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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (98 page)

Arrojé la corona, para no verme entorpecido, saqué la espada y regresé a zancadas al emhospitium; entré en el comedor y lo recorrí con la vista. Thor ya no estaba en él; subí la escalera hasta nuestra habitación y me encontré la puerta abierta; había estado allí y se notaba que había salido con gran premura, pues nuestras cosas estaban desordenadas y esparcidas. Rebusqué a toda prisa en lo que había dejado y comprobé que se había vestido de Genovefa y no se había llevado más que las pertenencias de mujer y nada de Thor salvo la espada. Vi también que se había apropiado de una cosa mía: las cazoletas de filigrana de bronce que tanto le habían gustado al verlas la primera vez. Oí un fuerte grito abajo; me llegué a la ventana y vi en el patio arremolinados al posadero, a unos criados y a los mozos de cuadra; el dueño pedía a gritos que fuesen a buscar a un emlékar, un emmedicus. Volví

corriendo al establo y hallé a Maghib tendido en la paja entre dos caballos ensillados. De su pecho sobresalía la empuñadura de un puñal que reconocí. Pero esta vez la puñalada de Genovefa había sido precipitada y el armenio aún vivía, estaba consciente y, aunque los que le atendían trataban solícitos de que no hablara, aún pudo barbotar algunas palabras con su boca ensangrentada.

—Quise detenerla… emfráujin me apuñaló… cogió el caballo… camino del Este… Este… Yo asentí con la cabeza, dándole a entender que sabía por qué repetía esa palabra.

— emJa —dije—. Ha oído las historias de esas viragines viciosas; sabe que es muy parecida a ellas y allá se dirige.

No podía creer que un ser tan delicado como Genovefa se consagrara para siempre a la vida tan rigurosa de una tribu nómada de los bosques; pero pensé que habría pensado en unirse a aquellas mujeres para ocultarse allí un tiempo, sin correr riesgos.

—Maghib, no parece que tu herida sea mortal —añadí— y aquí llega el físico. Él te la curará. Cuando estés repuesto, continúa hacia la costa del ámbar; no tienes más que alcanzar el río Buk y seguirlo aguas abajo. Yo iré detrás una vez que haya ajustado cuentas con ese traidor. Dejé a Maghib en manos del emlékar y fui a darle al posadero dinero suficiente para que le cuidase. Luego, hice el bagaje, monté en emVelox y me puse en camino hacia el Este, hacia Sarmatia y las mujeres de cuidado.

CAPITULO 9

La vasta y mal definida región llamada Sarmatia constituye el extremo oeste de Asia, y al este de la misma se extiende Asia, un continente tan inconmensurable, que los corógrafos desconocen sus confines. Pero no pensaba que tendría que explorarla toda para dar con Genovefa; si realmente había huido para esconderse entre las amazonas —las embagaqinons, las emviranme, las empozorzheni o como se llamasen— me encontraría con esas mujeres no lejos de Lviv, ya que anualmente enviaban una delegación a comerciar; y pensaba que incluso las localizaría antes que Genovefa, porque yo sabía algo que ella ignoraba: me habían dicho que las amazonas comerciaban con pieles de nutria y perlas de moluscos, lo que significaba que debían habitar junto a una corriente de aguas límpidas.

A las dos jornadas de dejar atrás los últimos núcleos habitados y granjas de las afueras de Lviv, una vez ya en la espesura de los bosques de pinos y abetos, dejé de ser Thorn. Guardé mis atavíos masculinos y la armadura y me puse ropas de Veleda para aparecer ante las amazonas como mujer y que no me rechazasen; incluso adopté un notorio aspecto de mujer, porque sabía otra cosa de las amazonas que Genovefa tampoco debía saber: no me cubrí el torso con blusa ni túnica, sino una simple banda o emstophion bajo los senos para alzarlos y hacerlos más llenos. Así, cabalgaba desnudo de cintura para arriba y di gracias de que el tiempo otoñal fuese aún caluroso y no hiciese frío. Cruzaba un bosque de árboles perennes casi salvaje, cuando comencé a ver corrientes de agua aquí

y alla. Me detenía en algún arroyo a beber o llenar mi cantimplora, pero no me entretuve en localizar a las amazonas por el entorno, ya que un arroyo no es suficiente para que haya nutrias ni se críen moluscos; tampoco las busqué en las inmediaciones de algunas marismas o lagunas de aguas estancadas que encontré. Finalmente, a los cinco o seis días de mi partida de Lviv, llegué a un riachuelo bastante amplio de aguas lo bastante límpidas para que hubiese nutrias, y decidí seguirlo aguas abajo durante un par de días; pero no hallé rastro de habitantes; sus orillas estaban llenas de musgo y blando césped, por lo que emVelox caminaba casi tan despacio como un lobo y yo observaba cautamente entre los pinos que bordeaban la corriente. Pero resultó que no lo hacía con la debida cautela.

Noté que algo silencioso volaba por delante de mí y una fuerza me atenazó por debajo de los senos, pegándome los brazos al cuerpo. Antes de que hubiera podido comprender lo que sucedía, me encontré

desmontado y colgando, mientras emVelox continuaba tranquilo hasta que, al sentir que le faltaba mi peso, se volvió y miró extrañado a su jinete colgado de un lazo. Sólo en aquel momento recordé que me habían hablado del emsliuthr, el arma silenciosa de los antiguos godos.

Mis brazos inmovilizados no podían desenvainar espada ni puñal y me veía impotente colgando de la cuerda; oí ruido de ramas de alguien que descendía del árbol y que debía haber atado el extremo de la cuerda allá arriba. No me sorprendió mucho ver que era una mujer la que saltaba de una rama a tierra y se me quedaba mirando de arriba a abajo, con el ceño fruncido.

Yo sabía que todas las leyendas sobre las amazonas, desde Homero y Herodoto hasta las de época reciente, las describían como mujeres hermosas, y yo mismo sentía gran curiosidad por saber si así era. Bien, lamento tener que desilusionar a los que creen en esa leyenda, pero las amazonas no son hermosas. El mismo Homero habría debido darse cuenta del error si hubiese pensado como es debido, pues es evidente que unas mujeres que viven al aire libre invierno y verano y se valen por sí solas sin hombres que hagan las tareas rudas, lógicamente se parecen más a fieras que a esbeltas dianas cazadoras. Aquella primera que me encontré era de aspecto bastante bestial, al igual que sus compañeras que pronto conocería.

No había bajado de la rama con la gracia de una sutil ninfa, sino saltando pesadamente en cuclillas como un sapo. No me extrañaba que una persona que está constantemente a la intemperie tuviera que estar protegida por una buena capa de grasa, pero en su caso ésta era excesiva; aunque sus brazos eran tan musculosos como los de un leñador y sus piernas tan fuertes como las de un carretero, su tronco, caderas y nalgas eran como bolas ondulantes; su falda, única prenda que la cubría, era de no sé qué piel, apenas

diferenciable de la suya, que era áspera, granosa y curtida como la de un emurus. Iba, como yo, desnuda de cintura para arriba, mostrando que, contrariamente a las historias y las estatuas, las amazonas no se arrancaban un pecho para tirar mejor con el arco; ésta tenía los dos y no eran muy apropiados para inspirar a un escultor, sino dos ubres correosas con areolas y pezones como corteza de árbol. Lo que las amazonas se arrancan es el pelo y nada más, pues ni se lo peinan; el casco de pelo oscuro que ésta exhibía era una alfombra lanuda, como fieltro, y en las axilas tenía otras dos. Los ojos, de haber estado toda la vida oteando al sol y bajo el viento, los tenía enrojecidos y estrábicos; los pies eran de dedos largos, abiertos y prensiles de trepar a los árboles, y tenía manos grandes y callosas como las de un herrero. En seguida alargó una de ellas y me arrancó el cinturón con la espada y el puñal. Al hacerlo, abrió sus mandíbulas de salvaje para hablar y me enseñó una boca llena de raigones amarillentos; yo me daba cuenta de que me preguntaba algo en el antiguo lenguaje mezclado con extrañas palabras que no entendía. Como no podía ni encogerme de hombros, puse cara de perplejidad, y ella volvió a repetir la pregunta espaciando las palabras, todas en lenguaje godo, pero dichas del modo más bárbaro que en ninguno de los dialectos del antiguo lenguaje que yo conocía. En cualquier caso, comprendí que me preguntaba, y no muy amablemente, quién era y qué hacía allí; me esforcé como pude en indicarle con gestos de la cara y de las manos que la cuerda casi no me dejaba respirar. Aparte de tener mis armas, ella llevaba un puñal a la cintura, un arco y un carcaj a la espalda, pero aún me miró con recelo hasta que debió considerar que era más fuerte que yo. Y ya lo creo que lo era; se acercó a mí, me asió de las piernas y me levantó para que yo pudiese quitarme el lazo por la cabeza y me bajó hasta el suelo. Hecho lo cual, sacudió la cuerda de manera que alguien la soltara desde arriba y la dejase caer; la enrolló sin mirarla y sin quitar sus ojillos enrojecidos de mi persona, mientras yo contestaba con la historia que me había inventado.

Dije muy seria que era la desgraciada esposa de un hombre infernal y violento y que, tras varios años de sufrir sus maldiciones y abusos —en especial su vil lujuria— había decidido dejarle y me había escapado, cabalgando a buscar abrigo y auxilio de mis hermanas del bosque. Luego, aguardé esperándome oír que era la segunda fugitiva que llegaba allí en los últimos días, pero ella se limitó a echar una ojeada a emVelox, diciendo suspicaz:

—Tu cruel marido, emsvistar, te da un buen caballo.

em—¡Aj, ne! ¿Él? Ni emallis. Lo he robado. Mi marido no es un campesino pobre, sino un mercader de Lviv que tiene buenas cuadras. Le cogí ese corcel que ahora es mío.

—Tuyo no —gruñó ella—. Nuestro.

—Pues podrías hacerte con otro —dije, sonriendo maliciosamente, señalando su cuerda emsliuthr— si él viene siguiéndome.

Ella lo pensó un instante y acabó diciendo:

em—Ja. Y divertirme un poco —añadió, iluminándosele algo el rostro. Yo me imaginaba lo que quería decir y sonreí aún más malévola.

—Me gustaría verlo y participar —dije.

Parecía haber aceptado mi presunta repulsa de la «lujuria» conyugal y ahora parecía aprobar mi fingido deseo de unirme a ella en otro tipo de «diversión», pero siguió mirándome detenidamente de arriba a abajo y dijo:

—No eres lo bastante fuerte para hacerte una emwalis-kari.

Luego así se llamaban ellas: las emwalis-karja, los ángeles paganos del campo de batalla que recogen a los muertos elegidos. ¿No serían descendientes de ellos? Si así era, me llevaba otra decepción, pues se decía que las emwalis-karja eran también hermosas.

em—Vái, svistar —añadí, mintiendo otra vez—, yo era tan hermosa y fuerte como tú, pero ese cruel marido me ha matado de hambre. Pero aún soy más fuerte de lo que aparento, y sé cazar, pescar y hacer trampas. Déjame que yo coma a mi gusto y ya verás cómo me cebo y me pongo gruesa. Te lo juro. Deja que me quede. —Yo no puedo decidirlo.

—Pues se lo pediré a vuestra reina, vuestra jefa, la emwalis-kari que os acaudille, o como la llaméis.

—Nuestra emmodar. Nuestra madre. Muy bien; ven —añadió, tras pensárselo de nuevo. Con mis armas y su lazo enrollado, cogió a emVelox de las riendas y echó a andar aguas abajo del riachuelo; yo me puse a su lado, muy contenta de saber que había llegado antes que Genovefa.

—Supongo que vuestra jefa no es realmente la madre de todas vosotras —dije—. ¿Hace de madre de la tribu por derecho de sucesión, por elección, por aclamación…? ¿Y cómo he de dirigirme a ella?

Ella volvió a pensárselo y dijo:

—Manda porque es la más vieja. Y es la más vieja porque ha vivido más que las otras, por ser la más fiera y la más cruel, capaz de matarnos a las demás. Te dirigirás a ella respetuosamente como nosotras, diciéndola emModar Lubo, Madre Amor.

Casi se me escapa la carcajada, por lo contrario a la realidad que era el nombre, pero me limité a decir: —¿Y tú cómo te llamas, emsvistar?

Debió tener que pensárselo, pero finalmente contestó que la llamaban Ghashang. Yo no había oído en mi vida un nombre parecido, y ella me explicó que quería decir bonita, por lo que tuve que reprimir de nuevo la risa.

Comenzaron a unirse a nosotros otras mujeres que salían de la arboleda de la orilla, bajaban de los árboles o salían cabalgando de la espesura montando a pelo caballos pequeños de aspecto deplorable, proferían roncos gritos al verme a mí y a emVelox y le preguntaban cosas a Ghashang, pero ella, ufana con sus cautivos, no contestaba y sólo les hacía gestos para que abrieran paso. Todas ellas, hasta las más jóvenes, eran muy parecidas a Bonita, con lo que quiero decir que eran tan gruesas como uros salvajes. Nos seguía una procesión de ocho o diez mujeres cuando llegamos al lugar que habitaban. No puede considerarse aldea ni campamento siquiera, pues no era más que un claro del bosque, plagado de fuegos y piedras ennegrecidas toscamente juntadas, pieles de dormir esparcidas sobre yacijas de pinaza y diversos utensilios de cocina y pieles estiradas a secar en aros, algunos arreos, puñales y huesos y restos dispersos de comida; colgaban de dos o tres ramas bajas los cadáveres rojo-azulados de caza dispuesta para otras comidas y llenos de moscas. Aquellas mujeres no debían tener necesidad de techo o no eran capaces de hacer chozas, pues no se veía ni un simple cobertizo. Jamás había visto una comunidad tan miserable como aquélla. En comparación con aquello, los hunos eran gentes de refinada civilización. Había diez o doce mujeres y varias niñas aún sin senos desarrollados y media docena de niños de pecho retozando y arrastrándose. Como a los pequeños no les cubría más que la porquería, pude observar que eran también niñas; ellas no tenían la piel áspera ni un cuerpo musculoso, pero ya acusaban una anatomía bulbosa. emVái, las mujeres de los hunos eran guapas comparadas con aquéllas. Y yo, Veleda, debía relumbrar entre ellas como una moneda de oro entre cagarrutas.

Habría podido con toda lógica esperar que aquel montón de gorgonas se quedasen boquiabiertas y con cara de envidia al ver mi rostro y figura, pero de haber sido una mujer vana e inmodesta, el recibimiento que me hicieron las emwalis-karja me habría decepcionado. Sí que miraban, ya lo creo, pero admirando mi corcel; a mí, únicamente me dirigían alguna que otra mirada de reprobación, casi de repulsa, pero la mayoría evitaba hacerlo, cual si fuese un ser horrible y deforme que diera asco. Bueno, conforme a sus criterios, debía serlo, pues no en vano habían puesto el absurdo nombre de Bonita a su compañera.

Quien haya oído hablar del tradicional aborrecimiento de las amazonas por los hombres creerá que constituyen una comunidad de emsórores estuprae que se complacen sexualmente unas a otras, pero en seguida vi que no era cierto. Aunque tenían todos los órganos femeninos, eran muy amorfas ante el sexo y no sólo la copulación les traía sin cuidado, sino que les asqueaba. No era de extrañar que su concepto de la emwalis-kari ideal fuese una mujer tan poco atractiva, sin forma y sin gracia, que resultaba repugnante a los hombres y sólo era aceptada por mujeres tan feas como ellas. En aquel momento, al llegar a su comunidad, yo no sabía por qué eran así, pero inmediatamente comprendí que la única rareza allí era Veleda. ¿Cuál sería su reacción si sabían lo que realmente era? No quería ni imaginármelo.

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