Authors: Josep Montalat
—Sí, bórax y otras cosas supongo, pero Johan me dijo que él no le ponía nada. Que ya se la vendían así. En este sentido era muy legal.
—Menos mal.
—Me dijo que también vigilaba mucho la heroína que conseguía para ti —añadió Cobre, reconfortándola.
—En el fondo no era mala persona —dijo la holandesa con cierta cara de pena—. Bueno, ¿Sabes de alguien para venderla? —preguntó, tratando de alejar los sentimientos que le venían a la mente.
—Para venderla toda de golpe no, pero poco a poco sí.
—Mejor venderla toda de una vez. Si no, puede pasar mucho tiempo.
—¿No sabes de algún contacto que tuviera Johan a quien pudiéramos vendérsela? —preguntó Cobre.
—En Holanda tenía algunos, pero no sé sus direcciones.
—¡La agenda de Johan! —recordó, excitado—. En el cajón, encontré una pequeña agenda con muchos teléfonos y direcciones —dijo, buscando dentro de la bolsa de deporte.
Le mostró un estuche de piel y le dio una agenda que sacó de uno de los compartimentos. Sindy empezó a hojearla. Comentó que algunos nombres le sonaban y se la pasó de nuevo a Cobre diciéndole que contactaría con algunos de esos teléfonos. Luego se entretuvo mirando los demás papeles que había en los compartimentos del portafolio.
—Ya me lo imaginaba —anunció la holandesa, leyendo lo que parecía ser una carta.
—¿Qué pasa? —le preguntó Cobre.
—Johan seguía engañándome.
—¿Cómo lo sabes?
—Aquí está la prueba —dijo Sindy mostrándole el documento, haciendo una mueca con sus labios—. Es de este año, de enero. Y luego me decía que me quería solo para él... Que si me veía con otro me mataría... Pero el muy cabronazo se siguió acostando con esa guarra.
—¿La conoces?
—Sí, se llama Ivonne. Sabía que había tenido un rollo con ella, pero Johan me dijo que fue una tontería de una noche en que había bebido más de la cuenta. Es de Amsterdam y está casada con un amigo mío —le explicó, mientras investigaba lo que había en los demás compartimientos del estuche—. Pobre… Patrick, su marido, no lo sabía. A mí me dijo que ya no tenía nada con Ivonne pero la fecha de la carta es una prueba de que seguía tirándosela. Mírala, aquí ésta la muy puta —le dijo contemplando dos fotografías que había encontrado en el estuche—. Encima, le enviaba fotos —añadió, pasándoselas a Cobre.
Él miró las fotografías. Eran de tipo goyesco, o sea una con la chica vestida y en la otra sin ropa.
—¡Jondia! Está desnuda. No está mal —comentó, mirando detenidamente la foto.
—Tiene los pechos operados con silicona. Ojalá le exploten —dijo Sindy, haciéndole reír—. Ahora en Holanda todas se operan los pechos. Yo prefiero los pechos naturales. Quizás se caigan un poco, pero no se ven esas bolas gigantes —dijo, mostrándolo con sus manos—. Se ve de lejos que son más artificiales que un iglú.
Él se rio por la manera en que lo había descrito. Ella siguió hablando.
—Dentro de cien años, cuando los arqueólogos descubran alguna tumba, se encontrarán todo lleno de huesos y dos globos de silicona aquí —señaló con sus manos el aspecto de los pechos en su cuerpo, haciendo reír de nuevo a Cobre.
Sindy permaneció sólo tres días en Empuriabrava. Al día siguiente, llegó su hermano Adriaen en una furgoneta y la ayudó a recoger las cosas que quería llevarse a Holanda y a empaquetar el resto, que mandaron a través de una agencia de transportes. La última noche cenaron juntos en una pizzería de la urbanización. Sindy le dijo que pondría la casa en venta, ya que no quería seguir pagando la hipoteca pendiente del Banco ABN en Amsterdam. Acordaron que Cobre se encargaría de ir vendiendo en Empuriabrava la cocaína de mejor calidad al precio de ocho mil pesetas el gramo y la otra a seis mil pesetas. Ella, por su parte, cuando llegara a Holanda, contactaría con los teléfonos de la agenda de Johan para ver si podía conseguir vender una buena parte «al por mayor». Por supuesto, el ánimo de Cobre mutó ostensiblemente viendo la oportunidad de obtener un buen pellizco de dinero. Quería comprarse el último modelo del Volkswagen Golf y si vendían la cocaína podría hacerlo. Sindy además, gracias a la agenda del holandés, podría ayudarle a localizar al proveedor y quizás él pudiera suplirlo, subiendo con ello un peldaño más en el escalafón de la «camellología».
Aquel viernes, vino Mamen de Barcelona y se instaló con él en la casa de Gunter, ya que sus padres no vinieron. La llevó a cenar a un buen restaurante y luego fueron al Chic. Cobre aquella noche estaba muy animado y se lo pasaron muy bien. El sábado al mediodía fueron a comer juntos a El Bodegón, el bar-snack al que habitualmente iba. Se sentaron y pidieron unos platos preparados. Cobre leyó su horóscopo en el periódico provincial, el Punt Diari; luego lo ojeó desde la portada.
—¡Jondia! Han encontrado a los asesinos de Johan —comentó en voz alta a su novia.
—¿Ah, sí? —se interesó ella.
Cobre le leyó la crónica. Habían sido dos hombres de Barcelona, del Carmelo, de 41 y 33 años. Los dos con un escalofriante historial a sus espaldas, tan monstruoso que si se giraban se pegaban un susto de cuidado. Decían otra vez que el móvil del asesinato había sido un intento de robo. Que el turista holandés los había sorprendido en su casa y que uno de ellos le había disparado de cerca con una escopeta con los cañones recortados. También se explicaba que los dos detenidos, después del asesinato, habían ido al dispensario de Castelló d’Empúries y, bajo la coacción de una pistola, habían obligado a unos médicos y a dos enfermeras a hacer las primeras curas al que estaba herido. Después, habían huido en un taxi, a cuyo conductor habían obligado a punta de pistola a llevarlos hasta Barcelona. Unas huellas dejadas en uno de los cristales del coche fue la pista que ayudó a su identificación y posterior captura en un bar de alterne cercano a Terrassa. Finalmente, se decía que, por orden del juez, habían ingresado en la prisión Modelo de Barcelona, pendientes de su traslado a la de Figueres, donde se llevaba el sumario. No se comentaba nada de drogas y Cobre respiró aliviado.
Estuvieron hablando prácticamente durante toda la comida del tema. Mientras tomaban el café, entró Juanjo, un conocido suyo que padecía una extraña enfermedad llamada ataxia de Friedreich, que le provocaba disartria, es decir, dificultad en el habla. En realidad, era amigo de Tito, que lo conocía ya desde adolescente, antes de que tomara el medicamento que ahora le impedía hablar correctamente.
—Hola, Juanjo. ¿Qué tal? —lo saludó Cobre con la mano.
—Ñnieeen —dijo Juanjo, parándose al lado de su mesa, mientras Mamen observaba el encuentro.
—Mira, te presento a Mamen, mi novia. Él es Juanjo.
El chico se inclinó con intención de besarla y ella le facilitó el trabajo acercándole el rostro.
—Hola, Hameenn —dijo, besándola en la mejilla.
—Hola, Juanjo ¿Qué tal?
—Huuy hoooñnita —respondió Juanjo, una vez recuperada su postura, de pie, junto a la mesa.
—Muy bonita, te ha dicho —tradujo Cobre.
—¡Ah! Muchas gracias —respondió Mamen, sonriéndole incómoda.
—Hee eengo haabaa —le dijo a Cobre.
—¿Qué? —preguntó él esta vez, sin entenderlo.
—Hheee eengo khaabaa —repitió.
—¿Que me tienes que hablar?
Cobre fue a hablar con el chico en la barra. Juanjo le pidió que le vendiera un gramo de cocaína y lo citó para que se pasara a las seis por su casa. Era de las pocas personas a la que vendía poca cantidad, ya que lo consideraba un buen amigo con el que se divertía a veces, le gustaban mucho las chicas y al no tener demasiado éxito con ellas, él y Tito le aconsejaban.
—¿Qué quería? —preguntó Mamen cuando regresó a la mesa.
—Me ha pedido unas herramientas para poder arreglar una moto que tiene —mintió—. Pasará a las seis por casa.
—Mira que es raro el chico —dijo Mamen, mirándolo cómo pedía un café en la barra.
—No es raro, es su enfermedad. Pero es muy buena persona y, aunque está así, es muy inteligente. Trabaja en cosas de electrónica. Es un manitas.
—¿De qué lo conoces?
—De aquí, de Empuriabrava. Es el que me montó el radiocasete que ahora tengo en el coche, con el ecualizador y los bafles. No me cobró apenas nada —respondió, pensando en los dos gramos de cocaína que le dio a cambio de aquel trabajo.
Por la tarde, con Tito y Belén, estuvieron jugando en la casa a un juego de adivinar dibujos haciendo mímica que Mamen había traído de su viaje a Irlanda. A las seis en punto, Juanjo llamó a la puerta de la casa y Cobre fue a abrirle.
—Hola, Juanjo —le dijo, haciéndolo pasar.
—Hombre, Juanjo, el rey del Mambo —lo saludó Tito desde su asiento.
—Hooaa, itoo —dijo él.
Cobre se lo llevó directamente al jardín, a la casita donde estaba el trastero. Le entregó la papela de cocaína que le había pedido y se puso el dinero en el bolsillo. Luego le dio unas cuantas herramientas para disimular su excusa y regresó con él al salón de la casa.
—Haoos —se despidió Juanjo.
—Con Juanjo sería un descojone jugar al juego este de las imitaciones —se mofó Mamen, haciendo reír a su amiga.
—No tiene gracia reírse de la desgracia de alguien —se enfadó Tito.
—Bueno, tampoco te pongas así —le recriminó Belén apoyando a su amiga—. Ha sido sólo una broma para reírnos.
—Una broma de mal gusto. Una cosa es reírse de alguien y la otra es reírse con alguien, y éste no ha sido el caso. Vosotras mismas podrías estar así, podéis dar gracias a Dios de no tener su enfermedad, sino ya veríamos si os reíais igual.
—No reiría igual. Reiría así: ju, ju, ju —dijo Mamen, imitando la posible risa de Juanjo.
— Algún día quizás alguien se ría de vosotras y luego veréis la gracia que os hace.
—Uy, qué mal rollo —dijo Mamen. Luego dirigió la mirada a Cobre—. ¿Tú que dices?
—Creo que no hay para tanto, Tito. Nosotros también reímos mucho con él, ¿o no?
—Sí, con él, pero no de él, que es distinto —insistió su amigo.
—Bueno, no seas tan quisquilloso. La cuestión es que reímos y siempre se ha dicho que la risa estimula los abdominales... y otras cosas —añadió Cobre, haciendo reír a las chicas.
De fiesta en fiesta
A principios de diciembre, Cobre y Mamen cenaron con Tito y Belén en El Molí Vell, un bonito restaurante que ocupaba un antiguo molino harinero, situado entre Figueres y Peralada. Hablaban de lo que harían en fin de año. Por lo visto, Tito y Belén tenían previsto ir a esquiar en aquellas fechas y no iban a poder celebrarlo juntos.
—¿Por qué no celebramos el fin de año anticipadamente? —propuso Tito muy animado.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Mamen.
—Todo el mundo celebra el fin de año el 31 de diciembre; nosotros podríamos celebrarlo antes, con las campanadas y todo.
—¡Qué buena idea! —saltó Mamen.
—Sí, puede ser muy divertido —dijo Belén.
—Pero si no es realmente fin de año, no es lo mismo —objetó Cobre.
—Ahí está la gracia. Hay que celebrarlo como si realmente lo fuera, mira, venimos todos al restaurante vestidos como iríamos el fin de año y cuando sean las doce nos tomamos las uvas, tiramos confeti y todo lo demás, incluidos los espantasuegras; será un descojono. ¡¡Turuuuuu!! —dijo Tito, como si tuviese un espantasuegras en las manos.
—Ostras, sí. Venga, Cobre, será muy divertido —dijo Mamen, dirigiéndole una mirada de súplica.
—Bueno, por mí que no quede.
La idea cuajó estupendamente en el grupo de amigos. Pusieron como fecha el sábado 20 de diciembre. La víspera, hablándolo en el club del Chic, se apuntaron dos parejas más. Una era la de Alain y su mujer Brigitte, franceses cercanos a los cuarenta años, amigos de Tomás, a los que les gustaba mucho la fiesta. La otra eran unos conocidos suyos, también franceses, que habían venido a pasar el fin de semana en su casa.
Según se decía Alain, oriundo del interior de Francia, era el clásico personaje que se había bajado de la Mobilette para subirse al Audi gracias a turbios negocios y vivía semiexiliado en una lujosa casa situada en la urbanización Mas Fumats de Roses, desde donde llevaba a distancia su «profesión», aunque a esos comentarios embarazosos ellos ponían oídos anticonceptivos, no haciendo demasiado caso, ya que era realmente simpático.
El grupo de dieciséis personas, elegantemente vestidas, fue llegando a El Molí Vell, como si fuese realmente la verdadera cena de fin de año. Gus presentó a Yolanda, su nueva novia, a los amigos que aún no la conocían.
—Llevas un vestido muy bonito —la aduló Belén.
—Sí, es muy sexy —admiró Mamen—. ¿Dónde lo has comprado?
—En Maxi Mini, una tienda nueva que hay en Ganduxer, esquina Maó —respondió Yolanda—. ¿La conoces?
—No, tendré que pasarme, no queda lejos de mi casa —dijo Mamen con ganas de sacar a pasear la Visa de su padre.
Les habían reservado una sala aparte con una sobria mesa de roble perfectamente preparada, alrededor de la cual pudieron sentarse cómodamente. No era alargada y estrecha sino más bien ancha, en sus extremos cabían dos comensales; resultaba acogedora y facilitaba la conversación.
Enseguida se vaciaron varias botellas de vino, y Alain, Brigitte y sus amigos franceses se sintieron bien en el grupo y la conversación se fue animando. Todos hablaban mucho, excepto Yolanda, la nueva en el grupo, que estaba a la expectativa.
Terminado el segundo plato, escuchaban con atención a Fernando, que había terminado la carrera de medicina, y comentaba los altos niveles de glucosa que normalmente se localizan en el semen.
—A ver si lo entiendo —intervino por primera vez Yolanda—. Dices que en el semen de los hombres hay un montón de glucosa. La glucosa digamos que es como el azúcar, ¿no?
—Sí, como el azúcar, por ejemplo —respondió Fernando.
—¿Entonces como se explica que el semen no sepa a dulce?
En la mesa se hizo un momento de silencio y luego estallaron en risas. La vergüenza de Yolanda la enfundó en un fular rojo bermellón cuando se dio cuenta de lo que, sin querer, acababa de decir. Fernando pidió silencio para hablar de nuevo.
—Mira, Yolanda, el semen no te sabe a dulce porque las papilas gustativas para el dulzor están en la punta de la lengua y no en el fondo de la garganta —explicó, arrancando de nuevo las risas, intensificando el color rojo de Yolanda, que había ido menguando.
Afortunadamente, Mamen y Belén la reconfortaron en este memorable primer encuentro con el grupo. Después del café, las dos amigas, muy pendientes del reloj, se encargaron de repartir unas bolsitas de papel de celofán en las que habían puesto las doce uvas y de una bolsa de plástico de llamativo envoltorio sacaron los elementos típicos de esta celebración: gorros de distintos colores, antifaces, narices de payaso, pitos, matasuegras, confeti, serpentinas, etc. Acompañados de risas, todos se los fueron colocando. Poco después, Tito movió un poco su silla y, con el mango de un cuchillo, empezó a dar golpes a modo de campanadas a un antiguo caldero metálico que decoraba la sala. Con los usuales atragantones, sobre todo de los franceses, poco habituados a esta tradición, se fueron comiendo las uvas hasta llegar a la última que motivó que empezara el jaleo, felicitándose unos a otros por el «nuevo año», lanzándose confeti y serpentinas, acompañados por el estruendo de los distintos sonidos de los pitos y los matasuegras mientras una de las camareras, que acababa de entrar, se quedó plantada, boquiabierta viendo aquel inesperado desbarajuste. Todos callaron. Gus, muy próxima a ella, le sopló con el matasuegras que tenía puesto en su boca y el resto de la mesa se animó a tirarle serpentinas y confeti, al tiempo que volvió a resonar el estruendo de los distintos pitidos y las risas, mientras ella, cubierta por los diminutos papeles, huía de la habitación.