La provincia de Pannonia, me dijo, era aproximadamente la región de Europa en la que entraban en conflicto la influencia y los intereses del imperio oriental y occidental, por lo que el emperador de Roma, Antemio —o, mejor dicho, el «nombrador de reyes» Ricimero, que era quien mandaba allí—, y el emperador León de Constantinopla siempre andaban luchando y conspirando entre sí para atraerse a Pannonia, que era la divisoria imaginaria del imperio, y anexionársela; Roma había mantenido desde tiempos pretéritos, y aun mantenía, su hegemonía mediante la guarnición de Vindonoba en la frontera del río Danuvius; pero las zonas del sur de la provincia, incluidas ciudades importantes como Siscia y Sirmium, y poblaciones de menor importancia como aquella aldea, padecían constantemente incursiones de tropas de la otra parte del imperio y se veían obligadas a prometer lealtad ora a Roma ora a Constantinopla.
Era evidente que ni Ricimero ni León podían ordenar descaradamente a sus legiones que atacasen a las legiones de la parte occidental, y ambos adversarios se valían de aliados extranjeros o mercenarios al mando de supuestos oficiales «renegados» romanos; una de las fuerzas mercenarias de Roma eran los estirios del rey Edika y otras tropas procedentes de Asia, como los sármatas del rey llamado Babai. Eso explicaba lo heterogéneo de la columna que yo había visto pasar. El emperador León, me dijo el hombre, se apoyaba principalmente en sus antiguos aliados, los ostrogodos, al mando del rey Teodomiro. Al oírlo, me alegré de no haberme unido a las tropas que había visto.
—¿Pero a qué se debe la atrocidad cometida aquí? —inquirí.
—Hará unos treinta meses que la primera línea de combate avanzaba y retrocedía muy cerca de aquí, aunque nosotros creíamos que nos hallábamos sin riesgo alguno en la parte oriental, por lo que, inocentemente, proveímos de hombres y caballos a las tropas ostrogodas de Teodomiro; pero nos equivocamos, porque no tardaron los estirios de Edika en efectuar un ataque que hizo retroceder a los ostrogodos hacia el Este, y nos acusaron de haber colaborado con el enemigo y Edika decretó que nos cortasen las manos. Los niños que tienen manos han nacido después, y esperamos con todo nuestro corazón que se hagan mayores y que Edika no vuelva entretanto. Bien, extranjero, ¿qué podemos ofrecerte por ayudarme generosamente a coger leña? ¿Comida? ¿Cobijo para pasar la noche?
Decliné el ofrecimiento, y creo que debió ser la parte femenina de mi naturaleza la que me indujo a ello, pues pensé en la tarea y las dificultades que tendrían ya las mujeres para preparar sus propias comidas; sentía tal lástima eme impotencia viendo a aquellas desgraciadas gentes mutiladas, que no quise quedarme allí más tiempo; así que, pregunté hacia dónde quedaba y a qué distancia la ciudad de Vindonoba.
—Nunca he estado allí —me dijo el hombre—, pero sé que al este de aquí hay una buena calzada romana que lleva hacia el norte del Danuvius hasta la ciudad misma. Esa calzada estará a unas veinticinco millas romanas y hasta Vindobona habrá otras veinticinco.
Calculé un día entero, desde el amanecer hasta el anochecer, cabalgando para llegar a la calzada, o dos días cabalgando sin prisas. Y otras dos jornadas hasta la ciudad.
—Pero ve alerta —me aconsejó el hombre—, porque, aunque ahora las ambiciones y los conflictos del imperio están adormecidos, pueden estallar en cualquier momento y te verías envuelto en ellos. Recuerda, además, que cualquiera con quien te tropieces puede ser partidario de Roma o Constantinopla, de Edika, de Babai o de Teodomiro, y si se te ocurre pronunciarte por uno de ellos ante una serpiente espía del contrario… —añadió, sin acabar la frase, mostrándome sus muñones. Le dije que iría con cuidado y que no abriría la boca, le deseé a él y a su pueblo un mejor futuro y reemprendí el camino.
No obstante, aun antes de llegar a la calzada romana, tuve una contrariedad, y no con una serpiente humana, sino con una de verdad. Al atardecer del día siguiente, me detuve en un arroyuelo, desmonté
para que emVelox bebiese y me arrodillé unos pasos más arriba para beber yo también; fui a apoyar la mano derecha en una piedra negruzca con motas verdes, que de pronto se revolvió y noté un dolor agudo en el brazo: había ido a apoyarme precisamente en una piedra en la que se calentaba una serpiente a los últimos rayos del sol, y no una serpiente cualquiera, sino una venenosa y mortal víbora. Lancé una maldición y le aplasté la cabeza con otra piedra. ¿Qué iba a hacer? Ignoraba los cuidados que requiere una mordedura de serpiente, pero sabía que mi vida peligraba; lo único que di en pensar era que si mi emjuika-bloth hubiera estado vivo no habría dejado que la víbora me picase, y que si hubiese estado Wyrd, él me habría dicho lo que había que hacer.
—Sobre todo no te muevas —dijo una voz autoritaria, que no era la de Wyrd. Alcé la vista y vi a un joven al otro lado del arroyo. Sería de mi misma edad, pero más alto y fornido; tenía pelo largo y una barba rala, e iba vestido para andar por el bosque, pero era demasiado apuesto para ser un campesino de aquellos contornos. Vi que sacaba el puñal del cinto y, recordando lo que me había dicho el manco de los espías y emspeculatores, hice gesto de desenvainar mi espada corta.
—¡Te he dicho que no te muevas! —vociferó el joven, saltando ágilmente el riachuelo—. Ni siquiera habrías debido hacer el esfuerzo de matarla. Cuanto más te muevas, más corre el veneno por las venas.
Me dije que si se preocupaba por mi salud no sería enemigo; dejé la espada en la vaina y me quedé
quieto como decía. Él se arrodilló a mi lado, me desgarró la manga de la túnica dejándome el brazo al desnudo y vimos junto al codo las dos picaduras rojas.
—Aprieta los dientes —me dijo, al tiempo que me cogía la piel entre el pulgar y el índice y situaba cuidadosamente el filo para hacer un corte.
—Alto, extranjero —protesté—. Prefiero morir envenenado que desangrándome.
em—¡Slaváith! —replicó él con firmeza—. Sangrar es lo que te hace falta. Pero no sangrarás mucho. Suerte has tenido de que te haya picado ahí, pues la carne que se oprime entre dos dedos puede cortarse sin peligro de romper ninguna vena importante. Haz lo que te he dicho. Aprieta los dientes y aparta la vista.
Así lo hice y simplemente di un respingo al sentir el fuerte dolor del tajo.
—¿Ya estoy fuera de peligro? —inquirí, tragando saliva.
— emNe, pero algo ayudará. Y esto también —añadió, quitándose el cinturón y ciñéndomelo con fuerza al brazo—. Ahora mete el antebrazo en el agua fría y deja que sangre, que yo voy a atar a los caballos para que no se alejen. Nos quedaremos aquí un tiempo.
Era grande mi perplejidad pensando en quién sería aquel joven, y aumentó aún más cuando vi que llegaba con su caballo de las riendas. Era un corcel de Kehaila tan fino como emVelox, con silla y arreos iguales a los míos, pero lujosamente guarnecidos con ajorcas y remaches de plata; decididamente era de origen germánico, aunque no había podido identificar el acento con el que hablaba el antiguo lenguaje. Y
como no era romano ni de ninguno de esos pueblos asiáticos que había dicho el campesino manco, ¿por qué montaba un corcel propio de la caballería romana? De momento, le estaba agradecido por haberme ayudado y sólo le hice una pregunta.
—¿Nos presentamos antes de que me muera? Me llamo Thorn.
—Pues tenemos la misma inicial. Yo me llamo Thiuda.
No me preguntó por qué mi nombre era el de una letra, quizá porque el suyo era también muy raro, ya que Thiuda es una palabra en plural que significa «gentes».
—Bueno —añadió—, no creo que mueras, aunque tal vez desees la muerte cuando el veneno empiece a hacer efecto. Toma, bebe.
Traía unos tallos de euforbio purgante, que apretó para exprimir su jugo lechoso y echarlo en una cantimplora igual que la mía, añadió agua del arroyo, agitó la mezcla y me la dio.
Mientras bebía a regañadientes el amargo líquido, Thiuda musitó:
—En realidad, la víbora no estaba alerta, sino dormida y enroscada sobre el mejor antídoto a su veneno —añadió, rascando musgo verde de la piedra, sacándome del agua el brazo, que ya casi no sangraba, y poniéndome el musgo en la herida, que me vendó con una tira de su propia túnica. Luego, aflojó el cinturón de mi brazo y lo volvió a apretar.
—¿Es que andas por estos bosques para ayudar a los caminantes en apuros? —pregunté con un hilo de voz, pues la mezcla de euforbio comenzaba a hacerme efecto.
—Bueno, ayudaría a cualquiera a quien le hubiese picado una víbora, pero creo que no eres un viajero cualquiera a la vista de los jaeces romanos de tu caballo. ¿No serás un desertor de una emturma de caballería?
— em¡Ne, ni allis! —contesté indignado—. Yo también me había preguntado lo mismo de ti —añadí, echándome a reír.
Él también se echó a reír, meneando la cabeza.
—Bueno, Thorn, explícate tú primero, mientras puedas hablar sin dificultad. Pensé que, de todos modos, podía ser un espía o un emspeculator de algunos de los bandos que se enfrentaban en Pannonia, pero era raro que me curase para luego cortarme las manos; así que le dije con toda sinceridad que había estado tiempo atrás sirviendo contra los hunos en la legión Claudia Y que así
había obtenido a emVelox, las armas y otros pertrechos. Le dije también, con excesiva confianza, que últimamente había ganado una respetable fortuna en el comercio de pieles, que viajaba por placer y añadí:
—Desde luego, Thiuda, que te pagaré tus cuidados igual si fueses un emmedicus.
— emAj, ¿eres uno de esos ricos magnánimos? —replicó, mirándome con severidad—. Escucha, insolente —añadió con mayor arrogancia aún que yo—, yo soy ostrogodo y no pido el pago ni las gracias por mis buenas obras del mismo modo que no pido compasión por las malas.
—Te ruego me perdones —dije contrito—. Ha sido un comentario fuera de lugar y debía habérmelo pensado mejor, pues yo mismo soy de origen godo y me siento orgulloso dé ello. Pero he oído hablar a otros godos y tú no lo pareces por el acento —añadí.
— emNaí, ja —contestó él riendo—. Sí, tienes razón. Tendré que esforzarme para que se me quite el acento griego. He vivido mucho tiempo en el Este y hace poco que he regresado a mi patria. Hace poco, pero demasiado tarde.
—No te entiendo.
—Vine aquí decidido a unirme a mi gente en el combate contra los abominables estirios, pero ya había terminado la batalla cuando llegué. Se enfrentaron en el río Eolia, afluente del Danuvius, pero no me enteré a tiempo de ello.
Me pareció abatido y comenté compungido:
—Lamento que derrotaran a tu gente.
em—¡Oukh… ne! ¡No los han derrotado! ¿Cómo se te ocurre pensarlo? —añadió ofendido pero riendo. Era de toda evidencia un joven de carácter alegre, al menos cuando no le provocaba con mi altanería—. A mi pueblo no le he hecho falta para nada, y es por eso por lo que estoy apenado. emJa, les dieron de lo lindo a los estirios; fue una carnicería, y los que han quedado huyeron hacia el Oeste.
—Creo que he visto algunos en retirada.
—No serían muchos —añadió Thiuda ufano—. Me han dicho —añadió con orgullo— que mi propio padre mató al despreciable rey Edika.
—Me alegro de saberlo —comenté, al recordar las manos cortadas de aquellos lugareños.
— emAj, pero aún falta entrar en combate con los sármatas del rey Babai, así que espero tener oportunidad de ensangrentar mi espada. Pero ahora, después de lo acaecido a sus aliados estirios, los sármatas han optado por esconderse. Así que he decidido ir durante la tregua a la ciudad de Vindobona. Yo soy de cerca de allí y hace años que no veo mi pueblo.
—¿Ah, sí? Yo también me dirijo… —comencé a decir, pero me acometió un repentino mareo—. Bueno… cuando… me sienta mejor… No pude decir más porque noté unas fuertes náuseas.
—Vamos, inclínate en el arroyo y vomita —dijo Thiuda sonriente—. Más vale que te vayas acostumbrando. Voy a aflojarte y a apretarte otra vez el cinturón. Luego, haré fuego y extenderé las pieles para dormir.
Y siguió hablando de buen humor mientras lo hacía, pero no recuerdo qué es lo que dijo; ni recuerdo el mal que me acometió después, pero Thiuda me contó que estuve tres días y tres noches quejándome constantemente de que lo veía todo doble, incluso mi persona, y otras veces hablando con tal incoherencia que no se me entendía.
Sí recuerdo que, de vez en cuando, Thiuda hacía comida, pero no porque yo comiera nada, al contrario, el olor me producía náuseas. Recuerdo también que casi todo el tiempo sentía un dolor horrible, notaba espasmos en el estómago y mal en la cabeza y en todos los músculos; y que Thiuda, cada cierto tiempo, día y noche, me aflojaba y apretaba el cinturón del brazo hasta que me lo quitó. Además, en muchas ocasiones, se despertaba para impedir que me arrancase el emplasto de musgo que me había puesto, porque la costra que se iba formando me picaba horriblemente.
Lo único que recuerdo que hacía yo solo —y lo único que Thiuda me permitía, por evitarme la turbación o evitarse él la aversión— era ir tambaleándome a la espesura cada vez que tenía que hacer de vientre; y menos mal que tuve fuerzas para desvestirme por abajo sin mancharme la ropa y sin que Thiuda me viese las partes pudendas.
En fin, el día que, según me dijo Thiuda, era el tercero después de nuestro encuentro, cesaron los dolores, mi mente se despejó y pude hablar normalmente. Ya no tuve más dolores ni espasmos y sólo perduraba el picor de la herida; y él comentó que había sobrevivido al envenenamiento.
—Me siento débil como un niño —balbucí.
—No sé yo si no lo estarías de antes… —dijo él burlón.
—¿Cómo?
—¿Por qué, si no, cabalgabas atado?
Yo me quedé perplejo al oírselo decir, pero en seguida comprendí a qué se refería.
— emAj, ¿lo dices por las cuerdas para los pies? —y le expliqué cómo había inventado el artilugio y que servía para sostenerse mejor en la silla.
—¿Tú crees? —musitó él, como, si igual que Wyrd, desconfiase de las innovaciones—. Yo prefiero afirmarme con los muslos. De todos modos, si las cuerdas te dan más seguridad, te vendrán bien mientras recuperas fuerzas. Te habrás recuperado del todo cuando lleguemos a Vindobona. ¿Vamos allá juntos?
— emJa, con mucho gusto. Y, si no es ofender tu dignidad de ostrogodo, ¿consentirás en que te convide a un banquete en el mejor emgasts-razn de la ciudad?
—Sólo si incluye una buena libación de vino —dijo él muy sonriente—. Ya que insistes en hacerte el rico manirroto —añadió con malicia—, yo haré de abyecto criado adulador y entraré de heraldo en la ciudad, voceando: «¡Paso a mi emfráuja Thornareikhs!»