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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (97 page)

Como Lviv era un lugar apacible y parecía prometedor para mis indagaciones históricas, y como no íbamos a encontrar un lugar parecido en mucho tiempo, decidí quedarnos más de una noche y estarnos tal vez unos días. Al llevar los bagajes a la habitación, Genovefa me dijo:

—Bueno, Thorn, tú no puedes o no quieres dejar tu augusta identidad de mariscal y emherizogo, pero yo pienso cambiar la mía a voluntad y voy a ser unas veces Thor y otras Genovefa para recorrer las diversas tiendas y herrerías del pueblo y ver las mercancías que hay para hombres y mujeres y comprar alguna cosa. Además, como sabes, me crié acostumbrada a cosas delicadas y hace mucho tiempo que no me he bañado más que en agua de río. Así que quiero disfrutar de las termas de hombres y de mujeres. Hay mucha gente por las calles y muchos huéspedes en este establecimiento y no creo que nadie advierta mi doble identidad, y, en cualquier caso, ¿qué más da? Lo que puedan comentar esos villanos en este lugar perdido, poco puede perjudicarte o turbarte.

Habría podido indignarme por el carácter de ultimátum de lo que decía, pero me divirtió oír a una persona como aquélla —ladrón de caballos, emfornicatrix, asesina de un campesino viejo— denominarse delicada y melindrosa y accedí, diciéndole:

—Como quieras.

No obstante, fui al establo a ver a Maggot y le dije que, de nuevo «por razones de estado», la emfráujin Genovefa volvería a disfrazarse a veces de Thor.

—Indistintamente de como vaya vestida, quiero que estés discretamente sobre sus pasos y me informes cuando yo te lo diga —añadí.

—Haré lo que pueda —contestó él, cariacontecido—. Hay sitios en que la emfráujin puede entrar y yo no.

—Pues aguardas y observas cuando entra y cuando sale —repliqué, exasperado, no ya por su aversión a espiar sino por mi innoble instigación.

A partir de entonces, sólo cuando Genovefa cenaba conmigo en el emdeversorium hospitium fingía ser mi consorte y una o dos veces paseamos juntos por la calle; casi todo el tiempo actuó como Thor, y yo me bañaba solo como Thorn en las termas para hombres y, cuando me tropezaba con él allí, o en otros lugares del pueblo, los dos nos guardábamos mucho de saludarnos. Confiaba en Maggot para la vigilancia cuando yo no estaba y, como nunca me comunicó nada sospechoso, pensaba contento que tanto Thor como Genovefa se comportaban decentemente. Yo pasaba la mayor parte del tiempo conociendo a los ancianos del lugar que pasaban por el emdeversorium, las tabernas o las cervecerías de la plaza del mercado para hacerles preguntas sobre la historia de sus antepasados.

Pero hallé muy pocos habitantes de ascendencia germánica; la mayoría eran eslovenos de nariz chata que no sabían el origen ni la historia de su propio pueblo, y que, con sus modales morosos y melancólicos, lo único que sabían decirme era que los eslovenos procedían de algún lugar lejano del Noreste y que con el tiempo se habían dirigido al Sur y al Oeste.

Le pregunté a un anciano en una taberna de la plaza del mercado, mientras tomábamos unos cuencos de emkiselo mleko:

—¿Fueron los hunos los que expulsaron a vuestros antepasados de sus tierras de origen?

—¿Quién sabe? —me dijo, despreocupado—. Pudieron ser las empozorzhenas.

—¿Quiénes? —inquirí yo, pues ya hacía tiempo que no oía el vocablo.

El hombre se esforzó por explicármelo con otras palabras, y comprendí que quería decir las

«mujeres de cuidado».

— emIésus —balbucí—. He oído hablar de ellas en aldeas remotas de los bosques por boca de patanes supersticiosos, pero me cuesta creer que los habitantes civilizados de Lviv teman a esa tribu de mujeres y den crédito al mito.

—Pues creemos —añadió él—, y buen cuidado tenemos de no provocarlas cuando vienen.

—¿Es que vienen aquí?

—Todas las primaveras —contestó él—. Pero pocas; vienen a Lviv a comprar cosas que necesitan y que no pueden producir en las tierras salvajes del Este en donde habita la tribu. Es fácil distinguirlas de las otras mujeres que acuden al mercado, pues vienen muy armadas y van desnudas hasta la cintura, como si fuesen bárbaros de piel curtida, y se pavonean y contonean con todo descaro, meneando sus tetas.

—¿Y en qué comercian?

—Vienen con acémilas cargadas con las pieles de los animales que han cazado en invierno, y con perlas de agua dulce que han recogido. Claro que la piel de nutria no es la más valiosa ni esas perlas de río valen mucho, pero, como digo, nos guardamos de provocar a esas terribles mujeres y les pagamos muy generosamente las mercancías. Por eso no nos han atacado nunca ni hacen incursiones a las granjas desde tiempos inmemoriales.

—Entonces, es simple jactancia —repliqué escéptico—, pues por muy fieras que hayan sido en tiempos pasados, ahora son débiles y dóciles como perrillos.

—Lo dudo —contestó él—. Cuando yo era joven participé con otros en detener a un caballo desmandado que llegó a galope tendido desde el Este por esta calle; ayudamos a descender al jinete, que estaba agonizando y murió en nuestros brazos sin poder hablarnos de su encuentro con las empozorzheni ni cómo había logrado escapar. No podía decírnoslo porque llevaba en la mano la lengua que le habían arrancado, pero su desesperado galopar debió ser horroroso porque estaba todo él en carne viva al haberle arrancado la piel. De hecho supimos que era hombre porque en la otra mano llevaba los genitales. Regresé al emhospitium para comer y vi que era una mala hora, pues estaba atestado. El comedor no era una sala grande con camillas bien separadas, sino que disponía de largas mesas de tablones con bancos muy juntos; me acomodé en uno de ellos, entre otros dos comensales, y vi que me había sentado justo enfrente de Thor. Al cruzarse nuestras miradas, él abrió los ojos sorprendido y estuvo a punto de levantarse de un salto, pero casi no podía moverse.

En seguida me di cuenta de que mi inesperada llegada le había cogido desprevenido, y, a pesar de los otros olores —apiñamiento de cuerpos, sopa de lentejas, el emkiselo mleko y la fuerte cerveza— noté que de él emanaba el inconfundible aroma de un efluvio íntimo femenino reciente. Y era reciente —puesto que cuando ya es rancio huele a pescado— y no procedía de Veleda ni de Genovefa; quizá viera dilatarse las ventanas de mi nariz, pues volvió a mirarme francamente atemorizado y miró en derredor como buscando el modo de escapar. Pero lo que vio en el comedor debió infundirle ánimo, pues esgrimió una sonrisa insinuante y dijo en voz suficientemente alta para que le oyese por encima de la barahúnda reinante:

—Esta vez me has sorprendido antes de que tuviera ocasión y no he podido bañarme en la terma. Pero ¿vas a matarme aquí, delante de tanta gente, querido Thorn? Sería un escándalo que llegaría a oídos del rey de Thorn y de sus otros amigos.

Tenía razón. No podía hacerle nada en aquel momento.

Volví a perder el apetito, y me levanté bruscamente de entre mis dos compañeros de mesa, que lanzaron maldiciones por mi rudeza, me abrí paso entre los que entraban al comedor, que también lanzaron maldiciones, y fui a toda prisa al establo, con ganas de estrangular a Maggot.

—¡Tú, emtetze tordl —vociferé, asiéndole y zarandeándole como una alforja—. ¿Es que eres un gandul, un inútil o un maldito desleal?

— emFr… fráuja —balbució suplicante—. ¿Qué… qué he hecho?

—¡Qué no has hecho! —bramé, lanzándole contra la pared de la cuadra—. Thor ha estado… Quiero decir, Genovefa disfrazada de Thor ha tenido comercio ilícito con alguien de Lviv. ¿Cómo es que te ha burlado? Tenías que haberla seguido a todas partes. ¿Dónde estabas, vagó?

— emNe, fráuja —replicó gimoteando, mientras caía desanimado al suelo—, sí que la seguí.

—Pues ¿a dónde… a dónde fue disfrazada? ¿Es que no la viste reunirse con alguien en una cita?

— emNe, fráuja —gimoteó, haciéndose un ovillo y cubriéndose la cabeza con las manos—. Sabía que la casa era un lupanar.

—¿Qué? —exclamé, perplejo—. ¿Una casa de putas? ¿Le viste entrar… le viste disfrazado de Genovefa entrar… a una mujer decente entrar en un lupanar y no viniste corriendo a decirme semejante aberración?

—No, emfráuja —gimió. Pero el pobre resultó más valiente de lo que yo habría pensado, pues apartó

las manos de su cara suplicante—. Sí, tenéis razón, emfráuja; os he sido desleal. Contuve el puñetazo que iba a asestarle y le dije sin poder aguantar mi indignación:

—Explícate.

—Hay muchas cosas que no os he contado.

—¡Pues hazlo inmediatamente!

Entre gemidos y algún que otro sollozo, el armenio comenzó diciendo:

—No sé qué clase de mujer es la emfráujin Genovefa. ¿Qué mujer va a un lupanar? En Noviodunum, creí que era un hombre que se llamaba Thor; así, cuando se pensó en el viaje, temí que vos y él llegaseis en un momento u otro a las manos por la bella Swanilda, y temí por mi propia seguridad si eso ocurría. Pero nada más morir Swanilda, Thor resultó ser mujer. Yo no acababa de entender cuáles eran los celos y rivalidades, pero vos parecíais contento con…

—¡Esto no es un informe sino un galimatías!

—Y decidí no decir nada —prosiguió él— ni hacer nada durante el viaje que os causara celos o preocupación… ni ver nada de lo que no debía ver.

—¡Imbécil, yo te ordené que vieses! ¡Te dije que no quitaras de Genovefa ni ojos ni oídos!

—Pero cuando ya os había traicionado.

—Sí, lo sabía —admití yo a regañadientes—. Sabía que te había dicho de seguir adelante y que había yacido con el carbonero. Por eso te dije que a partir de entonces no la quitaras ojo.

—¿Qué carbonero? —replicó Maggot perplejo.

—Aquel hombre asqueroso que nos cruzamos por el camino —contesté, fuera de mí—. Tuviste que verle. Un esloveno viejo. Un emnauthing —añadí con risa forzada—. El amante más bajo con que ha yacido.

—¡ emAj, ne, uno más bajo que ese esloveno, emfráuja Thorn! —exclamó Maggot, agachando la cabeza y dándose de puñetazos—. Estáis en un error a propósito del carbonero, o sufrís un engaño. El único emnauthing con quien la emfráujin Genovefa estuvo aquel día fue este armenio despreciable.

—¿Tú…? ¡Tú…! —balbucí sin salir de mi asombro—. ¿Cómo has osado?

—Fue ella quien osó. Yo nunca lo habría hecho —replicó el armenio, contándome atropelladamente toda la historia antes de que le hiciera pedazos; pero yo estaba demasiado atónito para desenvainar la espada—. Dijo que si me negaba daría gritos diciendo que querían violarla y me matarían, y que más valía que disfrutase de ella y únicamente corriera el riesgo de morir. Dijo que hacía mucho que pensaba si sería cierto lo que se decía de los hombres narigudos. Por eso, emfráuja Thorn, me atemoricé tanto cuando hablasteis de mi nariz. Bien, yo le contesté que todos los armenios somos narigudos, pero que todos tienen un emsvans tan pequeño como el mío; que las mujeres armenias también tienen nariz grande y no tienen emsvan. Pero tampoco esas mujeres tienen… algo ahí abajo tan grande como el que tiene la emfráujin Genovefa —añadió, pensativo, tras una pausa. Yo le miré sin decir nada y él se apresuró a continuar.

—Pero, por mucho que protesté, ella me dijo que quería comprobarlo. Y cuando acabamos, me dijo que tenía yo razón y se rió de lo pequeño que era. Luego, volvisteis de emcazar, fráuja Thorn, y fue la segunda vez que no os dije nada. Despues, hubo una tercera, cuarta y quinta vez, porque emfráujin Genovefa

—a veces disfrazada de Thor— se ha divertido sin parar, al menos dos veces diarias, con hombres y mujeres desde que llegamos a Lviv, para luego ir a la terma a toda prisa a limpiarse antes de meterse en vuestra cama. A mí, incluso me ha preocupado que no contraiga una mala enfermedad de esos piojosos eslovenos y os la contagie. Pero, emfráuja Thorn, ¿cómo iba a contaros todo esto sin reconocer mi culpa?

Oh, emvái, claro que sabía que tendría que deciros más tarde o más temprano lo que había visto, y estoy preparado para el castigo. Pero antes emde que me matéis, tengo un ruego que haceros. ¿Puedo devolveros una cosa que os pertenece? Yo me hallaba tan atónito que no supe responder, y él rebuscó en algún lugar del establo y volvió con un objeto. —Lo encontré dentro de la piel de dormir de la señora Swandila, al desenrollarla —dijo—. Pensé que os habríais preguntado qué había sido de él, y como voy a morir… Yo no había visto aquello nunca, por lo que su visión distrajo momentáneamente mi indignación y desconcierto. Era una especie de círculo hecho con hojas y zarcillos, como esas coronas que a veces hacen las mujeres en los jardines para ponérselas en la cabeza; al principio, pensé que Swandila lo habría trenzado por entretenerse, aunque nunca se lo había visto, pero luego vi que estaba hecho con hojas de roble —ya secas y quebradizas— y ramitos de florecitas de tilo, que, aunque marchitas, aún desprendían olor. Y recordé la leyenda del roble y el tilo, y me di cuenta de que habría debido hacerlo amorosamente y las razones por las que lo había guardado. Le di vueltas en mis manos y dije, entristecido, con ternura:

—La predicción que hizo el viejo Meirus… Creo que se equivocó, en definitiva; porque Swanilda debe seguir queriéndome dondequiera que se halle.

— emJa, dondequiera que se halle —repitió Maggot, con un suspiro de simpatía—, fue Thor quien la envió allí.

Alcé la vista de la rústica corona y me le quedé mirando sin necesidad de preguntarle. Él se encogió

más atemorizado que antes y añadió:

—Creí que lo sabíais, emfráuja. Ya he dicho que me parecíais muy contento. Fue Thor quien la impulsó a ello, puso el lazo en su cuello y la llevó de la mano hasta la viga del almacén, dejándola allí

colgando y retorciéndose hasta que murió estrangulada. Creo que Thor se dio cuenta de que yo estaba allí

en las sombras, y creo que le tuvo sin cuidado. Por eso creí que vos y él… y ella, quiero decir…

—Basta —dije con voz ronca—. Cállate.

Él cerró la boca y yo permanecí un instante considerándolo todo, dando vueltas en mis manos a la corona. Cuando recobré la palabra, hablé sin importarme lo que Maggot pudiera pensar.

—Tenías razón. Es cierto; he contribuido con mi silencio a todo lo malo que hizo esa mofeta asquerosa, hijo de perra. Thor y yo no somos más que las dos caras de una misma moneda, una moneda de bajo metal que debe ir al crisol para fundirse y acuñarla de nuevo. Para hacerlo, primero debo expiar, y comenzaré perdonándote la vida, Maggot. Incluso, a partir de ahora, te llamaré Maghib con respeto. Dispon los caballos, que nos marchamos. Y no iremos más que dos. Ensilla el tuyo y el mío y pon el bagaje en el otro.

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