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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (127 page)

— em¡Skeit! —tronó Teodorico, dando tal puñetazo en el brazo del sillón que casi lo astilla—. ¿Es que ese viejo loco cree que voy a mediar en una disputa de obispos? Tengo toda una nación que necesita gobierno y se me niega la autoridad para hacerlo. Me niego a creer que una disputa eclesiástica tenga prioridad.

—Por lo que pude entender —prosiguió Festus con cautela—, la disputa afecta a la facción monofisita de la Iglesia de Oriente. Parece ser que Gelasio la considera un elemento disolvente y que Akakiós es abiertamente tolerante. Los monofisitas creen que la naturaleza divina y humana manifiesta en la persona de Jesús…

— em¡Iésus Xristus! ¡Otra de esas enrevesadas disquisiciones! Discuten por la sombra de un burro, como dicen los rústicos. em¡Skeit! Llevamos casi quinientos años de cristianismo y los padres de la Iglesia siguen ignorando al mundo que les rodea mientras se enzarzan en sutilezas teológicas. Pretenden ser sabios que reflexionan sobre profundas cuestiones y ni siquiera saben elegir títulos adecuados para su cargo. ¡Pontífice! ¡Hay que ver! ¿Es que no sabe Gelasio que el empontifex era un sumo sacerdote pagano?

¡Diáconos cardenales! ¿Ignoran que Cardea era la diosa de las puertas? ¡Por la Estigia, si Anastasio quiere que mejore la Iglesia cristiana, que empiece por arrojar un poco de luz en la ignorancia de los cristianos!

— emJa, ja —bramó emsaio Soas, secundando a Teodorico, que había callado—. Además, todos los obispos patriarcas ansian llamarse papa para estar a la altura del santo León que vivió hace cincuenta años, y a quien los cristianos de Roma llamaban cariñosamente papa por considerarle autor del milagro que había alejado a Atila de Italia, aunque lo cierto es que los hunos, siendo seres acostumbrados al clima frío del Norte, temieron fiebres y pestilencias en estas tierras más calurosas del Sur. Por eso Atila no invadió la península. El papa León sería santo, pero en eso no intervino para nada.

—Volvamos a los asuntos actuales —dijo el senador—. Teodorico, si Anastasio no os cede Roma, que sea la ciudad quien se os entregue. Todos saben que sois el nuevo rey, con sanción imperial o sin ella. Aunque Roma no es la capital, estoy seguro de que puedo convencer al senado para que os conceda un desfile triunfal y…

—No —replicó Teodorico enfurruñado.

—¿Por qué no? —inquirió Festus, algo exasperado—. Roma es vuestra —la ciudad eterna—, aunque me han dicho que no os habéis acercado a verla, ni siquiera desde lejos.

—Ni pienso hacerlo ahora —respondió Teodorico—. Juré no poner el pie en Roma hasta ser rey de Roma. Y no puedo ser rey hasta que primero entre en Ravena y celebre en ella mi triunfo. Si Anastasio me hubiera dado lo que es justo, me contentaría con esperar a que Odoacro se pudriera en Ravena, pero ya no puedo esperar. emSaio Thorn —añadió, volviéndose hacia mí—, tú conoces esa región mejor que nadie de los que estamos aquí. Vuelve allá, averigua cómo Odoacro ha resistido tanto tiempo y encuentra un modo eficaz para que pueda desalojarlo. em¡Habái ita swe!

CAPITULO 10

—¿Qué puedo deciros? —respondió Lentinus, encogiéndose de hombros—. Tal vez aguanten comiéndose unos a otros. Lo único que puedo aseguraros es que no han podido romper la línea de asedio ni una sola vez, ni por mar ni por tierra.

—¿Y aún les seguís enviando por el río las pinzas de cangrejo?

El emnavarchus asintió con la cabeza, sin su anterior vivacidad.

—No hemos cesado de enviárselas, pero no hay indicios de que las explosiones del fuego griego hagan mucha mella en ellos. Debo decir que fuera de las murallas la diversión ha perdido mucha aceptación, y los soldados que construyen los emkhelaí están casi tan cansados y aburridos como los que accionan los cajones flotantes. Y, a decir verdad, yo también; ya casi no recuerdo lo que es poner el pie en el puente de mando de un navio.

Le dejé abatido en la orilla de Ariminum y me alejé para reflexionar; me senté en un banco de mármol, mirando sin ver el mejor monumento de la ciudad, el arco triunfal de Augusto, mientras trataba de imaginar cómo una población como la de Ravena resistía tanto sin provisiones. Sólo había tres cosas que entraban sin obstáculo en la ciudad: una era el río Padus, pero nuestros constructores de emkhelaí

habrían interceptado cualquier cosa que hubiera tratado de pasar por él. Luego, estaban los pájaros de las marismas, pero dudaba mucho que Odoacro fuese alimentado por los pájaros como Elias. Y, finalmente, las señales de antorchas; más que probable era que en Ravena las recibiesen de buena gana por estar aislados del resto del mundo, pero no podían transmitirles alimento…

Entretanto, Teodorico marchaba decidido hacia allí con una importante fuerza, esperando que al llegar yo le dijese la mejor manera de emplearla en el ataque. ¿Y qué iba a aconsejarle? No tenía idea, ni buena ni mala…

Bien, me dije, hay un aspecto del asedio que no he inspeccionado personalmente. No he ido a echar un vistazo al otro extremo de la línea de asedio, en la costa norte de Ravena. Tampoco la había inspeccionado Lentinus, según me dijo. Y él se empeñó, recuperando su habitual entusiasmo, en que fuésemos allí por mar. Dio las órdenes oportunas y reclutó una tripulación que sacó de un cobertizo un crucero rápido, lo botó al agua y en él nos alejamos remando con denuedo. Era la primera vez que me embarcaba desde mis viajes en el imperio de Oriente y por parte del emnavarchus venía a ser algo parecido, según me dijo. Así, los dos disfrutamos de la travesía. Al zarpar de Ariminum los remeros se mantuvieron cerca de la costa hasta las proximidades de Ravena, y allí viraron hacia alta mar para pasar por detrás de los islotes que protegían el puerto, no fuese que nuestras patrullas de vigilancia nos confundieran con el enemigo y nos atacaran; tocamos tierra varias millas al norte, en uno de los muchos brazos del Padus que desembocan en el Hadriaticus, lugar en el que un campamento de tiendas a lo largo de la vía Popilia indicaba la situación del campamento de las tropas de asedio del norte. El que estaba al mando de aquel tramo de la línea de asedio era un emcenturio regionarius llamado Gudahals, que hablaba latín. Era un hombre robusto como un buey, lento como un buey y, con toda evidencia, de capacidad intelectual semejante a la de un buey. Aunque, ¿quién más indicado para la tediosa tarea de supervisar un asedio prolongado y aburrido? O es lo que pensé —mientras estaba con Lentinus cómodamente tumbado en los almohadones, entregado a una animada charla, acompañada de vino y queso— hasta que Gudahals dijo satisfecho por enésima vez:

—En Ravena no entra nada, emsaio Thorn. Salvo la sal —añadió con igual complacencia. Sus palabras flotaron en el aire un instante, mientras Lentinus y yo nos mirábamos atónitos, antes de preguntar al unísono:

—¿El qué?

—Las reatas de mulas con sal —contestó alegre Gudahals, ajeno a nuestra fija mirada. Ahora, el emnavarchus y yo nos habíamos incorporado tensos. Yo le hice seña de que me dejase hablar y dije como quien no quiere la cosa:

—Cuéntanos eso de las mulas, emcenturio.

—Pues las mulas que llegan de Regio Salinarum en los Alpes por la vía Popilia; la vía Popilia se construyó para facilitar el transporte, dicen los muleros. Traen la sal de esas minas desde hace siglos, y desde Ravena la envían por mar a otros países.

— emCenturio Gudahals —dije despacio, como quien habla a un niño—, los mercaderes de Ravena hace tiempo que no comercian.

— ¡Ya lo creo que no! —exclamó él, conteniendo la risa—. Bien que se lo impedimos nosotros,

¿no es cierto? Y como la sal ya no puede salir de Ravena, las reatas van a Ariminum. Como Lentinus estaba tan rojo que creí iba a emular la apoplejía del papa Félix, le dejé hablar, y debo decir, en honor a la verdad, que lo hizo sin alterarse.

—Lo cual quiere decir que las reatas pasan primero por vuestras líneas de asedio, naturalmente.

—Pues claro, emnavarchus —respondió el emcenturio, con cara de sorpresa—. ¿Cómo iban, si no, a llegar a Ariminum?

—Y esas reatas… ¿de cuántas mulas son? —inquirí yo—. ¿Cuánta carga llevan? ¿Llegan con mucha frecuencia?

—Bastante a menudo, mariscal. Unas dos veces por semana desde que estamos aquí. Los muleros dicen que es el tráfico normal —hizo una pausa para alzar la bota sobre la boca y echar un buen trago—. Unas veinte o treinta mulas. Ahora bien, no me pidáis que calcule el peso total en emlibrae o emamphorae. Una buena cantidad, en cualquier caso.

Lentinus, cual si no pudiera creer lo que oía, volvió a preguntar:

—Y dejáis que esas mulas atraviesen las líneas… sin discutir ni impedirlo.

—Pues claro —repitió Gudahals—. No se me ocurriría desobedecer las órdenes de mis superiores.

—¿Las… órdenes? —inquirió Lentinus con ojos desorbitados.

—Cuando el general Herduico nos situó aquí —comenzó a decir Gudahals despacio, como quien habla a un niño—, me insistió sobre todo en que no permitiese a mis hombres hacer ciertas cosas. Pillar, violar, hurtar y cosas de esas que perjudican el buen orden. Somos extranjeros, y el general dijo que hemos de ganarnos el respeto de los indígenas para que vean con buenos ojos a su nuevo rey Teodorico. El general me dijo también que no impidiésemos en nada las ocupaciones y la vida de los habitantes, salvo los de Ravena, desde luego. Y esos muleros dicen que la sal siempre ha sido el principal producto del comercio romano.

— emLiufs Guth… —musité, abrumado.

—Es cierto, mariscal; desde que los romanos descubrieron esas ricas minas de sal en los Alpes, han conservado celosamente el comercio de sal. Naturalmente, yo estoy dispuesto a hacer cuanto pueda para contribuir a que mi rey Teodorico se gane el afecto de sus nuevos subditos, del mismo modo que tengo sumo cuidado en no hacer nada que merme su estima, como sería ofenderles prohibiendo el comercio de sal.

Lentinus se había cubierto el rostro con las manos.

—Dime, Gudahals —añadí con un suspiro—. Cuando las mulas regresan de Ariminum y pasan por aquí, ¿llevan otros productos que han obtenido a cambio de esa valiosa sal?

—¡ emEheu, saio Thorn! —exclamó alborozado el emcenturio—. Queréis sorprenderme… y hacerme decir que he estado durmiendo —hizo una pausa y echó otro buen trago de vino—. No, no, todas las mulas vuelven vacías. No sé qué les dan a los muleros por la sal; tal vez pagarés. Pero no vienen cargadas con otros productos. ¿Cómo iban a hacerlo? Si regresasen de Ariminum con otros productos, el compañero que manda la línea de asedio del sur las detendría y las vaciaría. No las dejaría seguir a Ravena, no fuese que llevasen esos productos a Odoacro y eso sería romper el asedio y entregar provisiones al enemigo. No obstante, como todas las reatas van vacías cuando vuelven, hay que suponer que el comandante cumple con su obligación. Perfectamente de acuerdo con las instrucciones que me dio el general Herduico.

Lentinus y yo nos miramos desesperados, y luego dirigimos nuestras miradas a aquella nulidad sin cerebro que tan ingenuamente había dado lugar al desastre.

—Tan sólo otra cosa, emcenturio —dije, casi sin preocuparme por lo que me contestaba—. ¿Se te ocurrió inspeccionar alguna vez las cargas de sal antes de dejar pasar por aquí a las reatas?

—Después de la primera vez, mariscal —respondió él, abriendo las manos sonriente—, y los tres primeros fardos… la sal, es sal. Y pesada, mirad lo que os digo. Siente uno lástima de esas pobres mulas que vienen desde tan lejos con esos fardos. Una vez revisadas las primeras, uno desiste de hacerlas descargar para mirar y mandar volver a cargarlas. Los pobres animales…

—Benigno emcenturio. Thags izvis, Gudahals, por el vino y el queso y el edificante resumen sobre el comercio de sal —dije, poniéndome en pie y cogiendo la espada, emblema de su cargo, de la pértiga de la tienda en que estaba colgada—. Quedas relevado del mando y bajo arresto.

Como estaba echando otro trago de la bota, se atragantó y lo esparció del susto. Me llegué a la entrada de la tienda y ordené a voces que se presentara el lugarteniente; era un emoptio llamado Landerit, que actuó muy marcialmente al ordenarle que pusiera a Gudahals bajo vigilancia, que tuviera suficientes hombres armados día y noche y que detuviera la siguiente caravana de mulas que apareciese por la vía Popilia en una u otra dirección.

—Yo también debía ser arrestado y depuesto del mando —gruñó Lentinus asqueado.

—Entonces, yo igualmente —dije—. Pero ¿cómo íbamos a imaginar este eslabón roto de la cadena?

—añadí, tratando de tomármelo a broma—. Bueno, vos sois un testigo neutral; no lo olvidéis. Vos y yo no tenemos autoridad para arrestarnos.

—¿Tendremos, entonces, que arrojarnos sobre nuestra propia espada? —espetó él.

—Procuremos aprovechar lo mejor posible la jugada de la Fortuna… Eso es lo que os propongo.

—¿Quién envía esto? —preguntaba dos días más tarde al mulero jefe, al tiempo que daba un puntapié a los fardos de carne en conserva y pellejos de aceite que los hombres del emoptio Landerit habían descubierto camuflados en el cargamento de sal.

El mulero estaba demudado y temblaba, pero atinó a contestar con bastante entereza:

—El director de Saltwaúrtswa Haustaths —cosa que yo me imaginaba, pero no habría reconocido al hombre de no ser por lo que añadió—. Mi padre.

—Creí que Georgius Honoratus sería ya demasiado viejo para andar en estos peligrosos juegos. El hijo se sorprendió al oírme pronunciar el nombre, pero musitó:

—Sigue siendo un buen romano, y no es tan viejo como para dejar de servir a nuestra patria. Recordé un comentario que había hecho mi colega el mariscal Soas relativo a los expatriados que se entrometen en los asuntos de su país a una distancia prudencial, pero no me molesté en preguntar qué

razones animaban a Georgius XIII o XIV para servir al derrocado Odoacro, y me limité a decir:

—No admiro gran cosa la valentía por boca de terceros. Georgius te ha mandado cometer esta traición por él. Y me imagino que a tu hermano también. ¿Dónde está?

—¿Quién sois? —inquirió el hombre con voz ronca, clavando los ojos en mí—. ¿Os conocemos? —

añadió al ver que no respondía—. Mi hermano y yo nos turnamos de vez en cuando para conducir la caravana, aunque no sería necesario porque tenemos jefes de muleros de sobra, pero lo hacemos con orgullo… empro patria… por ayudar…

—Y para alejaros unos días de vuestro valiente padre —comenté con desdén—. Pues estoy deseando ver a tu hermano. ¿Y tu hermana? ¿Comparte también la cacareada valentía de tu padre?

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