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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (38 page)

Bien, si así era, me dije, al menos ya sabía cuál sería mi próxima presa.

— em¡Khaíre! —dijo el tratante egipcio de esclavos, saludándome en griego, al saber a qué venía—.

¿No os dije, joven maestro, que algún día incluso vos hallarías la utilidad de una emvenéfica? Confieso que no esperaba que fuese tan pronto, siendo aún tan joven y tan…

—Ahórrate los cumplidos —dije—. Hablemos del precio.

—Ya lo conoces.

No obstante, regateando la conseguí más barata. Como he dicho, el egipcio me había pedido por la esclava llamada Mono una cantidad casi equivalente a lo que yo tenía en la bolsa, pero tras un larga discusión, adquirí la muchacha etíope por un poco menos, quedando dinero suficiente para que Wyrd y yo pagásemos lo que debíamos en el emdeversorium y comprásemos provisiones para el invierno, y aún me sobraron unos emsiliquae para otro plan que tenía pensado.

—Muy bien —dije, una vez cerrado el trato, después de que el egipcio me firmase y entregara el certificado del emservitium de Mono—. Vístela y prepárala para llevármela, pues pasaré a recogerla en cuanto requiera sus servicios.

—La tendréis dispuesta —contestó el tratante, con maligna sonrisa—. Cuando llegue el caso, deseo que os dé la máxima satisfacción, emkhaíre, joven maestro.

En los días que siguieron, me dediqué a espiar, escondido en las cercanías del domicilio del emdux Latobrigex; espiaba durante el día, porque era por el día cuando mayor probabilidad había de que se desarrollaran los acontecimientos que esperaba. Las noches las pasaba con Wyrd cenando en una taberna, y sólo hablábamos de cosas intrascendentes. A Wyrd le acuciaba la curiosidad, pero se abstenía pacientemente de preguntarme nada ni de quejarse porque yo estuviera demorando el inicio de la temporada de caza.

Vi en muchas ocasiones cómo salía la litera de la residencia ducal, con los esclavos porteadores gritando «¡Paso, paso al emlegatusl»; a veces la ocupaba Latobrigex solo, otras veces iba con su esposa y, en ocasiones, con su hijo. Pero sólo lo seguí, a vivo paso y una discreta distancia, el día en que vi que iban en él Jaerius y Robeya. Tal como yo esperaba, se detuvo para que Jaerius entrase en unos baños de

hombres, para reanudar el camino, rezando para mis adentros. Y mis plegarias fueron oídas, porque volvió a detenerse ante unas termas para mujeres y allí descendió Robeya. Eché a correr con todas mis fuerzas hasta el establecimiento del egipcio, cogí a Mono y la conduje a toda prisa a las termas en que estaba Jaerius. No era nada extraño que un hombre fuese acompañado de un esclavo de uno u otro sexo, pero, desde luego, no podía hacer pasar a una hembra a unos baños de hombres. No obstante, como todas las termas de lujo, aquéllas disponían de los correspondientes emexedria, saloncitos de espera, y en uno de ellos con sofá dejé a Mono.

No podía explicar con palabras a la negrita lo que quería, pero logré dárselo a entender con gestos y ella asintió con la cabeza conforme se lo iba enumerando: tenía que desnudarse, tumbarse en el sofá y esperar, y, luego, tenía que realizar la función para la que habían criado y entrenado. A continuación, volvería a vestirse, saldría del emexedrium, abandonaría los baños y me esperaría en la calle. Deseando con todo mi corazón que Mono hubiese entendido bien todo, allí la dejé y entré en el emapodyterium para desvestirme. A continuación, con un albornoz y una toalla, fui recorriendo las otras salas buscando a Jaerius. Después de tanto haber corrido, necesitaba un baño y me alegró dar con mi presa en el emsudatorium lleno de vapor; había algunos hombres más, sentados y charlando, pero formaban un grupo aparte de Jaerius. Casi era de esperar, porque en los últimos días había advertido que los habitantes de Constantia —aun los desaprensivos como él —en cuya compañía le había visto en varias ocasiones— rehuían su presencia. Lo más probable era que desde el día del juicio de Dios, nadie le hubiese dirigido una mirada amable ni un saludo, salvo sus padres y quizá el interesado prelado. Por eso, en el emsudatorium, Jaerius estaba sentado a solas en un rincón, taciturno y desnudo, salvo la venda que le cubría la mano derecha. Me miró francamente sorprendido al sentarme a su lado y presentarme como «Thorn, un admirador tuyo, emclarissimus Jaerius». Puede pensarse que le sorprendió

verse abordado por alguien tan parecido en edad y fisonomía a Juhiza, pero a ésta la había visto de cerca, sí, en la oscuridad del bosquecillo y en la penumbra del templo en que se había reunido el emjudicium. Además, yo era a todas luces varón dado que estaba en unos baños de hombres. Yo creo que simplemente le sorprendió que alguien hablara con él, que había concitado el desprecio de todos sus conciudadanos.

— emClarissimus —dije—, no me conoces, pues no soy más que aprendiz de un mercader ambulante y hace poco que hemos llegado a la ciudad. Pero te confieso que he contraído una gran deuda contigo.

—¿Qué deuda? —inquirió el hosco, apartándose un poco en el banco, creo que sospechando y temiendo que yo fuese amigo o pariente del difunto Gudinando y que la deuda en cuestión fuese algo que no le interesara cancelar.

—Gracias a ti —me apresuré a añadir— he ganado una apuesta de gran cuantía. Una importante cantidad para una persona de mi humilde condición. El otro día asistí en el anfiteatro al combate y aposté

por ti hasta el último emnummus de mis ahorros.

—¿Ah, sí? —replicó, ya menos adusto—. Poco sospechaba yo que alguien apostase por mí.

—Yo lo hice y he ganado una suma extraordinaria.

—Ya me lo imagino —comentó abatido.

—Por eso, quiero agradecerte la fortuna que has hecho ganar a este humilde aprendiz. Naturalmente, emclarissimus, ya sé que no aceptarías un empars honorarium, y te he traído un obsequio.

—¿Cómo dices?

— emHe gastado parte de las ganancias en comprarte una esclava.

—Gracias, aprendiz, pero tengo muchas esclavas.

—Como ésta no, emclarissimus. Es una joven virgen, a punto para desflorarla.

—Gracias, pero he desflorado a muchas.

—Pero no como ésta —insistí—. La jovencita no sólo es virgen y hermosa, sino que, además, es negra. Una niña etíope.

—¡Ah, vaya! —musitó, alegrándosele el rostro—. Nunca he fornicado con una negra.

—Puedes hacerlo con ésta ahora mismo si quieres. Me he tomado la libertad de traerla a las termas y te espera, desnuda, en el emexedrium número tres de la entrada.

—¿No me estarás tomando el pelo? —replicó, entornando los ojos.

—No, sólo quiero darte las gracias, emclarissimus. Ve y lo verás, y si no te gusta… Bien, aquí estaré; vuelve a decirme que no aceptas el regalo.

Jaerius no acababa de confiar del todo, pero al mismo tiempo se le notaba la lujuria. Se levantó, se enrolló una toalla a la cintura y dijo:

—Espera, pues, aprendiz. Si no regreso en seguida y te estrangulo por bromista, volveré más tarde y te daré las gracias por el regalo.

Dicho lo cual, se dirigió a la entrada de los baños.

Yo no aguardé, sino que le seguí, pues había calculado el tiempo y no podía perder un minuto; una vez que cruzó la puerta del emexedrium y vi que transcurría un rato sin que volviera a salir, me llegué a toda prisa al emapodyterium y —contentándome con haber diluido casi todo el sudor con el vapor del emsudatorium— volví a vestirme. A continuación, corriendo como un loco, fui al emdeversorium y en la habitación me vestí apresuradamente de Juhiza, y, sin ponerme afeites y adornos, regresé

apresuradamente a las termas.

Mono, tal como le había dicho, me esperaba en la calle, mirando apaciblemente a la gente que pasaba; algunos se detenían o aminoraban el paso para mirarla, porque en las cordadas de esclavos que pasaban por Constantia a veces había negros, pero no era corriente, y menos que llevasen chicas como aquélla. Al cogerla del brazo, la negrita tuvo un sobresalto al ver a una mujer desconocida, pero en seguida me reconoció y sonrió, aunque francamente sorprendida por mi extraño comportamiento. Yo hice un gesto interrogativo en dirección a los baños y ella sonrió aún más y asintió enérgicamente con la cabeza.

A continuación, la llevé a toda prisa a las termas para mujeres y allí, naturalmente, era normal que una mujer acudiese con su esclava, aunque fuese negra. Nos desvestimos las dos en el emapodyterium y juntas fuimos a buscar a Robeya por las distintas salas. Ya había transcurrido un tiempo, y la fiera se encontraba en la última sala, el embalineum, flotando en la piscina de agua caliente para después del baño, tan perezosa y lánguidamente como la primera vez que nos vimos. No obstante, era evidente que también la rehuían las demás, pues las matronas y jóvenes que había en el agua se habían retirado al otro extremo de la piscina, dejándola en el rincón oscuro en el que ella me había insinuado que nos retirásemos a retozar.

Cuidando de que no me viera, se la señalé a Mono y volví a darle instrucciones por gestos. Tenía que nadar hacia donde estaba la fiera, del modo más seductor posible, y acceder a lo que ella le propusiera; luego, después de realizar su cometido, tenía que regresar a toda prisa al emapodyterium, vestirse, salir de los baños y yo la estaría esperando en la calle. La negrita asintió con la cabeza y se metió

airosamente en el agua, mientras yo regresaba al emapodyterium para vestirme de Juhiza por última vez. Aguardé nerviosa en la calle lo que me pareció una eternidad, aunque en realidad no superó al tiempo dedicado a Jaerius. En realidad, oí el alboroto que se formó dentro del establecimiento —gritos de mujer, carreras, niñas llorando, criadas chillando— un minuto o dos antes de salir Mono precipitadamente, ajustándose el vestido. Antes de que le preguntase, la negrita me sonrió y asintió con la cabeza.

Así, mucho más tranquilo, nos dirigimos al último sitio: el barrio más pobre de los arrabales de Constantia. Gudinando me había mostrado en cierta ocasión su casa, aunque nunca me había ivitado a entrar, avergonzado de tan pobre y destartalada morada. Indiqué a la negrita dónde tenía que entrar y le di la bolsa que llevaba. Luego, con cierta cautela, le di un beso de agradecimiento en su frente de ébano, le dije adiós y aguardé hasta que entró.

En la bolsa que le había dado iban los últimos emsiliquae de plata que me quedaban y el certificado de emservitium, firmado por mí, con una nota escrita en el antiguo lenguaje gótico: em«Máizen thizai friathwai emmanna ni habáith, ei huas sáiwala seina lagjith fáur frijonds seinans.»

Yo no conocía a la madre inválida de Gudinando e ignoraba si sabía leer, pero el dinero la vendría bien y seguramente que tendría algún vecino que le leyese los dos documentos; el certificado especificando que era dueña de una esclava que haría las veces de su hijo cuidándola, y una nota que la recordaría, si era buena cristiana, lo que ya sabría: «No hay amor más grande que el del hombre que da la vida por un amigo.»

Volví al emdeversoñum, me vestí de Thorn y me tomé un merecido descanso en mi habitación hasta que llegó Wyrd, más que borracho, con el pelo y la barba revueltos. Me miró con sus ojos enrojecidos y dijo:

—Te habrás enterado que esa fiera de Robeya y su monstruo de hijo han muerto.

—Ne, emfráuja, no me había enterado, pero lo esperaba.

—Han muerto estando en los baños, pero no ahogados. Y, a lo que parece, han muerto al mismo tiempo en distintas termas.

—No me extraña.

—Y han muerto en extrañas circunstancias. Unas extrañas circunstancias muy similares.

—Me alegra oírlo.

—Dicen que el rostro de Jaerius tenía una mueca horrenda y que su cuerpo estaba horriblemente retorcido en medio de un charco de sus propios excrementos, y dicen que Robeya tenía en la cara la misma mueca horrible y que su cuerpo era un ovillo que flotaba en la piscina del embalineum con el agua manchada de sus propios excrementos.

—Me alegro aún más.

—Lo curioso es que, visto lo que hoy ha sucedido, el sacerdote Tiburnius siga vivo.

—Lo lamento, pero he considerado que habría sido una imprudencia por mi parte librar a Constancia de todos sus seres malignos al mismo tiempo. Dejo al sacerdote a merced del juicio del Dios a quien dice servir.

—No creo yo que le sirva mucho a partir de ahora. Por lo menos en público; me atrevería a asegurar que se pasará el resto de sus días encerrado en su mansión con una buena guardia. Como no hice comentarios, Wyrd sonrió, se rascó meditativo la barba y dijo:

—O sea, que así es como has gastado el dinero. Pero, por la vengativa estatua de piedra de Mitys, cachorro, ¿qué compraste con ese dinero?

—Un esclavo.

—¿Quéee? ¿Qué clase de esclavo? ¿Un gladiador? ¿Un sicario asesino? Pero si dicen que no había ningún signo de violencia en ninguno de los cadáveres.

—Compré una emvenéfica.

—¿Quéee? —exclamó, recuperando casi la sobriedad—. ¿Qué sabes tú de una emvenéfica? ¿Cómo podías saber lo que es?

—Tengo un natural curioso, emfráuja. Pregunté y me enteré de que a algunas esclavas, desde niñas, les administran ciertos venenos; primero en diminutas cantidades, y las van aumentando durante su desarrollo, y cuando alcanzan la pubertad, sus cuerpos están habituados a esas sustancias y no les son nocivas. Pero el veneno acumulado es tan virulento, que el hombre que yace con la emvenéfica —o cualquiera que absorba alguno de sus humores— muere de forma fulminante.

—Y compraste una y se la presentaste… —dijo Wyrd con un hilo de voz.

—Una muy particular. A ésta la habían criado con acónito, como a otras muchas, porque ese veneno no tiene mal sabor; pero además, durante toda su vida, le habían administrado emelaterium, que, por si no lo sabes, emfráuja, es el veneno que se extrae del cohombro silvestre.

— emIésus —exclamó Wyrd, mirándome horrorizado—. No me extraña que muriesen de esa manera tan repugnante, reventados como el cohombro. Dime una cosa, cachorro, ¿vas a quedarte con esa emvenéfica? —añadió, ya despejado del todo y algo inquieto.

—Pierde cuidado, emfráuja. Ya ha hecho su trabajo y yo el mío. Sugiero que ahora reanudemos el nuestro en otra parte. En cuanto hagamos el equipaje y lo tengamos todo, estoy dispuesto para salir de Constantia. Y no volver.

IV. El Lugar de los Ecos
CAPITULO 1

En los días que quedaban de otoño y durante todo el invierno y gran parte de la primavera, trabajé

más que nunca —como le había prometido a Wyrd— para obtener pieles y cueros, cuernos de íbices y sáculos de emcastoreum para reponer nuestra fortuna; desde luego, a cualquier otro le habría costado mucho cazar tan hábilmente y cobrar tantas presas como a Wyrd y a mí. Él era muchísimo más hábil que yo en la vida en el bosque y en el acecho, pero, como comencé a advertir y él mismo había admitido de mal humor y taciturno, por su avanzada edad, comenzaba a sufrir de la vista en cuanto las condiciones de luz no eran buenas.

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