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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (124 page)

En aquel momento desfiló junto a mí una patrulla de nuestros guerreros, que marcialmente saludaron al ver mi coraza de mariscal, pero miraron de un modo extraño al hombre que la revestía. Una vez se hubieron alejado, me eché a reír de mis lunáticas y tergiversadas divagaciones y dije para mis adentros: « emVái, ¿a qué conjurar semejante futuro? Quizá la Fortuna o Tykhe o cualquier otra diosa de la buena suerte tenga ya decidido que Thorn, Teodorico y Veleda perezcan en la próxima batalla.»

Pero, por supuesto, no fue así: ni en la siguiente, ni en la que hubo después. Las batallas que siguieron fueron todas hechos sin trascendencia de rápida conclusión, que no costaron muchas bajas por ambos lados. El motivo era que las legiones romanas, al verse privadas de jefe y abandonadas por su rey, combatían, lógicamente, de mala gana y con desánimo; ninguna salía a nuestro encuentro conforme avanzábamos hacia el sur de la península, y, cuando llegábamos a sus posiciones y enviábamos anticipadamente nuestra altiva exigencia —«tributum aut bellum»— no oponían más que la resistencia necesaria para que no se dijera que se habían rendido sin combatir. Pero se rendían. En agosto, mes final del año, dominábamos toda Italia —salvo el bastión de Odoacro en Ravena—

pese a que Teodorico había decidido detener el avance hasta el límite este-oeste marcado por la vía Aemilia, tan sólo a mitad de la distancia de la frontera de Venetia y la ciudad de Roma. Optó por detenerse allí para volver a invernar, simplemente por facilitar el ir y venir de sus emisarios, ya que cada vez le ocupaban más los asuntos de administración que la conquista en sí. Había dejado en las principales ciudades tomadas destacamentos militares, y ahora enviaba otros a las ciudades más pequeñas, y por tal motivo le era necesario mantener una rápida comunicación en todo el territorio. Zenón continuaba enfermo —su vida se apagaba, decían los mensajes de Constantinopla—, pero no se había nombrado sucesor ni regente. Como Teodorico no podía recibir la proclamación imperial de rey de Roma, y como honradamente se negaba a arrogarse poderes, carecía de autoridad para dictar leyes de gobierno en las tierras conquistadas. Empero, sí que impuso el emjus belli, estableciendo ciertas reglas por decreto para mantener el orden y dar curso normal a los asuntos cívicos. Las reglas que instituyó no fueron nada severas, y sorprendieron y complacieron bastante a los «nuevos subditos del conquistador», y fueron anticipo del magnánimo despotismo con que después gobernaría.

Por ende, he podido determinar por mis lecturas de historia universal que todos los conquistadores anteriores a Teodorico —Ciro, Alejandro, César y cualquier otro— sentían desprecio por los pueblos que dominaban; el conquistador impone siempre al conquistado sus propias ideas sobre lo que está bien y mal, no sólo en cuestiones de gobierno y en el ámbito legal, sino en cualquier detalle de conducta, religión, cultura, costumbres y gustos. Teodorico hizo eso. Y, lejos de despreciar a la población de lo que había sido el poderoso imperio romano occidental, honró y admiró su legado y desde el primer momento dejó bien sentado que intentaría restablecer y recuperar su perdida grandeza. Por ejemplo, habría sido lógico que un conquistador depurase sin contemplaciones a todos los subordinados y servidores del vencido y extirpara hasta el último vestigio del gobierno de su predecesor. Teodorico no lo hizo. De momento, al menos, fue dejando en las provincias y ciudades conquistadas a los mismos emlegatus y empraefectus romanos que ostentaban el cargo durante el reinado de Odoacro, fundamentándose en el razonamiento de que un gobernador con cierta edad y experiencia actuaría mejor que cualquier advenedizo.

No obstante, para ayudar (y vigilar) a esos gobernadores, instituyó una especie de tribunal que, en honor a la verdad y a la justicia, he de decir que ningún pueblo conquistado había conocido jamás, pues, a todos los niveles de la administración, Teodorico dispuso un emjudex romano y un oficial ostrogodo de autoridad equivalente; el emjudex se ocupaba de todos los asuntos relativos a la población romana y los juzgaba con arreglo a la ley romana, y el oficial respondía de los asuntos concernientes a los ocupantes y los juzgaba según la ley goda. Ambos magistrados se complementaban amigablemente en sus respectivas jurisdicciones para arbitrar querellas y disputas entre romanos y extranjeros. Aunque al principio este novedoso tribunal sólo estaba previsto para eliminar fricciones entre invasores y conquistados, resultó tan útil y beneficioso para ambas partes y toda la nación —aun pese a la influencia de tal número de extranjeros— que siguió utilizándose y aún perdura.

Claro que, con el tiempo, Teodorico tuvo que suprimir muchos emlegati, praefecti y judices romanos que resultaron ineptos, corruptos o estúpidos, por ser gente que en su mayoría había alcanzado el cargo por «amicitia», lo que es decir favoritismo, nepotismo o lamiendo las botas y sobornando; los sustituyó

por romanos de probada capacidad, aunque algunos de éstos le dijeron que, aunque tratarían de servir honrada y eficazmente, no servían muy gozosos bajo un usurpador no romano. Creo que Teodorico prefirió para los cargos a estos reticentes sinceros, pues tenía certeza de que no eran lameculos. Sólo hubo una clase de cargo que Teodorico vetó a los romanos; después de que el ejército romano cayera inevitablemente bajo su mando, quedando integrado a nuestras fuerzas, suprimió los tribunos militares y no dio ningún mando de importancia a romanos.

—Lo que intento —me dijo en cierta ocasión— es repartir razonablemente las responsabilidades. Que cada uno haga lo que mejor sabe y le recompensaré en consonancia. En lo que atañe al cultivo de la tierra y las cosechas, romanos y extranjeros trabajan con el mismo denuedo y provecho, pero las tareas que implican la defensa del país y el mantenimiento de la ley y el orden, es mejor confiarlas a las nacionalidades germánicas, merecidamente conocidas como «bárbaros belicosos»; y, como fueron los romanos los que en tiempos pasados desarrollaron las artes y las ciencias que tanto han enriquecido a la humanidad, les dejaré exentos de trabajos rudos —en la medida de lo posible— con la esperanza de que emulen a sus antepasados y vuelvan a civilizar al mundo.

Casi todos sus esfuerzos a este propósito fructificaron más adelante, pero, como digo, fue un prometedor principio puesto en marcha ya en aquellos primeros meses en que el único medio de que disponíamos era la ley marcial. Aunque él, el ejército y sus nuevos subditos siguieran considerando Mediolanum como la «capital» durante un tiempo, no se encerró en ella para gobernar por emfiat del modo distanciado y despreocupado en que lo habían hecho la mayoría de los emperadores romanos, sino que todo aquel invierno recorrió el territorio ocupado de un extremo a otro, interesándose por la seguridad, bienestar y ánimo de «su pueblo», integrado por los habitantes y las tropas; e, independientemente de donde se encontrara, enviaba y recibía constantemente emisarios para tener contacto con todos los rincones de sus dominios y que nada escapase a su atención. Por ejemplo, había puesto todos los depósitos del país y las cosechas de aquel año bajo requisa en virtud de ley marcial, pero no los confiscó, sino que ordenó a sus intendentes que establecieran las provisiones de invierno y que lo hiciesen con una imparcialidad que sorprendió al pueblo, pues recibieron los mismos alimentos que los nobles, y algunos villanos incluso recibieron más; y las casas humildes en que se alojaban oficiales y tropas nuestras tuvieron derecho a más cantidad para compensar el trastorno.

Puedo afirmar con plena confianza que, anteriormente, ningún pueblo conquistado ha visto tanto cuidado y preocupación por parte del conquistador, y sé de cierto que el pueblo de Italia en seguida comenzó a otorgar a Teodorico una confianza, un respeto y un afecto como ningún conquistador ha conocido jamás. Y no me refiero al pueblo bajo de remoto oprimido; el importante Lentinus, emnavarchus de la flota romana del Hadriaticus, se llegó desde su base hasta Aquiliea para saludar a Teodorico y hacerle una propuesta amistosa que resultó muy útil para nuestra causa.

Mientras Teodorico se ocupaba del despliegue de las tropas de ocupación, imponiendo el emjus belli y los otros aspectos de la administración militar, al general Herduico le encomendó la misión de sitiar a Odoacro en Ravena, o, mejor dicho, someterla a un bloqueo parcial. Como yo había advertido, las marismas que la rodean no eran terreno firme que permitise asentar las catapultas ni las masivas filas de arqueros; por ello, Herduico sólo pudo disponer su infantería en una prolongada línea en las proximidades de la ciudad, rodeándola desde la orilla norte hasta la orilla sur. Pero esas tropas nada podían hacer más que estar en su puesto para impedir que llegaran abastecimientos por el camino de las marismas, a través de esas mismas marismas, por el tramo del río Padus que discurre cruzándolas en dirección al mar o por la vía Popilia que atraviesa Ravena de norte a sur por la costa. Salvo en las ocasiones en que los aburridos arqueros corrían hacia las murallas a disparar flechas corrientes o incendiarias para romper su tedio, no se habría dicho que aquello era un asedio. Y yo había también advertido que incluso el bloqueo era tan vano y probablemente provocaría igual escarnio en el enemigo que los displicentes ataques con flechas; los emspeculatores que Herduico había dispuesto en la costa, comunicaban que al menos una vez por semana llegaba por el Hadriaticus un barco mercante o una hilera de barcazas remolcadas por galeras que

anclaban en los muelles y descargaban con toda impunidad. Y nada podíamos hacer, ni aun saber de dónde venían aquellos barcos.

—No vienen de ninguna de las bases a mi mando en el Hadriaticus —nos dijo Lentinus a los oficiales reunidos en el empraitoriaún de Mediolanum—. Os doy mi palabra, Teozorico —prosiguió con su curioso acento venetiano—, de que no son barcos de Aquileia, Altinum o Ariminum. Del mismo modo que no he permitido que las embarcaciones militares participaran en la conquista, tampoco las cedo a Odoacro para ayudarle en su último reducto.

—Lo sé —dijo Teodorico—, y respeto vuestra neutralidad.

—Hay que pensar necesariamente —dije yo— que hasta un dirigente marginado y desacreditado debe contar con un puñado de partidarios incondicionales. Sospechamos que los abastecimientos los lleva a cabo alguna facción de Odoacro que se ha exilado, quizá en la marítima Dalmatia o puede que en la lejana Sicilia.

—O quizá los partidarios de Odoacro —añadió el hosco emsaio Soas— son exilados que por el motivo que sea quieren mantener la situación anterior. Es sorprendente el celo con que la gente que lleva mucho tiempo fuera de su país natal se entromete en los asuntos internos hallándose a prudencial distancia.

—Bien, a mí me está moralmente impedido entrometerme —dijo Lentinus—. Pero, aunque mi neutralidad me veda ofreceros navios romanos, nada me impide sugeriros que los construyáis, Teozorico.

—Se acepta la sugerencia —contestó Teodorico con una sonrisa—, pero me apostaría a que no hay un solo hombre entre mis soldados que sepa nada de atarazanas.

—Probablemente no —añadió Lentinus—. Pero yo sí.

—¿Nos ayudaríais a construir navios de guerra? —inquirió Teodorico, ya con amplia sonrisa.

—No navios de guerra. Sería violar la neutralidad. Y se tardaría años en construir una flota. Pero lo que realmente necesitáis son grandes cajas que puedan llevarse a remo hasta el puerto de Classis en Ravena, y sean de capacidad suficiente para contener guerreros armados que impidan el acercamiento de los barcos de abastecimiento. Ciertamente, tendréis pontoneros y herreros en vuestras filas. Reunidlos y que se vengan conmigo por la vía Aemilia hasta las atarazanas de Ariminum, que yo les enseñaré.

—¡Que así sea! —exclamó Teodorico, alborozado, dando la orden a sus generales Pitzias e Ibba para que se apresuraran a reunir a los hombres.

Llegó la primavera sin que se hubieran concluido los preparativos del gran bloqueo de Ravena. Y

llegó por entonces uno de los barcos rápidos de Lentinus desde Constantinopla con un emisario griego que traía las últimas noticias del imperio de Oriente. Zenón había expirado y su sucesor en el Palacio Púrpura era un hombre llamado Anastasio, casi tan viejo como Zenón, y anteriormente funcionario de segunda categoría en la hacienda imperial, sin méritos relevantes. Pero lo había elegido la viuda del emperador, la embasílissa Ariadna, y, a cambio del nombramiento, se había casado con él inmediatamente después de su subida al trono.

—Llevad a la emperatriz mi enhorabuena y… mi pésame —dijo Teorodico al emisario—. ¿Os ha dicho algo para mí? ¿Algún reconocimiento de mi cargo?

— emOukh, nada, lamento deciros —contestó el emisario, encogiéndose de hombros—. Y, si me permitís la irreverencia, os diré también que mejor será que no esperéis nada voluntario por parte de Anastasio. Como todos los que han manejado grandes cantidades de dinero es un viejo tacaño y mísero. emOuá, no esperéis conseguir nada de Anastasio sin forzarle y obligarle. Así, Teodorico continuaba reinando en Italia sin emaegis imperial y sólo en virtud del emjus belli y de su propia estima entre el pueblo. Y, entonces, poco después de recibirse aquella desalentadora información de Oriente, nos llegó noticia de un acontecimiento en el norte de Italia que amenazaba con empañar la popularidad ganada por Teodorico.

La información consistía en que tropas extranjeras habían cruzado la frontera de los Alpes, esta vez por el paso Poenina, y que eran guerreros burgundios enviados por el rey Gundobado; pero no se trataba de un gesto más de solidaridad racial germánica, sino que el burgundio quería aprovecharse de la

ambigua situación en Italia y había hecho cruzar las montañas a sus tropas para establecerse en los valles de cultivo y las tierras de pasto del Norte, un territorio que nuestros aliados los visigodos habían ganado la primavera anterior y en el que la población los había aceptado pacíficamente. Teodorico no había encontrado necesidad de establecer allí fuerzas de ocupación por tratarse de una región de aldeas y granjas que no contaba con emjudex, oficial de justicia y tribunal más que en la ciudad liguria de Novaría. Por lo cual, las tropas burgundias, sin encontrar resistencia, habían llevado a cabo pillajes y saqueos violentos, aunque probablemente de poca cuantía. Pero lo pe emJT era que habían tomado cautivos a mil campesinos de aquellos valles, llevándolos al otro lado de los Alpis Poenina para hacerlos esclavos en las tierras de su rey Gundobado.

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