escolta —contestó con un suspiro. Y se fue.

Busqué inmediatamente a Daila, quien me dijo sin que le preguntase:

—Saio Thorn, la cosmeta marchó a medianoche sin que la viese ninguna emcohortes vigilum ni creo que los espías ni nadie. La acompañé hasta afuera de la puerta Rhegium, que es la más transitada a toda hora. Desde allí no habrá encontrado dificultad en dar con la vía Egnatia siguiendo las murallas. Y si es una moza despierta, tampoco le costará dar con las rutas que la lleven hacia el Oeste y el Norte hasta Singidunum.

—Bien —dije—. Si algo le sucediese, nos enteraremos, puesto que viajamos siguiendo su mismo camino.

—¿A Singidunum? —inquirió Daila algo sorprendido—. Creí que, al confiarle el empactum a la cosmeta, tendrías otros planes.

—Ella lleva el documento sin que lo sepa nadie, y espero hacerles creer a todos que lo llevamos nosotros —dije, mostrándole el falso y explicándole que Zenón no tenía intención de que le llegase a Teodorico—. Lo llevaré conmigo en todo momento, aunque preveo que querrán quitármelo. No sé

cómo… un ratero, un asesino al acecho, un ataque por supuestos bandidos…

—O algo imprevisible —gruñó el emoptio—, como un desprendimiento de tierras o un bosque incendiado. Cualquier cosa.

— emJa. Pero a Teodorico le llevamos algo aún más valioso que el empactum: su real hermana. Así que permaneceré continuamente tan cerca de la princesa como su sirvienta. Durante el día, cabalgaré junto a la carruca y por la noche, acampemos o nos detengamos en una posada, dormiré al pie de su cama con un ojo abierto y la espada desenvainada. Como esto me tendrá ocupado y muchas veces no me tendrás a la vista, deposito en ti una gran responsabilidad. Yo haré cuanto pueda por proteger a Amalamena, pero a ti y a tus hombres confío la defensa de ella, de mí y del documento falso que llevo.

—En eso podíais haber confiado en cualquier caso, emsaio Thorn —contestó con cierta frialdad—.

¿Qué necesidad había de otro pergamino y un mensajero secreto?

—Simple precaución, viejo guerrero. No ha sido por ninguna duda respecto a tu capacidad de lucha. No olvides que te he visto en combate. En cualquier caso, si nos aplastasen, moriremos sabiendo que con nuestra muerte no se han logrado los pérfidos propósitos de Zenón y sus mirmidones Estrabón y Rekitakh y los hemos engañado. Teodorico tendrá su empactum y todo lo que promete para él y su pueblo.

—Mejor salir con vida —replicó el optio no muy convencido—. Todos mis esfuerzos y los de mis hombres se consagrarán a tal propósito.

—Mucho mejor, tal como dices. Ahora, desayunad y hacedlo a lo grande, que es la última comida a cuenta de Zenón.

Yo comí con auténtica voracidad y llevé una buena bandeja a Amalamena, y —después de que se hubo tomado una dosis de mandragora— le pedí que comiese, aunque sólo dio unos bocados. Luego, por primera vez, haciendo tal como me había explicado Swandila, cambié las vendas del escirro ulcerado; tuve que hacerlo entre sus protestas de que aún era capaz de cambiárselo, y mientras ponía manos a la obra, la pobre volvió la cabeza, apretando los puños y cerrando los ojos temblorosa, abrumada por la vergüenza y el coraje.

Yo trataba de ignorar el hecho de que estaba tocando el vientre desnudo y tembloroso de una hermosa princesa y de que la veía desde el ombligo hasta el pliegue pudendo, apenas oculto por la pelusilla oro y plata del vello; me esforzaba en pensar que ahora era mi hermana querida y que su cuerpo no era muy distinto al mío, con la diferencia de que estaba doliente y requería mis cuidados. Al desprender el vendaje surgió la pestilencia de la lesión, y repito que era indescriptible. No describiré el aspecto de la úlcera abierta, pues no deseo recordarlo; sólo diré que me alegré enormemente de que ya hubiésemos comido. Así pues, independientemente de cuales fuesen mis sentimientos al disponerme a hacer la cura, en aquel momento quedaron sepultados por un horror enfermizo, sustituido a su vez por un arrebato de compasión. A partir de entonces, cada vez que le cambiaba el vendaje, lo único que tenía que inhibir no era lujuria o salacidad, curiosidad morbosa, o siquiera náuseas, sino el impulso de echarme a llorar por la pobrecilla que se pudría en vida.

Aquella mañana, después de la cura, Amalamena estaba tan débil y desconsolada, que tuve que ayudarla a ponerse las ropas de viaje y después hube de llamar a uno de mis arqueros para que llevase sus pertenencias, mientras una esclava de Khazar la ayudaba a cruzar el patio y montar en la carruca. Luego, en sucesivas ocasiones, advertí que Amalamena se marchitaba cada vez un poco más cuando le cambiaba el vendaje; no sé si sería el progreso natural de la enfermedad o si es que su espíritu vital escapaba con los flujos y el hedor, o, al recordarle su estado, la hacía perder progresivamente la voluntad de vivir; lo cierto era que se iba marchitando día a día con cada hora que pasaba. Y cada día necesitaba mayores y más frecuentes dosis de mandragora para paliar sus dolores.

Empero, aquella mañana pareció disfrutar con el festivo desfile por la ciudad desde el emxenodokheíon hasta la Puerta Dorada, en medio de servidores de palacio delante y detrás de nuestra comitiva,

acompañados de la banda de músicos; dejó abiertas las cortinas de un lado para ver los edificios y saludar a las gentes que contemplaban el cortejo, pero mantuvo corridas las cortinas del lado donde se suponía iba su doncella. Daila encabezaba la columna y, tal como le había yo indicado, la hizo discurrir por numerosas calles y avenidas, plazas de mercado y plazas monumentales.

Yo cabalgaba junto a la carruca, revistiendo una vez más mis mejores galas guerreras y de mariscal, sonriendo de oreja a oreja y haciendo ostentación del pergamino doblado y lacrado, cual si fuese un trofeo. El ruido del desfile hacía que la gente se detuviese a nuestro paso, saliendo de las casas y abandonando sus tareas. Seguramente no tenían la menor idea de quiénes éramos, qué representábamos ni lo que era el pergamino, pero nos devolvían cordialmente el saludo, exclamando em¡íde! y em¡blépo! y em¡níke!

como si marchásemos a la guerra por su país. Yo iba pensando que, en caso necesario, dispondría de varios miles de testigos en Constantinopla que podrían afirmar que había dejado la ciudad llevando un documento oficial sellado por el emperador; pero con lo que más contaba era con que Zenón nos estuviera mirando con sus cortesanos del Palacio Púrpura y cayese igualmente en el engaño. La escolta y los músicos se detuvieron en la Puerta Dorada, pero la banda continuó tocando mientras la columna abandonaba la ciudad y la melodía fue gradualmente apagándose a nuestras espaldas; luego, las murallas de la ciudad fueron desapareciendo en el horizonte y de nuevo nos vimos entre el tráfico de viajeros a pie, a caballo, carros y ganado de la vía Egnatia. A los dos días de salir de Constantinopla, volvimos a pasar cerca del indecente Daniel el Estilita y durante dos o tres noches seguimos viendo el fulgor del empharós, aunque no se advertía que enviase señales. Seguimos la vía Egnatia, acampando en sus bordes cada noche hasta llegar al puerto de Perinthus, en donde la princesa y yo (y la esclava de Khazar, le dije a Daila) nos alojamos en el mismo empandokheíon que daba al puerto y en donde tan bien lo habíamos pasado en nuestra anterior visita a la ciudad. Empero, cuando salimos de Perinthus no tomamos la ruta por la que habíamos venido, sino que nos desviamos más al oeste en lugar de ir hacia el norte por los valles de las montañas Ródope, por un extremo de la provincia de Macedonia Secunda, hasta la ciudad de Pautalia en la provincia de Dardania; nos habían dicho que aquella ciudad era famosa por sus aguas minerales curativas y que a ella acudían muchas personas enfermas y lisiadas de todos los lugares del imperio, por lo que yo confiaba en que Amalamena mejorara algo con ellas; y allí nos detuvimos tres días y tres noches y la princesa se alojó en otro empandokheíon con buen servicio. La tercera noche que pasamos allí, sucedió algo totalmente inesperado, algo que realmente paliaría el tormento de aquel cáncer devorador. Pero antes de que sucediera, estuvo a punto de acabar con la existencia de Veleda y Thorn.

CAPITULO 4

Aún no habíamos visto ni sospechado nada contra lo que tuviésemos que defendernos, pero Daila, tal como había hecho en todas las etapas, dispuso cada jornada centinelas y una patrulla a caballo que recorría los alrededores de donde nos alojábamos. Nuestro alojamiento en Pautalia era tan fácil de vigilar como cualquiera de los campamentos que habíamos tenido a campo abierto, por tratarse de una ciudad formada por una serie de aldeas diseminadas con arreglo a los manantiales, en torno a los cuales se habían ido creando; en cada uno de estos manantiales hay un empandokheíon formado por una posada central y una serie de casitas con dormitorio y un baño privado; y en todos hay herrero, tienda de artículos de viaje, carreteros y similares. En el empandokheíon que elegimos contraté una casita para mí y otra para Amalamena «y su criada», y los hombres durmieron en patios, cuadras y en el campo de las proximidades, por lo que formábamos una comunidad unida, vigilada por centinelas y patrullas. Como casi todos nos veíamos unos a otros, di instrucciones a la princesa para que se dejase ver de vez en cuando durante el día fuera de su alojamiento vestida con las ropas de Swandila y con un pañuelo en la cabeza para tapar su rubio cabello, y así mantener el engaño de que compartía la casita con una

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