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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (41 page)

Estaba mirándolo todo, apartado a un lado, cuando oí a mis espaldas una voz autoritaria y joven:

—¿Buscas trabajo, extranjero? ¿Eres hombre libre o esclavo?

Me volví y vi a la chica que sería mi amiga y compañera mientras estuve en Haustaths. Me apresuro a decir que no fue una historia amorosa, pues no era más que una niña que tendría la mitad de mis años, de pelo negro, ojos de gamo, tez cetrina y muy guapa.

—Ni una cosa ni otra —contesté—. No busco trabajo; he subido desde el pueblo únicamente a ver la emsaltwaúrtswa. —Entonces, vendrás del otro lado de las montañas, porque los de aquí la conocemos todos. ¡Y cómo! —añadió con un dramático suspiro.

—¿Y tú qué eres? ¿Trabajadora o esclava? —pregunté sonriendo, pues iba muy bien vestida con emalicula y capa, como una dama.

—Yo —dijo arrogante— soy la hija única del director de la mina, Georgius Honoratus, y me llamo Livia. ¿Cómo te llamas?

Le dije mi nombre y estuvimos charlando un rato —parecía gustarle tener alguien con quien hablar— y ella me fue indicando las diversas fases del trabajo, los nombres de los picos alpinos que dominaban el lago y me dijo los comerciantes del pueblo que menos se aprovechaban de los extranjeros. Finalmente, me preguntó:

—¿Has visto alguna vez una mina por dentro? —dije que no y ella siguió hablando—. Por dentro es mucho más interesante. Ven que te presentaré a mi padre y le pediré permiso para enseñártela. Me lo presentó así:

—Padre, éste es Thorn un recién llegado al pueblo, amigo mío. Thorn, saluda respetuosamente al director de esta eminente y antigua empresa, Georgius Honoratus.

Era un hombre delgado de pelo gris, y era evidente que se tomaba muy en serio su responsabilidad, dedicando gran parte de su tiempo a entrar en la mina, pues su tez era tan gris como su pelo; después me diría Livia y otras personas que Georgius era uno de los pocos habitantes de Haustaths cuya familia descendía de los colonos romanos sin haberse mezclado hasta el momento con otra sangre, cosa que él no se cansaba de repetir. Creo recordar que era el descendiente número XIII o XIV del linaje, e incluso, para contraer matrimonio, había hecho venir de Roma a una que había muerto al dar a luz a Livia. Pero él no daba muestras de aflicción: estaba casado con la mina.

Georgius había adoptado el emagnomen de Honoratus, reservado a los funcionarios públicos con el grado mínimo de magistrados, porque tanto a él como a sus predecesores en la familia el consejo de ancianos de Haustaths les habían otorgado la dirección de la mina. Y al igual que sus antepasados —y en mi opinión, igual que los desgraciados braceros que en ella trabajaban— Georgius jamás salía de aquel cerrado horizonte ni elevaba por encima de él la vista ni ambición alguna, y no sabía nada del mundo exterior con excepción de la gran demanda de sal; educaba a sus dos hijos para que fuesen tan provincianos y de miras tan estrechas como él mismo; de hecho, estaban tan recluidos, que tardé en enterarme de que tenía dos varones, dos y cuatro años mayores que Livia, respectivamente. No sé si llegué a verlos, porque el padre les enseñaba la profesión a partir de los puestos más bajos y generalmente trabajaban con los peones vestidos de cuero y polvorientos que acarreaban cestos de sal en terrones. A veces me preguntaba si no habría sido la difunta esposa de Georgius quien había introducido en la familia sangre ajena, pues no hallaba otra explicación a que Livia fuese tan distinta a su apagado progenitor y dóciles hermanos, ya que ella era una niña alegre, perspicaz y vivaz a la que, con toda razón, disgustaba la perspectiva de pasarse allí la vida.

Que fuese o no hija de él, era evidente que Georgius la adoraba más que a sus hijos varones, y no debió gustarle mucho que se hiciese amiga de un extranjero con aspecto germánico, pero al menos, dada la diferencia de edad, no tuvo que preocuparse del riesgo de que pudiera convertirme en su yerno, así que se limitó a hacerme unas preguntas sobre mi linaje, ocupación y motivos por los que me hallaba en Haustaths; yo eludí detalles sobre mis orígenes y le contesté con bastante sinceridad que era socio de un mercader de pieles y que, al tener poco que hacer en verano, estábamos de vacaciones en el pueblo. Aquello pareció satisfacerle, pues dio complacido permiso a Livia para que me enseñase la mina, añadiendo que esperaba que me gustase la empresa de cuya dirección tan orgulloso estaba. La procesión de mineros que entraban y salían nos cedió el paso en la oscura boca y ella cogió de un montón dos delantales de cuero; yo comencé a atarme el mío a la cintura, pero ella se echó a reír y dijo:

—Así no. Al revés. Mira; vuélvete.

Yo me di la vuelta, perplejo, mirando hacia el negro interior de la mina y ella me lo puso de forma que me cubriera la espalda.

—Ahora te lo atas por delante —añadió—, y pasas el faldón por entre las piernas, sujetándolo con las manos.

Así lo hice y Silvia me dio una sorpresa. Con una risita, me dio un empujón que me impulsó hacia lo oscuro, e inmediatamente noté que resbalaba y me vi, acongojado, deslizándome a toda velocidad sobre el delantal por un tobogán excavado en la propia sal, pulimentado por millones de deslizamientos como el mío, por lo que era tan resbaladizo como hielo. Me desplacé así en la oscuridad durante lo que me pareció un tiempo harto prolongado, aunque sólo fuesen unos segundos, hacia las entrañas de la tierra, hasta que el descenso se fue haciendo menos vertiginoso y alcancé un sitio en que el terreno estaba casi plano y vi ante mí unas luces; aún seguí deslizándome hasta el final de la cuesta y me vi por los aires antes de aterrizar sobre un colchón de pinaza verde. Permanecí allí sentado sin saber qué pensar, hasta que se me cortó las respiración al sentir en la espalda el golpe de los pies de Livia, al tiempo que los dos caíamos revoleándonos en el montón de pinaza.

— emDotterel —me dijo, otra vez entre risitas, mientras nos desenlizábamos—. Un chico tan lento no duraría mucho aquí abajo. ¡Vamos, muévete, no te vaya a caer encima un montón de mineros!

Me dejé rodar de costado del final del tobogán, y a tiempo, porque en aquel momento desembocó

una riada de mineros con el cesto vacío en el corredor de paredes de sal alumbrado por antorchas en que acabábamos de aterrizar. Todos se pusieron ágilmente en pie en la pinaza, dejando sitio a los demás y comenzaron a avanzar torpemente por el pasillo. Detrás del grupo vi otra fila procedente del interior, encorvados bajo la carga, a quienes hizo seña de que se detuvieran un capataz que estaba al pie de una escalera —una escalera larguísima, de gruesas vigas y peldaños— por la que penosamente ascendían los mineros.

Cuando hube recuperado el aliento por segunda vez, la pequeña Livia me condujo por el corredor, que tenía varios recodos, hasta otras salas que se comunicaban entre sí, todas deliciosamente iluminadas tan sólo por antorchas a largos trechos, porque las paredes translúcidas de sal reflejaban la luz, difundiéndola a gran distancia; así, entre los puntos de fuerte luminosidad rojo amarillenta de las antorchas caminábamos en medio de una radiación más tenue anaranjada, que brotaba de paredes, suelo y techo, cual si estuviésemos dentro del mayor topacio del mundo. Todo el interior de la mina estaba ventilado de algún modo que no acerté a ver, pero soplaba una brisa suave de aire fresco que además eliminaba los humos de las antorchas y evitaba que se tiznase la sal. En casi todos los pasillos había un tránsito continuo de hombres cargados, que se cruzaban con nosotros, y de hombres con el cesto vacío que nos adelantaban, pero vi que algunas galerías secundarias estaban completamente vacías y pregunté

por qué.

—Conducen a lugares en los que la sal se ha extraído hasta dar con la roca viva —dijo la niña—. Pero voy a llevarte a uno de los filones que ahora se explotan, porque en estas galerías hay peligro de desplome y no quiero exponer a un visitante.

—Gracias —dije agradecido.

—Pero hay un sitio en particular que quiero enseñarte, y que está muy lejos y muy profundo. Hizo un gesto y vi que estábamos ante la boca de otra vertiginosa rampa y que los mineros volvían a cedernos el paso. En ésta, Livia no hizo tonterías y se agachó dispuesta a descender la primera. Yo la seguí y el deslizamiento sobre el delantal fue emocionante; volvimos a recorrer numerosas galerías, bajamos por otra larga rampa —más corredores y más rampas— y comencé a sentirme inquieto. Cuando era niño, como he contado, iba muchas veces a los túneles y cuevas de detrás de mis queridas cascadas del Circo de la Caverna, pero aquéllas sólo se internaban en el interior del acantilado, no hacia lo hondo y más abajo.

Me parecía que debíamos hallarnos casi al nivel del pueblo del que había salido por la mañana, lo que significaba que tenía encima de mi cabeza un enorme y elevado Alpe cuyo hundimiento sólo impedían paredes y techos de sal. Y la sal, pensé, es una sustancia frágil; pero los mineros que pasaban a nuestro lado no mostraban temor alguno, y la niña seguía andando muy decidida, así que deseché mis temores y la seguí sin decir palabra. En un momento dado, tomó por una galería lateral vacía, iluminada con antorchas, que se iba ensanchando y haciéndose más alta conforme avanzábamos y que, de pronto, se agrandó enormemente y vi que nos encontrábamos en una inmensa caverna en la que, aunque no había nadie, estaba mucho más iluminada que las galerías.

Era muy parecida a las cuevas del Circo de la Caverna a que me he referido, pero de mucho mayor tamaño y gran esplendor, pues lo que antes habíamos visto en forma de roca derretida y congelada, aquí

eran totalmente de sal: columnas que iban desde el suelo al techo, encajes y colgaduras de cascadas inmóviles en las paredes, espirales y pináculos que surgían del suelo y una especie de enormes carámbanos que pendían de la bóveda; todo ello era sal pura y simple, pero esculpida de un modo tan maravilloso que en todos los siglos que hacía que se explotaba la mina, aquello no lo habían tocado. Los mineros se habían tomado muchas molestias para iluminar el lugar, pues habría debido de ser más costoso que extraer sal colocar aquellas antorchas en derredor y hasta lo más alto del techo. La luz que difundían se filtraba por las formas translúcidas de sal y repetía infinitos reflejos bajo aquella cúpula blanca, cual si hubiesen sido ecos hechos visibles, y a mí me dio la impresión no ya de estar dentro de un topacio, sino en el interior de una llama.

—Todo es obra de la naturaleza, pero los mineros añadieron algo hecho por el hombre —dijo Livia con orgullo de propietaria—, cuya antigüedad desconocemos.

Me llevó hasta un lado de la cúpula y me enseñó lo que los mineros habían añadido a la obra de la naturaleza: una capilla cristiana totalmente excavada en la sal y con un altar hecho de bloques de sal con su correspondiente losa encima, sobre la cual había un ostensorio y un cáliz también tallados en sal.

—Como las mejores gentes de Haustaths, muchos mineros son cristianos hace ya tiempo —dijo Livia—, aunque la mayoría siguen siendo paganos, y hace mucho tiempo añadieron también algo por su cuenta.

Enfrente de la capilla, al otro lado de la gran cavidad, habían excavado un templo, un espacio que no albergaba más que una estatua de tamaño natural, rudimentaria pero con forma humana y que, indudablemente, representaba un dios; luego, observé que la deforme mano derecha de la figura se apoyaba en el mango de un martillo con cabeza de piedra atada con tiras de cuero, y comprendí que la estatua representaba al dios Thor. Otro detalle del templo era que su interior estaba ennegrecido y olía a humo; era el único lugar de la mina tiznado, y le pregunté a Livia por qué.

—Es que aquí los mineros paganos hacen sacrificios; traen los corderos, cabritos o lechones, hacen fuego, los matan en ofrenda a su dios y los asan para comerlos. Los dioses sólo reciben el humo —añadió, encogiéndose de hombros.

—¿Y tu cristiano padre lo consiente?

—Los viejos cristianos de Haustaths le obligan a ello, porque así los mineros están contentos y a la mina no le cuesta nada. Bien, Thorn, ¿estás bien descansado? Porque ahora tenemos que andar mucho para subir y hay que hacerlo sin deslizarse.

—Creo que podré subir las escaleras —contesté, sonriendo—. ¿Quieres que te lleve en brazos?

—¿En brazos? —replicó ella con desdén—. em¡Vái! ¡A ver si me coges!

Y echó a correr por la galería por la que habíamos llegado a la gran cúpula. Con mis largas piernas no tuve necesidad de esforzarme mucho para darle alcance y procuré no perder su ritmo, pues yo solo me habría perdido fácilmente, aunque admito que cuando coronamos la última escalera que llevaba a la salida de la mina, yo jadeaba sudoroso y ella no. Bien es cierto que aquel día había subido la montaña dos veces: una por fuera y otra por dentro.

CAPITULO 3

Cuando volví a la taberna, el emcaupo Andraís me dijo entre hipos que Wyrd, dormido, ya se había ido a acostar. Debí mirarle de un modo extraño, porque añadió:

— emJa, en ese orden; primero se quedó dormido en la mesa…

hip… y rni mujer y yo le subimos a la cama.

Así que cené solo y comí con auténtica voracidad. Cuando subí a acostarme, Wyrd roncaba como si sostuviese un mortal combate con un oso y un uro, y en el cuarto flotaba una neblina de vapores de alcohol, pero yo estaba tan cansado que ello no me impidió dormirme.

A la mañana siguiente, desayunamos juntos y Wyrd volvió a beber vino; esperé a que el vino le despejase para contarle mi excursión del día anterior y le dije que había visitado la mina, lo que había visto y que había conocido a Livia y a Georgius, y lo que me habían parecido. Él lanzó un gruñido y dijo:

—Tengo entendido que la hija es una criatura aceptable, pero el padre es uno de esos hombres mediocres que se dan importancia, como los hay en todos los pueblos pequeños.

—Eso creo yo también —dije—, pero pensé que al menos debía fingir respeto, porque es un emHonoratus.

— em¡Balgs-daddja! No es más que una ostra gorda en una concha pequeña.

—Pareces más malhumorado que de ordinario, emfráuja. ¿Tan agrio está el vino?

Se rascó la barba y contestó lacónico:

—Perdona, cachorro, últimamente estoy abatido y desasosegado. Ya se me pasará; el vino me ayudará.

—¿Y por qué ese malhumor? Cuando llegamos aquí estabas muy animado, emfráuja. Tenemos dinero de sobra, no necesitamos trabajar, simplemente nos solazamos, y estamos en un lugar agradabilísimo para hacerlo. ¿Por qué estás abatido y atribulado?

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