Read Halcón Online

Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (44 page)

hacer, escuchando horrorizado a la espera de que le acometieran los últimos estertores, pero al ver que no cesaban las contorsiones y seguía dando puñetazos a la tierra retorciéndose de dolor, se me ocurrió una idea y comencé a rebuscar en mi zurrón el frasquito que llevaba conmigo desde tanto tiempo atrás. Ya había gastado inútilmente un poco de la preciada gota de leche con el emjuika-bloth, y ahora, inclinado sobre Wyrd, en un momento en que respiraba entre un aullido y otro, le eché lo que quedaba en la boca. No sé si fue la leche o por verme allí a su lado, pero el ataque cedió y volvió a caer de espaldas en tierra. Pero al mismo tiempo me dio un brutal manotazo que me derribó.

—¡Mal… dición…! —exclamó con voz entrecortada—. ¡Te he… dicho que… no te acerques!

Me quedé donde estaba y él, cuando hubo recuperado el aliento, dijo con voz ronca pero tranquila:

—Perdona la violencia, cachorro. Te he rechazado por tu propio bien. ¿Qué es lo que me has dado?

—Lo he hecho con toda buena intención. Es una gota de leche del seno de la Virgen María. Volvió hacia mí su rostro demacrado, con gesto de incredulidad, y dijo:

—Creí que el loco era yo. ¿Es que el emauths-hana te ha picado el cerebro?

—De verdad, emfráuja, que es leche de la Virgen. Se la robé a una abadesa que no merecía tenerla —

dije, tendiéndole el pomo para que lo viese—. Pero no había más que una gota. No puedo darte más. Wyrd quiso reír, pero no tenía aliento suficiente para hacerlo; lo que hizo fue proferir la mayor blasfemia que he oído en mi vida:

—¡Por la piel cortada y jamás recuperada del pitorro circunciso del niño emIésus\ ¿Quieres probar magias conmigo?

—¿Magia? emNi allis. La leche era una reliquia auténtica. Y un tesoro sagrado como ése tiene poder para…

—Una reliquia —repitió él agriamente— tiene el mismo poder que un hechizo hecho por un emhaliuruns o un encantamiento salmodiado por un mago. Cualquier fruslería mágica puede lograr prodigios entre los tontos que creen en ellos, pero no conseguirá nada contra el mal del emhundswoths, cachorro. Me temo que has desperdiciado tu tesoro.

—¿El emhundswoíhs? Me lo temía. Pero habías dicho…

—Que me había librado de la infección. Pensé que sí, al ver que cicatrizaba la herida del mordisco, pero me equivoqué. Debía haber recordado… Una vez conocí un caso en el que la locura perruna tardó un año en manifestarse en una víctima humana.

—Pero… pero… ¿qué vamos a hacer? Si ni siquiera la leche de la Virgen sirve…

—No hay nada que hacer más que dejar lastimosamente que suceda lo inevitable. Lo que tienes que hacer tú es mantenerte alejado de mí. Apártate y duerme a una distancia prudencial. Y si ves que empiezo a rabiar y a babear, ten en cuenta que la salpicadura de mi saliva puede ser peligrosa. Y me entrará la rabia y diré tonterías, y a ratos me vendrán convulsiones terribles que me dejarán doblado y otras veces entraré en estado comatoso. Si una de esas convulsiones no me desnuca o me parte la columna vertebral, esperemos que se hagan menos frecuentes y lleguen a cesar. Hasta ese momento… —añadió, encogiéndose de hombros.

—Ahora no tienes la rabia —dije yo—. Hablas con plena lucidez.

—Sí, habrá intervalos en que sí.

—Bien… —balbucí yo—. Ya sé que para ti la religión tiene tan poco sentido como la magia, pero… pero puedes… ¿No podrías… al menos en esta ocasión… pensar en rezar?

— em¡Skeit! —farfulló despreciativo—. ¿Qué es eso sino un encantamiento? La plegaria es tan absurda como el emsonivium trioudium del augur. emNe, cachorro, sería un recurso innoble buscar la compasión de algún dios porque ahora la necesite, cuando no la he pedido cuando estaba sano y fuerte. No voy a acobardarme al ver que llega mi final. Vete y descansa.

Hice como me decía y me llevé la piel lejos de donde él estaba, aunque a distancia adecuada para oírle si me llamaba. Pero no descansé bien y dormí a ratos, pues sabía que me había mentido

piadosamente al hablar de conservar la esperanza; la locura perruna es un mal que no perdona y sus violentos ataques no disminuyen, sino que aumentan en frecuencia y en intensidad hasta la muerte. Y es lo que sucedió. Me despertó del ligero sueño poco después del amanecer el ya familiar pero no menos horripilante aullido. De nuevo estaba Wyrd con el cuerpo arqueado, y me pareció que más rígido que nunca, si cabe; todas las venas y tendones del cuello y de la cara los tenía tensos, rojos e hinchados, los ojos congestionados parecían salírsele de las órbitas y por la boca le brotaba tal cantidad de saliva que le tapaba la barba. Aquel ataque duró más que los otros dos que yo había presenciado, y no me explicaba cómo pudo resistirlo sin que se le quebrase la columna vertebral o le estallara una vena o una viscera; pero durante el ataque y los que le acometieron aquel día terrible, volvió a quedar abatido en tierra, pasando del color morado a un gris cadavérico.

Tras las crisis, cuando no recaía en un sueño lleno de ronquidos, se esforzaba cuanto podía por recuperar el resuello y hablar… consigo mismo. Durante aquellos ratos de calma era como si se hubiese olvidado de mí y, en cambio, recordaba tiempos pasados. Hablaba de un modo inarticulado y a veces con voz tan ronca que no podía entenderle, pero las pocas frases coherentes que captaba me parecían melancólicas y las pronunciaba con palabras mucho más amables que las que él solía usar para expresarse.

—Si nunca más volvería a pisar Cornovia… —decía— … sí, Cornovia es el único lugar en que he estado…

—Había una vez… —añadió— un valle en el que concurrían cuatro caminos… y ella y yo nos encontramos… Caminaba con nobleza y hablaba con dulce voz… Entonces éramos jóvenes… y retozamos al amanecer en el lugar de la fiesta…

Hubo un momento, en medio de otro ataque, en que pensé que podría paliar su sufrimiento ayudándole a apoyar el cuerpo arqueado, y metí unos objetos en mi piel de dormir para hacer una especie de almohadón; me acerqué cautelosamente para metérselo debajo, cuando, sin previo aviso, me lanzó un zarpazo igual que un lobo. Las convulsiones y los puñetazos no disminuían nada; simplemente dejó de aullar para volver la cabeza y lanzarme un mordisco al brazo que no me acertó de milagro. Sus dientes se cerraron con tan fuerte ruido que pensé iban a desprendérsele, y estaba seguro que de haberme alcanzado me habrían atravesado la túnica, arrancándome un trozo de carne, pero lo único que sucedió es que me manchó de saliva la manga. Mientras proseguían sus horribles espasmos, sin que intentase morderme de nuevo, me limpié la mortal saliva con unas hojas y agua y a partir de entonces me mantuve bien apartado. Cuando, por fin, cesó el ataque y quedó abatido en tierra, la presión extraña del almohadón le hizo volver en sí y a la realidad, pues, después de recuperar el aliento, no habló del pasado; escrutó el cielo, dirigió la mirada hacia donde yo estaba, carraspeó, escupió una flema con pus y preguntó con voz enronquecida:

—¿Qué hora es de la noche?

—Es de día, emfraúja —dije entristecido—. Es por la tarde.

— emAj, entonces me ha durado mucho. ¿Te he asustado mucho, cachorro?

—Sólo cuando me mordiste.

—¿Quéee? —exclamó, volviendo con rapidez la cabeza cual si fuera a hacerlo otra vez—. ¿Te he hecho daño?

— emNe, ne —contesté, quitándole importancia—. Por una vez en tu vida fallaste el blanco.

—Por Bonus Eventus, dios de los desenlaces felices, cuánto me alegro —miró en derredor y, con arduo esfuerzo, se arrastró hasta un árbol próximo y se irguió apoyado al tronco— Cachorro —añadió

después de recuperar aliento—, quiero que me hagas dos favores. Primero, coge las cuerdas del bagaje y me atas bien a este árbol.

—¿Qué dices? Estás enfermo y no pienso hacer…

—Haz lo que te dice tu maestro, aprendiz, y hazlo ahora que aún es capaz de darte órdenes sensatas.

¡Aprisa! —yo pensé si realmente estaría en su sano juicio, pero hice lo que me decía—. Déjame los

brazos libres —añadió mientras le ataba—, el único peligro es mi boca, y así no podré morder a nadie que se acerque cuando esté delirando.

—No va a venir nadie —dije—. Livia me ha dicho que en esta zona no vive nadie.

—Tampoco debo ser un peligro para los seres del bosque; los animales, más que casi todas las personas que he conocido en mi vida, merecen librarse de un sufrimiento como éste. emIésus, cachorro, átame más fuerte. Y asegura bien los nudos. Ahora, quiero también que alejes los caballos porque aquí no hay… no hay…

Queriendo ayudarle a concluir la frase, dije:

—Pasto decente ni agua…

—¡Grr, grr, grr! —gruñó, retorciéndose con tal frenesí que me alegré de tenerle ya atado. Con indecible esfuerzo logró dominarse y recobrar aliento.

—Por todos los dioses… no pronuncies esa palabra. No debo perder la cabeza… antes de… acabar… lo que tengo que decir…

Permanecí sumiso en silencio, esperando a que recuperase aliento.

—Coge los caballos, nuestras cosas y las armas, todo… Los llevas al establo y…

—Pero, emfraúja —repliqué con un sollozo—, no puedo en conciencia…

—¡Déjate de sutilezas! No tienes por qué estar aquí viéndome enfermar, dando el espectáculo y hecho una pena. No hay nada que tú ni tus emnostrums supersticiosos o mágicos podáis hacer por mí… más que aguardar a que cese el sufrimiento. Vete. Espérame en la taberna y yo iré allí en cuanto… en cuanto pueda.

—¿Cómo vas a ir si estás atado? —repliqué con un plañido, pues empezaban a saltarme las lágrimas.

— emVái, gallito presuntuoso —añadió él del modo más rudo, como cuando me reprendía al principio—. Cuando tenga la cabeza clara y haya recuperado las fuerzas, puedo deshacer cualquier atadura que haya hecho un cachorro canijo como tú. Te ordeno que te vayas. Con lágrimas en las mejillas, recogí casi todo lo que habíamos traído de Haustaths y lo cargué en los caballos; dejé aparte el arco y las flechas, que me colgué a la espalda, y los restos de la cena, que, con la cantimplora de Wyrd, dejé a su alcance por si mejoraba como había sido el caso en una ocasión y podía beber, e incluso comer.

— emThags izvis —gruñó—. No creo que lo necesite. Mañana por la mañana espero poder desayunar contigo y con Andraías. Pero hasta entonces no quiero verte. Bien… emhuarbodáu mith gawaírthja, Thorn. Y no volvió a verme. Descendí montado en emVelox, llevando el caballo de él por las riendas hasta donde no pudiera oírlos si relinchaban; allí desmonté, volví a atarlos y volví a ascender, despacio, sin hacer ruido y ocultándome como él me había enseñado, y logré llegarme a rastras hasta un sitio desde el cual podía verle a través de unas matas. Y allí me tumbé y estuve observándole, enjugándome de vez en cuando las lágrimas que nublaban mi vista.

Durante un buen rato, permaneció apoyado contra el tronco, mirando al vacío, con su cuerpo escuálido y debilitado, su hirsuta pelambrera gris y su ajada barba; pero era evidente que únicamente hacía tiempo para que yo me hubiese alejado lo suficiente montaña abajo, porque, de pronto, estiró el brazo y, con mano temblona, cogió la cantimplora, la destapó y se echó el agua por la cabeza. Inmediatamente profirió aquel prolongado aullido y la cantimplora le cayó de las manos flaccidas, y, como en las otras ocasiones, su cuerpo se arqueó, aunque con dificultad, pues ahora sólo podía debatirse cuanto le permitían las ataduras, cosa que debía hacerle más daño que las convulsiones en tierra, y de su boca comenzó a brotar un emsputum pegajoso, mientras aporreaba desesperadamente la tierra con los puños. Comprendí que había recurrido expresamente al agua para provocar el ataque, con la esperanza de que fuese extenuante y acabara con él.

Y yo quise asegurarme de que lo era. Cogí el arco, cargué una flecha, tensé la cuerda, parpadeé para aclarar mi visión, apunté con el mayor cuidado y lancé la flecha… Fue un solo instante, pero lo hice movido por un impulso.

En el intervalo infinitesimal en que dieron comienzo las convulsiones y yo disparé la flecha —en ese brevísimo espacio de tiempo— recordé muchas cosas. Cómo Wyrd me había dado la fuerza de ánimo para dar una muerte compasiva a mi emjuika-bloth; cómo él mismo había matado a la loba Por piedad para que dejara de sufrir, a pesar de que se imaginaba que le había contagiado el mal; cómo aquella misma tarde me había comentado que no debe dejarse sufrir a un animal, y cómo no hacía mucho había estado rememorando su país natal y otros lugares que le eran caros, su juventud y una mujer que caminaba con nobleza y hablaba con dulce voz. No, no le maté por puro impulso. Lo hice para que tuviera paz, descansase y siguiera evocando sus sueños.

Quedó inmóvil y callado instantáneamente como el emauths-hana. Y cuando pude contener mis lágrimas, me acerqué al árbol y le miré entristecido. La flecha le había atravesado certeramente el corazón, con tanta fuerza que se había clavado en el tronco; y lo desclavé. Podría haberle enterrado —

pues la tierra en verano está blanda, aún a esa altura—, pero recordé otro comentario de él: sólo se entierra a los animales amaestrados. Y allí lo dejé, con la esperanza de que los rapaces, carroñeros y limpiadores de la naturaleza consumieran pronto su cadáver, y así, alimentándolos, Wyrd pudiese vivir la otra vida de que él hablaba. Sólo hice un último gesto: con el puñal corté un trozo de corteza por encima de la cabeza de Wyrd y en la jugosa madera grabé en caracteres góticos: «Caminaba con nobleza y hablaba con sinceridad.»

Cuando terminé ya el crepúsculo se cernía sobre mi cabeza; recogí la cantimplora de Wyrd y descendí la montaña a toda prisa hacia donde estaban los caballos, sin mirar una sola vez hacia atrás. Los animales piafaron impacientes reclamando comida y agua, pero, a oscuras, no podía llevarlos a pastar. Así que me envolví en la piel y me sumí en un profundo sueño, despertándome a las primeras luces para llevarlos al establo en el pueblo.

En la taberna, antes de que Andraías tuviese tiempo de preguntarme, le dije:

—Ha muerto nuestro amigo Wyrd.

—¿Qué? ¿Cómo? Si salió tambaleándose hace tres días y…

—Ya entonces sabía que se estaba muriendo —repliqué—. Se lo habían profetizado. Y a mí. Buen Andraías, si respetas mi pena, te ruego que no hablemos de su muerte. Lo único que deseo es arreglar cuentas, coger las cosas de mi emfráuja y marcharme.

—Lo comprendo. ¿No querrás que te compre algunas de sus cosas? Lo que no me sirva puedo venderlo a otros.

Y así, aquel mismo día me deshice de casi todo lo que no quería llevarme. De las cosas de Wyrd, me quedé con el arco y la aljaba con las flechas, los sedales y los anzuelos, su pedernal, la escudilla de latón y el puñal godo, que me guardé en el cinturón y tiré el mío que era de calidad muy inferior. Andraías compró el hacha de combate, la piel de dormir, la cantimplora y la ropa; el dueño del establo compró encantado a un buen precio el caballo con silla y arreos, pues él no tenía un animal tan bueno como aquel corcel de Kehaila con auténticos arreos militares romanos.

Other books

Storm Kissed by Jessica Andersen
The Rights of the People by David K. Shipler
Three by Jay Posey
The Enchanter by Vladimir Nabokov
SPQR III: the sacrilege by John Maddox Roberts


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024