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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (49 page)

—No puedo —repetí—. No sé nada que deciros de los asuntos de Ravena.

Todo eran murmullos a mi alrededor.

—Lo sabe pero no lo dice.

—Fijaos que no ha negado que pueda haber disturbios y desastres.

—Y no sólo en Ravena, ha dicho.

Así, cuando, tres, semanas más tarde, se supo en Vindobona la noticia de que el volcán Vesubio de Campania había tenido la mayor erupción desde hacía cuatrocientos años, mis amistades me miraron con increíble respeto y temor, y todos coincidieron en que era más que ducho no sólo en asuntos de estado, sino en designios de los dioses.

Después de aquello me abordaban muchas veces en algún rincón de los salones o en calles poco concurridas hombres ricos pidiéndome consejo para invertir en determinadas mercancías… Señoras preguntándome qué pensaba de la última recomendación hecha por sus astrólogos… Jóvenes solicitándome que adivinase lo que realmente pensaban sus superiores de su trabajo y cuáles eran sus posibilidades de ascenso… mujeres casaderas suplicándome les dijera qué pensaban realmente sus padres de uno u otro de sus pretendientes.

Pero yo, con mis iguales, rehusaba cortésmente pronunciarme, y a mis inferiores les desdeñaba fríamente, porque era precisamente manteniéndome callado en los asuntos que no conocía como había adquirido cierta reputación.

CAPITULO 3

Aprendí que la gente de la clase alta y poderosa de Vindobona era extremadamente selectivas con las personas que admitían en sus círculos íntimos. Y en ese aspecto, todos los personajes poderosos e importantes que conocí en el imperio eran iguales; cualquier aspirante a acceder a la clase social alta ha de ser algo más que social, atractivo y respetable. En cierta ocasión el herizogo de Vindobona afirmó lo siguiente: —La respetabilidad no es más que una virtud que hasta los villanos pueden obtener, pero la dignidad es algo esplendoroso que sólo se da en personas que se han distinguido, en la guerra, en las letras, al servicio del imperio, y esa dignidad no merma porque a veces dejen de conducirse del modo convencional, estrecho de miras y santurrón que se llama respetabilidad.

Tampoco la posesión de riquezas era condición suficiente para ser admitido entre las clases altas, porque incluso hombres que habían sido esclavos llegaban a amasar fortunas; entre los patricios, las familias que debían su fortuna al hecho de poseer tierras, eran las mejor consideradas, y, aunque los negocios y el comercio solían considerarse con desprecio, la siguiente capa social la constituían las familias que habían hecho fortuna gracias al comercio a gran escala, en el sentido de que ellos o sus antepasados habían sido negociantes que importaban o exportaban productos en cantidad masiva; las familias de simples mercaderes, cuyo negocio consistía en la propiedad de tiendas o almacenes —

independientemente de que se hubiesen dedicado a ello durante generaciones y se hubiesen construido palacios— no eran consideradas dignas del trato con los anteriores. Y la clase más despreciada de la ciudad la formaban todos aquellos que se dedicaban a trabajos manuales, herreros, artesanos y menestrales, desde luego, pero también orfebres, pintores artísticos, mosaicistas y escultores, considerados poco más que los tenaces campesinos.

No es que quiera decir que la riqueza constituyese objeto de desprecio, o se la considerase como algo que debiera ocultarse; no, si uno poseía las cualidades de distinción, dignidad y posición necesarias para acceder a los círculos de los grandes. Era igualmente esencial tener dinero para mantener un estilo también aceptable. De todos los recién llegados a esos círculos selectos, los mejor recibidos eran los hombres o mujeres elegantes, ricos, solteros y sin hijos. Ello se debía a que el individuo en cuestión, si

era joven, podía casarse y así aumentar la riqueza del cónyuge; si el recién llegado era demasiado viejo pero no tenía herederos, cabía la posibilidad de que a algún retoño de los patricios de la localidad lo hiciese hijo adoptivo y heredase su fortuna.

Las familias de Vindobona con grandes fortunas no se recataban en mostrarla y muchas vivían en ostentosas villas estilo romano y hasta el terreno que rodeaba sus moradas estaba cuidado con arreglo a sus gustos peculiares; y, aparte de jardines, tenían enramadas y arbustos y setos recortados —al estilo llamado emmattiano— dándoles forma de dioses, animales y hornacinas, las cuales adornaban, además, con estatuas de dioses y sobre todo de sus antepasados ilustres, que solían ser de costoso bronce o mármol, pero igual habría dado que las hicieran en madera corriente, porque, aun siendo de un material tan caro, estaban recubiertas de costosísimo pan de oro. El interior de las casas estaba adornado con mosaicos y murales y muchos muebles eran de marfil y maderas exóticas olorosas, y los suelos eran mosaicos de intrincadas figuras geométricas.

En algunas villas ocupaba un espacio destacado, en el que su ufano propietario pudiera consultarla a menudo, una clepsidra egipcia, que es una máquina que señala las horas del día, indicando la hora del emprandium, el descanso de la sexta, la de la cena, etcétera y las horas de la noche, pues no depende del sol, sino que funciona con un mecanismo de agua.

Los de clase alta gustaban de mostrar su diferencia entre el vulgo tanto como en sus círculos cerrados; mujeres y hombres se exhibían en público con prendas bordadas en rojo o verde u otro color en consonancia con su rango, y se sentían frecuentemente en la necesidad «casual» de abrirse la capa o el manto para que los viandantes viesen su casaca, su camisa o sus calzones de brillante seda. En las contadas ocasiones en que una mujer patricia iba a pie a algún sitio, llevaba siempre un emumbraculum sobre la cabeza —o se lo llevaba un criado— para resguardar su delicada piel del sol o la lluvia, del viento o la nieve. Sin embargo, lo más frecuente era que la portasen en una silla para hacerse notar, o en una litera, si quería guardar el anonimato. Y si tenía que emprender un largo viaje, lo hacía en un vehículo tirado por caballos llamado emcurruca dormitaría, un resistente carromato cuadrado y cerrado, con cuatro ruedas, en el que podía tumbarse y dormir.

Gran parte del dinero que aquella gente gastaba en comodidades y adornos estaba destinado a comprar o alquilar servidumbre; aparte de los mayordomos, jardineros, mozos de cuadra, cocineros y camareras que normalmente tenían en sus mansiones, había otros servidores de cuyas tareas —e incluso de sus títulos— yo nunca había oído hablar. El dueño de la casa tenía su emnomenclátor, que iba a todas partes con él para musitarle los nombres de los personajes que pudiera tropezarse en la calle; la señora tenía su emornatrix, cuya exclusiva encomienda era ayudarla a vestirse, peinarla y pintarle la cara; el vastago de la familia tenía su emadversator para acompañarle a casa después de las francachelas, avisándole de los obstáculos del camino para evitar que la ebriedad le hiciera tropezar. El emprefectus Maecius disponía incluso de un sirviente de fuera, llamado emphasianarius, cuyo cometido era cuidar y alimentar a una bandada de aves exóticas de su amo, descendientes todas ellas de la especie salvaje que Wyrd me había dicho se llama faisán, pero cuyo verdadero nombre el empraefectus me dijo era «ave fasiánidas» por proceder del río Fasis de la remota Cólquida.

Todos esos sirvientes encargados de tareas concretas eran casi tan altivos como sus amos, envanecidos por sus particulares empleos y títulos, y se negaban a hacer cualquier cosa que no estuviera relacionada con sus deberes. Una emornatrix, por ejemplo, habría renunciado a su empleo antes que consentir en hacer un recado, porque eso era obligación de la humilde empedisequa; recuerdo que en cierta ocasión, en que me habían invitado a cenar en una villa, yo creí que hacía un cumplido a uno de los mayordomos de cocina que había ayudado a preparar la comida y me dirigí a él, tratándole de «mi buen cocinero», pero el me interpeló fríamente, diciendo: —Excusadme, emillustrissimus, pero yo no soy un cocinero corriente, que va a comprar los alimentos al mercado. Soy el emobsomator de mi amo, sólo compro a proveedores exclusivos y únicamente preparo primores y exquisiteces.

Además, parece ser que aquellos domésticos recibían y conservaban el título y honores hasta en la ultratumba, porque en el cementerio de los legionarios de la fortaleza vi la lápida de un tal Tryphon que había sido emtabularius del emlegatus Balburius y en la piedra se afirmaba que había sido empariator, lo que yo

juzgo como máximo elogio en el epitafio de un tenedor de libros, pues significaba que, al morir Tryphon, al sumar los libros de ingresos y gastos cuadraban perfectamente.

Huelga decir que yo no podía alardear de ninguno de los atributos y cualidades que he señalado como imprescindibles para ser admitido en los altos círculos de Vindobona. Yo no tenía familia, ni menos aún, era de eminente linaje; no era terrateniente ni negociante, y nunca me había distinguido en la guerra, en las letras ni en ningún servicio al imperio. El único «sirviente» que había tenido en mi vida se había marchado; y tenía algo de dinero, pero en modo alguno una fortuna. Verdaderamente, el único atributo que poseía era la audacia, pero no dejaba de sorprenderme el modo en que seguía favoreciéndome. Todos me conocían por el nombre que Thiuda había inventado, Thornareikhs (o, más habitualmente, Tornaricus), y todos parecían aceptarlo como evidencia de que procedía de una buena familia goda. Cuando la conversación lo propiciaba, solía mencionar como quien no quiere la cosa «mis tierras» y eso bastaba para persuadir a mis interlocutores de que era propietario de tierras en alguna parte. El empraefectus Maecius había ya afirmado que dirigía no sé que grupo de agentes secretos, y de ello se concluía que poseía conocimientos privilegiados sobre todo lo que sucedía en el imperio; esa ficción se difundió debidamente y la coincidencia de la erupción del Vesuvius me otorgó una inmerecida fama de vidente, que me dio una «distinción» que no habría adquirido en otras circunstancias. Como tenía suficiente dinero para vestir bien, alojarme en el mejor emdeversorium de la ciudad y pagar una ronda siempre que con otros jóvenes íbamos a una taberna —y como nunca me quejaba, como muchos realmente pudientes, de gastos, impuestos y sueldos— se me atribuyó más dinero del que tenía. Y lo más importante de todo, es que era un joven soltero, sin hijos y, según decían, bien parecido y apuesto. Naturalmente, me había embarcado en aquella impostura con una ventaja intangible pero manifiesta: una formación superior a la de los hijos de personajes como Maecius y Sunnja; y, en mis viajes, había adquirido experiencia y aplomo, y ahora en Vindobona, en banquetes y reuniones, me cuidaba bien de imitar los modales de mis mayores, refinando mi comportamiento. Había aprendido a mezclar el vino con agua y a perfurmarlo con canela en polvo y en rama y a beberme esa pócima sin torcer el gesto ni proferir una de las maldiciones de Wyrd; aprendí a referirme con desdén a los villanos llamándoles la emplebecula; aprendí a llamar a las puertas al estilo vigente entre los romanos con un leve golpecito de sandalia en vez de con los nudillos, y he de confesar que se me presentaban muchas ocasiones de llamar a puertas cerradas y hacerlo del modo más discreto.

Las muchachas y mujeres de alta sociedad, al igual que los hombres, aceptaban sin ambages mi impostura; y las hembras —viudas, casadas y solteras— parecían aún más intrigadas que los varones por mi fama de omnisciencia. En cualquier caso, aprovechaban toda ocasión para conocerme, para que les fuera presentado y entablar conversación conmigo; circunstancia que no tardó en revelarme algo sobre mí

mismo en lo que nunca había dado en reparar. Para mi gran sorpresa, descubrí que hacía más fácilmente amistad con las mujeres que con los hombres; no me refiero a breves episodios de galanteo recíproco o historias de amor apasionadas, sino estrechas relaciones, incluyesen o no implicaciones románticas o eróticas. Y poco a poco comprendí por qué era más afortunado al respecto que otros hombres: por la sencilla razón de que el hombre y la mujer se ven recíprocamente distintos. Tal como es la vida, a los hombres se les considera en general superiores a la mujer, por lo que es lógico que cualquiera de ellos considere a las mujeres un simple criado para su uso y comodidad; ese varón corriente —sea feo, viejo, ignorante, tonto, tullido o pobre— ve a todas las mujeres existentes como seres disponibles para sus deseos; aunque la mujer sea noble y él el más humilde de los esclavos, está convencido de que, si lo desea, puede cortejarla y poseerla, o raptarla y violarla, por el solo hecho de que ella es hembra y él macho. Bien, a mí también se me habían inculcado las actitudes que se consideran correctas y naturales; era por naturaleza hombre a medias y casi toda mi vida había vivido como hombre en compañía de otros hombres. Ahora, ya adulto, no era inmune a los encantos de una mujer hermosa ni adolecía del deseo de poseerla; por otra parte, no podía considerar a las hembras inferiores o subordinadas a mi persona, porque yo también era mujer en parte. Pero aun encarnando al varón y actuando y pensando como otros hombres, sintiéndome tan varonil como ellos y dedicándome a ocupaciones estrictamente masculinas, no por ello quedaba totalmente anulada mi naturaleza de mujer.

La mayoría de mujeres que había conocido hasta entonces eran esclavas campesinas o pusilánimes monjas, con notables excepciones —la hermana Deidamia, la valiente Placidia, o la vivaracha Livia— o perversas viragos como emdomina Aetherea o la emclarissima Robeya, mientras que ahora trataba con mujeres de buena cuna con cierta libertad de costumbres, inteligentes y cultas —algunas incluso sabían leer y escribir— y así pude observar el modo de actuar de unas hembras cuyo espíritu no estaba doblegado por toda una vida de trabajo o religiosidad y que no se habían maleado por una ambición desmedida; y convine en que sus ideas y sentimientos eran iguales a los míos cuando mi naturaleza femenina era manifiesta.

Aunque el hombre, la tradición, las leyes y el dogma relígioso afirman que la mujer no es más que un mero receptáculo, ella se sabe algo más; y por eso no considera al hombre un simple emfascinum destinado a llenarla; ella mira al hombre de un modo distinto a como el hombre la mira a ella. El hombre lo primero que percibe es la hermosura deseable, mientras que la mujer procura penetrar en lo que hay bajo la superficie del varón. Yo lo sé, porque así era como yo consideraba a Gudinando. Las mujeres de Vindobona debieron sentirse atraídas hacia mí, en principio, por curiosidad ante el extranjero Thornareikhs y su supuesto conocimiento misterioso de muchos asuntos, pero me asediaban y buscaban mi compañía por un motivo más sencillo: porque yo no las consideraba ni las trataba como un hombre cualquiera; yo me comportaba con ellas igual que a mí, en mi encarnación femenina, me gustaba que me tratasen los hombres. Así de simple. Muchas mujeres y muchachas se hicieron amigas mías, muchas manifestaron sus deseos de llegar a mayor intimidad y algunas lo consiguieron. Imagino que cualquier hombre, puesto a elegir en tan abundante jardín, habría escogido únicamente las flores mejores y más hermosas. Pero yo veía por debajo de la superficie y elegí a las que me gustaban, independientemente de su edad y belleza; sí, algunas eran hermosas, pero no todas; algunas eran doncellas apenas nubiles de las que fui el primer amante, enseñándolas cariñosamente, y creo que les enseñé bien. Hubo casadas ya maduras, pero ninguna mujer es demasiado vieja para deleitarse en los placeres carnales; y algunas de éstas me enseñaron a mí.

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