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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (59 page)

—Pues lo diré todo a vuestro emperador a lo más tardar mañana. Es urgente. Me arrodillaré si eso complace a su vanidad, pero no esperaré. Ocúpate, eunuco, de que se me exima de formalismos y esperas.

—¡Es inaudito!

—Pues ya lo oyes. Y puedes anticiparle a Zenón una síntesis del mensaje que traigo. Teodorico ha tomado la ciudad de Singidunum a sus ocupantes sármatas, la tiene en su poder y está dispuesto a conservarla como plaza fuerte desde la cual lanzar incursiones contra el imperio occidental u oriental.

—¡No puede ser! —exclamó Myros, conteniendo un grito—. ¿Singidunum en manos de Teodorico?

¡Lo habríamos sabido!

—Pues vuestros espías y vuestros fuegos de empháros no lo saben todo, como ves. Bien, he venido a decir que Teodorico puede devolver esa ciudad clave al imperio. Al augusto Zenón o al menos que augusto Romulus; al emperador que ofrezca más y lo ofrezca antes. Ve, pues, a decírselo a Zenón. Y

añade que espero ser recibido en audiencia mañana. ¡Vete!

—dicho lo cual crucé el patio, tirando de emVelox, obligándole a apartarse para no ser pisado por el animal—. Y no te olvides, de camino —añadí volviéndome—, de enviarme ese emiatrós Alektor de que me has hablado.

Entregué las riendas a Daila y le dije que fuese a organizar el campamento de los hombres en el patio. Mientras me dirigía con Amalamena al edificio, ella me miró con ojos de admiración, diciendo:

—Ya te advertí que no serías muy bien recibido, pero me parece que al menos sí que te recibirán. Has actuado maravillosamente, dando órdenes como un auténtico ostrogodo.

— emThags izvis. No habría habido necesidad de que lo exigiera —farfullé—. Ser mariscal de un rey constituye una credencial suficiente.

—Recuerda lo que escribió Aristóteles —replicó—: «La belleza personal es mucho mejor recomendación que cualquier carta introductoria.» emMe, ne, no tuerzas el gesto. Eres un joven bien parecido —añadió riendo, pero no de mí—. Recuerda también la fama de estos griegos… y lo que les gustan los hombres guapos.

No me halagó que volviera a recordarme que me consideraba un auténtico varón y que luego bromease añadiendo que era la clase de hombre que gustaba a otros hombres. No obstante, la cita de Aristóteles me dio que pensar.

El emoikonómos no había exagerado respecto al lujo de la residencia para huéspedes, ni tampoco en cuanto a la belleza y complacencia de las esclavas de Khazar. La princesa y Swandila y yo con mis arqueros nos dirigimos inmediatamente a los baños, y no sé cómo atenderían a las mujeres, pero a nosotros no sólo nos desvistieron voluptuosamente y nos untaron aceite, nos restregaron, nos bañaron, nos secaron y nos empolvaron las doncellas, sino que nos dispensaron tales miradas, parpadeos y hasta disimuladas cosquillas, que no cabía duda de que las esclavas de Khazar estaban dispuestas a prestarnos toda clase de servicios, y mis arqueros debieron aceptarlos después. Yo no. Supongo que había estado demasiado tiempo al lado de la pálida «luna de los ámalos» para que las muchachas de Khazar de pelo negro y piel oscura me atrajesen. Además, me maliciaba que eran emkatáskopoi y no quería que Myros y Zenón tuviesen informes relativos a mi sensualidad, carnalidad, pudibundez o detalles de mi persona. Salí de las termas envuelto en toallas y me encontré con el médico Alektor que me esperaba. Era un hombre de nariz ganchuda y barba gris, que me miró cual si viera a través del lienzo, haciéndome sentir algo incómodo en su presencia. En cualquier caso, su presencia era prueba de que Myros había obedecido al menos una de mis órdenes, y el privilegio de llevar barba indicaba que se le atribuían dotes de sabio, por lo que consideré que sí que debía ser un médico eminente.

—¿El empresbeutés Akantha? ¿Sois el paciente? —me dijo.

em—Oukh, iatrós Alektor —contesté—, es mi real señora, la princesa Amalamena. ¿Puedo depositar en vos una confidencia?

—Soy griego natural de la isla de Kos —respondió, mirándome de arriba a abajo por encima de la nariz—. Igual que Hipócrates.

—Perdonadme, pues —repliqué—, pero es que yo tampoco debería saber lo que voy a deciros. Le expliqué cuanto me había dicho el emlekeis Frithila sobre el mal de Amalamena y el emiatrós fue asintiendo solemnemente con la cabeza, atusándose la barba, y, tras darle ciertas intrucciones, le acompañé a los aposentos de las mujeres. Regresé al emapodyterium de las termas a vestirme con ropa cómoda de interior y luego estuve paseando por la casa, admirando los aposentos. Los suelos eran de delicado mosaico de piedra y algunas paredes de mosaico de vidrio aun más exquisito; otras estaban adornadas con tapices de escenas de batallas navales, temas bucólicos, mitos paganos y escenas del cristianismo; había otras muchas obras de arte y estatuas grandes y pequeñas —las estatuas abundaban por doquier— de personajes históricos, pero en su mayoría de dioses, héroes, sátiros, ninfas y seres por el estilo.

Aunque había sido Constantino quien había decretado el cristianismo como religión oficial del imperio romano, la capital homónima no cuenta con un santo patrón, sino con una deidad tutelar que es la diosa pagana Tykhé, que es como llaman a la Fortuna en griego. Y así, hay estatuas de ella por toda la urbe, del mismo modo que había varias en nuestro emxenodokheíon, aunque estaban cristianizadas y todas ellas tenían una cruz en la frente. Pero había algo más en aquellas estatuas que me gustó. Los griegos

solían representar a la Fortuna en forma de vieja enrojecida, gorda y fea, pero por orden de Constantino, desde su época, se la representaba como una joven beldad floreciente.

Estaba contemplando los regalos que Zenón había enviado para Teodorico —casi todos piedras preciosas, piezas de fina seda y otros artículos de fácil transporte— cuando entró Amalamena, con un extraño rubor y gesto de incomodo.

—¿Cómo te has atrevido a enviarme un emlekeis? —me espetó—. Yo no lo he pedido.

—Soy responsable de tu bienestar, princesa, y de tu salud, por ende. Me complace que sus cuidados no hayan sido necesarios —dije—. El emiatrós acaba de marcharse sin decirme nada —añadí, sin faltar a la verdad, pues que yo le había ordenado hacerlo así.

—Yo misma habría podido decirte que me encuentro bien —comentó más tranquila, y estoy seguro de que también ella había ordenado al médico que no dijera nada—. Ahora mismo tengo bastante apetito

—añadió alegre.

—Estupendo. Te servirán buenos manjares —contesté yo, también alegre—. He ido a decir a los cocineros que dieran de comer a los hombres en el patio y puedo asegurarte que en la cocina todos están bien obesos, lo que siempre es indicio de buena alimentación. Princesa, ahí está el comedor; yo voy a ver si han acampado los hombres y me reúno contigo para emnahtamats.

El emiatrós, tal como yo le había indicado, me esperaba escondido en el patio, e inmediatamente me dijo, no sin preocupación:

—Si la princesa desea morir en su país, sea el que sea, más vale que no perdáis tiempo en conducirla allí.

—¿Tan pronto va a morir? —inquirí atónito.

—El escirro ha perforado los mésentenos, la carne y la piel y ahora ya es un feo apostema abierto. Me habéis dicho que traéis mandragora. Si queréis, puedo decir a los cocineros que se la sirvan en la comida sin que lo sepa.

Yo asentí anodadado y ordené a un soldado que andaba cerca que fuese a por el paquete de droga.

—¿No se puede hacer nada más? —inquirí.

El anciano Alektor miró a lo lejos, rascándose la barba antes de contestar con una respuesta indirecta.

—Hubo una época —musitó— en que creíamos en la existencia de diosas iguales a los dioses. En aquel entonces, también las mujeres mortales eran consideradas iguales a los varones; pero luego llegó el cristianismo, predicando que las mujeres son inferiores a los hombres y ordenándoles subordinarse al varón, convirtiéndolas en simple ganado tan bajo como el último de los esclavos.

—Es muy cierto —asentí, asombrado por el sesgo de la conversación—. ¿Y, entonces?

—Incluso una princesa hermosa e inteligente, hoy en día no es más que un adorno, una chuchería, destinada, en el mejor de los casos, a ser la esposa sumisa y modesta de algún príncipe, relegada a no hacer nada. Bien, vuestra princesa Amalamena, si tuviese una larga vida, ¿qué haría de ella?

Yo no acababa de entender por qué hablaba con abstracciones, pero opté por filosofar igual que él.

—Tampoco una llama hace nada —argüí—, sino quemarse hasta extinguirse, agonizando de dolor continuamente, quizá. No obstante, en ese proceso da luz y calor.

—Pero no queda nada de esa llama cuando se apaga —murmuró entristecido.

—Excusadme, venerable Alektor —dije, sin poder aguantarme más—, ¿por qué hablamos en enigmas?

—No sé qué misión os ha traído aquí, joven Akantha, pero la princesa parece ansiar que tengáis éxito en ella. Sugiero, y es la única prescripción que puedo sugerir, que la animéis a que os ayude a llevar a cabo la misión. A diferencia de otras mujeres, habrá realizado algo en esta vida —una sola cosa en su breve vida— que recordará y apreciará en la vida eterna. Nada más puedo deciros. Llevaré las mandragoras a la cocina y daré las debidas instrucciones. Que Tykhé os sonría a vos y a la princesa.

Procuré dar a mi rostro una expresión gozosa y fui a reunirme con Amalamena en el emtriclinium. Ya estaba grácilmente tumbada en una de las camillas, comiendo con apetito —no sé si lo fingía para no preocuparme— y tras ella tenía un servidor joven muy bien vestido, que la ayudaba a discernir los diversos platos raros de la mesa. Cuando me recliné en la camilla perpendicular a la suya, me dijo tan alegre como una niña que cena por primera vez fuera de casa:

—Toma, Thorn, pruébalo. Se llama carnero de marismas y es de un animal que ha pastado siempre algas. Es exquisito; y la salsa es de también de algas cocidas. emAj, mira, todos los panes llevan en relieve la inicial de Zenón.

—¿Para que no olvidemos a quién dar las gracias por la comida?

—Teniendo en cuenta que el pan suele ser el alimento más sencillo de una mesa, creo que es un adorno elegante. Le he preguntado a Seuthes cómo lo hacen —añadió, señalando al joven que tenía detrás de la camilla— y me ha dicho que el panadero marca la pieza de pan con un sello de madera antes de meterlo al horno. emAj, ¿has visto las maravillosas pinturas y tapices de esta casa? Seuthes dice que los hacen igual… impresos con bloques de madera de talla muy laboriosa, que mojan en distintos tintes y aplican sobre la tela uno tras otro…

Yo sonreí tolerante ante semejante locuacidad y cuando, finalmente, agotó sus elogios sobre la comida y la casa, pregunté distraídamente a Seuthes:

—¿Eres esclavo o sirviente? ¿Tiene título tu cargo?

—Ni lo uno ni lo otro, empresbeutés —contestó un poco envarado—, pero sí que tengo un título. Soy el emdiermeneutés, el intérprete de palacio. Hablo todas las lenguas de Europa y varias de Asia, y haré de intérprete para vos, empresbeutés, cuando tengáis audiencia con el embasileús Zenón.

—Eúkharistó, Seuthes —dije, dándole las gracias—, pero no será necesario. Quedas exento de la tarea.

—Pero he de estar presente, pues sois un embárbaros —replicó, mirándome extrañado y ofendido.

—Lo sé. Pero ¿en qué me haría tu presencia menos bárbaro?

—Es que… un… un embárbaros, por definición, es una persona que no habla griego.

—También lo sé. Pero dime, intérprete, ¿en qué idioma estamos hablando ahora mismo?

—Está probado —replicó él tercamente, sin contestar a mi pregunta—, que los embárbaros no hablan griego.

—Toda sabiduría admitida no es necesariamente sabia, ni siquiera cierta; la prueba de ello es que entiendes lo que estoy diciendo y lo que dices. ¿Crees que Zenón no lo entenderá?

—Siempre ha sido necesaria mi presencia —replicó él, porfiando— cuando el embaiseleús ha concedido audiencia a un embárbaros.

— emNaí, estarás presente —añadí yo—, porque la princesa también asistirá y, como ella es una embarbará, necesitará que le traduzcas lo que le diga a Zenón y él a ella.

—¿Lo que diga emella? —exclamó el joven, realmente asombrado.

Amalamena observaba cada vez con mayor interés, conforme la discusión subía de tono, por lo que dije:

—Intérprete, puedes comenzar tu cometido traduciendo a la princesa lo que hemos estado hablando. Así lo hizo, y bastante bien, en el antiguo idioma. Amalamena, al oír lo que yo había propuesto, se mostró casi tan sorprendida como él. Sin embargo, Seuthes se lo había explicado apresuradamente, pues estaba deseando añadir para mí, en griego:

—¡Ella no puede estar en la audiencia! ¡En toda su historia, el imperio oriental jamás ha recibido la visita de un empresbeutés que no sea de sexo masculino! ¡El embaiseleús se sentiría insultado, ofendido, furioso, ante semejante pretensión de una mujer! ¡Es inaudito!

—Pues ya lo has oído. Y ya puedes retirarte —añadí en gótico— hasta que nos personemos ante Zenón en la sala de audiencia púrpura. Vete y aplaca tus sentimientos heridos.

Mientras salía, meneando la cabeza, Amalamena me miró con un aire entre risueño y agradecido. Sus ojos, últimamente mortecinos, volvían a brillar como fuegos de Géminis.

—Te doy las gracias —dijo— por la sorpresa del estupendo regalo de incluirme en tu séquito. Te acompañaré encantada al palacio púrpura. Pero, ¿por qué lo has decidido y exigido con tanto empeño?

Le contesté con una verdad a medias:

—Tú misma lo sugeriste, princesa, al citar a Aristóteles. Tu belleza nos servirá para conseguir grandes cosas juntos.

CAPITULO 2

Todo se desarrolló conforme yo había dicho: el chambelán eunuco volvió al día siguiente a decirme que el embaiseleús Zenón me recibiría aquella misma mañana. Era evidente que al emoikonómos le habría gustado verme expresar mi agradecimiento al darme la noticia, pero al hallarme esperándole, ya vestido con mis mejores galas —cota de cuero recién abrillantado, la emchlamys bordada de verde y la capa de oso, con el casco recién bruñido bajo el brazo— puso cara larga. Fingiendo que me encontraba ya a punto de perder la paciencia, dije con aspereza:

—Muy bien, Myros. Estamos preparados. ¿Hay algún requisito que debamos cumplir camino de palacio?

—¿Debamos? ¿Cómo, debamos?

—Yo y la princesa Amalamena.

— em¡Ouá, papaí! —exclamó, comenzando a farfullar y hacer aspavientos, inquieto como el intérprete el día anterior, pero yo le dije tajantemente que se dejara de empamemas porque la princesa venía conmigo—. ¡Sólo he traído monturas para vos y para mí! —clamó, alzando los brazos al cielo. Miré al patio y vi la numerosa escolta de servidores con magníficas vestiduras, guardias armados y con coraza y hasta una banda de músicos. Uno de los criados sostenía las riendas de dos caballos con silla de respaldo y dosel, tan adornadas que parecían tronos.

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