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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (58 page)

CAPITULO 3

Cuando regresé a la armería, el emcustos Ansila había cumplido la orden de Teodorico y se hallaba con unos aprendices del herrero cortando, doblando y soldando los envases para la avena. Luego, mientras el maestro herrero daba los laboriosos toques finales a mi casco, Ansila me dijo:

—A ver qué más necesitas. Déjame ver tu espada —la desenvainé, y él hizo un gesto de desdén al ver que era el emgladius romano corriente—. ¿Y con eso has luchado, matando enemigos?

— emJa, sí que ha matado —contesté, callándome que la víctima había sido una vieja huna indefensa.

—Bueno, pues consérvala para este combate —dijo con un gruñido—. Sin embargo, necesitarás una espada goda serpentina; pero habrá que hacerla de peso y longitud acordes con la longitud y la fuerza de tu brazo y según tu estilo de lucha. Por ahora sigue usando ésa, a la que estás acostumbrado, por inferior que sea. Y toma uno de estos escudos, que son todos iguales y no necesitan adaptación. Cogí uno de una ristra que había colgada de una viga. No era el emscutum romano rectangular, grande y pesado, previsto para proteger todo el cuerpo, sino redondo, hecho con mimbre trenzado muy tupido, salvo el ombligo y el reborde metálicos, y no más grande que la tapa de un cesto, porque su cometido era simplemente parar los golpes del enemigo y los proyectiles. Lo agarré por el asa del centro y lo moví de un lado a otro para irme acostumbrando.

—Ahora tienes que esperar un rato a que te Hagan la cota —prosiguió Ansila—, porque también tienen que adaptártela y es un proceso laborioso. Primero hay que cocer el cuero y luego amoldarlo bien al torso mientras está reblandecido, para darle forma definitiva cociéndolo hasta que quede duro como el hierro. Pero para el combate inmediato necesitarás uno; ahí en ese rincón hay unos cuantos sobrantes. Busca el que mejor te siente.

Comprendí por qué eran sobrantes, pues todos estaban desgastados, algunos desgarrados, perforados o quemados y los había con manchas de sangre; advertí también que todos ellos, aparte de estar artísticamente moldeados para adaptarse al cuerpo del guerrero, reproducían exageradamente la anchura de los hombros, y la importancia de los músculos del pecho, estómago y espalda. No tuve dificultades en encontrar uno que me sirviera en aquel montón de sobrantes. Como era mucho más bajo y delgado que cualquier adulto godo, cogí el más pequeño —que no lo era tanto— y Ansila me ayudó, sujetando la parte delantera y posterior, mientras yo me abrochaba las correíllas que las unían. Luego, se apartó y me miró de arriba a abajo con gesto escéptico, musitando:

—Un poco grande…

Me sentía algo ridículo con mi cuello delgado asomando por aquel torso de cuero que tenía un relieve de una musculatura de Hércules y con una casaca acolchada de cuero que me colgaba hasta las rodillas. Pero era lo único que había Y dije:

—Es amplio, emja, pero no me impide los movimientos. Me valdrá.

Él se encogió de hombros.

—Pues sólo te faltan las polainas, pero eso puedes procurártelas tú. Mira, el emfaber te ha acabado el casco; pruébatelo a ver si necesita algún retoque.

Me iba perfecto. Aunque al cogerlo me pesaba, al ponérmelo en la cabeza no me abrumaba, pues el forro acolchado interior se me ajustaba muy bien y las correíllas para sujetarlo bajo la barbilla no eran ni muy tensas ni muy flojas. La pieza de protección de la nariz cumplía su cometido sin rozarla y las orejeras me llegaban adecuadamente a los pómulos y a la mandíbula; y también el protector del cuello estaba bien adosado, sin que me rozara la espalda ni la coraza. Me imaginé que debería tener el mismo aspecto imponente de Teodorico cuando había llegado hasta mí cabalgando, y ya comenzaba a sentirme un auténtico guerrero ostrogodo, cuando el emfaber dijo con brusquedad:

—Joven, te aconsejo que te dejes una buena barba que te proteja esa delgada garganta. No le contesté, pero le comenté respecto al casco:

—No tiene una ranura arriba para la cimera de desfile.

em—¡Vái! —farfulló Ansila—. ¡Los godos no desfilan como romanos presumidos! ¡Cuando un godo mueve las piernas es para ir contra el enemigo! ¡Cuando un godo se cala el casco es para entrar en combate, no para una revista ceremoniosa ante un cónsul romano afeminado!

Y el emfaber añadió:

—No he adornado el casco con ninguna figura cincelada ni en relieve porque no me daba tiempo, aparte de que no sé cuál sería el adorno adecuado, puesto que ignoro el grado que te ha concedido Teodorico.

—Ninguno, que yo sepa —dije animado—, pero os doy las gracias, camaradas, y a vuestros aprendices, por lo bien que habéis trabajado. emThags izei. Volveré cuando llegue el momento a poner los tapones en las trompetas de Jericó.

Teodorico envió a sus hombres a talar un árbol adecuado aguas arriba, lejos de la ciudad, para que los sármatas no oyeran los hachazos, y ellos eligieron un ciprés alto, recto y fuerte, porque esa clase de árbol tiene muchas ramas pero poco desarrolladas. Una vez abatido, cortaron algunas ramas totalmente, dejando otras recortadas a lo largo del tronco a modo de asas para su transporte y para los guerreros que lo usaran como ariete. Luego, mondaron uno de los extremos y lo endurecieron al fuego y lo bajaron flotando por el Savus, escondiéndolo en la orilla, para, al amparo de la oscuridad, subirlo por la cuesta y dejarlo oculto en un lugar cerca del punto de ataque.

—Muy bien, Thorn. Ahora te toca a ti —dijo Teodorico.

—Nunca he asaltado una ciudad —dije—. ¿Cuál es el mejor momento? ¿De día o de noche?

—En este caso, de día, porque los ciudadanos están mezclados con los sármatas y prefiero poder distinguirlos para no matar a muchos no combatientes.

—Pues sugiero —dije con cierta vacilación— que preparemos los recipientes de avena y nos apresuremos a colocarlos antes del amanecer. No sé cuánto tiempo tardarán en estallar, pero imagino que lo harán durante el día. No estoy seguro.

—En ese caso —dijo él con indiferencia—, tanto peor para los ciudadanos; sea de día o de noche, cuando la puerta caiga, damos el asalto. Así pues, tal como dices, inicia los preparativos antes del amanecer.

Me asignó seis hombres, pues el armero ya había fabricado veintiocho «trompetas de Jericó» —

como todos comenzaban a llamarlas— y calculé que cada hombre podía transportar cuatro, más una maza, y a la carrera. No tardamos mucho los siete en llenarlas de granos de avena y como había que cerrarlas con los tapones de hierro casi simultáneamente, los aprendices del herrero los habían calentado al rojo vivo; yo y mis ayudantes echamos agua en ellas, el herrero hizo su cometido con la soldadura y las fue obturando mientras Ansila y los aprendices martilleaban sin pérdida de tiempo las junturas. Una vez que se hubieron enfriado lo suficiente para poderlas asir, yo y mis hombres cogimos cuatro bajo el brazo, nos proveímos de una maza de madera y subimos de prisa la cuesta hasta las últimas casas ante el espacio abierto de la puerta a la ciudad, donde aguardaba Teodorico con unos arqueros ocultos.

—¿Dispuestos? —dijo Teodorico sin mostrar excitación, señalando hacia el Este—. Ya empieza a enrojecer el día como esa muchacha mía. Creo que a partir de ahora la llamaré Aurora. Advertí que hablaba de ese modo para tranquilizar a sus hombres, o a mí, ya que aquel amanecer era el emblema de mi primer día como guerrero ostrogodo.

—Cuando dé la señal —añadió— los arqueros dispararán una lluvia de flechas contra la muralla, y vosotros podéis correr a cubierto hasta la puerta. Vamos a ello. ¡Que así sea! ¡Guerreros, a vuestros puestos! —exclamó poniéndose al frente de los arqueros, que salieron a descubierto en la calle que desembocaba en la puerta—. ¡En posición! ¡Apuntad! ¡Disparad!

Se oyó un ruido como la súbita descarga de un fuerte aguacero al salir disparadas tantas flechas a la vez; los arqueros volvieron a cargar y a disparar de nuevo y de inmediato, casi tan rápido como Wyrd y yo lo hacíamos.

—¡Adelante, mis hombres! —grité yo, y echamos a correr hacia la puerta. A los centinelas sármatas debió cogerles tan de sorpresa la lluvia de flechas, que ni siquiera nos vieron avanzar en la oscuridad, pues no nos recibieron a flechazos y todos alcanzamos el arco sin un solo rasguño. Yo ya había explicado lo que teníamos que hacer y no perdimos tiempo; ayudado por otro, comencé

a empotrar los recipientes de un extremo a otro en las fisuras de abajo y martillearlas como si fuesen cuñas; otros se dedicaron a meterlos en las de las jambas, en la del centro y en las del postigo; uno se subió a hombros de un compañero y metió unos en unas grietas verticales altas a las que yo no había podido llegar.

Los sármatas debieron oír el ruido que hacíamos y me imagino su sorpresa, pues para unos defensores atentos a escuchar el estentóreo batir de un ariete, aquellos débiles mazazos les parecerían tímidas llamadas. Cuando hubimos terminado, a uno de los hombre le quedaba un recipiente, y buscaba angustiosamente una ranura donde introducirlo.

—Guárdalo, que nos lo llevaremos para observarlo y ver el proceso; así sabremos cómo se hinchan y cuándo estallan, y si el estallido logra lo que esperamos. Ahora, echaremos a correr todos juntos a cubierto. ¡Adelante!

Regresamos también sin un arañazo y Teodorico ordenó a sus hombres que dejasen de arrojar flechas y se pusieran a cubierto detrás de las casas. Yo y él habíamos hablado de lo que había de hacer la tropa mientras aguardábamos que estallasen las trompetas de Jericó, y habíamos llegado a la conclusión de que no había mucho que hacer; si se mantenía el acoso con lluvia de flechas, eso no impediría que los sármatas fuesen a ver lo que habíamos hecho en la puerta y no habríamos hecho más que un gasto de flechas y energía. De todos modos, si los sitiados llegaban a la puerta por el otro lado, no podrían ver lo que habíamos preparado, y era indudable que no iban a abrir para mirarla por fuera. Así, Teodorico se contentó con reunir a sus centuriones y decuriones para decirles lo que debían hacer sus respectivas unidades y cuándo si la puerta cedía. Lo primero, naturalmente, era que los hombres más altos, fuertes y pesados salieran inmediatamente de su escondite con el ariete, y, si, una vez derribada la primera puerta, encontrábamos otra detrás, los del ariete debían retroceder y el resto de la tropa seguiría preparada, como en aquel momento, el tiempo que nosotros tardásemos en preparar otro contingente de trompetas de Jericó y esperar a que hicieran efecto; luejgo, entrarían de nuevo en acción los del ariete y cuando se derribase la puerta, una emturma de jinetes con lanzas emcontus irrumpiría en la ciudad al galope —

con Teodorico a la cabeza— para abatir los grupos de defensores que pudiera haber en el arco de la puerta. A continuación, les seguirían cuatro emcontubernia, de arqueros para limpiar de defensores las alturas de la muralla y los tejados. Finalmente, el resto de los seis mil soldados, yo entre ellos, entraríamos a pie con escudo y espada.

—Hay que hacer una carnicería —decía Teodorico tranquilamente a los oficiales—. Hay que matar a todo el que se resista, y dar caza a todo el que intente esconderse o huir. Nada de prisioneros ni ayuda a los heridos. Pero haced lo posible por que vuestros hombres eviten en lo posible matar a inocentes ciudadanos. Los guerreros verán claramente quiénes son mujeres y niños, cuando menos. em¡Habái ita swe!

Centuriones y decuriones alzaron el brazo en silencio saludando al modo ostrogodo, y Teodorico continuó:

—Además, oídme bien, y recalcádselo bien a vuestros hombres. Si alguno de ellos se tropieza con un enemigo que le parezca el rey Babai o el emlegatus Camundus, que no los mate. Son míos. Si por lo que sea no doy yo con ellos y los mato, los dejarán con vida hasta que hayamos conquistado la ciudad para ejecutarlos después. Pero recordad que si durante el combate no mato yo a Babai y a Camundus, nadie deberá hacerlo. ¡Que así sea!

Los oficiales volvieron a saludar, y esta vez Tedorico respondió al saludo, antes de que fuesen a repartir a sus hombres por las calles de la colina, al amparo de la vista de los centinelas sármatas, para disponer las columnas que habrían de asaltar la ciudad. Mientras se dispersaban, le comenté a Teodorico:

—¿No estás dando por supuesto dos cosas? Primero, que mis artilugios funcionen y, segundo, que conquistemos tan fácilmente la ciudad.

— emAj, amigo Thorn —contestó jovial, pasándome un brazo por los hombros—. De las muchas emsaggwasteis fram aldrs que se cantan del héroe Jalk el matador de gigantes, una de ellas relata cómo venció a uno de ellos con una vaina de habichuela. Ya no me acuerdo cómo lo hizo, pero tengo fe en que los granos de avena de Thorn obrarán de un modo muy parecido. En cuanto al resto… Trataré de emular a mi padre. Él solía decir que nunca dudaba de la victoria y que por eso siempre estuvo de su parte. Pero dime una cosa, amigo, ¿has comido? Ven a desayunar conmigo. Mi moza, recién llamada Aurora, está

asando un trozo de pecho de una carne recién llamada venado; es decir, restos de un caballo de combate muerto.

—Tengo que observar esto —dije yo, mostrándole el recipiente metálico y explicándole el porqué.

—Tráetelo. Lo observaremos mientras desayunamos.

—¿Ah, no? —replicó él, imperturbable—. En mi larga experiencia como chambelán de palacio, he comprobado que todos los emisarios extranjeros acuden a presentar una declaración de guerra o a suplicar al emperador que conceda algo a alguien. ¿Habéis venido, pues, a declarar l a guerra?

Tardé un instante en contestar, en parte porque estaba sofocado de rabia, y en parte porque había percibido la divertida mirada de Amalamena, recordándome que estaba allí para pedirle a Zenón que nos concediese una cosa. Myros aprovechó mi silencio para seguir con su cantinela:

—El emperador no os tendrá mucho tiempo arrodillado. Luego, le saludaréis en nombre de vuestro rey Teodorico y os cuidaréis de no llamar a ese rey «primo» o «hermano» del emperador. Todos los soberanos inferiores son emhijos. El emperador os dará las gracias a vos y a Teodorico por los obsequios que habéis traído, y, a continuación, os dirá el día en que habéis de regresar al Palacio Púrpura para hablar del asunto que os trae. Sea el que fuere —concluyó el chambelán, bostezando en mis narices.

—Como parece ser que habéis estado espiándonos desde que iniciamos el viaje —dije sin poder contenerme—, debéis saber a qué he venido.

—Yo no lo he hecho y, por consiguiente, no lo sé —contestó Myros con exagerada indiferencia—. Nuestro emkatáskopoi dio con vuestro séquito por primera vez en el valle de las Rosas. Ni siquiera sé de dónde veníais.

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