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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (62 page)

—Voy a presentarte a la mujer que te va a cuidar durante el viaje. Se llama Veleda.

—¿Una mujer? Creí que habías dicho que lo harías… —comenzó a decir, ahora sí realmente asustada, tratando torpemente de moverse en el lecho para apartarse de mí, que comenzaba a desvestirme. Y creo que hasta debió olvidar sus propios males y todo lo demás, al menos de momento, al ver que me quitaba toda la ropa menos la pudorosa faja de las caderas, pues de sus labios no surgió más que la exclamación: em«¡Liufs Guth!»

CAPITULO 3

Volví a vestirme, regresé a la habitación en que aguardaba el emgrammateús Eleón, y, paseando de arriba a abajo, le dicté el pacto de cesión de Singidunum. De mis tiempos de escriba recordaba todos los saludos formales y las frases floridas con que encabezar esa clase de comunicados, pero cuando llegué al meollo de la cuestión, no se me ocurrió nada mejor que decir simplemente: «Por las retribuciones recibidas, yo, Teodorico, rey de los ostrogodos, cedo la posesión de la ciudad de Singidunum en Moesia Prima al emSebastos Zenón, emperador del imperio romano de Oriente.»

— emOuá, papaí —gruñó el emgrammateús, meneando la cabeza de modo muy parecido a como lo había hecho Alektor ante el inminente fallecimiento de la princesa—. Excusadme, joven empresbeutés, pero no puede escribirse así. emOukh, oukh.

—¿Por qué, Eleón? Dice todo lo que quiero decir y lo que el emperador desee que diga.

—Pero lo dice demasiado llanamente, de un modo muy directo. Teodorico da, Zenón recibe. Cualquier leguleyo avezado encontraría sospechosa tan simple honradez y se complacería en impugnar su legalidad. Debéis recargarlo con términos ofuscantes. «El cedente acuerda irrevocablemente autorizar la asignación… renunciando a todos sus derechos a perpetuidad… jurando que la ciudad no se halla sujeta a ningún otro vínculo, exacción ni reclamación…» Cosas así, empresbeutés. Y, además, haced repetidas referencias al código vigente. «Con arreglo al capítulo número tal y tal, título tal y cual, del libro número tal del Forum Judicum…»

—No sé nada de títulos, capítulos y cosas de esas.

—Pues permitidme que lo sazone con esas citas y algunos buenos legalismos crípticos, empresbeutés. De hecho, en nada afectan al fondo y sólo se redactan para que los legalistas asientan con la cabeza para hacer ostentación de su apreciación como juristas y los que no lo son la meneen abrumados de aburrimiento.

—Ah, desde luego —contesté, riendo—, cumplamos los requisitos legales.

El hombre se puso inmediatamente a hacerlo con profusión de rasgueos de sus plumas, mientras yo miraba por encima de su hombro lo que escribía, adoptando la misma actitud solemne que cualquier legista, pues por lo que yo podía apreciar de aquella terminología, Eleón igual podía estar redactando en el documento la orden de mi ejecución. Finalmente, esparció arena sobre el pergamino, la sopló y me tendió una pluma recién cortada para que lo rubricara con mi nombre y título. No lo escribí con caracteres tan artísticos como él, pero manifesté exagerada apreciación de la calidad del pergamino en que firmaba.

— emOuá, en una corte imperial sólo se usan los mejores materiales —comentó él, ufano.

—No sé yo… —añadí, fingiendo una modesta reticencia—. ¿No crees, emgrammateús, que debería llevarme a mi país una hoja de éstas para que nuestros escribas vean los estupendos materiales de que disponéis aquí?

—Naturalmente que sí, empresbeutés. He traído dos por si cometía alguna equivocación, pero no la he cometido.

Le di mis más efusivas gracias, enrollé cuidadosamente el pergamino y me lo guardé en la túnica. Acompañaba a Eleón a la puerta, cuando saludó por su nombre a otro anciano delgado que llegaba en aquel momento.

em—Khaíe Arta, ¿ya habéis terminado el empactum del emperador? Pues aguardaré y volveremos juntos a palacio.

El segundo emgrammateús venía acompañado por el intérprete Seuthes, quien me preguntó si deseaba que leyese en voz alta lo que había mandado escribir Zenón, y en qué idioma. Yo le dije que lo hiciese en griego, y él desenrolló el documento y declamó con toda clase de gestos oratorios:

«El emSebastos Zenón Isauriós, emBasileús del imperio romano de Oriente —el piadoso, afortunado, victorioso y por siempre augusto Zenón, famoso vencedor de los emantae, los avaros y los emkutriguri— desde su Nueva Roma de Constantinopla dice ¡ emHail! a Thiudareikhs Amalo, hijo de Thiudamer Amalo, y a sus generales, senadores, cónsules, pretores, tribunos y mariscales, em¡Hail! Si tú y tus seres queridos tenéis buena salud, bien está, Thiudareikhs. Mis seres queridos también se hallan con buena salud.»

A continuación, el documento entraba en materia y Zenón le había atiborrado de pomposos legalismos como había hecho Eleón con el mío. (El anciano emgrammateús me hizo un guiño a espaldas de Seuthes.) No obstante, escuché, pudiendo escardarlos, y oí con satisfacción que Zenón había otorgado cuanto había prometido: las tierras de Moesia Secunda, el pago anual en oro y el mando de las fuerzas fronterizas. Concluía con otra avalancha de saludos de despedida, aunque sin mencionar una sola vez que Teodorico fuese rey, rex ni nada superior a emMagister Militum. Finalmente, Seuthes volvió el pergamino hacia mí para mostrarme la florida firma de Zenón y bajo ella el sello de la zeta con rasgos, en lacre rojo.

—Está bien —dije, asintiendo con la cabeza—. Espero que Zenón encuentre aceptable la escritura de traspaso.

Seuthes entregó el empactum al emgrammateús Arta, quien no lo enrolló, sino que lo dobló de una manera complicada; Seuthes cogió un cirio rojo de un aplique y echó cera en tres sitios del pergamino doblado, Arta sacó de sus vestiduras el pesado sello de oro del emperador, volvió a imprimir en esos tres puntos la zeta con trazos y me entregó el documento.

—Gracias, buenas gentes —dije—. Estoy preparado para marchar con mi comitiva, en cuanto el emperador me notifique que está satisfecho con mi documento; podríamos partir mañana mismo al amanecer si así lo ordena. Y le llevaremos el documento con toda rapidez a Teodorico. Tened la bondad de hacérselo saber.

Nada más se hubieron marchado, me senté en una mesita de pórfido y me quedé mirando el pacto doblado y sellado. Saqué de la túnica el pergamino en blanco que me había dado Eleón y vi que era idéntico en tamaño, tinte y calidad al otro; habría podido fácilmente falsificar la florida firma de Zenón, pero para falsificar todas las palabras escritas por Arta habría necesitado semanas; en realidad, lo único que necesitaba era un simulacro del empactum doblado y sellado. Fui a la cocina y cogí el bloque de madera con que el panadero marcaba la zeta de Zenón en los panecillos, volví con él a la mesa, doblé el pergamino en blanco exactamente como lo había hecho Arta con el documento imperial, eché cera roja en los mismos tres sitios y apreté el bloque de madera sobre la cera. La zeta resultante carecía de los rasgos del sello de oro auténtico, pero no se notaba si no se examinaba con minuciosidad. Devolví el marcador del pan a la cocina y fui con los dos pergaminos a los aposentos de Amalamena. En el breve tiempo que había estado fuera, el olor peculiar de su mal había aumentado, al menos así

lo percibí yo y mi esperanza era que ella no lo notara. Me contenté con decirle:

—¿Estás decidida, princesa? Todo está preparado menos Swanila.

Ella me miró con la misma expresión de antes, una mirada un tanto cautelosa, algo asombrada, quizá un poco triste.

—Me sigue costando mucho —dijo con un suspiro— considerarte… considerar que seas Veleda.

—A veces también me sucede a mí —repliqué, encogiéndome de hombros.

Era mentira. Incluso cuando más actuaba como Thorn, siempre era consciente de mi naturaleza de Veleda, pero había decidido no decirle más a la princesa sobre mi propio ser, pues la había hecho creer que era una joven disfrazada de hombre para mejor tener aventuras y abrirme camino en la vida.

—Me había acostumbrado tanto a Thorn… Incluso le tenía afecto —dijo entristecida.

—Y Thorn a ti, Amalamena.

—Sentiré tener que dejarle.

Naturalmente, dada su enfermedad, al final, era evidente la inevitabilidad, y ella no podía ignorarlo, pero yo intenté dar a aquella amistad entre hombre y mujer un fin más bien heroico, y dije:

—Princesa, recuerda que tú y Thorn habéis intervenido en un asunto tan importante que trasciende nuestras propias personas. Si uno de los dos careciese de voluntad y valor para concluir la misión, ¿no sería aún peor?

— emJa…, ja… —dijo, con otro suspiro y encogiéndose de hombros—. Veleda, tienes el nombre de una antigua sacerdotisa de la religión de antaño… desveladora de secretos. Bien, antes de que le dé

permiso a Swanilda para marcharse, dime si correrá algún peligro.

—Probablemente menos que tú y yo. Ella monta muy bien a caballo y los dos tenemos casi la misma estatura. Vestida con mis ropas y montada a horcajadas en uno de los caballos de tiro en vez de en una mula para mujeres, parecerá un viajero cualquiera. En cualquier caso, creo que es la única que puede salir de Constantinopla sin hacerse notar. Así que esto es lo que quiero que le ordenes: que salga a caballo en lo más oscuro de la noche y cabalgue a toda prisa hacia Singidunum con esto —dije, entregándole el empactum auténtico; pero como aún parecía indecisa, amplié las explicaciones.

—Hemos de pensar que todos los soldados de nuestra escolta están señalados por los espías de Zenón y la ausencia de cualquiera de ellos se haría notar tanto como la tuya o la mía; pero dudo mucho que tu cosmeta haya llamado a tal punto la atención. Cuando nuestra columna se ponga en marcha, se supondrá que tú y ella vais dentro de la carruca, y yo iré a caballo con mi armadura de gala y atavíos de mariscal, enarbolando con gesto triunfal este falso empactum —dije, mostrándole la misiva falsa—. A los ojos de cualquier ciudadano o de los espías que haya a nuestro paso, será como si en la comitiva no faltase nadie, y cualquier emkatáskopoi que nos observe de noche, verá a una sirvienta atendiéndote y… retirándose a dormir junto contigo.

Al oír aquello, la princesa se ruborizó un poco, y me alegré de ver que aún tenía sangre suficiente y vis emvitae para enrojecer. Pero me apresuré a añadir:

—Ya has visto a Veleda desnuda y te habrás dado cuenta de que no se diferencia en nada de ti o de Swanilda. La única intención de Veleda es cuidarte con tanto cariño como una criada o una hermana —

añadí. Si lo primero no era cierto, esto último sí que lo era.

—Nunca he tenido una sirvienta ni una hermana que pudiera hacerse pasar tan fácilmente por hombre —replicó ella riendo, y me alegré de que aún pudiese reír a pesar del triste final—. Muy bien. Llama a Swanilda y le daré las órdenes. Y le diré también que la sustituirá una de esas criadas de Khazar. Bien, Veleda —añadió con voz autoritaria y tono burlón—, ve y que le preparen un caballo y provisiones para el viaje.

Sonreí, hice una reverencia, salí obedientemente del cuarto y fui a explicar al emoptio Daila por qué la cosmeta iba a salir a medianoche vestida de hombre; y añadí también la misma mentira que Amalamena iba a decir a Swanila: que nos llevábamos una esclava de Khazar para que atendiera a la princesa durante el viaje. Y añadí:

—No pidas las provisiones a la cocina. Ponle en las alforjas vituallas de las nuestras. En tu mano queda, emoptio, conducirla discretamente a caballo por las calles hasta una de las puertas más concurridas de la ciudad e indicarle el camino.

—Yo me encargo de ello, emsaio Thorn. Tendrá listo el caballo cuando quiera partir. De nuevo en los aposentos de las mujeres, encontré a Amalamena riendo alegremente, viendo desde la cama cómo Swanilda se vestía torpemente con la túnica, camisa, calzones, zapatos y gorro que yo le había dejado.

— emNe, ne, Swanilda —decía la princesa—, el cinturón está al revés de como lo llevan los hombres; ellos se ponen la hebilla a la izquierda…

Me eché a reír y ayudé a la azorada Swanilda. Cuando estuvo debidamente ataviada, le di mi viejo manto de piel de cordero en previsión de las noches frías. Luego, le entregué una bolsa con dinero suficiente para llegar hasta Singidunum, recomendándole que no llevase en ella más que unas monedas y escondiese el resto —junto con el empactum de Zenón— en el caballo o en su persona. Después, como vi que la princesa parecía bastante recuperada, le dije que las esclavas de Khazar estaban poniendo la mesa en el emtriclinium y si quería comer algo.

— emAj, ne —contestó con leve mueca de desagrado—. Pero que te acompañe Swanila y que coma bien, pues tal vez sea la última comida decente que haga hasta dentro de unos días. Para hacerlo, invité a la muchacha a ponerse un vestido femenino sobre las ropas masculinas para que no se sorprendieran al verla. La joven debió estar bastante incómoda en la mesa con tanta vestimenta y las esclavas la miraban extrañadas, pues no era corriente que una cosmeta, cuya condición era apenas superior a la suya, cenase con un empresbeutés. Empero, ello no impidió que Swanilda comiese una

apreciable cantidad de lo que la sirvieron. Y, aunque debía hallarse algo apenada por dejar a su ama y sentir cierto temor por lo que la esperaba, también se hallaba muy ilusionada ante la perspectiva de efectuar ella sola un encargo de tanta responsabilidad.

Durante la cena, la muchacha me preguntó modestamente si yo, como hombre que era, podía darle algunas indicaciones sobre cómo comportarse disfrazada de aquella guisa. Como disponíamos de tan poco tiempo, sólo se me ocurrió un consejo útil.

—Creo que no se te presentará ocasión de correr o de arrojar algo delante de otras personas, Swanilda. Pero procura no hacerlo, pues si corres o tiras algo se notará que eres una mujer disfrazada de hombre.

Me dio las gracias por mi consejo y fue a despedirse de su ama antes de presentarse al emoptio Daila para marchar. Yo permanecí en la mesa y pedí a una criada que me trajese un jarro del vino que habíamos bebido, con la esperanza de lograr que la princesa bebiese algo. Luego, me acerqué a una ventana que daba al empharós y vi que el fuego parpadeaba, sin duda repitiendo o transmitiendo el mensaje que anteriormente habría enviado con señales de humo. Así, me llegué a mis aposentos y removí las sábanas de mi lecho, por si algún espía irrumpía por la noche, de modo que pareciera que había estado acostado; parecería que no habría podido dormir y me había levantado para desahogarme con una de las esclavas de Khazar.

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